TEXTOS 2. EL FENOMENS MIGRATORIS AL LLARG DE LA HISTÒRIA

Roma antiga

Quan jo estudiava la carrera, mai no estudiàvem les dones. I ara estudiem les dones, gràcies al feminisme. Estic satisfeta de dir-ho. I per tant trobaria molt difícil no pensar en aquesta mena de cultura metropolitana, en termes de Londres. Això no obstant, i estic orgullosa de dir-ho, el més important és que veient aquesta mena de reaccions, et fa llegir les fonts antigues de forma diferent, i t’hi fa veure coses que abans t’havien passat desapercebudes. T’ajuda a veure les coses de manera diferent.

Una de les coses que em semblen més importants, i més sorprenents, del món antic —i altra gent que vivia en el món antic també se’n sorprenia— és com la manera com la gent concebia els seus orígens. Òbviament, era una cosa inventada. La construcció romana és precisament aquesta: que tothom és d’algun altre lloc. A Roma, tothom era d’origen foraster. Això era un contrast molt evident amb la majoria de ciutats gregues. Les ciutats gregues, quan es preguntaven d’on havien sorgit, deien que venien de la seva pròpia terra. Els atenencs provenen del sòl d’Atenes. Els espartans provenen del sòl d’Esparta. A Roma, i això era tan xocant en aquell moment, la gent no provenia de Roma. No crec que per a nosaltres hagi de ser una lliçó, i que per tant hàgim de dir que donem la benvinguda als migrants. La qüestió és que ens ensenya que hi havia una forma molt reeixida, i també molt brutal, de construir l’Imperi: deien que estava construït sobre la immigració. Per això no em sap greu dir que tinc el Londres d’avui o qualsevol altra metròpolis moderna al cap quan penso en aquestes coses. Però l’important és el que jo en faig, amb això. La comparació que hi estableixo. Com m’ajuda a reconèixer les coses. Quan jo estudiava la carrera, hi havia mites que no ens interessaven gens. I no ens en creiem cap. El món modern et fa tornar enrere i buscar-hi aquestes coses: això és part d’aquest diàleg. El món antic t’ajuda a posar en qüestió coses sobre el món modern, i el món modern t’ajuda a posar en qüestió coses del món antic.

L'entrevista Mary Beard, una veu pròpia, text i fotografia Josep M. Muñoz. Article revista L'Avenç, núm. 438, oct. 2017, pàg. 18, 1ª columna.

Migracions en temps d’Alexandre el Gran

-Depende de cómo lo mires, de sí tienes en cuenta los detalles macedonio. Las grandes ciudades de la Hélade están demasiado llenas; demasiados hijos... e hijas... que tienen demasiado poco espacio y se ven obligados a dividir los bienes heredados. Siempre ha sido importante la emigración, la colonización de regiones lejanas. Y el destierro de los delincuentes, incluso cuando los hechos delicitivos no revestían mayor gravedad. Cualquiera que se iba dejaba sitio para que otro respirar, trabajar y vivir.

Peukestas asintió con la cabeza, lentamente y con gesto pensativo:

-Pero eso formaba parte de las decisiones del rey. Persas, medos, indios, babilonios, fenicios, helenos de todas las regiones, macedonios, todos los hombres habían les ante su ley; el levantamiento de los antiguos castigos era parte de eso.

Pitias calló por un instante; luego dijo con voz cambiada, más dura:

-No me puedo creer que un hetairo del rey, un hombre que ha visto durante muchos años el mundo, sus gentes y sus luchas, sea tan ingenuo.

-¿Ingenuo? ¿Porque considero el plan bueno y grandioso?

-Porque no ves ni los motivos ni las consecuencias.

-Entonces ayúdame a ver todo cuanto crees ver.

-Ella no prestó atención al tono de él, burlón y condescendiente, y dijo, con voz grave y enérgica:

-Por cada desterrado había uno que se quedaba, cultivando un terreno o llevando un taller. Cuando por decisión, o por castigo, del consejo de Atenas muchos habitantes de la isla de Samos hubieron de abandonar su país o su ciudad, los atenienses se marcharon allá, se instalaron como colonos y fundaron familias. Ahora bien, si todos los samios desterrados regresan a sus casas, exigiendo que les sean restaurados sus derechos, ¿qué ocurrirá con aquellos que poseen y ejercen estos derechos? Y esto no se producirá tan sólo en Samos y en Atenas, sino en toda la Hélade. ¿Sabes cuantos desterrados habían de regresar de golpe y porrazo?

Él se encogió de hombros.

-¿Unes cuantos miles?

-¡Más de cien mil hombres, Peukestas! Cien mil hombes que vivieron en el extranjero y que crearen un nuevo hogar una nueva patria; hombres que sólo en parte fueron desterrados con sus mujeres..., muchos eran jóvenes sin mujeres e hijos cuando los desterraron. Fundaron sus familias lejos de su patria. Y de repente han de abandonar todo cuando le levantaron y regresar a lugares en que, mientras tanto, otros hombres han creado cosas nuevas. Cien mil hombres, macedonio, muchos de ellos con mujeres e hijos. Regresan a Atenas, a Samos, a Quíos, a Lesbos, a Cos, a Rodas, a Esparta, a Corinto, a Megara y a Megalópolis, así como a muchos otros incluso a Calcis. Nosotros no construimos esta casa clara en la colina; perteneció a un desterrado..., a uno que estuvo con vosotros, los macedonios, hace muchos años, cuando Filipo aún vivía, y al que los partidarios de Atenas expulsaron del país.

-Pero... -Peukestas tenía la vista clavada en el fuego; de pronto se puso a tiritar en aquel cuarto que era demasiado caluroso y cuyo aire se hacía irrespirable-. ¿Tantos, en serio? ¡Pero el rey debe de haberlo sabido!

Pitias se rió... un ruido amargo y duro.

-Claro que lo sabía. Era su sueño, su sueño espantoso: revolver, trasladar a otros sitios, obligar a grandes migraciones a millones de personas en su inmenso reino, hasta conseguir que éste fuera la única patria de todos. Ya no debía haber ni atenienses, ni lacedemonios, ni babilonios, ni macedonios; sólo habitantes trasladados y desarraigados en una Oikumene reformada por Alejandro.

-Un sueño.

Su voz sonaba ronca; los ojos le ardían. Con manos temblorosas vertió vino diluido de la jarra a la copa. Una gota le cayó sobre el hombro cuando, sin mirar, la ofreció a Pitias, ı estaba sentada detrás de él, por encima de él.

-Un sueño -repitió, siempre con voz ronca- de la fraternidad de todos los hombres bajo un rey. ¿Acaso era tan terrible ese sueño? ¿No es acaso un sueño grandioso que sólo él, el grandioso, podía soñar?

-¿Persas como ciudadanos de Atenas, macedonios como ciudadanos de Siracusa, capadocios como criadores de caballos en Tesalia, fenicios como cámpesenos en Epiro, babilonios y egipcios como pastores de ovejas o como pescadores de río en Acarnania? ¿Helenos cortando juncos bajo un sol de justicia en el Nilo y alabando al divino Soberano? ¿Es ése tu sueño, Peukestas?

-Sastres etruscos en Arabia... ¿Por qué no? Si ha de haber un solo reino bajo un solo soberano, también deberá haber, forzosamente, un solo pueblo. Ahora bien, mientras los atenienses vivan en Atenas y consideren a la ciudad el ombligo del cosmos; mientras los espartanos, los tebanos, los babilonios, los habitantes de Sidón y de Pátala y, bueno, de Roma, por ejemplo, consideren sagradas, importantes, únicas y distintas sus respectivas patrias, no habrá paz en toda la Oikumene ni podrá haber igualdad ante la ley de un ser singular.

-Tampoco las habrá cuando se realice el sueño -dijo ella en tono sobrio-. Ten en cuenta una cosa, Peukestas: todos serán trasladados de lugar, terriblemente coaccionados, y habrá lágrimas y pérdidas; tendrás que vencer la resistencia por la fuerza, correrá sangre, correrán ríos de sangre.

Haefs, Gisbert. Alejandro Magno. Alexander I. Alexander II, Asien. Trad. J.A. Alemany i A. Kovacsis. Ed. Edhasa,Barcelona 2005, 1ª ed. ISBN: 84-350-1727-3. 1206 pp. Pp. 1045-1048.

Després de la IIª Guerra Mundial

Luego de la II Guerra Mundial, en cambio, las considera­ciones de tipo étnico contaron escasamente. Nadie se molestó en averiguar cuáles fuesen los deseos de las poblaciones locales afectadas. La consideración que primaba ahí sobre otra cual­quiera era la del mantenimiento del equilibrio del poder en las relaciones Este-Oeste. Una vez que estuvo claro cómo la Unión Soviética seria el país con influencia decisiva en toda la Europa Oriental, importaba poco, al mundo en general, si la frontera entre Polonia y Checoslovaquia, o entre Hungría y Rumania, seguía un trazado basado en lo étnico o en otro criterio cualquiera. Por lo común, además, la propia Unión Soviética se encargó de que tales disputas o conflictos se solucionaran rápidamente. Esto no quiere decir que todo arreglo de las disputas territoriales, no basado en puras consideraciones étnicas, resultara necesariamente injusto y cínico.

El mapa étnico de la Europa Oriental y de los Balcanes era tal que el simple trazado de unas fronteras nuevas no siempre podía restablecer la justicia. Tanto Rumania como Hungría tenían títulos bastantes para la reclamación de Transilvania, región ésta que en el decurso histórico había cambiado de manos repetidas veces. Ahora bien, los pobladores húngaros se encontraban en la parte oriental de Transilvania, esto es, la más alejada de la frontera magiar, mientras que las regiones transilvanas más próximas a Hungría, eran, en su mayor parte, de población y lengua romanas. Solamente mediante alguna fórmula de com­promiso, o, alternativamente, fundando buen número de mini­Estados, pudiera hacerse justicia plena en aquella parte del continente.

En cualquier caso, las consideraciones de índole étnica no eran las únicas que de veras importaban. Había también factores geográficos e históricos por considerar, y eso sin mencionar aquí el papel representado por los respectivos países durante la II Guerra Mundial. Cuando los intereses checos y húngaros quedaron enfrentados, el ministro de Asuntos Exteriores de Praga, Jan Masaryk, preguntó: «Pero, veamos, ¿esta guerra la ha ganado Hungría, o la ganaron las Naciones Unidas?» Porque lo cierto es que tanto Hungría como Rumania estaban en el bando de los perdedores; cuando, terminada la guerra, se querellaron ambos países por culpa de ciertos territorios, el Gobierno rumano estaba en mucho mejores relaciones con Moscú, de manera que Bucarest consiguió resultados que uno o dos años más tarde no hubiese obtenido, pues para entonces quien mejores relaciones tenía con la URSS era Hungría...

Otro ejemplo de lo que decimos lo ofrece el caso de Austria y el Tirol del Sur. Este territorio lo habían cedido los austriacos a los italianos por el Tratado de Versalles en 1919, pero aún era de carácter predominantemente similar al de Austria. En vista de que Italia acababa ‘de tener que ceder territorios a Yugoslavia (pretensión de Tito que la’ URSS apoyó con vigor, pues de momento las relaciones mutuas eran buenas), y dado que Austria carecía de «padrinos» entre las grandes potencias vencedoras, los aliados occidentales opinaron que no debía presionarse mucho a Italia en este tema, y, consiguientemente, Roma quedó autorizada a mantener bajo su mando al Tirol del Sur.

En conjunto fueron expulsados de sus hogares europeos unos cuarenta o cincuenta millones de personas, que pasaron a convertirse en «refugiados»: ésta fue la migración mayor que Europa había conocido desde la Vólkerwanderung acontecida quince siglos antes. Había también millones de prisioneros de guerra y de trabajadores esclavos introducidos en el Reich de Hitler entre los años 1940 y 1944. Todos ellos empezaron a regresar a sus países desde la terminación de las hostilidades. Unos seis millones de «personas desplazadas» se contaban en Alemania al finalizar la lucha. Tres meses más tarde las dos terceras partes de dicha cifra habían sido repatriadas, pero, al mismo tiempo, una oleada aún mayor de otros refugiados empezó a presentarse allí, y prosiguieron las migraciones hacia los-cuatro puntos cardinales. Algunas de estas personas habían sido desa­rraigadas por segunda o tercera vez: 250.000 finlandesés que vivían en la Carelia sovietizada se refugiaron en Finlandia al término de la lucha fino-rusa en 1939, regresando a sus hogares cuando Helsinki se hizo de nuevo con Carelia en 1941. Los ciudadanos de antepasados germánicos(Volksdeutsche) que vivían en Europa Oriental, algunos pertenecientes a familias radicadas allá desde el siglo xüi, habían sido evacuados por los nazis en 1939-1940, y traídos a suelo alemán. Fueron instalados en Polonia a partir de 1941, y hubieron de escapar nuevamente cuando la marea de las victorias tomó dirección opuesta.

Unos diez millones de alemanes huyeron de las provincias germánicas situadas al este de la línea Oder-Neisse, y también de Hungría o Checoslovaquia, para radicarse, sobre todo, en Alemania Occidental. Hubo también una importante migración de la zona de ocupación soviética alemana hacia Alemania Occidental, y este movimiento de población siguió hasta la erección del «Muro de Berlín» en 1961. Por si todo eso fuera poco, había cientos de miles de polacos (incluidos los 160.000 soldados del ejército del general Anders), ucranianos y letones, que se encontraron, llegado el final de la guerra, muy lejos de su patria respectiva. Estas personas, por razones de índole política, no podían, o no querían, regresar a casa. Y, en fin, se produjo el movimiento migratorio de miles y miles de judíos, resto de las comunidades hebreas bajo los nazis, antiguos prisioneros de ghetos y campos de concentración mortíferos, que deseaban abandonar un continente, una Europa que para ellos era entonces sinónimo de matadero y cementerio de sus comunidades y familias.

Se firmaron acuerdos entre la Unión Soviética, Yugoslavia, Rumania, Checoslovaquia y Hungría, acerca del intercambio o trasvase de minorías, como resultado del nuevo mapa político de esas áreas. La consecuencia de tales acuerdos fueron nuevas oleadas de migraciones en Europa Oriental. Cientos de miles de ciudadanos polacos, situados en las recién adquiridas zonas orientales de su país, transferidas a la Unión Soviética, se fueron a las occidentales, adquiridas de Alemania. Campesinos de la Galitzia fueron asentados en Pomerania y Silesia. La Universidad de Lvov quedó trasladada a .Breslau, que los polacos habían rebautizado como Vroclav. Las regiones norteñas de Checos­lovaquia, anteriormente pobladas por tres millones de alemanes de los Sudetes, ahora pasaban a poder de checos y eslovacos. En la Unión Soviética las minorías que. se habían vuelto «sospechosas», como, por ejemplo, la de los alemanes del Volga, la de los tártaros de Crimea y las de otros pueblos del Cáucaso, habían sido expulsadas de su lugar originario, y enviadas más allá de los Urales durante la guerra. A algunos de éstos se les permitió volver al hogar mediada la década 1950-60. Las tribulaciones de los prisioneros soviéticos de guerra capturados por Alemania no terminaron con su repatriación a la URSS en 1945. Casi todos estos infelices fueron enviados a campos de trabajos forzados en el lejano Norte y Este del inmenso país. Allí se unieron a millones y millones de ciudadanos rusos, políticamente calificados como «indeseables», o simples sospechosos, internados ya allí, y sometidos a un régimen concentracionario cuya existencia misma era ardientemente negada por los comunistas de los países occidentales. Al morir Stalin en 1953 la mayoría de estos campos de concentración fueron siendo gradualmente disueltos, y sus supervivientes recuperaron, al fin, la libertad.

Como consecuencia de semejantes migraciones, el mapa étnico de la Europa Central y Oriental quedó nuevamente trazado. Se borraban así alrededor de mil años de historia alemana, de incesante colonización germánica rumbo al Este. También desa­parecía el movimiento hacia el Este de los polacos y lituanos, un fenómeno que duró varios siglos. Todo ello se veía reemplazado por un impulso soviético hacia Occidente. Dentro de sus ahora reducidas fronteras, relativamente hablando, la nueva Alemania se enfrentaba a un problema de refugiados de escala sin precedente: más de diez millones de recién llegados... La presencia de estos millones en Europa era, iba a ser, una pesada carga para los países que los albergasen, y esto durante una porción de años. Buen porcentaje de los refugiados eran demasiado viejos o niños muy jóvenes aún para el trabajo; pero es que incluso los aptos para trabajar encontraban difícil la asimilación a un nuevo medio ambiente social y cultural, y, en muchos casos, se veían ante la necesidad de aprender un nuevo idioma. Fueron relativamente pocos los que emigraron a ultramar, a lejanas tierras, y entre los que lo hicieron así, la gran mayoría se dirigió hacia los Estados Unidos o Australia.

No se había producido en el continente nada parecido desde la expulsión de los hugonotes franceses en el siglo XVII; quizá la sola excepción a lo que acabamos de decir la constituyera el intercambio de poblaciones entre Grecia y Turquía al finalizar la I Guerra Mundial. Pero la verdad es que se, realizó el misma en una escala mucho menor, sucedió en los confines de Europa y Asia, y, en su época, apenas tuvo relieve.

Con todo sus destrozos y ruinas, aquella contienda no produjo un total hundimiento en los modos y maneras, en las normas civilizadas, entre las que figuraba el entendimiento mutuo de que a la población civil no cabía darle muerte ni desarraigarla, obligándola a exiliarse de su patria. En cambio, la II Guerra Mundial trajo consigo barbaridades en una escala sin precedentes. Al cabo de varios años de dominio nazi en Europa, la, expulsión de millones de civiles terminada la contienda pasó, es la verdad, «sin pena ni gloria», como suele decirse. Hubo protestas, sí, pero principalmente por motivos de índole práctica. Los británicos y norteamericanos, en cuyas manos estaba la suerte de la nueva Alemania Occidental, a donde fueron volcados millones de refugiados, se veían impotentes para hacer frente al problema. Pero las protestas contra el principio mismo de expulsar a la gente de sus casas fueron pocas, y pesaban apenas ante el fondo de un horror como el del campo de Auschwitz, y hecatombes de diversas víctimas, habidas en toda la Europa Central y Oriental...

Walter Laqueur. Europa después de Hitler (Europe after Hitler, trad. P. Uriarte), vol. I. Ed. Sarpe, Madrid, 1985. ISBN: 84-7291-771-1. 334 pàgs. Pàg. 314. (Pàgs. 40-46).

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