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Su doctrina se centra básicamente en la ética, en la mejor manera de vivir la vida, y sus enseñanzas han pasado a la historia como unas de las mejores maneras de alcanzar la paz interior. Tanto es así que cuando hablamos de «tomarnos las cosas con filosofía», por lo general nos referimos a las ideas estoicas, y por tanto, a las de Epicteto.
Esta es una de las enseñanzas básicas del estoicismo, y por ello también de Epicteto. El ser humano no es libre, sino que su existencia está predeterminada. Nacemos y morimos bajo un plan divino que no podemos cambiar. Por ello, nuestro filósofo determina que no tiene sentido que sintamos preocupaciones, angustias o frustraciones, puesto que todo lo que nos ocurre, todo lo que acontece, no puede ser de otro modo. Como si de un viaje en tren se tratara, nuestra vida discurre por una senda marcada de antemano, de modo que nuestra libertad de acción no ha de centrarse en buscar tal o cual fin específico, sino en aceptar las reglas del juego y tratar, sencillamente, de vivir lo más cerca posible de nuestra propia naturaleza.
Relacionado con lo anterior, el sabio es aquel que acepta de buena gana todas las circunstancias de la vida, pues comprende que no tiene otra opción. No está en su mano controlar los sucesos de la existencia y por ello puede permitirse relajarse y aceptar lo que la vida le ofrece.
De este modo, asumiendo y aceptando la incapacidad de controlar los sucesos a los que se enfrenta, el ser humano puede alcanzar la ataraxia, la tranquilidad de espíritu. Como el mismo Epicteto afirmaba: «Compórtate en tu vida como en un banquete. Si algún plato pasa cerca de ti, cuídate mucho de meter la mano. En cambio, si te lo ofrecen, coge tu parte. Haz lo mismo con tus riquezas, amigos, parejas, familia o cualquier otro aspecto. Si puedes lograrlo, serás digno de sentarte a la mesa de los dioses. Y si eres capaz, incluso, de rechazar lo que te ponen delante, tendrás parte de su poder».
No preocuparnos ni por el pasado ni por el futuro, sino vivir siempre en el presente, único período sobre el que tenemos algún control. La vida centrada en el futuro complica la misma, pues el anticipo de aquello que puede ocurrir causa en nosotros temores (muchas veces infundados) y preocupaciones que pueden desembocar en problemas como la ansiedad o el estrés. Del mismo modo, la vida en el pasado, evocando lo que fue, comparándolo con lo que podría haber sido, desemboca a menudo en depresión, otro grave problema para el ánimo.
Por ello, Epicteto apuesta por una vida plena en el único momento sobre el que podemos tener algún poder de decisión: el ahora. Solo el momento presente es nuestro realmente y a él hemos de dedicar nuestra atención y esfuerzo. Y no dejemos que ni el pasado ni el futuro nos atormenten –dice el filósofo–, pues el primero ya no existe y el segundo lo afrontaremos con la misma ecuanimidad y virtuosismo que el hoy.
No debemos celebrar nuestros logros ni llorar nuestras pérdidas, pues ambos son parte de lo que el destino ha trazado para nosotros.
Básicamente lo que nos pide Epicteto es que no cedamos el control de nuestra vida a nuestras emociones, que no son parte de un comportamiento basado en la razón. El sabio se conoce a sí mismo, su propia naturaleza, sus fortalezas y debilidades. Por ello, no cede ante la irracionalidad de las pasiones, ya sean estas de alegría, tristeza, orgullo, etc. Al contrario, acepta lo que ocurre como parte del plan divino al que está sometido y se pliega a este. Un perro que pasea con una correa tiene dos opciones: luchar por liberarse y marcar el paso, o dejarse guiar por su amo, que le dirige y vela por él. Epicteto nos anima a vivir del mismo modo.
Los estoicos respetaban ante todo la razón, despreciando la irracionalidad y la representación de esta: las pasiones. Puesto que la racionalidad es la característica básica de la naturaleza del ser humano, es conforme a ella que hemos de vivir, repudiando todo aquello que no sigue su senda.
El sabio ha de tener dominio absoluto de sus pasiones y mantenerse imperturbable ante cualquier suceso. Sabe que el control de las mismas es la base de su tranquilidad de espíritu, de manera que pone todo su esfuerzo en vivir con la herramienta con que para ello se le ha dotado: la racionalidad.
Epicteto, como estoico que es, no presta atención a lo que sucede en el mundo, en el exterior. ¿Por qué? Por la simple razón de que sabe que no tiene control alguno sobre lo que en este acontece. Solo presta atención a lo que depende de sí mismo: sus pensamientos y sus acciones. El ideal estoico es un hombre vuelto hacia sí mismo que encuentra la paz en su interior. De este modo, trata de conocerse, de analizarse, de comprender por qué es como es. Busca aumentar sus virtudes y vencer sus vicios, esforzándose día tras día para mejorar y acercarse al ideal del sabio.
Todo esto que venimos diciendo no tiene otro fin que el más ansiado objetivo de la filosofía estoica: la libertad. Epicteto, lo mismo que Séneca, Zenón o Marco Aurelio, persigue lo que él considera la esencia de quien es verdaderamente libre, que no es otra cosa que el total control y conocimiento de sí mismo. Nada puede dañarle o hacerle perder su imperturbabilidad, nada puede afectarle emocionalmente, ningún deseo tiene que pueda ser insatisfecho. De este modo, impasible ante los accidentes de la vida, el sabio estoico es plenamente libre, pues nadie más que él está al mando de su alma.
Los estoicos seguían la teoría aristotélica de que nuestro conocimiento nos llega a través de los sentidos –nuestra experiencia sensible–, cuya información pasa más tarde a ser analizada y abstraída por nuestra razón (como ya hemos dicho, la herramienta principal con la que cuenta el ser humano para vivir en el mundo), sacando entonces conclusiones generales.
Epicteto defiende la idea de una o varias divinidades, superiores a los humanos, que se encargan de regir nuestros destinos y organizar las leyes que gobiernan la naturaleza. Así, el ser humano nunca está solo, pues vive conforme al plan que Dios ha establecido para él. Esta visión de la divinidad de los estoicos tuvo una fácil reinterpretación por la mayoría de las religiones, que adaptaron a ese «guía» que marca nuestro destino y nuestra naturaleza a sus respectivas divinidades.
Para los estoicos, es irrelevante qué Dios es el que está guiando nuestros pasos, sino el hecho de que sea así. Llamémoslo Dios, ley natural, logos, Tao, karma… No importa. Sólo hemos de aceptar la idea de que nuestra vida no depende exclusivamente de nosotros y que, por ello, la misma nunca podrá plegarse totalmente a lo que queremos. Por eso, lo mejor es permitirla fluir y dejarnos llevar por ella, anulando nuestras expectativas y confiando en el buen hacer de quien ha fijado nuestro rumbo.
En esencia, toda la filosofía estoica se basa en vivir comulgando con las leyes establecidas por la naturaleza. Por ello, hemos de vivir racionalmente y confiando en el plan que se ha establecido para nosotros. Sólo así el ser humano puede lograr vivir una buena vida. No una llena de placeres y desenfrenos, sino una vida feliz, ausente de dolor y caracterizada por la tranquilidad.
El esclavo Epicteto es, junto al emperador Marco Aurelio y el abogado Séneca, uno de los tres grandes filósofos del estoicismo romano. Al igual que Sócrates, con el que presenta no pocos puntos de contacto, Epicteto no dejó nada escrito. Fue uno de sus discípulos, Arriano de Nicomedia, quien anotó las palabras de su maestro, posibilitando la pervivencia de éstas. En este artículo revisaremos el Enquiridión o “Manual” de Epicteto, que Arriano redactó como síntesis del pensamiento de éste.
Filósofo de acusada actualidad, Epicteto es uno de los nombres fundamentales del pensamiento estoico del siglo I de nuestra era, cuya doctrina, lejos de desaparecer con él, no ha dejado de influir en los más variados frentes (derecho romano, moral cristiana) y autores posteriores (Boecio, Pascal).
Sin el Enquiridión, su obra capital, una parte del ser humano habría quedado sin explicar. Esto es lo que, y con independencia de su propia vinculación como pieza constituyente del estoicismo, acrecienta para nosotros su interés, minimizado sin duda de cara al auditorio por la historia oficial en beneficio de pensadores de mayor relieve filosófico, aunque no menor aliento humano.
Consideramos así pertinente detenernos en esta figura hoy algo olvidada, y no tanto por su mera condición de rareza como por todo cuanto pudiera ofrecernos de nuevo a la luz del siglo XXI: sí, a unas “alturas” de la historia en las que presuntamente todo ha quedado explicado. Sea como fuere, el intento no habrá sido en vano.
Escasos son los datos que poseemos en torno a la biografía de nuestro autor, ajustando las fuentes su cronología vital entre los años 50 y 138 d. JC., habiendo nacido esclavo en Hierápolis, ciudad de Frigia, provincia del Imperio romano. Llevado a Roma al parecer siendo todavía un niño, fue vendido o entregado a Epafrodito, quien terminaría dándole la libertad.
Los primeros contactos de Epicteto con la filosofía los adquirió asistiendo a las sesiones que impartía el filósofo estoico Musonio Rufo, influencia decisiva que encaminaría a nuestro autor a adherirse a la escuela de su maestro. Así, a los cuarenta años de edad, previa investidura de las ropas propias del filósofo, comenzó a profesar públicamente el estoicismo.
Casi un lustro después, el año 94, las circunstancias políticas obligaban a Epicteto a cambiar de residencia, marchando a la ciudad griega de Nicópolis, en el Epiro. Comenzaba de este modo una nueva etapa. Allí abrió una escuela y empezó a enseñar la doctrina estoica. Al margen de su actividad intelectual, y pese a que llegó a gozar del favor del emperador Adriano, vivía austeramente “en una casucha ruinosa, sin puerta y sin más mobiliario que una mesa, un camastro y una lámpara de metal que, cuando se la robaron, sustituyó por otra de barro”. Su vida contemplativa en Nicópolis trascurrió así hasta su fallecimiento.
El esclavo Epicteto es, junto al emperador Marco Aurelio y el abogado Séneca, uno de los tres grandes filósofos del estoicismo romano, el llamado estoicismo nuevo, tercer y último período -además del más fructífero- de la escuela estoica, cuyo origen estuvo en Grecia, aunque terminó por sobrepasar sus fronteras, instalándose en Roma, donde difundió su doctrina a través de figuras tales como Musonio, Hierocles, Atenodoro de Tarso, Apolonio de Calcedonia y Antipatro de Tiro, entre otros. Sin duda, las obras más difundidas del estoicismo romano son los magnos Tratados morales de Séneca y las Meditaciones de Marco Aurelio; la obra de Epicteto, en consecuencia, se ha visto ciertamente ensombrecida por el gran cuerpo de éstas, pese a que en esencia en poco difiera de las mismas, tal y como el Enquiridión nos confirma: el fin último de la doctrina estoica es la búsqueda de la felicidad por medio de la sabiduría y la virtud. Es, por tanto, una meditación esencialmente moral, aunque no por ello los estoicos omitieran de su estudio las parcelas de la física y de la lógica.
Aclarado esto, pasemos pues al comentario detallado de la obra que nos ocupa.
Al igual que Sócrates, con el que presenta no pocos puntos de contacto, Epicteto no dejó nada escrito. Fue uno de sus discípulos, Arriano de Nicomedia, quien apuntando las palabras de su maestro –en un principio sin más pretensiones que las meramente privadas de recordar lo escuchado– posibilitó la pervivencia de éstas desde el momento en que las dejó por escrito. Cuando estos apuntes comenzaron a llamar la atención de ciertos círculos, Arriano se aplicó en la labor de fiel reescritura de los mismos. Los frutos de aquel trabajo fueron, por una parte, los ocho libros de Disertaciones o Diatribas, cuatro de los cuales han llegado hasta nosotros completos, quedando de los demás sólo fragmentos; y por la otra, la obra que aquí nos ocupa, el Enquiridión o “Manual”, que Arriano redactó como síntesis del pensamiento de su maestro.
La primera enseñanza del Enquiridión resume de modo certero el espíritu de la obra: por un lado, hay cosas accidentales, externas a nosotros en tanto ya nos han sido dadas o están ahí sin más (el cuerpo, las riquezas, la reputación, etc.), y otras que competen a nuestra propia voluntad en cuanto que son nuestras y sólo nuestras (la opinión, las inclinaciones, el deseo, etc.). Las primeras, que no dependen de nosotros, “son débiles, serviles, están sujetas a restricciones impuestas por la voluntad de otros”, mientras que las segundas no lo están. Epicteto nos recuerda que no debemos confundir las unas con las otras si no queremos ser infelices. Sólo así, sabiendo discriminarlas, podremos alcanzar la felicidad y la libertad.
Esta enseñanza incide en la gran máxima de Epicteto y del estoicismo en general: “Soporta y abstente”. Es preciso eliminar el deseo para alcanzar la felicidad, pues el deseo aspira siempre a ser satisfecho, generando un círculo vicioso de insatisfacciones nunca resueltas, “pues si deseas cualquier cosa que no dependa de ti, serás necesariamente desafortunado”.
Aprender a conocer el fondo de las cosas es esencial para así saber de su justo valor, sea una vasija o un ser humano, pues si alguno de ellos se rompe o muere, “no sentirás turbación”, es decir asumirás su fin como algo inevitable, consustancial a su naturaleza.
La idea de esta enseñanza es vivir el momento en toda su plenitud, sea del tipo que sea la acción que se acometa, manteniendo nuestra voluntad en armonía con la naturaleza. Epicteto la ilustra con un ejemplo tan anodino como profundo cual es tomar el baño.
Somos nuestras ideas, y en tanto que tales, ellas determinan nuestra visión de las cosas. Nuestros prejuicios no son sino nuestras debilidades y falta de perspectiva auténtica de las cosas: “cuando nos sintamos contrariados, molestos o apenados, nunca deberíamos censurar a otros, sino a nosotros mismos”.
Todo aquello que nos corresponde reposa en “el uso de las apariencias”, esto es el porte propio (ej., nuestra belleza, no la de otro), y sólo cuando ellas estén en armonía con la naturaleza podremos sentirnos satisfechos, “pues lo estás por algo bueno que es tuyo”.
Muchos podrán ser los intereses que tengamos en esta vida (una mujer, unos hijos, etc.), pero por encima de todos ellos estará el interés último que es la vida misma, para la que tenemos que estar preparados, como en el momento de la muerte.
El cuerpo es algo secundario frente a la voluntad, verdadera regidora de nuestra vida; lo confirma con el siguiente ejemplo: “La cojera es un impedimento para la pierna, mas no para la voluntad”.
Contra la tentación de las apariencias, Epicteto propone tres hábitos en los que debiera ser formado el ser humano: la continencia (frente al deseo sexual), la capacidad de sufrimiento (frente al dolor) y la paciencia (frente a las ofensas) como remedios ante éstas.
Lo transitorio de lo efímero debiera prepararnos ante la inminencia de la muerte: “¿Ha muerto tu hijo? Ha sido devuelto. ¿Ha muerto tu mujer? Ha sido devuelta”. Epicteto hace esto también extensivo a las propiedades. Todo, viene a decirnos, gira como una noria.
Todo lo ajeno al espíritu es nimio. La idea esencial de Epicteto, que tan bien recibida sería por el cristianismo, reitera aquí su fondo ascético y desencantado.
Difícil es desentenderse, despojarse de todas las apariencias terrenas para hacer progresos en el crecimiento del espíritu, “pues debes saber que no es fácil guardar tu voluntad en armonía con la naturaleza y asegurar las cosas externas”, en tanto que no es posible aquí un término medio: o se está por lo uno, o se está por lo otro, pero jamás entre ambos.
De nuevo la idea de lo efímero apuntada en la enseñanza XI, mas señalando como única posibilidad de éxito el ejercitarse en aquello que sólo depende de nosotros.
El banquete como metáfora de la vida. Epicteto aboga por la disciplina y el orden: este equilibrio ejemplifica la modestia, ineludible para llegar a ser un buen invitado, es decir digno de la mesa. Pero más allá de esta modestia, la enseñanza nos recuerda que existe una forma superior de asistencia a ese banquete que es la vida: aquella en la que el invitado no toma nada de lo que está delante de sí, sino que incluso lo desprecia: “entonces no sólo serás un invitado en los banquetes de los dioses, sino también un compañero igual a ellos en poder”; e ilustra esta idea ofreciéndonos los ejemplos de Diógenes y Heráclito.
Muchas personas, cuando se lamentan o se compadecen de la suerte de otro, en realidad no están sino lamentándose de sí mismos, aunque camuflen tal impulso por medio de la apariencia.
En el gran teatro del mundo el hombre no es sino un improvisado actor; es su deber actuar de acuerdo con el papel que le ha sido dado desde fuera, y es su deber asumirlo como algo meramente accidental, sea “el papel de un cojo, de un magistrado o de una persona privada”.
Epicteto incide en la idea de la enseñanza XVI, si bien haciéndola extensiva a los signos externos, esas apariencias que los supersticiosos acostumbran interpretar en su contra.
“Recuerda que lo que te ofende no es la acción del que te insulta o te golpea, sino la opinión que tienes acerca de lo que significa ser ofendido…”
La opinión que tengamos de una acción, y no la acción en cuanto tal, limitarán nuestra visión de las cosas, al quedar éstas oscurecidas por la apariencia.
La máxima de Epicteto “Soporta y abstente” encuentra en esta enseñanza una de sus más certeras concreciones al recurrir a la idea de la muerte, al lado de la cual todo resultaría mínimo e insustancial.
La verdad siempre estará de parte de los menos, y pertenecer a esta parte debe conllevar una serie de renuncias, como mostrar actitud suficiente.
Antes de aparecer ante los demás como tal, es preciso hacerlo ante ti mismo.
Dos ideas caras al estoicismo apunta esta enseñanza: la modestia y el conformismo: conformémonos con aquello que nos depare el destino; reprimamos las grandes ambiciones y vivamos en la modestia de nuestras posibilidades; seamos, en definitiva, fieles a nosotros mismos, a nuestras buenas cualidades.
El hombre recibe cuanto da. Pretender recibir sin dar es inconsecuente, absurdo.
Aprendamos a mirar nuestros propios problemas como cuando miramos los del vecino, de modo distante, reflexivo. Sólo así podremos ser conscientes de la soportable magnitud de cualquier drama, propio o ajeno.
XXVIII. “Si se te pidiera que pusieses tu cuerpo a disposición del primero que encuentres en el camino, te sentirías ofendido, pero poner tu entendimiento en manos del primero que encuentras, de modo que si él te insulta, tu entendimiento se siente turbado y alterado, ¿eso no te avergüenza?”
Se tiende a valorar más lo externo que lo interno: las afrentas infringidas a nuestra integridad corporal versus las acometidas contra nuestro intelecto, acaso descentrado y poco consciente de su alto valor en cuanto tal como parte constituyente de nosotros mismos.
Una visión de conjunto permite un control más perfecto sobre una cosa determinada. Apresurarse supone correr el riesgo de malograr la empresa al no poder prevenir todo cuanto esté por llegar. Epicteto ilustra la enseñanza mediante el ejemplo del atleta que quiere ganar en los juegos olímpicos. Primero, observar; después, y de acuerdo a unas normas basadas en criterios óptimos para con la observación, actuar.
Nuestras relaciones con los demás condicionarán nuestro sentido del deber, pero el deber siempre será dado para que nuestra voluntad “sea conforme con la naturaleza”.
Nada incorrecto podemos hacer contra los dioses: hacerlo sería nuestro fracaso.
Lo que haya de venir, vendrá. Hay que afrontar las cosas ocurridas externas a nosotros como inevitables.
XXXVII. “Si has asumido un papel por encima de tus posibilidades, habrás actuado de forma inadecuada y, a la vez, habrás desperdiciado la posibilidad de actuar correctamente.”
La teoría no complementa a la práctica; no basta con comprender la naturaleza, es preciso seguirla.
Obediencia y rectitud en el cumplimiento de las leyes; tal cual las cosas llegan, se van. No atender a nada sino a la razón.
Epicteto confirma en esta enseñanza cuán rara vez asumimos así la práctica de las ideas filosóficas, en cuanto hacemos lo contrario: “gastamos nuestro tiempo en la tercera parte, y todo nuestro esfuerzo y nuestra disposición se va en ello”.
Como hemos podido observar, el cuerpo de enseñanzas del Enquiridión es uniforme y algo reiterativo. Se diría que cada una de ellas no es sino una consecuencia lógica de la previa, tal es su parecido, llegando muchas veces a repetirse el fondo, aunque variando el modo de decirlo.
El discurso de Epicteto, tal como lo conocemos, nos viene en esencia a decir una sola cosa, mas haciéndola extensiva a un gran número de acciones de la vida cotidiana. Básicamente, podemos compartimentar las cincuenta y dos enseñanzas en dos grandes bloques, a saber: por un lado, aquellas enseñanzas que nos afectan directamente en tanto que la cosa en sí depende de nosotros; y por el otro, aquellas otras que se refieren a lo externo y que, por consiguiente, no dependen de nosotros. Sólo las primeras son dignas de nuestra atención al estar íntimamente asociadas a nuestra razón.
Pero la meditación de Epicteto va mucho más allá, y podrían ser varios los sub-apartados en los que incluyéramos cada una de sus enseñanzas. Así, entre éstas, unas tratan sobre los bienes, tanto verdaderos como falsos, y de cómo los primeros nos son propios, frente a los segundos, que nos son ajenos; otras meditan sobre las riquezas y lo que en verdad significan; sobre cómo el conocimiento de sí mismo tiene que posibilitarle al sujeto su propio perfeccionamiento; sobre la libertad y la esclavitud; sobre los dioses; sobre la resignación; sobre la vida como filósofo; sobre la mujer; sobre las apariencias como cosa engañosa y su efecto distorsionador; sobre la muerte; y, esencialmente, sobre lo que debe entenderse por verdadera filosofía, y cuyo fin no es otro que el de conducirnos a alcanzar la felicidad.
José Antonio Bielsa Arbiol
Fuente: https://www.xn--elespaoldigital-3qb.com/epicteto-esclavo-filosofo-una-iniciacion-obra/Las mejores frases de Epicteto 1/2
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Enseñanzas estoicas de Epicteto
Manual de vida ilustrado