D. La vida en las trincheras

Soldados aliados fotografiados en su trinchera en un momento de respiro.

La Primera Guerra Mundial dejó a la humanidad innumerables imágenes de muerte y sufrimiento tomadas en los más variados escenarios y en situaciones complemente distintas. Pero aquellas imágenes que mejor representan el terror de la Gran Guerra son sin duda las de las trincheras.

Un trinchera es una zanja excavada en el terreno para poder disparar al enemigo desde una posición protegida. Esta estrategia defensiva no apareció por primera vez en la Primera Guerra Mundial sino que era conocida desde la Edad Media y utilizada comúnmente en los asedios a las ciudades. En la Guerra de Secesión Americana (1861 - 1865) y en las guerras coloniales del siglo XIX también se utilizó, pero su mayor grado de desarrollo se produjo en Europa desde finales de 1914.

Cómo habíamos visto anteriormente, el fracaso del Plan Schilieffen alemán tras la Primera Batalla del Marne desencadenó una apresurada carrera hacia el mar al tiempo que se establecían líneas defensivas en todo el frente desde Suiza a Bélgica. A finales de 1914, las líneas de defensa comenzaron a estabilizarse mediante la construcción de trincheras. Nadie pensaba en Alemania ni en Francia y Gran Bretaña que una guerra de trincheras pudiese producirse pero la incapacidad de ambos ejércitos para sobrepasar al enemigo consolido un sistema defensivo que se mantuvo casi inalterado hasta el final de la guerra en 1918.

Cada ejército excavó su propio sistema de trincheras frente al enemigo, que hacía lo propio. La distancia entre unas trincheras y otras variaba dependiendo de los lugares: en algunas zonas llegaban a los 100 metros mientras que en otras no alcanzaban los 30. Además, las líneas defensivas estaban excavadas en zigzag para cubrir todos lo flancos y evitar algunas muertes en caso de que cayese un proyectil.

Las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Pincha en el dibujo para verlo en detalle.

El sistema de trincheras era realmente un laberinto de túneles, galerías, zanjas y cuevas artificiales excavadas en el terreno. En la primera línea, conocida como "trinchera de frente", se encontraban los soldados que combatían pero en la retaguardia existía un sinfín de galerías que comunicaban almacenes, comedores, hospitales, etc. Cada trinchera tenía un nombre para evitar que los soldados se perdieran al ir de unas a otras y había algunas realmente estrechas que obligaban a los soldados a desplazarse de lado o incluso arrastrándose por el suelo.

Trinchera anegada por el agua.

Observen hasta donde le llega el agua al soldado.

Millones de soldados combatieron en ellas y la vida no era nada fácil en aquel escenario. En las "trincheras de frente" los soldados no pasaban más de un mes al año, cuando estaban combatiendo. Desde allí, protegidos con sacos de tierra y alambradas, disparaban sus rifles mientras recibían los disparos de los enemigos. En ocasiones, por la noche, se veían obligados a salir de las zanjas, rifle en mano y mochila al hombro, y adentrarse en la tierra de nadie en dirección a la trinchera enemiga que los esperaba en medio de una lluvia de proyectiles y bombas lanzas desde la línea enemiga y desde el aire. Los soldados debían esquivar las balas y las bombas, superar los cadáveres de los compañeros caídos en esa o en otras ofensivas y atravesar los cráteres producidos por las bombas en la tierra de nadie. En la práctica era imposible que estas ofensivas triunfasen y al final siempre las tropas siempre acababan retirándose sin haber causado gran daño al enemigo.

Cuando no se encontraban en primera línea de frente, los soldados pasaban el resto del año en las trincheras de la retaguardia. En ellas había refugios donde dormían, hospitales para los heridos, almacenes para municiones, cantinas, etc. En estas zonas la vida no era mucho más sencilla: la humedad era insoportable y en el suelo de las trincheras se acumulaba una espesa capa de barro que contenía tierra, agua, excrementos e incluso fragmentos de cadáveres.

Los soldados, alemanes y aliados, convivían con ratas, ratones, cucarachas, gusanos, garrapatas y piojos. Al principio los soldados no soportaban a los roedores pero después se acababan acostumbrando, más aún cuando podían servirles de alimento en caso de necesidad. Los piojos, por el contrario eran una pesadilla para los soldados. A pesar de intentar combatirlos por todos los medios, era imposible. Así lo refleja el diario del sargento Lowell:

A estos animales de compañía tan poco deseables se unía el terrible sonido de las bombas, los proyectiles y las ametralladoras. Muchos de los soldados acababan perdiendo el oído y otros sufrían ataques de nervios y lo que hoy se conoce como "shock postraumático". La presión y el miedo influía en su estado de ánimo que sólo se recuperaba con la llegada de las cartas de los familiares. Las cartas que recibían casi diariamente eran censuradas para evitar precisamente que cundiese el desánimo entre las tropas.

La higiene y la alimentación de los soldados eran infrahumanas. Enfermedades infecciosas como la tuberculosis se extendieron por el frente y más del cincuenta por ciento de los soldados heridos morían a causa de las lesiones infectadas. La mayoría de los soldados debían permanecer durante meses en trincheras anegadas por el agua, con los pies sumergidos en el barro y a muy bajas temperaturas. Esto les producía la enfermedad conocida como "pie de trinchera" o "pie de inmersión" y frecuentemente, varios dedos debían ser amputados.

La alimentación no era suficiente porque los suministros tardaban en llegar al frente a consecuencia de los problemas en las comunicaciones. En el bando aliado los cargamentos de alimentos se pudrían esperando en los vagones de los trenes a que las vías se reparasen y en el bando alemán la situación era aún peor: había escasez de suministros a consecuencia del bloqueo económico impuesto por Gran Bretaña. Los soldados, como el resto de la población alemana, no se libraron del hambre.

Paradógicamente, el único momento en el que había abundantes alimentos era después de una ofensiva porque la comida que correspondía a los soldados caídos en la batalla era repartida entre los supervivientes. Así, como explica E. Mª Remarque en su genial novela "Sin Novedad en el Frente", aquellos que sobrevivían a las ofensivas se podían considerar doblemente afortunados por estar vivos y por recibir una ración mayor de comida.

Cuando no combatían, es decir, cuando no estaban en primera línea de frente, los soldados se dedicaban a construir nuevas trincheras y a reparar las antiguas. Todo ello siempre de noche, cuando no estaban al alcance de los francotiradores y las ametralladores enemigas. Trabajaban de noche y dormitaban por el día en los refugios excavados en la roca.

La mayor parte de los soldados se alistó en el ejército siguiendo un sentimiento patriótico irreprimible, pero pronto se daban cuenta de que la realidad era otra. Muchachos de diecinueve y veinte años dejaron su vida anterior para luchar por su patria en una guerra que no entendían y en la que podían perder su corta vida. La mayoría no habían empuñado nunca un rifle y muchos no sabían ni leer ni escribir. La guerra les quebró la vida y la inocencia. Vieron como sus compañeros de trinchera morían en el frente junto a ellos. Presenciaron imágenes horrorosas y soportaron los gritos de agonía de aquellos soldados malheridos que quedaban en tierra de nadie tras las ofensivas.

Hoy no podemos imaginar cómo fueron aquellos momentos, en la noche, en la que un soldado oía a un compañero moribundo gritar de dolor y saber que nadie iría a recogerlo... ni si quiera su cadáver. Aquellos que caían en las trincheras no eran enterrados, ni sus cuerpos recogidos, porque estaba mal visto por los oficiales. Allí, donde habían caído, se pudrían los cadáveres, al lado de los aún vivos que seguían combatiendo por su patria. Muchos no superaron la experiencia y desertaban o se autolesionaban para ser enviados a la retaguardia y huir del horror. Pero aquellos que lo hacían no aguardaban un futuro esperanzador: eran juzgados por Consejos de Guerra y muchos de ellos ejecutados por deserción para que sirviesen de ejemplo a los otros soldados.

Definitivamente, las trincheras fueron el peor de los infiernos de la guerra. Aún hoy se pueden ver las huellas que dejaron en los paisajes francés y belga. Son visibles las zanjas, las galerías y los refugios subterráneos y cien años después siguen apareciendo restos humanos de soldados muertos que quedaron sin recoger así como proyectiles, balas y bombas que quedaron sin explotar.

Soldados protegiéndose del frío invernal en una trinchera.