Las cárceles de París: la Bastilla
Para la monarquía resultaba muy difícil recurrir al método que más tarde aconsejaría el mariscal Lyautey para impedir las revueltas: mostrar la fuerza para evitar el tener que utilizarla. En cambio, se dedicaba a hacer una exhibición de suplicios, que tenían lugar en público, en la plaza de Gréve, en el mismo centro de París: ahorcamientos, ejecuciones en la rueda e incluso descuartizamientos, como en el caso de Damiens, que hirió a Luis XV con un cuchillo. Poseía también numerosas cárceles de siniestra reputación: penales, como los de Bicétre, La Force, Charenton o Saint-Lazare; cárceles para malhechores acusados de robo o de crímenes, como la Conciergerie, la Tournelie, el Grand y el Petit Chátelet; cárceles para deudas, como el Fort l`Evéque, y, finalmente, cárceles del Estado, tres en toda Francia, que eran el castillo de Pierre-Encise, cerca de Lyon, la fortaleza de Vincennes y la Bastilla, en la región de París.
La Bastilla, a finales del siglo XvIII, era algo más que una cárcel. Se había convertido en un símbolo, el símbolo de todo cuanto de arcaico, periclitado y «feudal» tenía el Antiguo Régimen, y, sobre todo; el símbolo de la arbitrariedad.
La palabra bastille, equivalente de bastide, servía en la Edad Media para designar una fortaleza. Efectivamente, la Bastilla fue construida por Carlos V, a partir de 1370, para defender la entrada de París por la puerta de Saint-Antoine. Desempeñó este papel durante los siglos XV y XVI, e incluso durante la Fronda. Pero, a partir del principio del reinado de Luis XIV, su valor militar era muy relativo. El poeta. Claude Le Petit; que fue quemado en la plaza de Gréve el 1 de septiembre de 1662, por haber escrito versos licenciosos, preguntaba:
¿Para qué sirve la vieja muralla en el agua, Es acaso un acueducto, una tumba, Es acaso un vivero de ranas?
Y contestaba:
Es la Bastilla, por lo que parece, Es ella misma, por mi fe,
¡Rediez, ése es un buen motivo para que todos temblemos!
Para terminar, definía perfectamente la función del edificio:
De este castillo sin, guarnición Intenta hacer una prisión Si no sirve de fortaleza.
La Bastilla era un edificio rectangular formado por ocho torres circulares unidas por murallas de 100 pies de altura (30 metros aproximadamente). Cada una de estas ocho torres tenía su propio nombre: Coin, Chapelle, Puits, Bertaudiére, Baziniére, Trésor, Comté y Liberté. Esta última debía su nombre al hecho de que en ella se encerraba a los prisioneros que tenían libertad para pasearse por los patios del castillo. No se podía entrar en la Bastilla más que por una sola puerta para carruajes y un portillo para peatones. Estas puertas se hallaban defendidas por dos puentes levadizos que permitían franquear el foso ancho y profundo que rodeaba al castillo. Este foso podía llenarse con agua del Sena, pero en 1789 estaba seco.
Dentro del cuadrilátero, de la fortaleza, había dos patios separados por un edificio que unía entre sí las torres de la Chapelle y de la Liberté. El primer patio, a la entrada del castillo, se llamaba Gran Patio o Patio del Reloj, a causa del reloj monumental que adornaba la fachada del edificio que unía las torres. Sostenían al reloj unos grupos escultóricos que representaban prisioneros encadenados. El segundo patio se llamaba patio del Pozo (Puits).
Para llegar a la Bastilla era preciso rodear las murallas oeste y sur, cruzando dos patios rodeados de construcciones anexas. El primero de estos patios recibía el característico nombre de «cour du Passage» o también «cour des Casemes». Se entraba en este patio por una puerta situada a la altura de la casa que ostenta hoy en día el número cinco de la calle Saint-Antoine. Este patio, por el lado de la fortaleza, es taba rodeado por una serie de' tiendas alquiladas en provecho del gobernador de la Bastilla, y, por el otro lado, por los cuarteles de los Inválidos encargados de la defensa del castillo. El patio del Paso permanecía abierto durante todo el día. Al final de este patio, en la fachada sur del castillo, un nuevo portal de estilo dórico daba acceso a un segundo patio llamado «patio del Gobierno». Este portal estaba precedido por un foso de cinco o seis metros de ancho que había que franquear mediante dos puentes levadizos, uno para peatones y otro para carruajes. Esta fortificación, que comunicaba el patio del Paso con el patio del Gobierno, recibía el nombre de «avanzadilla». El patio del • Gobierno- estaba rodeado por la residencia del gobernador, frente a las murallas de la Bastilla. Este era el patio que comunicaba con el interior de la fortaleza por una doble puerta precedida de puentes levadizos de la que ya hemos hablado. Al este de la fortaleza, un «bastión» convertido en huerta protegía el castillo por el lado del barrio de Saint-Antoine.
Durante mucho tiempo, la Bastilla fue utilizada únicamente como ciudadela militar y no como cárcel. Se alojaba en ella a los grandes personajes de paso por París. El gobierno de la Bastilla se ofrecía a los miembros de la nobleza á los que se qüeria honrar. Por ejemplo, Leclerc du Tremblay, hermano del padre Joseph, «eminencia gris» de Richelieu, fue gobernador de la Bastilla.
Fue precisamente Richelieu quien hizo de la Bastilla una «cárcel del Estado», es decir, una cárcel donde se encerraba a los individuos que hubieran cometido algún crimen o delito no relacionado con el derecho común y detenidos en virtud de las cartas selladas, o dicho de otro modo, por orden arbitraria del rey..En tiempos de Richelieu, la Bastilla llegó a tener 53. prisioneros. Se trataba de gente sospechosa de atentar contra el primer ministro, tres monjes y dos curas calificados de <<extravagantes», seguramente un tanto heréticos, a no ser que estuvieran locos; tres falsificadores de moneda; un noble, cuya pena de muerte había sido conmutada por cadena perpetua; una veintena más de nobles acusados o convictos de diversos crímenes; algunos oficiales detenidos por faltas disciplinarias, y, finalmente, extranjeros, prisioneros de guerra importantes, o espías.
Durante el reinado de Luis XIV, el gobierno se habituó a mandar a la Bastilla a los novelistas -o gacetilleros que habían escrito o publicado libelos hostiles a la política oficial; a los duelistas sorprendidos en flagrante delito; a partir de 1685, a protestantes e incluso a jansenistas. También eran encarcelados en la Bastilla los individuos implicados en los grandes «escándalos» de la época, asuntos relacionados con los «venenos», brujerías y falsificaciones de moneda. A partir de esta época, se dio la orden de mantener en secreto los nombres y categorías de los prisioneros. La Bastilla se vio rodeada por el misterio. Surgió la leyenda. La Bastilla pareciótanto más temible cuanto que se convertía en una cárcel misteriosa en la que se entraba sin saber por qué, y de la que se salía -a veces- sin saber cómo. El gobierno, de Luis XV utilizó la Bastilla del mismo modo que el de Luis XIV. Encarceló en ella también a los jansenistas, panfletistas, literatos, conspiradores (durante la Regencia, los miembros de la conspiración de Cellamare), pero también en algunas ocasiones se encarceló en ella a encausados por crímenes o delitos de derecho común, cuyos procesos se instruían en el Chátelet.
Durante el reinado de Luis XIV el régimen de la Bastilla se parecía considerablemente al de las demás cárceles, con la diferencia, en todo caso, de que los prisioneros recibían mejor trato. El ministro Bretea prescribió que se indicara en la «carta sellada» la duración probable de la detención. De 1774 a 1789, durante el reinado de Luis. XVI, fueron encarcelados en la Bastilla 240 individuos, es decir, una media de dieciséis por año. La Bastilla tenía capacidad para albergar a 42 prisioneros en celdas individuales. De este modo, la cárcel nunca estuvo llena. El número de prisioneros detenidos separadamente era muy variable. He aquí algunas cifras: 10 prisioneros en septiembre de 1782, siete en abril de 1783, 27 en mayo de 1783, nueve en febrero de 1789 y siete el 14 de julio de 1789, día de la toma de la Bastilla.
En la Bastilla, como hemos dicho, el 14 de julio sólo había encarcelados siete detenidos. Entre ellos, cuatro falsificadores arrestados por órdenes de comparecencia dictadas por el Chátelet. Habrían podido ser encarcelados en otra prisión: Jean La Corrége, Jean Béchade, Bernard Laroche, llamado Beausablon, y Jean-Antoine Pujarle. Los cuatro estaban acusados de haber falsificado letras de cambio aceptadas por la banca Tourton-Ravel. Otros dos prisioneros estaban locos: De Witt o De Whyte, un irlandés natural de Dublín, se creía Julio César, San Luis o el propio Dios; había sido acusado de espionaje. Tavernier estaba encarcelado desde 1759 en la Bastilla acusado de complicidad en el atentado de Damiens contra Luis XV. Por último, el conde de Solages había sido encarcelado mediante carta sellada lograda a instancias de su familia, en 1765; era sospechoso de haber cometido homicidio.
La vida en la prisión de la Bastilla era más suave que en otras cárceles. Al principio, el prisionero que era encarcelado se hacía traer sus muebles, sus criados y sus comidas. Cuando era una persona pobre, recibía cierta cantidad destinada a garantizar su subsistencia. En el siglo xviti, el régimen de la Bastilla se aproximó al régimen general de las prisiones. Cesaron de entregar dinero a los prisioneros y éstos fueron alimentados de las cocinas de la prisión, pero la cantidad destinada a alimentación de cada uno variaba entre las seis y las 36 libras, según la categoría de cada prisionero. La alimentación se tenía por buena y abundante. Las habitaciones recibieron muebles pertenecientes al Estado, pero, no obstante, los prisioneros siempre pudieron completar el mobiliario con sus objetos personales. A finales del siglo XVIII„ algunas habitaciones estaban divididas en celdas, con barrotes en las ventanas y cerrojos en las puertas. Existían también mazmorras subterráneas muy húmedas, pero desde 1776 no se utilizaban. Las habitaciones situadas en lo alto de las torres, bajo el remate abovedado, también eran particularmente incómodas, por ser muy frías en invierno y muy calurosas en verano; allí se instalaba a los prisioneros rebeldes.
Ya hemos dicho que en el origen de las leyendas de la Bastilla se encontraba el secreto que, desde finales del siglo xvii, rodeaba a los arrestos. Los prisioneros eran conducidos al castillo en carruajes, con todas las cortinas corridas y los soldados de guardia frente a los muros. Los celadores no debían mantener ninguna conversación con los prisioneros y los detenidos no podían escribir sus nombres ni en las paredes, ni en los platos ni en los márgenes de sus libros. Los médicos habían de designar a un prisionero enfermo por el número de su
piso y por el nombre de la torre ,en la que estaba encerrado.
Todo nuevo prisionero enearceladq en la Bastilla por carta sellada, es decir, por orden discrecional del rey, había de ser interrogado dentro de las veinticuatro horas, pero este principio era aplicado de muy diversa forma. A veces, si se trataba de un personaje importan
te, ya a su llegada era invitado por el gobernador a almorzar con él.Pero podía muy bien permanecer en el castillo dos o tres semanas antes de comparecer ante el comisario del Chátelet o a veces ante el jefe de policía en persona En cualquier caso, el jefe de policía daba su opinión sobre la detención. Habida cuenta esta opinión, el rey, mediante otra carta sellada, ordenaba la libertado el «no ha lugar». Durante el reinado de Luis XVI, 38 «no ha lugar» fueron dados para un total de 240 prisioneros de la Bastilla, es decir, algo menos de una sexta parte. La carta sellada, aunque empleada muy raramente, seguía siendo muy arbitraria. Sin duda, Napoleón I, e incluso los regímenes más contemporáneos, en Francia, recurrieron, en ciertos casos, a los arrestos administrativos tan arbitrarios como las cartas selladas. Es lógico, pues, que la carta sellada simbolice, a fines del siglo xvII, la arbitrariedad del régimen «feudal». Y en nada modifica la situación el hecho de que todo prisionero encarcelado injustamente pudiese recibir una indemnización.
Al contrario de lo que manifiestan las leyendas, los prisioneros de la Bastilla estaban bastante bien tratados. No se les sometía a tortura, o question, más que en los casos previstos por la ley, o sea, ni más ni menos que en las restantes prisiones, y además la question desapareció tras los decretos de 1780 y 1788. Ya vimos cómo las mazmorras dejaron de ser utilizadas a partir de 1776; asimismo, desde esta época, los prisioneros dejaron de ser encadenados. En virtud de la orden dictada por Malesherbes en 1775, los prisioneros tienen derecho a leer y escribir. Sin embargo, las cartas que escriben o reciben deben ser leídas por la administración. Los prisioneros también pueden trabajar, a condición de que no tengan a su disposición útiles que permitan una huida.
Los prisioneros que disfrutaban de la «libertad del patio», podían pasearse por él, jugar a bolas, charlar con los oficiales de la guarnición. Algunos prisioneros tenían incluso derecho. a salir a la ciudad, a condición de comprometerse a regresar por la noche.
En el momento en que llegaba la carta sellada de libertad, la Administración de la Bastilla entregaba al prisionero sus efectos personales. Este debía firmar un descargo y prometer «no revelar nada» de lo que había visto en el castillo. A veces se exigía también al prisionero liberado otros compromisos que, si no se aceptaban, podían comportar un nuevo arresto.
La Bastilla no era ni la horrible cárcel medieval que se ha querido describir ni un paraíso de delicias. Era una prisión en la que las «luces» habían mejorado la suerte del prisionero. Lo que contribuía a mantener e incluso a agravar su mala fama era la larga lista de personas que habían sido detenidas allí sin motivo ó, aún peor, para impedir que se expresaran libremente.
En el siglo xvu, uno de los primeros prisioneros célebres fue el llamado «máscara de hierro», que en realidad llevaba puesta una careta de terciopelo para esconder su identidad. Se ha discutido mucho acerca de este personaje, sobre quien han circulado toda clase de leyendasy que permaneció encarcelado en la Bastilla de 1689 a 1703. Actualmente parece demostrado que se trató de un ministro del duque de Mantilla, llamado Mattioli, que estaba al propio tiempo al servicio de Luis XIV, a quien habría traicionado.
En el siglo XVII fueron los literatos arbitrariamente encarcelados los que dieron a la Bastilla su siniestra reputación. Voltaire, que tenía entonces veintidós años, fue encarcelado desde el 17 de mayo de 1717 hasta el 14 de abril de 1718. Había sido detenido por escribir versos licenciosos en latín contra el regente.
y su hija, la duquesa de Berry. Volvió a ingresar en 1726, para permanecer doce días, a resultas de una disputa con el caballero de Rohan-Chabot y tras haber sido derribado por dos matones a sueldo de este personaje, del cual se había burlado. Voltaire, más tarde, contribuyó mucho a fomentar la desfavorable reputación de la Bastilla.
El abate Morellet, uno de los líderes del «partido» filosófico, fue conducido allí el 11 de junio de 1760 por haber publicado un virulento ataque contra Charles Palissot, escritor contrario a los filósofos, y contra otros miembros del «partido devoto», especialmente madame de Robecq, que moriría de tuberculosis algunos días después. La detención del abate Morellet había sido ordenada por Malesherbes que, pese a todo, a menudo se manifestó amigo de los filósofos. Durante su arresto de seis semanas en la Bastilla, Morellet escribió un Traité de la liberté de la presse.
Marmontel fue encarcelado, a resultas de la querella del duque de Aumont, por haber leído, en el salón de Mme. Geoffrin, una sátira contra este miembro de la alta nobleza. Marmontel permaneció once días en prisión y, al abandonarla, manifestó haber encontrado excelente la alimentación. No fue en la Bastilla, sino en el castillo de. Vincennes, donde se encerró a Diderot. ¿Pero hacía una clara distinción, el público, entre los dos castillos que recibían a los prisioneros del Estado víctimas de la libertad de sus opiniones? Diderot había sido detenido el 24 de julio de 1749 por sus Lettres sur les aveugles á l'usage de ceux qui voient. Permaneció durante tres meses en la fortaleza, donde pudo continuar corrigiendo las pruebas de la Encyclopédie y mantener correspondencia con sus amigos. En la fortaleza de Vincennes fue encarcelado asimismo, durante seis días, el marqués de Mirabean, «el amigo de los hombres», por su Théorie de l'impót. Su hijo, el conde de Mirabeau, le siguió desde 1777 a 1781; estaba acusado de haber raptado a una joven menor de edad, Sophie de Monnier. El encarcelamiento de todos estos célebres escritores había condenado las cárceles del Estado en el ánimo de los filósofos. Pero el «gran público» aprendió a odiar la Bastilla leyendo las obras de dos célebres prisioneros: Linguet y Latude.
Linguet, abogado y periodista, había sido borrado de la lista de abogados en 1774 por difamación, y luego encarcelado en la Bastilla durante dos años, de 1780 a 1782. Escribió allí sus Mémories sur la .astille, quepublicó en seguida, tras su liberación. Tuvieron una gran resonancia. Linguet presentaba la Bastilla con los trazo lo más sombríos, pese al relativo confort material que allí reinaba, la abundancia de la alimentación y la variedad de los menús que se servían. Una frase hizo célebres las Mémoires de Linguet. El día de su llegada recibió la visita del peluquero:
-¿Con quién tengo el honor de hablar?
-Señor; soy el peluquero de la Bastilla.
-¡Eh, no vayáis a afeitarla! (Hé, que ne la rasez-vous!; rasera arrasar y afeitar.)
Linguet, seguramente, se había puesto a cubierto de nuevas persecuciones estableciéndose en Bélgica. Tomó partido a favor de los «patriotas» a partir de 1787 y regresó a Francia en 1791. Pero su franqueza le valió ser arrestado de nuevo en 1793, por orden del Comité de la Salud Pública; será condenado a muerte por el Tribunal Revolucionario y ejecutado en 1794. Este trágico fin demostraba que el gobierno de la primera República perseguía los delitos de opinión con mayor vigor y crueldad que Luis XVI. Pero en 1794 era preciso ven cer o morir para la República; en 1780, el Antiguo Régimen no parecía amenazado tan gravemente.
Los escritos de Latude contribuyeron más aún, quizá, que las Mémoires de Linguet a difundir y perpetuar la leyenda de la Bastilla. Latude había nacido el 23 de marzo de 1721 en Montagnac, cerca de Pézenas, en lo que actualmente es el departamento de Hérault..Era hijo .natural de una criada llamada Danry, y con este nombre se enroló en el ejército como ayudante de cirujano. Participó en la Guerra de Sucesión de Austria y, una vez terminada, en 1748 fue a París. Para obtener un puesto de trabajo mejor, inventó una complicada intriga que le acarreó ser acusado de una tentativa de envenenamiento contra madame de Pompadour. Danry fue detenido y encarcelado en la Bastilla el 1 de mayo de 1749 y trasladado más tarde a la fortaleza de Vincennes el 18 de julio del mismo año. El 15 de junio de 1 750 consiguió evadirse, pero fue nuevamente capturado. Fue conducido de nuevo a la Bastilla, donde permaneció en una celda de castigo hasta finales de 1751. A partir de esa fecha fue trasladado a una habitación, donde tuvo por compañero a un tal D'Allégre, con quien preparó minuciosamente una nueva fuga, que llevaron a cabo la noche del 25 al 26 de febrero de 1756, utilizando una escala de cuerda que habían confeccionado. Los dos evadidos llegaron a Bélgica, desde donde pasaron a Holanda. Pero fueron perseguidos por unos exentos y detenidos con el consentimiento del gobierno de Iris Provincias Unidas el 1 de junio de 1756, para ser conducidos de nuevo a la Bastilla. Latude fue nuevamente encerrado en una celda de castigo durante cuarenta meses, es decir, hasta el 1 de septiembre de 1759, a pesar de sus múltiples reclamaciones.
En 1764, después de la muerte de la marquesa de Pompadour, Latude fue trasladado al castillo de Vincennes. Fue entonces cuando adoptó el apellido con el que había de hacerse célebre. Se pretendía hijo de Henri Vissec de La Tude, oficial del ejército del rey, muerto en Sedán el 31 de enero de 1761. Latude pensaba que esta filiación daría más fuerza a las múltiples peticiones con las que abrumaba incesantemente al gobierno. Pero como éstas no parecían dar ningún resultado, Latude se evadió por tercera vez. Nuevamente aprehendido, escribió nuevos informes e incluso panfletos contra los ministros. Gracias a estos panfletos se le creyó loco y fue, por lo tanto, trasladado a Charenton el 27 de septiembre de 1775. Finalmente, fue puesto en libertad el 5 de junio de 1777. Pero el 16 de julio del mismo año fue detenido de nuevo y encarcelado en Bicétre por robo. Sus treinta años de cárcel,, sus evasiones fallidas y su mala fortuna llegaron finalmente a oídos de los filósofos e incluso de los miembros de la Academia, quienes intervinieron en su favor, consiguiendo que fuera definitivamente liberado el 24 de marzo de 1784. A partir de aquel momento fue un hombre célebre. Hombres «ilustrados» y filántropos le dieron dinero; Jefferson, embajador de los Estados Unidos en Francia, le recibió. Desde el principio de la Revolución, apareció como un héroe, como la más ilustre víctima de la recién tomada Bastilla. Redactó una Adresse aux Francais, y su retrato se expuso en el Salón de 1779. En 1790 publicó sus Mémoires, que tuvieron un éxito fabuloso y de las que hubo que hacer veinte ediciones y traducirlas a diversas lenguas. Un ejemplar de la obra fue enviado gratuitamente a la administración central de cada departamento. El origen de todas las leyendas que existen sobre la Bastilla hay que buscarlo en estas Mémoires.
Cuando fue liberado, se le concedió una pensión de 400 libras, que se aumentó a 2.400 por la Asamblea Legislativa. Latude publicó varios escritos durante la República. Y más tarde se vinculó alImperio. Murió el 1 de enero de 1805 a la edad de ochenta años.
Las Mémoires de Linguet y la mala suerte de Latude incitaron al pueblo de París a detestar la Bastilla, hacia 1789. Se deseaba fervientemente su destrucción. El propio gobierno se dejaba arrastrar por la corriente y se preguntaba si no sería más útil cerrarla por razones económicas. Efectivamente, la Bastilla costaba mucho dinero. El gobernador percibía una remuneración de 60,000 libras anuales, cifra enorme para aquel tiempo. Había que añadir, además, las remuneraciones de los carceleros, los médicos, cirujanos, boticarios, capellanes, la paga de la guarnición, la alimentación y vestido de los prisioneros y el mantenimiento de los edificios.
Todos estos gastos parecían realmente excesivos para mantener encarcelados a una docena de prisioneros y conservar una antigua fortaleza que ya no podía contribuir en modo alguno al mantenimiento del orden en una capital de 600.000 Habitantes. Hubiera sido mucho más sensato el utilizar los, créditos que se-destinaban a la Bastilla para aumentar las fuerzas de la policía de París. Necker, durante su estancia en el ministerio, soñó no sólo con cerrar la prisión, sino, incluso, con la demolición del edificio. Corbet, un arquitecto, tenía preparado, desde 1784, el plano de una plaza a construir en el emplazamiento de la Bastilla. En el centro de dicha plaza debía elevarse un monumento, que proponía que fuera una estatua de Luis XVI, cuyo pedestal debía forjarse con las cadenas y cerrojos fundidos de la Bastilla. El 8 de julio de 1789, el arquitecto Davy de Chavigné presentó a la Academia Real de Arquitectura el proyecto de un monumento a erigir sobre las ruinas de la Bastilla, en honor a Luis XVI liberador. A propósito de ello, el célebre escultor Houdon escribió a Chavigné: «Deseo ardientemente que este proyecto se lleve a cabo. La idea de construir un monumento a la libertad en el mismo lugar en el que la esclavitud ha reinado hasta ahora, me parece cosa bien pensada y muy capaz de animar la inspiración». Un empresario llamado Palloy ofrecía sus servicios para la demolición de la Bastilla. La destrucción de la Bastilla flotaba a en el aire antes de ya que fuera asaltada.
Diez años antes de que la Bastilla fuera tomada, había; perdido ya su función de atemorizar y el gobierno se daba perfecta cuenta de ello.
No era más que un motivo de odio y de ira para los parisienses, ya que, como escribió Servan en su Apologie de la Bastille, una- Bastilla es «cualquier casa herméticamente cerrada y diligentemente vigilada, en la que cualquier persona sin distinción de sexo, rango ni edad, puede entrar sin saber por qué, permanecer en ella sin saber hasta cuándo, esperando salir sin. saber cómo». Por ello, los parisienses ya no querían Bastilla, como no querían que continuara el régimen «feudal». La endeble policía parisiense, ¿era capaz de impedirles realizar sus proyectos? Quizá lo hubiera sido si las autoridades y el gobierno la-hubiesen apoyado. Pero, desde 1787 hata 1789, en muchas ocasiones, la policía fue reprendida por las autoridades por haber intentado cumplir con su deber. En 1789, con la sensación. de haber perdido la confianza del régimen, actuó con vacilaciones y blandamente. Así fue como la policía, que tenía fama de ser la mejor del mundo, permitió que la insurrección se hiciera dueña de la capital en poco tiempo.
(Pàgs. 114-124)
El jurament del Jeau de Pomme
Como de costumbre, el 20 de junio por la mañana, los diputados del estado llano se presentaron en la sala «nacional». Su sorpresa y su enojo fue grande al encontrarla cerrada. Era el preludio de la disolución,, pensaron muchos. La mayoría era de la opinión de celebrar igualmente la sesión en otra sala.'El doctor Gnillotin indicó la sala del Juego de Pelota, situada no lejos` del castillo. Una vez allí, Mounier propuso a los diputados prestar el célebre juramento que debía detener las tentativas de oposición y resistencia reales:
«La Asamblea Nacional, considerando que está llamada a fijar la constitución del reino, llevar a cabo la regeneración del orden público y mantener los auténticos principios de la monarquía, que nada puede impedir que continúe sus deliberaciones en cualquier lugar donde se vea obligado a establecerse, y, que finalmente, allí donde se encuentran sus miembros reunidos, allí está la Asamblea Nacional, determina que todos los miembros de esta asamblea prestarán, en este mismo instante, solemne juramento de no separarse jamás, y de reunirse cuando así lo exigieran las circunstancias, hasta que la constitución del Reino sea establecida y afirmada sobre fundamentos sólidos y que, siendo prestado dicho juramento, todos los miembros, y cada uno de ellos en particular, confirmarán con su firma esta resolución inquebrantable».
577 diputados, entre ellos 7 del clero, firmaron inmediatamente. Unicamente Dauch, diputado de Castelnaudary, se negó a firmar porque no quería comprometerse a ejecutar decisiones que no hubieran sido ratificadas por el rey. Los restantes diputados del estado llano, y cinco miembros más del clero, firmaron el 22.
Este mismo día, el estado llano celebró su sesión en la iglesia de Saint-Louis. La mayoría de los diputados del clero, e incluso algunos nobles, especialmente los del Delfinado. y de Guyenne, se unieron al estado llano.
(Pàg. 183)
Jacques Godechot. Los orígenes de la revolución francesa (La prise de La Bastille. 14 juillet 1789, trad. Maria L. i Rosa M. Feliu). Ed Sarpe, Madrid, 1985. ISBN: 84-7291-904-8. 332 pàgs.
Revolució Industrial
En el mismo mes en que la Iglesia anglicana llevaba a cabo el sondeo para averiguar el volumen de asistencia a sus servicios, Gran Bretaña realizó también el censo nacional que ponía en marcha cada diez años y que situó la población del país en la precisa cifra de 20.959.477 habitantes. Esto representa solo el 1,6 % del total mundial, pero puede afirmarse con toda seguridad que no existía otra fracción tan pequeña más rica y productiva. Este 1,6% de población con nacionalidad británica producía la mitad del carbón y el hierro del mundo, controlaba casi dos terceras partes de su comercio marítimo y una tercera parte del comercio en general. Prácticamente todo el algodón tejido en el mundo se fabricaba en hilanderías británicas con máquinas inventadas y construidas en Gran Bretaña. Los bancos de Londres tenían más dinero depositado que el que pudiera tener la suma de los demás centros financieros mundiales. Londres era el corazón de un imperio enorme y en crecimiento que en su momento álgido abarcaría casi treinta millones de kilómetros cuadrados y convertiría el «Dios salve a la reina» en el anatema nacional de una cuarta parte de la población mundial. Gran Bretaña lideraba el mundo en prácticamente cualquier categoría mensurable. Era el país más rico, más innovador y más competente del mundo, donde incluso los jardineros alcanzaban la grandeza.
De pronto, por primera vez en la historia, en la vida de la mayoría de la gente había mucho de todo. Karl Marx, mientras vivía en Londres, destacó maravillado, y también con una pizca de impotente admiración, que en Gran Bretaña era posible comprar quinientos tipos diferentes de martillo. Había actividad por todos lados. Los londinenses modernos viven en una gran ciudad victoriana; los victorianos sobrevivían en ella, por decirlo de algún modo. El alcance de las interferencias -las zanjas, los túneles, las fangosas excavaciones, las aglomeraciones de carruajes y otros vehículos, el humo, el barullo, la confusión- generadas por el esfuerzo de proveer a la ciudad de trenes, puentes, cloacas, estaciones de servicio, centrales eléctricas, líneas de metro y todo lo demás, implicaba que el Londres victoriano no solo era la ciudad más grande de la tierra, sino también el lugar más ruidoso, fétido, embarrado, concurrido, asfixiante y lleno de agujeros que el mundo había visto en toda su existencia.
El censo de 1851 demostraba también que en aquel momento vivía en Gran Bretaña más gente en las ciudades que en el campo -la primera vez que esto sucedía en el mundo- y la consecuencia más visible de este fenómeno eran multitudes a una escala que nunca antes se había experimentado. La gente trabajaba en masa, se desplazaba en masa, se escolarizaba, encarcelaba y hospitalizaba en masa. Cuando iba a divertirse, lo hacía en masa, y no había lugar al que acudiera con mayor entusiasmo y arrobamiento que al Palacio de Cristal.
Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. Pp. 38-39.
Justo en la misma época en la que el Bello Brummell dominaba la escena de la elegancia de Londres y el país entero, otro tejido empezaba a transformar el mundo, y en especial el mundo de la fabricación. Me refiero al algodón. Su importancia en la historia jamás será exagerada.
El algodón es en la actualidad un material tan común que con frecuencia olvidamos que en su día fue extremadamente preciado y más valioso que la seda. Pero en el siglo XVII, la Compañía de las Indias Orientales empezó a importar calicós de la India (de la ciudad de Calicut, de donde tomaron su nombre) y así fue como, de repente, el algodón se volvió asequible. El calicó era entonces un término colectivo que agrupaba cretonas, muselinas, percales y otros tejidos de vivos colores que causaron un deleite inimaginable entre los consumidores occidentales porque eran ligeros, lavables y sus colores no desteñían. A pesar de que en Egipto también se cultivaba algodón, la India dominaba su comercio, tal y como nos recuerda la cantidad inagotable de palabras inglesas que derivan del mismo: kaki, dungarees [«pantalones»], gingham [«guinga»], rnuslin [«muselina»], pyjamas [«pijama»], shawl [«chal»], seersucker [«crespón rallado»], etc.
Pero se podía seguir importando algodón como materia prima, lo que supuso un tremendo incentivo para la industria textil británica. El problema era que el algodón era muy duro de hilar y tejer, por lo que todo el mundo volcó su atención en solucionar estos dos problemas. La solución que encontraron es lo que se conoce como Revolución industrial.
Convertir fardos de esponjoso algodón en productos útiles como sábanas y pantalones vaqueros exige dos operaciones fundamentales: hilar y tejer. Hilar consiste en convertir pedazos cortos de fibra de algodón en grandes bobinas de hilo, torciendo poco a poco la fibra para ir incorporándola, el mismo proceso de la fabricación del hilo y la cuerda. Tejer se realiza entrelazando dos conjuntos de hilos o fibras en el ángulo adecuado para formar un entramado. La máquina que lo realiza se conoce como telar. Lo que hace el telar, simplemente, es sujetar en tensión un conjunto de hilos para que un segundo conjunto de hilos pueda entramarse con el primero y crear de este modo una tela. El conjunto de hilos tensos se denomina urdimbre. El segundo conjunto de hilos, el que trabaja activamente, se conoce como trama. Y el tejido se obtiene entrelazando hilos verticales y horizontales. La mayoría de los productos textiles del hogar -sábanas, pañuelos y similares- siguen siendo tejidos de este tipo.
El hilado y la tejeduría eran industrias artesanales que daban trabajo a muchísima gente. Tradicionalmente, el hilado era un trabajo destinado a las mujeres, mientras que la tejeduría quedaba en manos de los hombres. Pero el hilado era un proceso que exigía mucho más tiempo que la tejeduría, y esa disparidad se incrementó aún más después de que en 1733 John Kay, un joven de Lancashire, inventara la lanzadera volante, la primera de las varias innovaciones punteras que necesitaba la industria. La lanzadera volante de Kay doblaba la velocidad de producción de tejidos. Las hiladoras, incapaces ya de seguir el ritmo, empezaron a quedar rezagadas y a generar problemas en la línea de producción, con graves presiones económicas para todos los implicados.
Según el relato tradicional, tanto tejedores como hilanderas se enfurecieron hasta tal punto con Kay que acabaron atacando su casa y el inventor se vio obligado a huir a Francia, donde murió indigente. La historia se repite en muchos relatos, incluso ahora con «fervor dogmático», según palabras del historiador de la época de la Revolución industrial Peter Willis, aunque, de hecho, Willis insiste en que no hay nada de verdad en todo el asunto. Kay murió pobre, pero solo porque no gestionó de forma muy acertada su vida. Se propuso fabricar personalmente sus máquinas y alquilarlas a los propietarios de los telares, pero estableció un precio de alquiler tan elevado que nadie podía pagarlo. Lo que sucedió entonces fue que le piratearon el invento, y Kay gastó infructuosamente todo su dinero tratando de conseguir una compensación a través de los tribunales. Al final se trasladó a Francia, con la vana esperanza de cosechar más éxitos allí. Sobrevivió casi cincuenta años a su invento. Y nunca sufrió ningún tipo de ataque ni se vio obligado a huir del país.
Pasaría toda una generación antes de que alguien encontrara una solución al problema de las hilaturas, y llegó de un lugar inesperado. En 1764, un tejedor analfabeto de Lancashire, llamado James Hargreaves, inventó ún artilugio ingeniosamente sencillo, que se conoció como la «hiladora Jenny», que realizaba el trabajo de diez hilanderas gracias a la incorporación de múltiples bobinas. Poco se conoce de Hargreaves, aparte de que nació y se crió en Lancashire, se casó joven y tuvo doce hijos. Desconocemos por completo su aspecto físico. Fue la más pobre y la más desafortunada de las figuras principales de los inicios de la Revolución industrial. A diferencia de Kay, Hargreaves sí que tuvo problemas. Un grupo de hombres de su misma localidad irrumpió en su casa y prendió fuego a sus herramientas y a una veintena de Jennies a medio terminar -una pérdida cruel y desesperada para un hombre de escasos recursos como él-, por lo que durante un periodo prudencial decidió abandonar la fabricación de Jennies y dedicarse a la teneduría de libros. Por cierto, el nombre de Jenny no es en honor a su hija, como con frecuencia se ha apuntado; jenny era una palabra que solía utilizarse en el norte de Inglaterra para referirse a los motores.
La máquina de Hargreaves no parece gran cosa en las ilustraciones -consistía básicamente en diez bobinas dentro de un armazón, con una rueda que las hacía girar-, pero transformó el panorama industrial de Gran Bretaña. Menos feliz es el hecho de que acelerara la introducción del trabajo infantil, pues los niños, más ágiles y menudos que los adultos, se manejaban mucho mejor para reparar los hilos rotos y los distintos problemas que pudieran surgir entre las casi inaccesibles extremidades de la Jenny.
Antes de la aparición de este invento, los trabajadores ingleses hilaban en sus casas más de 225 toneladas de algodón al año. Hacia 1785, y gracias a la máquina de Hargreaves y a las versiones más sofisticadas que le siguieron, esa cifra había ascendido a 7.250 toneladas. Hargreaves, sin embargo, no compartió la prosperidad que sus artilugios generaban, debido en gran parte a las maquinaciones de Richard Arkwright, la menos atractiva, menos inventiva y, sin embargo, más exitosa de todas las figuras de los inicios de la Revolución industrial.
Al igual que Kay y Hargreaves, Arkwright era un hombre de Lancashire -¿en qué habría quedado la Revolución industrial sin los hombres de Lancashire?-, nacido en Preston en 1732, lo que lo hace once años más joven que Hargreaves y casi treinta años más joven que Kay. (Hay que recordar, además, que la Revolución industrial no fue un suceso repentino y explosivo, sino un despliegue gradual de mejoras a lo largo de varias generaciones y en muchos terrenos distintos.) Antes de convertirse en un hombre de la industria, Arkwright fue tabernero, fabricante de pelucas y cirujano-barbero, especializado en extraer piezas dentales y efectuar sangrías a los enfermos. Por lo que parece, se interesó en la producción de tejidos a partir de su amistad con otro John Kay -este era relojero y no tenía parentesco alguno con el John Kay de la lanzadera volante-, y con su ayuda empezó a reunir la maquinaria y los componentes necesarios para llevar a cabo la totalidad de la producción mecánica de los tejidos bajo un mismo techo. Arkwright era hombre de pocos escrúpulos. Le robó a Hargreaves los rudimentos de la Jenny sin dudarlo ni un momento y sin remordimientos (menos aún con algún tipo de compensación), se escabulló de todo tipo de tratos comerciales y abandonó a amigos y socios cuando le resultó seguro o ventajoso hacerlo.
Tenía un verdadero don para realizar mejoras mecánicas, pero su auténtico genio radicaba en saber convertir posibilidades en realidades. Era un organizador -un buscavidas, en realidad-, y de los mejores. Gracias a una adecuada combinación de trabajo duro, suerte, oportunismo y gélida crueldad, se construyó, durante un periodo de tiempo breve pero extremadamente lucrativo, un monopolio virtual sobre el negocio del algodón en Inglaterra.
El personal desplazado por la maquinaria de Artwright no solo sufrió el inconveniente de quedarse sin trabajo, sino que además quedó reducido al nivel más bajo de la desesperación. Es evidente que Arkwright vio venir lo que sucedería, pues construyó su primera fábrica como una auténtica fortaleza en un recóndito paraje de Derbyshire -que era un condado remoto de por sí- y la reforzó con cañones, guardando incluso en su interior una reserva de quinientas lanzas. Acorraló el mercado con la producción mecánica de tejidos y, como consecuencia de ello, se hizo inmensamente rico, aunque sin ganarse el aprecio de nadie ni conseguir vivir feliz. En el momento de su fallecimiento, en 1792, tenía cinco mil empleados y su fortuna se estimaba en medio millón de libras, una suma fabulosa para cualquiera, pero en especial para un hombre que había pasado gran parte de su vida dedicándose a fabricar pelucas y a trabajar como barbero-cirujano.
De hecho, la Revolución industrial no era aún del todo industrial. El hombre que lo hizo posible fue la figura más inesperadamente fundamental de su época, y de prácticamente cualquier otra época: el reverendo ,Edmund Cartwright (1743-1823). Cartwright era hijo de una familia pudiente e importante a nivel local de Nottingharnshire y aspiraba a convertirse en poeta, pero acabó haciéndose pastor y destinado a una rectoría de Leicestershire. Una conversación casual con un fabricante de tejidos lo llevó en 1785 a diseñar -partiendo por completo de cero- el telar mecánico. Los telares de Cartwright transformaron la economía mundial y enriquecieron de verdad a Gran Bretaña. Cuando se celebró la Gran Exposición en 1851, funcionaban ya en Inglaterra un cuarto de millón de telares mecánicos, una cifra que aumentó al ritmo de cien mil por década antes de llegar a un máximo de 805.000 en 1913, momento en el cual había casi tres millones en funcionamiento en todo el mundo.
De haberse visto Cartwright recompensado por el alcance de sus inventos, se habría convertido en el hombre más rico de su época -del mismo modo" que John D. Rockefeller o Bill Gates se han visto compensados por los suyos-, pero la realidad es que su invento no le proporcionó nada de nada directamente y, de hecho, acabó endeudado en su intento de proteger y hacer respetar sus patentes. En 1809, el Parlamento lo premió con un pago total de 10,000 libras, casi nada en comparación con las 500.000 de Arkwright, pero lo bastante como para permitirle vivir con comodidad hasta el fin de sus días. Entretanto, su apetito por la invención lo llevó a desarrollar con gran éxito máquinas para fabricar cuerdas y para peinar la lana, además de novedosas prensas tipográficas, máquinas de vapor, tejas para tejados y ladrillos. Su último invento, patentado poco antes de su fallecimiento en 1823, fue un carruaje accionado con manivela «para ir sin caballos» que, según declaraba con total confianza el formulario de la patente, permitiría a dos hombres, accionando de forma continua la manivela pero sin excesivo esfuerzo, cubrir una distancia de hasta cuarenta y cinco kilómetros en un día, e incluso en terrenos empinados.
Con el zumbido de fondo de los telares mecánicos, la industria del algodón se encontraba en la posición adecuada para poder despegar, pero las fábricas necesitaban mucho más algodón del que los recursos existentes eran capaces de suministrar. El lugar evidente donde cultivar algodón era el sur de Estados Unidos. El clima, excesivamente cálido y seco para muchos cultivos, era perfecto para el algodón. Pero por desgracia, la única variedad que crecía bien en los suelos más sureños era una variedad complicada conocida como algodón de fibra corta. Era un algodón que no podía cultivarse de forma rentable porque sus bagas estaban llenas de semillas de tacto pegajoso -con una proporción dé tres kilos de semillas por cada kilo de algodón final-, que tenían que arrancarse a mano de una en una. Separar las semillas de la fibra era una tarea tan laboriosa que ni siquiera con esclavos resultaba barata de realizar. El coste de alimentar y vestir a los esclavos era muy superior a la cantidad de algodón útil que incluso la mano de obra más diligente pudiera proporcionar.
El hombre que solucionó este problema se crió muy lejos de las plantaciones. Se llamaba Eli Whitney, era de Westborough, Massachusetts, y, si todos los ingredientes de la historia son ciertos (algo que, como estamos a punto de ver, es muy posible que no sea así), fue por la más afortunada de las casualidades que acabó pasando a la inmortalidad.
La historia, según los relatos convencionales, es la siguiente: después de graduarse en Yale en 1793, Whitney aceptó un trabajo como tutor en casa de una familia que vivía en Carolina del Sur, pero a su llegada descubrió que el salario que iba a percibir era solo la mitad de lo que le habían prometido. Ofendido, rechazó el puesto, una acción que dejó su honor satisfecho y a él sin un céntimo y muy lejos de casa.
De camino hacia el sur había conocido a una joven y vivaracha viuda llamada Catharine Greene, esposa del fallecido general Nathanael Greene, héroe de la revolución norteamericana. En agradecimiento a los servicios prestados y a su apoyo a George Washington durante los periodos más tenebrosos de la guerra, la nación le había regalado a Greene una plantación en Georgia. Por desgracia, Greene, originario de Nueva Inglaterra, no estaba acostumbrado a las elevadas temperaturas de Georgia y había sido víctima de un fatal golpe de calor durante el primer verano que pasó allí. Whimey decidió ir a visitar a la viuda de Greene.
En aquel momento, la señora Green cohabitaba con pasión y sin esconderse de nadie con otro hombre educado en Yale llamado Phineas Miller, el capataz de su plantación, pero aun así, recibieron con agrado a Whitney en su casa. Fue entonces cuando Whitney entró en contacto con el problema de las semillas del algodón. Y creyó encontrar la solución solo con examinar con atención una baga. Se encerró en el taller de la plantación e inventó un sencillo tambor rotatorio que al girar desgarraba la fibra del algodón con la ayuda de clavos, librándola de las semillas. El nuevo artilugio era tan eficiente que su trabajo equivalía al de cincuenta esclavos. Whitney patentó su desmotadora, a la que denominó gin (una abreviatura de engine o «Motor»), y se dispuso a ser impresionantemente rico.
Y este es el relato convencional de la historia. Parece, sin embargo, que gran parte de la misma no tiene nada de verdad. En la actualidad se sugiere que Whitney ya conocía a Miller -su conexión con Yale parece de lo contrario muy poco casual-, que a su vez estaba ya familiarizado con los problemas que conllevaba el cultivo del algodón en suelo americano y que viajó al sur, seguramente por petición de Miller, sabiendo que intentaría inventar aquel motor. Además, por lo que parece, el trabajo no se hizo en un par de horas en la misma plantación, sino que llevó semanas o meses y se realizó en un taller de Westborough. Sea cual sea la realidad del invento, la verdad es que el gin era una maravilla. Whitney y Miller constituyeron una sociedad con la clara intención de hacerse ricos, pero resultaron ser hombres de negocios desastrosos. Decidieron exigir a los usuarios de su máquina una tercera parte de la cosecha recogida, una proporción que tanto los propietarios de las plantaciones como los legisladores sureños consideraron francamente codiciosa. El hecho de que Whitney y Miller fueran yanquis tampoco alentaba los sentimientos a su favor. Pero se negaron con terquedad a modificar sus exigencias, convencidos de que los cultivadores sureños no se resistirían a un avance tecnológico tan revolucionario. Y tenían razón en cuanto a lo irresistible del invento, pero no cayeron en la cuenta de que su desmotadora podía piratearse con facilidad. Cualquier carpintero con cara y ojos podía imitarla en un par de horas. Y así fue como, en cuestión de poco tiempo, los propietarios de las plantaciones de todo el sur empezaron a cosechar el algodón con desmotadoras de fabricación casera. Whitney y Miller interpusieron sesenta demandas en Georgia y muchas más en otras partes, pero se tropezaron con la antipatía de los tribunales sureños. En 1800 -solo siete años después de la invención del gin-, Miller y Catharine Greene se encontraban en una situación tan desesperada que se vieron obligados a vender su plantación.
El sur empezó a enriquecerse. El algodón se convirtió enseguida en el producto más negociado del mundo y dos terceras partes de todo ese algodón provenían de allí. Las exportaciones de algodón norteamericanas pasaron de apenas nada antes de la invención de la desmotadora, a la impresionante cantidad de un millón de toneladas en los inicios de la Guerra de Secesión. En su momento álgido, Gran Bretaña consumía el 84 % del total.
Antes del algodón, la esclavitud estaba en declive, pero la recogida del algodón, en contraposición con su proceso, demandaba una cantidad descomunal de mano de obra. Cuando Whitney desarrolló su invento, el esclavismo existía tan solo en seis estados de Estados Unidos; en el momento del estallido de la Guerra de Secesión, era legal en quince. Peor aún, estados norteños como Virginia y Maryland, donde el algodón apenas podía cultivarse, empezaron a exportar esclavos a sus vecinos del sur, separando con ello a familias enteras e intensificando el sufrimiento de decenas de miles de personas. Entre 1793 y el principio de la guerra civil, fueron enviados al sur más de ochocientos mil esclavos.
Por aquella misma época, las prósperas fábricas de algodón británicas necesitaban también muchos obreros -más de los que el mero crecimiento de la población era capaz de proporcionar-, por lo que se volcaron cada vez más en la mano de obra infantil. Los niños eran maleables, baratos y en general más rápidos que los adultos en corretear entre la maquinaria y solucionar inconvenientes, roturas y otros fallos. Incluso los fabricantes más ilustrados utilizaban a los niños sin restricciones. No podían permitirse no hacerlo.
De manera que la desmotadora de Whitney no solo ayudó a que mucha gente de ambos lados del Atlántico se enriqueciera, sino que además revitalizó la esclavitud, convirtió el trabajo infantil en una necesidad y preparó el terreno para la Guerra de Secesión norteamericana. Tal vez nunca nadie con un invento tan sencillo y bienintencionado haya generado más prosperidad generalizada, mayor desencanto personal y más sufrimiento involuntario que Eli Whitney con su gin. Demasiadas consecuencias para un simple tambor rotatorio.
Al final, unos pocos estados sureños accedieron a pagarle algo a Whitney. En total consiguió ganar 90.000 dólares con su invento, cantidad suficiente para cubrir gastos. Regresó entonces al norte y se instaló en New Haven, Connecticut, y allí dio con la idea que por fin le haría rico. En 1798 firmó un contrato para fabricar diez mil mosquetes para el Gobierno federal. Las armas tenían que fabricarse con un nuevo método, que acabó conociéndose como el sistema Whitney o sistema americano. La idea consistía en construir máquinas que generaran un suministro inagotable de piezas que poder ensamblar para crear productos acabados. De esta manera, no era necesario que los trabajadores tuvieran ningún tipo de maestría concreta. La maestría la pondrían las máquinas. Era un concepto brillante. Daniel J. Boorstin lo ha calificado como la innovación que enriqueció América.
Las armas se necesitaban con urgencia porque Estados Unidos estaba constantemente al borde de entrar en guerra con Francia. El contrato se firmó por valor de 134.000 dólares -el contrato de mayor importe firmado por el Gobierno norteamericano hasta aquel momento- y le fue concedido a Whitney a pesar de que ni poseía las máquinas para construir las piezas, ni experiencia alguna en la fabricación de armas, pero en 1801, en un momento altamente apreciado por generaciones de libros de historia, Whitney consiguió demostrar al presidente John Adams y al presidente electo Thomas Jefferson cómo un montón de piezas aparentemente sin relación alguna entre ellas, podían ensamblarse y convertirse en un arma completa. De hecho, entre bastidores Whitney se enfrentaba a todo tipo de problemas para que su sistema funcionase. Las armas se entregaron con más de ocho años de retraso, mucho después de que la crisis que había desencadenado su fabricación hubiera terminado. Más aún, un análisis de las armas supervivientes realizado en el siglo xx demostró que no se fabricaron siguiendo el sistema Whitney, sino que incorporaban piezas elaboradas manualmente en la fábrica. La famosa demostración a los presidentes se realizó con piezas ficticias. Por lo que se ve, Whitney pasó gran parte de aquellos ocho años sin trabajar siquiera en el pedido de los mosquetes, sino utilizando el dinero del contrato para promover sus esfuerzos de conseguir una indemnización por su invención de la desmotadora de algodón.
Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. Pp. 523-533.
EL TRIUNFO DE EUROPA
Carlo Cipolla [1970], uno de los grandes historiadores del siglo XX, decía que en la historia de la Humanidad había habido dos grandes revoluciones: la Revolución Neolítica y la Revolución Industrial. La Revolución Neolítica, iniciada en Mesopotamia y en China a partir del año 8000 a.C. (por supuesto, se trata de una fecha aproximada) podría también llamarse Revolución Agrícola. Hacia esos años aparecieron los primeros asentamientos humanos permanentes, lo cual indica que esas sociedades primitivas abandonaron el nomadismo, caracterizado por una actividad económica centrada en la caza y la recolección de frutos salvajes, y adoptaron la vida sedentaria, caracterizada por la práctica de la agricultura y la ganadería. Naturalmente, esta «revolución» debió de producirse de manera muy gradual, a lo largo de generaciones y probablemente de siglos: la transición del nomadismo al sedentarismo no ocurrió en Mesopotamia ni en China de la noche a la mañana; al contrario, la agricultura y la ganadería fueron muy gradualmente ocupando un número creciente de horas al día (o de días al año) de los primitivos nómadas y el proceso tuvo lugar a lo largo de muchos siglos e incluso podría decirse que no se ha completado totalmente hoy día; vale la pena observar que incluso en nuestras sociedades actuales, tan sedentarias y posmodernas, aún hay muchos que practican la caza y la recolección, esta última en especial de setas, hierbas y algunos otros frutos silvestres.
La Revolución Neolítica o Agraria fue extendiéndose lentamente, en China concéntricamente a partir de los valles de los ríos Amarillo y Yang-Tse. En Occidente irradió desde Oriente Medio en dirección Este-Oeste más bien que NorteSur; hacia el este se extendió por Persia y la India; en dirección a Poniente, hacia el Levante mediterráneo (Siria, Fenicia, Anatolia) y hacia el valle del Nilo. La difusión por la orilla norte del Mediterráneo fue relativamente sencilla, ya que las condiciones climáticas y edafológicas eran parecidas a las originales mesopotámicas, de modo que los cultivos y las técnicas no habían de modificarse grandemente para adaptarse a los nuevos suelos y climas, en tanto que por la orilla sur del Mediterráneo (norte de África) la difusión de la agricultura se vio obstaculizada por el desierto. Aparte de Egipto (cuya tierra, como dice Heródoto [(2002), p. 191], es «un regalo del río» Nilo), por tanto, fueron las civilizaciones de la ribera norte del Mediterráneo, en particular la griega y la romana, las que tuvieron agriculturas florecientes y terminaron por dominar la economía y la política en la Antigüedad.
Desde la caída del Imperio Romano hasta la Revolución Industrial, la historia de la Humanidad conoció grandes cambios y desplazamientos en la estructura del poder político, pero algunos rasgos socioeconómicos permanecieron inmutables durante esos doce siglos que precedieron a la Revolución Industrial. Por un lado, la agricultura se mantuvo como el sector más importante y productivo dentro de las sociedades sedentarias del planeta, aunque en ciertas épocas y regiones la industria y el comercio adquirieron creciente relieve. Esto fue así especialmente en Europa y en la Edad Moderna (siglos XVI-XVII). Por otro, los pueblos europeos, que ya habían ostentado el liderazgo tecnológico, económico y político (quizá compartido con China) en la Antigüedad, tras sufrir un relativo eclipse en la Alta Edad Media fueron emergiendo lentamente como los más ricos -y consecuentemente los más poderosos- del mundo. En gran parte esta riqueza y poder se debieron al sorprendente dinamismo tecnológico que estos pueblos exhibieron desde la más remota Edad Media. Fruto de esta superioridad económica y técnica fue la expansión global de los países europeos a partir del siglo XV, con las exploraciones, descubrimientos y asentamientos en África, América, Asia y Oceanía durante la Edad Moderna, dando lugar a lo que se ha llamado la Revolución Comercial de la Edad Moderna.
A mediados del siglo XVIII Europa constituía claramente la región hegemónica del mundo. Cierto es que el continente no era entonces una entidad política de ningún tipo: se trataba, simplemente, de una expresión geográfica. Europa estaba dividida en un grupo numeroso de unidades políticas independientes y varias se disputaban la hegemonía mundial. Inglaterra, Holanda, Francia, España y Portugal, por orden de importancia, podían atribuirse el título de potencias hegemónicas mundiales, dependiendo del criterio clasificatorio que se adoptara. El criterio más sencillo sería el del imperio colonial: todas estas naciones eran cabezas de extensos imperios coloniales, lo cual era fruto en gran parte de la expansión y conquista que durante los siglos anteriores habían seguido a los descubrimientos geográficos que se iniciaron en el siglo XV.
Por supuesto, el encabezar un imperio colonial es un signo inequívoco de hegemonía. Se plantean, sin embargo, las siguientes cuestiones: ¿era ése el único indicio de dominio?, ¿no habría otros criterios según los cuales las potencias europeas se distinguieran de las de otras regiones del mundo? En efecto: aunque menos claros, había otros signos de superioridad por parte de estas potencias o naciones. Por ejemplo, aunque la conquista colonial pudiera ser consecuencia directa del poderío militar, ese mismo poder a su vez se derivaba de una clara superioridad técnica y económica, que tenía mucho que ver con la evolución de las instituciones sociales.
Gabriel Tortella. Los orígenes del siglo XXI. de. Gadir, Madrid, 2005. ISBN: 84-934439-6-4. 562 pp. P.p. 1-3.
La revolució francesa: Stirner contra Hegel
EL PROPIETARI I EL FILÒSOF. Hegel elogia la propietat com qualsevol bon burgès que posa el seu pensament al servei de la realització liberal i capitalista de la Revolució Francesa. Amb el 1793, l’alenada comunista no va passar gaire lluny, però la burgesia, amb l'ajut de Robespierre, finalment va confiscar aquell moment de la història per a ella. Els sans-culottes, els capellans rojos, Jacques Roux i Pierre Dolivier, per exemple, Babeuf i els babovistes, vet aquí una colla de mals records. Els béns de l'Església confiscats van ser comprats pels aprofitats i els agiotistes de la Revolució Francesa, que Napoleó i van tranquil·litzar confirmant-los en els seus béns. La feudalitat aristocràtica dóna el relleu a la feudalitat burgesa. L’abolició dels privilegis desemboca en nous privilegis.
Certament, l’amenaça comunista del 1793 ja no fa témer gran cosa, però per evitar el retorn d’aquesta eventualitat la filosofia s’ha de posar al servei dels seus nous amos: els burgesos. Hegel aporta el Concepte a aquest projecte ideològic i els Principis de la filosofia del dret (un llibre que molesta fins i tot els hegelians pel seu cinisme radical, fins al punt que el consideren una obra de concessions visibles fetes al poder mentre el devia campar: en invisibles postures oposades...), un tractat adreçat al Propietari, al Pare de Família, al Marit, al Cristià, al Monàrquic... Que és com dir un tractat als antípodes dels valors stirnerians... (255)
Stirner diu penjaments contra l'estat en totes les seves formes. Es caga tant en el dels socialistes com en el dels liberals, tant en el dels comunistes com en el dels capitalistes, tant en el dels cristians com en el dels ateus, tant en el dels republicans com en el dels monàrquics, li agrada tan poc el de Lluís com el de Robespierre. Heus aquí per què la seva obra és una llarga crítica de la Revolució Francesa, dels drets humans, de la divisa de la República que representa una nova religió, per tant, una amenaça, amb noves «idees que també s’alimenten amb la substància del Superjò, amb la matèria del Jo. ¿Què és la revolució? Una amenaça per a l'únic...
(280)
Michel Onfray. Les radicalitats existencials. Ed. 1984, Barcelona, 2012, ISBN: 978-84-92440-78-8. 318 p.
El repentino auge del algodón indio satisfacía a los consumidores, pero no a los fabricantes. Incapaces de competir con aquel maravilloso tejido, los trabajadores europeos del sector textil clamaron por todos lados en busca de protección, y de prácticamente todos lados la recibieron. La importación de tejidos acabados de algodón quedó prohibida en casi toda Europa durante el siglo XVIII.
Orígens de la Revolució Industrial
Ni siquiera definirla resulta fácil en absoluto, si bien los procesos que se hallan en su base son obvios a nuestro alrededor. Uno es la sustitución de la fuerza humana o animal por máquinas impulsadas por fuerzas de otras fuentes, cada vez más de origen mineral. Otro es la organización de la producción en unidades mucho más grandes. Un tercero es la creciente especialización de las manufacturas. Pero todos estos factores tienen implicaciones y ramificaciones que nos llevan rápidamente más allá de sí mismos. Pese a que la industrialización plasmó incontables decisiones conscientes de innumerables empresarios y clientes, también parece una fuerza ciega que barre la vida social con una fuerza transformadora, uno de los «agentes sin sentido» que un filosofo identificó en una ocasión como la mitad de la historia del cambio revolucionario. La industrialización implicó nuevos tipos de ciudades, la necesidad de nuevas escuelas y nuevas formas de enseñanza superior y, muy pronto, nuevas pautas de existencia diária y de vida en común.
Locomotora de vapor de 40 psi construida en 1804 por Richard Trevithick para ser utilizada por la empresa Welsh Penydarran Railroad. Se dice que fue la segunda construida en el mundo, dado que Mathew Murray de Leeds, había construido la primera máquina de vapor sobre rieles, en ese mismo año.
Más información: http://www.sdrm.org/history/timeline/
Las raíces que posibilitaron tal cambio se remontan hasta más allá de los inicios de la era moderna. El capital para la inversión se había ido acumulando lentamente a lo largo de muchos siglos de innovación agrícola y comercial. Los conocimientos también habían aumentado. Los canales iban a constituir la primera red de comunicación para el transporte al por mayor una vez la industrialización estuvo encarrilada, y a partir del siglo XVIII empezaron a construirse en Europa como nunca antes (por supuesto, en China todo fue muy distinto). No obstante, los hombres de Carlomagno ya sabían construirlos. Incluso las innovaciones técnicas más llamativas tenían sus raíces en un pasado remoto. Los hombres de la «Revolución Industrial» (tal como un francés de inicios del siglo XIX denominó el gran trastorno de aquella época) tenían la base de incontables artesanos de tiempos preindustriales que, lentamente, habían ido acumulando su pericia y experiencia para el futuro. Los renanos del siglo XIV, por ejemplo, aprendieron a hacer hierro forjado. Hacia el 1600, la extensión gradual de los altos hornos había empezado a borrar los limites antes establecidos para el uso del hierro par su alto coste, y en el siglo XVIII llegaron los inventos que hicieron posible usar carbón en lugar de madera como combustible para algunos procesos. El hierro barato, incluso en lo que según los baremos posteriores se dan cantidades pequeñas, permitió experimentar con nuevas maneras de usarlo; a ello seguirán otros cambios. La nueva demanda significó que las zonas donde el mineral se encontraba fácilmente ganaron importancia. Cuando las nuevas técnicas de fusión permitieron el uso de mineral en lugar de combustible vegetal, la situación de las reservas de carbón y de hierro empezó a modelar la posterior geografía industrial de Europa y de América del Norte. En el hemisferio norte se hallan gran parte de las reservas de carbón conocidas del mundo, en un gran cinturón que va desde la cuenca del Don, pasando por Silesia, el Ruhr, la Lorena, el norte de Inglaterra y Gales, hasta Pensilvania y Virginia Occidental.
Un metal y un combustible mejores hicieron una aportación decisiva a la industrialización inicial con la invención de una nueva Fuente de energía, la màquina de vapor. De nuevo, sus raíces son muy profundas. El hecho de que la fuerza del vapor se podía utilizar para producir movimiento ya era conocido en la Alejandría helenística. Aunque (como algunos creen) hubiese existido la tecnología para desarrollar este conocimiento, la vida económica de aquella época no hacía que mereciese la pena esforzarse para hacerlo. El siglo XVIII trajo una serie de refinamientos a la tecnología tan importantes que pueden considerarse como cambios fundamentales, y eso pasó cuando hubo dinero para invertir en ellos. EI resultado fue una fuente de energía pronto reconocida como de importancia revolucionaria. Las nuevas máquinas de vapor no eran sólo el producto del carbón y el hierro, sino que también los consumían, directamente como combustible y como materiales usados en su propia construcción. Indirectamente estimularon la producción al hacer posible otros procesos que comportaban una mayor demanda de ellos. El más obvio y espectacular fue la construcción de ferrocarriles. Requería grandes cantidades de hierro primero, y más adelante de acero para los raíles y el material rodante. Pero también hizo posible el transporte de bienes a un coste muy inferior. Lo que los nuevos trenes trasladaban odia ser perfectamente carbón o mineral, permitiendo así que estos materiales se usasen a un bajo precio lejos de donde se encontraban y se extraían fácilmente. Se formaron nuevas áreas industriales cerca de las líneas de ferrocarril, y los trenes podían transportar las mercancías desde estas zonas hasta mercados distantes.
El ferrocarril no fue el único cambio que el vapor introdujo en el transporte y las comunicaciones. El primer buque de vapor salió al mar en 1809. Hacia 1870, pese a que aun había muchos barcos de vela y los astilleros todavía construían barcos de guerra con toda la envergadura de vela, ya eran habituales las líneas oceánicas regulares de «vapores». Su efecto económico fue espectacular. El coste real del transporte oceánico en 1900 era una séptimaa parte del que había sido cien años antes.
J.M. Roberts. Historia Universal. III. La era del imperialismo europeo. Ed. RBA, Barcelona, 2009- 320 pp. Págs. 156-157.
Contre la peina de mort
Le 30 mai 1791, Maximilien Robespierre prononce un discours enflammé devant l’Assemblée constituante: “Ecoutez la voix de la justice et de la raison; elle vous crie que les jugements humains ne sont jamais assez certains pour que la société puisse donner la mort a un à un homme condamné par des autres hommes sujets à l’erreur.” Il est un des premiers à militer pour l’abolition de la peina de mort. Trois ans plus tard, on le retrouve pourtant instigateur de le “Grande Terreur” qui gagne le pays de l’été 1793 à l’été 1794. Bilan: 17.000 personnes guillotinées, 25.000 exécutions, au total plus de 100.000 victimes... La biographie de Joël Schmidt nous fait découvrir un Robespierre fanatique de la République, mais plein de contradictions. Il admirait plus que tout les grans hommes de l’Empire romain, dont il ne cessera de s’inspirer.
J. Zimmerlich
ROBESPIERRE, de Joël Schmidt /éd. Gallimard / Folio), 8,40 €
Article revista Ça m’íntéresse. Histoire, núm. 8, set-oct. 2011. Pàg. 87.