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En un proyecto educativo y más naciendo desde un Departamento de Filosofía, no podemos empezar sin hacer un breve análisis de las raíces profundas del fenómeno de la migración y la solicitud de refugio desde una perspectiva antropológica, ética y política.
El dossier Los refugiados en la historia con materiales para clase de Javier Alquézar Penón, el Centro de Estudios Locales de Andorra (CELAN) y el IES Pablo Serrano es un material excepcional para conocer la larga historia de los refugiados, incluida la experiencia que los españoles hemos sufrido. En este dossier también se plantean para la deliberación una serie de temas: el tratamiento informativo y el impacto social, la guerra permanente, las guerras y sus causas, tomar en serio el derecho de asilo, los peligros de la negación de los genocidios, cómo debe ser una buena integración, nuestra corresponsabilidad en la tragedia…
Aquí, siguiendo a Zygmunt Bauman, vamos a hacer un análisis más filosófico y menos histórico para tratar de comprender qué es lo que está ocurriendo y cómo hemos llegado a la situación actual.
Estamos en nuevo momento histórico que Bauman denomina LÍQUIDO, que tiene una serie de retos o desafíos:
Hemos pasado de una concepción socio-histórica sólida (segura, común, fuerte, convincente, única, monolítica, “moderna”…) a una líquida en la que no se limitan las individualidades, las estructuras ya no son rígidas, no hay modelos de vida ni hábitos comúnmente aceptables o aceptados… (más “postmoderna”).
Estamos viviendo una separación entre poder y política donde la política tiende a desentenderse, desatender o transferir servicios a la iniciativa privada (sirviéndose como coartada del principio de subsidiariedad).
Se están reduciendo progresivamente los seguros públicos que cubrían los fracasos individuales. La solidaridad social está en entredicho porque exige demasiado a los ciudadanos y ya no estamos dispuestos a sufragarlo, aunque lo reclamamos cuando nos vemos en el lado débil de la ecuación.
Intelectualmente estamos sufriendo un colapso del pensamiento a largo plazo y la planificación en favor de proyectos a corto plazo, fragmentados, secuenciados en pequeños éxitos. En lugar de grandes proyectos, damos respuestas reactivas.
Hemos abandonado los compromisos y lealtades sin arrepentimiento ninguno ni mala conciencia. Buscamos las oportunidades del momento y primamos la elección libre y flexible.
La gran pregunta ante este panorama es: ¿cómo están modificando estas “novedades” ideológicas los desafíos individuales a la hora de vivir la vida?
Ante los retos y amenazas de la situación actual (pobreza, inmigración, desigualdad, terrorismo…) el ideal de sociedad abierta occidental se repliega. La población está aterrorizada ante la indefensión que siente (es más fácil atacar que defenderse) y se obsesiona con la seguridad de sus fronteras.
La solución para la paz no es una “globalización negativa”, un repliegue táctico proteccionista, sino la justicia social a nivel global. Si perdemos las libertades personales para protegernos del exterior, las protecciones se convierten en muros carcelarios, incluso mentales, al no sentirnos seguros ni siquiera con la puesta en práctica de esta mala solución.
El ideal de progreso por el que se luchaba hace unos años era la manifestación del optimismo radical y la promesa de una vida feliz para todos. Ahora el futuro incierto se presenta como un símbolo difuminado distópico y fatalista, como una amenaza vivida desde el riesgo, con miedo a perder lo que ya se ha conseguido, a quedar rezagado, a perder el tren.
Ante este temor buscamos seguridad, nos fortificamos ante el peligro, nos encerramos, nos preparamos para el ataque, nos blindamos, buscamos cajas fuertes de seguridad… Estas habitaciones del pánico son variadas: dietas contra las amenazas alimenticias, clases de artes marciales de autodefensa, vigilantes de seguridad en las urbanizaciones blindadas, videocámaras de circuito cerrado, puertas de seguridad reforzada, test de detección de enfermedades…
Los vendedores y anunciantes aprovechan estos miedos deliberadamente y los fomentan. Se nos vende seguridad personal desde la política (pensiones, renta mínima, protección social…), en sanidad (seguros privados), en nuestras viviendas (servicios exclusivos), en transporte (todo terrenos casi tanques de guerra), en el trabajo (sindicatos), en nuestra psicología (fármacos ansiolíticos), en la dieta (milagros de todo tipo)…
Hemos desplazado el eje desde la esfera de la SEGURIDAD (común) a la de la PROTECCIÓN (personal). Estamos en el sálvese quien pueda en el que hemos asumido la pérdida de las conquistas sociales y nos centramos en las personales. El Estado es ahora (y le exijo que lo sea) el garante de mi protección al que le cedo mi individualidad y la utopía colectiva.
Aunque el castigo penal sé que es ineficaz, el Estado endurece las penas para dar una falsa sensación de protección o se embarca en acciones militares propagandísticas también ineficaces, entre otras cosas porque el modelo de defensa y nuestro armamento no está diseñado para este tipo de guerra. Nuestros Estados-Nación se están convirtiendo en una gran comisaría.
El dilema ante el que nos encontramos es el siguiente: o garantizamos la libertad, la democracia, la justicia, la igualdad… a escala planetaria o ningún Estado particular podrá gozar de ellas. La sensación generalizada que se está asentando es que parece que ya no tenemos el control ni tenemos las herramientas para hacer esto posible.
Los pueblos progresan gracias al esfuerzo de sus ciudadanos. Los sistemas económicos y los Estados tienen la misión de servir a estos fines de regular y facilitar este progreso. Hay tres modelos fundamentales con sus híbridos intermedios: 1/el comunista (propiedad común de los medios de producción y los bienes de consumo, demanda dirigida, colectivismo…); 2/el socialista (propiedad mixta de medios de producción y bienes de consumo, demanda justa, protección social, estado del bienestar…); y 3/el capitalista (propiedad privada de medios de producción y bienes de consumo, demanda solvente, liberalismo…).
El capitalismo, como sistema económico, no puede crecer ilimitadamente porque se alimenta de sus propios activos (trabajadores). En este sistema productivo es necesaria una masa de seres humanos superfluos que crece sin parar y parece que está a punto de superar la capacidad del planeta para gestionarla.
La previsión es que el modelo económico capitalista occidental se atragantará con sus productos residuales:
Los desagües se han obstruido porque sobran demasiados pobres y ya no son reciclables laboralmente.
No se han construido otros sistemas de eliminación nuevos. En otros momentos históricos, los excedentes humanos se exportaban a otras zonas del planeta, pero ahora ya no queda nada por conquistar o por expoliar y hay que ser imaginativos en la búsqueda de nuevas soluciones.
No solo no se han creado mecanismos de rehabilitación para reinsertar a la masa excluida con el riesgo de que los excedentes personales acabarán colapsando el sistema sino que hay un tapón exterior que impide un flujo suave. A los sobrantes de dentro no se les puede expulsar y tampoco se les recicla y a las puertas de evacuación acuden más y más.
Por otra parte, nuestra industria de guerra es tan poco eficaz que no solo no consigue oportunidades para colocar nuestros excedentes humanos sino que está creando con mucho éxito miríadas de refugiados que Occidente no sabe dónde descargar.
Las falsas soluciones son variadas y todas ellas dramáticas: barrerlos debajo de las alfombras de sus países de origen (campos de refugiados periféricos financiados); considerarlos apátridas y desentenderse de ellos; retenerlos en campos de contención; blindar las fronteras… La realidad dramática es que los descartes humanos son tantos que empiezan a llenar las cloacas y se amontonan en basureros humanos.
Vayan donde vayan, nadie quiere a los refugiados ni a los inmigrantes económicos (tan solo una parte privilegiada se acepta: los muy cualificados). Son condenados con las mismas leyes liberales de flexibilidad laboral y deslocalización por las que los Estados exigen a sus ciudadanos disponibilidad para acudir allá donde esté el trabajo.
El inmigrante económico, que elige libremente abandonar su país para buscar una vida mejor, siempre ha sido mirado con recelo. Ahora también tiene una carga peyorativa negativa el solicitante de asilo, a pesar de que hasta hace poco tiempo hacia ellos había cierta compasión. Ambos son considerados como una asociación peligrosa de la que nos tenemos que defender.
Son ilegales que amenazan nuestro bienestar, como en otros momentos históricos han sido brujas, hordas bárbaras, minorías o todos los que son diferentes de cualquier modo. En consecuencia, debemos defendernos de ellos. La masa se organiza en manadas de defensa como una jauría al acecho del indocumentado. Deportación. Confinamiento. Trabas legales. Intimidación. Expulsión. Agresión… Todo está permitido.
No caemos en la cuenta de que los que viven en los campos de refugiados no pueden volver al lugar del que vinieron. Sus países de origen no los quieren; algunos han desaparecido; sus medios de subsistencia han sido destruidos; sus casas han sido arrasadas o confiscadas; sus campos expoliados o saqueados; sus posibilidades de sobrevivir están diezmados…
Además, tampoco tienen alternativa ante sí: la cruel realidad es que ningún gobierno dará la bienvenida a un flujo de personas sin techo y cualquier gobierno hará lo imposible para evitar que se instalen en su territorio. Aunque lleguen a las fronteras o lleguen a cruzarlas, estarán aquí, pero no son de aquí.
Los refugiados no están instalados ni separados; no son sedentarios ni nómadas; están en una ubicación permanentemente temporal, en una transitoriedad congelada. Son los inefables (de los que no se debe hablar ni se les da voz), los indecibles, los sin nada, los inimaginables (ni siquiera les damos la realidad teórica). Encerrados en cárceles de plástico y tela. Supervivientes. Sobrevivientes a las puertas de la opulencia. La DESESPERACIÓN más radical fermenta tras los muros flexibles de los campos de refugiados.
Los refugiados traen el rumor distante de guerras, de seres humanos con las vidas rotas; vienen con el hedor de hogares arrasados y poblados calcinados a una Europa que duerme la siesta tranquila. Estos pájaros de mal agüero nos recuerdan con demasiada dureza lo fácil que se puede quebrar la vida y lo ilusoria que es la falsa seguridad de nuestras vidas. Estorban demasiado… Molestan demasiado… Pero, por suerte, ahí está el Estado para defendernos de ellos quirúrgicamente sin que nos acuse siquiera nuestra mala conciencia ni robarnos el sueño.
¡Qué mejor que tener refugios seguros lejos de nuestras fronteras! Campos de refugiados en neolengua significa: no os queremos cerca, queremos un continente fortaleza al que solo dejaremos entrar a los que necesitemos.
Europa vive con miedo. Freud achacaba este temor a tres causas: 1/la supremacía de la Naturaleza sobre el ser humano (no la podemos dominar); 2/la caducidad-temporalidad de la vida (morimos y estamos lejos de la conquista de la eternidad); y 3/la insuficiencia de nuestros métodos para regular nuestras relaciones en la familia, la sociedad y el Estado.
Solo esta última depende de nosotros: lo hecho por seres humanos puede ser rehecho por seres humanos. La infelicidad social se puede corregir, si bien exige mucho esfuerzo intelectual y práctico.
Quizá el principal problema occidental sea que se ha sobrevalorado al individuo individualizado. Es verdad que nos sentimos totalmente liberados, pero también sin la protección del grupo. El Estado, en lugar de ir a la raíz del problema, ha asumido la gestión de ese miedo y se presenta ahora como el protector. Pero solo protege a una parte.
Nos miente porque si no hay justicia (redistribución de la riqueza incluida) y sin protección colectiva a nivel mundial, no puede haber protección individual. Los derechos personales y colectivos (derechos humanos, sociales, políticos, pactos complementarios…) son inseparables, o se tienen todos y los tienen todos o no se tiene ninguno ni los tiene ninguno. Si se limitan a una parte de la población, todos estaremos en riesgo porque podemos llegar a formar parte de ese grupo desprotegido cuando cambien las tornas (que cambiarán).
La “securitización” ya ha entrado en la agenda política. Nos prometen asegurar lo que no es posible. La inseguridad es radical en la naturaleza humana porque, como hemos visto, somos fragilísimos y construimos sociedades igualmente fragilísimas.
Ante los ataques terroristas, los gobernantes declaran el estado de excepción, cierran las fronteras y se dedican a la caza del hombre para dar la sensación de hacer algo aunque sea tan inútil como el trajín de Diógenes de Sínope ante el inminente ataque de Alejandro Magno (movía su tinaja de un lado a otro de la plaza al ver a todos prepararse para el combate para dar la impresión de estar haciendo también él algo para la defensa de la ciudad).
La vida es precaria y nuestros logros también lo son. Ver esta fragilidad plasmada en la vida de otros seres humanos, como son inmigrantes y refugiados, es algo que preferimos evitar a toda costa porque rompen nuestro sueño y devuelven a la realidad el futuro ideal que asumimos que no puede llegar así.
Sin embargo, si damos una oportunidad a estas personas y los aceptamos como compañeros en la lucha codo a codo en la misma dirección, los que vienen se sumarían a nuestra acción y acercan el éxito total para todos. Tenemos retos comunes y no podemos malgastar fuerzas defendiéndonos entre nosotros.
En lugar de estigmatizar (que provoca muchísimo daño, reacción violenta o ajustarse a nuestras expectativas) es preferible incorporar a esta fuerza impresionante en la construcción del progreso social.
“En vez de hacerle la guerra a Daesh en Siria e Irak, las mayores armas que Occidente puede desplegar contra el terrorismo son la inversión, la inclusión y la integración sociales en nuestro propio territorio” (Baussand)
Los primates somos seres sociales. Originariamente, los homínidos hemos sido cazadores y recolectores, nómadas, hasta que hace unos 100.000 años un grupo de Homo Sapiens migró desde África hasta Oriente Próximo para, desde allí, colonizar el planeta.
Durante la mayor parte de nuestra historia solo hemos convivido con personas que conocíamos casi desde siempre, con quienes compartíamos costumbres, lengua, expectativas, moralidad… Eso ha ido cambiando y ahora nuestra tribu es de 10.000 millones y tenemos que resolver cómo vivir juntos porque no hay más tierra disponible que conquistar (¿la habrá tal vez en el futuro en la conquista espacial?).
Kant, en su Paz perpetua, ya trata este tema exigiendo que no se trate violentamente al extranjero pacífico apelando no al “derecho de huésped” (que requeriría un acuerdo o contrato bondadoso que le confiriera un estatus de huésped por un tiempo determinado) sino apelando al “derecho de visita” que corresponde a todo ser humano por el común derecho de propiedad de la Tierra.
Kant no anula la distinción entre países sino que apela al “derecho de asociación” amistosa que es mutuamente beneficiosa ya que sustituye la hostilidad por la hospitalidad. No hace falta ser muy inteligente para reconocer que su propuesta es preferible a la populista-aislacionista no solo por su calidad intelectual sino también por su calidad ética y política. Dividir entre “ellos” y “nosotros” es un error y una inmoralidad.
Protegerse de los peligros fue uno de los incentivos que favoreció la aparición de las ciudades. Se construyeron muros, defensas, fosos, empalizadas… y con esta estructura ciudadana era más fácil defenderse de los agresores. Sin embargo, todas estas estructuras, ahora ya no sirven para defenderse de los de fuera ni para protegerse de los de dentro. Las ciudades no son un refugio frente al peligro sino su fuente.
Dentro de las ciudades se han ido creando grupos diferenciados: barrios, clases sociales, urbanizaciones blindadas, niveles de vida… Quien se lo puede permitir se protege del resto de sus ciudadanos aislándose en comunidades de semejantes fomentando así la mixofobia. Están los de dentro y los de fuera (esta es la misión de las vallas: separar). Se han creado guetos voluntarios (no quiero estar fuera) e involuntarios (no puedo estar dentro).
Las ciudades son el ejemplo más claro del vertedero de los problemas engendrados y gestados globalmente. A ellas acuden los desechos humanos. La ciudad no tiene la solución ya que no se pueden encontrar soluciones locales a problemas globales.
Y en este escenario se asoman curiosos andrajosos. Nuestra política de separación, de construir muros en lugar de puentes se presenta como un costosísimo error. Puede que haya dado cierta tranquilidad a corto plazo pero sabemos que fracasará.
Nuestros políticos, que se han aprovechado de nuestros miedos, no están dando una respuesta satisfactoria a esta CRISIS DE LA HUMANIDAD.
Se presagia el desmoronamiento de Europa, el fin de nuestro modo de vida. Nos hemos acostumbrado a vivir en la alarma constante y nos olvidamos de los que están llamando a la puerta. Estos olvidados se difuminan bajo el nombre común de “amenaza”.
Pero las migraciones no son una novedad histórica ni está será la última. Nuestros empresarios miran con codicia esta mano de obra más barata y dispuesta a todo, pero la mayoría de la población local que vive ya en precario los considera una gran amenaza: con ellos en el horizonte hay más competencia laboral y menores perspectivas de mejora social.
¿Cómo se conjugan políticamente estos dos intereses contradictorios? O bien nuestros Estados satisfacen la codicia o bien alimentan y aplacan los temores del electorado.
Es verdad que nos molesta cuando nuestros gobiernos nos quitan libertad, pero agradecemos que lo hagan por nosotros a otros ciudadanos que no son “de los nuestros”. El problema migratorio no puede ser reducido a un problema técnico de refuerzo de las fronteras.
No nos equivoquemos: las migraciones masivas no van a remitir y reforzar los muros de contención no sirve de nada. Hay Estados en derrumbe que fabrican refugiados, existe la migración económica y es legítimo querer una vida digna allá donde la haya.
Ante este escenario, tanto la mixofilia como la mixofobia están ahí y tendremos que elegir la respuesta a estos dos impulsos vitales. O integramos a los diferentes o nos aislamos de ellos haciéndonos enemigos. La exclusión y el distanciamiento son la peor de las opciones. No podemos mirar para otro lado, lavarnos las manos o creer que con nosotros no va el tema.
Una proporción considerable de ciudadanos del primer mundo (quizá en torno a dos tercios) viven precariamente bajo la amenaza de quedar excluidos de los beneficios de sus sociedades de progreso. Las redes de protección social tienen agujeros y ya no pueden con toda la carga (protección contra el desempleo, sanidad universal, pensiones…).
Este es el caldo de cultivo ideal para que aparezcan hombres y mujeres fuertes (no confundir con el ser humano superior de Nietzsche porque se asemejan más a una versión light y mentirosa del “último hombre”). El precariato es su combustible necesario.
Estos nuevos mesías prometen una salvación laica a cambio de ciertos sacrificios personales, entre ellos la libertad ya que hay que dejarles las manos libres para hacer todo lo que consideren necesario en nuestro beneficio (¿nuestro?).
Frente a los riesgos y miedos, proponen una sumisión personal y a cambio nos devuelven lo que nosotros previamente hemos generado: “a cada uno lo suyo” (frente al modelo solidario del programa de Gotha: “cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades”). Aquí tenemos el ideal del individualismo privatizado: se garantiza una solución diseñada individualmente que es la misma que ha generado el problema. ¿Y qué pasa con las amenazas? El que caiga se queda solo. ¿Y qué pasa con los que ya han caído? Mejor cuanto más lejos porque nos recuerdan nuestro riesgo y eso no da buena imagen a los populistas.
Se ha cerrado el círculo: riesgo -- amenaza -- miedo -- marginación -- exclusión -- protección -- seguridad -- más riesgo -- más amenaza -- más miedo -- más marginación -- más exclusión -- más protección -- más seguridad… y el riesgo sigue creciendo y creciendo a medida que la xenofobia, el racismo, el nacionalismo, los movimientos identitarios, el etnocentrismo, las barricadas intelectuales, las amenazas imaginarias y el populismo se instalan en el imaginario colectivo que los acepta como la única solución viable. Pero son síntomas de la decadencia, no su remedio.
Los Estados-Nación nos están fallando. Fueron la fórmula perfecta para la autonomía, la libertad y la independencia de unos pueblos frente a otros, pero son del todo inadecuados para la interdependencia ya que son demasiado proclives a la rivalidad y la exclusión mutua e intrínsecamente contrarios a la cooperación.
Kant estaba convencido de que la facultad de discernir lo que está bien y lo que está mal (conciencia moral) es universal, pero dudaba de que de ese conocimiento se siguieran necesariamente unas acciones igualmente morales.
Tenemos una facilidad para el autoengaño (mentirnos para superar la disonancia cognitiva) pero también tenemos un rasgo universal: el miedo a despreciarnos a nosotros mismos (dolor de conciencia). Al devaluar nuestra moralidad y devaluar nuestros valores (Nietzsche) acabamos devaluándonos a nivel personal.
La solución no puede estar en escudarnos en los demás (todos lo hacen, luego debe estar bien) cuando nuestros pensamientos y acciones nos delatan. Ni siquiera la fe en el grupo (si lo hacemos todos no nos podemos equivocar) nos salva la ecuación. Tampoco cerrar los ojos elimina el problema aunque por un momento dejemos de verlo.
La decisión es siempre nuestra, estamos condenados a hacer uso de nuestra libertad, si bien podemos libremente renunciar a ella y vivir sin conciencia a las órdenes del Estado dictador de turno, la opinión mayoritaria de turno, la propaganda de turno… Podemos sentirnos víctimas de este mundo hostil e incluso tenemos la alternativa de la rendición.
O podemos luchar contra esos temores legítimos, confrontarnos, tomar una resolución acorde a nuestra conciencia. Los migrantes y refugiados no son los culpables que necesitamos para dar sentido a nuestra visión del mundo cargada de amenazas. Nos están engañando de una forma impecable construyendo un horizonte común aceptado por la mayoría que es el más difícil de detectar y combatir.
Ninguna creación humana es perfecta. Queremos los problemas acotados y asegurados. La eutopía es, por definición, imposible. La ouktopía es lo real.
Las utopías han servido a los seres humanos para impulsarlos hacia adelante, para progresar, para mejorar… Son la imagen de un universo diferente del que se conoce por experiencia directa o por haber oído hablar de él. La sola idea de que se puede crear otro mundo diferente es ya un logro importantísimo.
La utopía se basa en estos dos presupuestos:
o El mundo no funciona como debería y no se arreglará solo ni sin un cambio radical.
o Hay confianza en las posibilidades humanas. Tenemos capacidades suficientes para esta tarea.
Pero, ¿tenemos clara la utopía a la que debemos aspirar? ¿Estamos preparados para ello? ¿Estamos dispuestos a hacerla realidad? ¿Mantendremos el esfuerzo hasta el final? ¿Estamos en condiciones de pensar lo que realmente queremos? ¿Nos atreveremos a asumir el resultado?
La mayoría de las personas quieren escapar de la necesidad de pensar en nuestra condición infeliz y por eso prefiere salir a cobrarse alguna pieza (diversión, juego, deporte, satisfacer alguna pasión, atracción…). La caza de placeres narcóticos se ha convertido en una compulsión: se busca más su acción que el resultado final. Estar en cacería es el nuevo objetivo. No se trata ya de la utopía sino en “utopizar” la vida: esperar siempre un futuro sin fin de trayecto, estar en marcha hacia donde sea, vivir dentro de la utopía.
¿Debemos reconocer que estamos en una nueva utopía líquida difusa que ya no persigue nada sino entretenerse en un juego utópico personal?
“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que camine nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso. Sirve para caminar” (Eduardo Galeano)