El color
púrpura

Antes de la lectura

El color púrpura es un libro escrito por la escritora afroamericana Alice Walker y publicado en el año 1982, por el que la autora recibió dos de los más prestigiosos premios literarios de EE. UU.: el Premio Pulitzer y del National Book Award. En 1985 Steven Spielberg adaptó la novela al cine. 

Alice Walker nació en 1944 en Georgia, un estado sureño de los EE. UU. Sus padres eran nietos de esclavos, por lo que la memoria reciente de la esclavización y la experiencia propia de la segregación racial forman parte de la identidad de Alice Walker. Otra experiencia biográfica que la marcó profundamente ya en su infancia fue la vivencia de un violento machismo arraigado en su propio entorno familiar. Ambos vectores — antirracismo, feminismo— están indisolublemente ligados a su escritura.

El color púrpura está ambientada en el Sur de EE. UU. en la primera mitad del siglo XX y sus protagonistas son, como la propia autora, afroamericanos. En este caso sí estamos ante literatura de ficción, porque autora y narradora no coinciden, aunque probablemente haya mucho de Alice Walker en la protagonista de su novela, como veremos más adelante.

Al hilo de la lectura

El color púrpura es una novela de carácter epistolar, esto es, está integrada por las cartas que dos de sus protagonistas escriben. Hemos seleccionado tres conjuntos de cartas. Los dos primeros corresponden a las que la protagonista, Celie, escribe a Dios. El tercero lo integran tres de las cartas que Nettie escribe a su hermana Celie desde el continente africano.

La tirada que seleccionarmos como presentación se inicia con el principio del libro y está conformada por las once primeras cartas que Celie, la protagonista del libro, le escribe a Dios, al que ha convertido en su confidente. 

No se lo cuentes a nadie más que a Dios.

 A tu mamá podría matarla.

 


Querido Dios:

        Tengo catorce años. Soy He sido siempre buena. Se me ocurre que, a lo mejor, podrías hacerme alguna señal que me aclare lo que me está pasando.

La otra primavera, poco después de nacer Lucious, los oía trajinar. Él le tiraba del brazo, y ella decía: Aún es pronto, Fonso. Aún no estoy bien. Él la dejaba en paz, pero a la otra semana, vuelta a tirarle del brazo. Y ella decía: No puedo. ¿Es que no ves que estoy medio muerta? Y todas esas criaturas. 


 

Ella se había ido a Macon, a que la viera la hermana doctora, y me dejó al cuidado de los pequeños. Él no me dijo ni una palabra amable. Solo: Eso que tu mamá no quiere hacer vas a hacerlo tú. Y me puso en la cadera esa cosa y empezó a moverla y me agarró los pechos y me metía la cosa por abajo y, cuando yo grité, él me apretó el cuello y me dijo: Calla y empieza a acostumbrarte.

Pero no me he acostumbrado. Y ahora me pongo mala cada vez que tengo que guisar. Mi mamá anda preocupada, y no hace más que mirarme, pero ya está más contenta porque él la deja tranquila. Pero está demasiado enferma y me parece que no durará mucho. 



Querido Dios:

      Mi mamá ha muerto. Murió gritando y maldiciendo. Me gritaba a mí. Me maldecía a mí. Estoy preñada. Me muevo con lentitud. Antes no vuelvo del pozo, el agua ya se ha calentado. Antes no preparo la bandeja, la comida ya se ha enfriado. Antes no arreglo a los niños para ir al colegio, ya es la hora del almuerzo. Él no decía nada. Estaba sentado al lado de la cama. Le cogía la mano y lloraba y repetía: No me dejes, no te vayas.

      Cuando lo del primero, ella me preguntó: ¿De quién es? Yo le dije que de Dios. No conozco a otro hombre y no supe qué decir. Cuando empezó a dolerme y a movérseme el vientre y me salió de dentro aquella criatura que se mordía el puño, me quedé pasmada.

      Nadie vino a vemos.

      Ella estaba peor cada día.

      Un día me preguntó: ¿Dónde está?

      Yo le dije: Dios se lo ha llevado.

      Pero se lo había llevado él. Se lo llevó mientras yo dormía. Y lo mató en el bosque. Y matará a este otro, si puede.



Querido Dios:


     Dice que está harto de mí. Dice que estoy mala y que no hago más que fastidiar. A la otra criatura también se la llevó. Era un niño. Pero me parece que no lo mató. Creo que lo vendió a un matrimonio de Monticello. Yo tengo los pechos llenos de leche y se me sale y siempre estoy mojada. Él pregunta: ¿Por qué no vas más decente? Ponte algo. ¿Qué quiere que me ponga? No tengo nada.

    Ojalá encuentre a alguien y se case. Mira mucho a mi hermana pequeña, y ella está asustada. Pero yo le digo: Yo cuidaré de ti. Si Dios me ayuda.


 

Querido Dios:

   Ha traído a casa a una chica de por la parte de Gray. Es poco más o menos de mi edad, pero se ha casado con ella. Está siempre encima de ella y la pobre anda de un lado a otro, como si no supiera lo que le pasa. A lo mejor pensó que lo quería. Pero es que aquí somos tanta gente. Y todos necesitamos algo.

   A Nettie, mi hermanita, le ha salido un pretendiente que es casi igual que nuestro papá. También es viudo. A su mujer la mató al volver de la iglesia un amigo que tenía. Pero él sólo tiene tres hijos. Vio a Nettie al salir de la iglesia, y ahora todos los domingos por la noche tenemos en casa a Mr. ———. Yo le digo a Nettie que siga con sus libros. Porque ella no sabe lo que es tener que cuidar a unas criaturas que ni siquiera son tuyas. Y mira lo que le pasó a mamá.


 

Querido Dios:

   Hoy me ha pegado porque dice que en la iglesia le guiñé un ojo a un chico. Algo que me entraría, porque de guiñar, nada. Y es que a los hombres ni los miro, la verdad. A las mujeres sí las miro, porque a ellas no les tengo miedo. Pensarás que porque me maldijo le guardo rencor a mi mamá. Y no. Yo compadecía a mamá. El querer creer lo que él le contaba es lo que la mató.

  A veces todavía mira a Nettie, pero yo siempre me pongo delante. Ahora le digo a mi hermana que se case con Mr. ———. Pero no le digo por qué.

   Le digo: Cásate, Nettie y disfruta de la vida por lo menos un año. Después, seguro que se queda embarazada. Pero yo, ya nunca más. Una chica me ha dicho en la iglesia que para quedar embarazada has de tener el mes. Y yo ya no lo tengo.



Querido Dios:


     Por fin Mr. ——— ha venido a pedir la mano de Nettie. Pero él no la deja marchar. Dice que es muy joven y que no tiene experiencia. Que Mr. ——— tiene demasiados hijos. Además, está el escándalo que dio su mujer al morir asesinada. ¿Y lo que se murmura de él y de Shug Avery? ¿Qué hay de eso?

      Le he preguntado a nuestra nueva mamá por Shug Avery. ¿Quién es? Dice ella que no lo sabe, pero que se enterará.

      Ha hecho más que eso. Ha conseguido un retrato. Es el primer retrato que veo de una persona de verdad. Dice que Mr. ——— sacó algo de la cartera para enseñárselo a mi padre y que el retrato cayó al suelo y fue a parar debajo de la mesa. Shug Avery es la mujer más bonita que he visto en mi vida. Más bonita que mi mamá. Y diez mil veces más bonita que yo. Lleva unas pieles y la cara pintada y el pelo brillante. Sonríe enseñando los dientes y está subiendo a un coche. Pero sus ojos están serios. Y un poco tristes.

      Le digo que si puedo quedarme con el retrato, y he pasado la noche mirándolo. Y he soñado con Shug Avery, que viste que tira de espaldas, y baila, y se ríe.

 

 

 

Querido Dios:


      Le dije que me tomara a mí en lugar de Nettie cuando nuestra nueva mamá se puso enferma. Él me preguntó que de qué le hablaba. Yo le dije que podía arreglarme y me fui a mi cuarto, y salí con unas plumas y unos zapatos de tacón alto de la nueva mamá. Él me pegó por vestirme de descarada, pero me lo volvió a hacer.

      Mr. ——— vino a casa por la noche. Yo estaba en la cama llorando. Por fin Nettie lo había visto claro y la mamá nueva también. Y ella también lloraba en su cuarto. Nettie iba de la una a la otra. Estaba tan asustada que tuvo que salir a vomitar. Pero no salió por el porche. Allí estaban ellos.

     Mr. ——— dijo: Bueno, supongo que lo habrá pensado mejor.

     Él dijo: No. Nada de pensarlo mejor.

     Mr. ——— dijo: Es que mis pequeños necesitan una madre.

     No pienso darle a Nettie, dijo él hablando muy despacio. Es muy joven y no sabe nada de la vida. Además, quiero que estudie. Tiene que ser maestra. Pero puede llevarse a Celie. Al fin y al cabo es la mayor. Tiene que ser la primera en casarse. No está fresca, eso ya lo sabrá usted. Está tocada. Dos veces. Pero tampoco es tan importante que la mujer esté fresca. Yo me traje a una que estaba fresca y ahora siempre está enferma. Los críos la molestan, como cocinera no vale nada y ya está embarazada.

      Mr. ——— no decía nada. Yo, de la sorpresa, había dejado de llorar.

      Es fea, decía él, pero sabe trabajar. Y es limpia. Además, Dios la ha arreglado. Ya puedes hacerle lo que quieras, que no tendrás que vestirlo ni darle de comer.

     Mr. ——— seguía sin decir nada. Yo saqué la foto de Shug Avery y la miré a los ojos. Sí, me decían sus ojos, a veces pasan estas cosas.

     La verdad es que tengo que sacarla de casa, decía él. Ya es muy mayor para estar viviendo aquí. Y me enreda a las otras chicas. Llevaría su ajuar. Y la vaca que ha criado en el corral. Pero a Nettie no pienso dársela. Ni ahora ni nunca.

      Mr. ——— dijo algo por fin. Carraspeó. La verdad es que nunca me había fijado en esa otra, manifestó.

     Pues, la próxima vez que venga, le echa un vistazo. Es fea. No parece ni pariente lejana de Nettie. Pero será una buena esposa. Tampoco es muy lista y, se lo advierto, tiene usted que vigilarla o regalará todo lo que tenga en casa. Pero puede trabajar como un hombre.

     Mr. ——— preguntó: ¿Cuántos años tiene?

     Casi veinte, contestó él. Y, otra cosa: cuenta mentiras.



Querido Dios:


     Tardó en decidirse toda la primavera, de marzo a junio. Yo solo pensaba en Nettie. Si yo me casaba, ella podría vivir con nosotros y, si él seguía tan enamorado de ella, a lo mejor podíamos escapar. Las dos le dábamos de firme a los libros de Nettie, porque sabíamos que, si queríamos marcharnos, teníamos que aprender mucho. Yo ya sé que no soy tan bonita ni tan inteligente como Nettie. Pero a ella no le parezco tonta.

    Dice Nettie que para recordar quién descubrió América no tengo más que pensar en la cola. Porque Colón viene de cola. Yo eso de Colón lo había aprendido ya en primer grado. Y también fue lo primero que se me olvidó. Dice Nettie que Colón vino en tres barcos que se llamaban la Guinda, la Piña y la Tamarinda. Los indios lo recibieron tan bien que él se llevó a su tierra a unos cuantos para que sirvieran a la reina.

     Pero es difícil estudiar, con eso de la boda con Mr. ——— colgando sobre la cabeza.

     Cuando lo del primer embarazo, mi padre me sacó de la escuela. No le importó que a mí me gustara ir. Nettie estaba conmigo en la puerta, sin soltarme la mano. Yo iba toda compuesta para el primer día de clase. Con lo bruta que eres no te sirve de nada ir a la escuela, dijo Pa. Aquí la lista es Nettie.

     Pero Pa, decía Nettie llorando, si Celie también es lista. Hasta Miss Beasley lo dice. Nettie adora a Miss Beasley. Dice que no hay en el mundo nadie como ella.

     ¿Y quién va a hacerle caso a Miss Beasley?, preguntó Pa. Se quedó soltera por chismosa. Ninguno quiso cargar con ella, y ahora tiene que dar clase para ganarse la vida. Lo decía sin levantar los ojos de la escopeta que estaba limpiando. Al poco llegó un grupo de hombres blancos, cada uno con su escopeta. Pa se levantó y se fue con ellos. Toda la semana estuve vomitando y guisando caza.

     Pero Nettie no daba su brazo a torcer. Un día, Miss Beasley vino a casa a hablar con Pa. Le dijo que, desde que era maestra, no había conocido a nadie que deseara aprender tanto como Nettie y yo. Pero cuando Pa me llamó y ella vio lo estrecho que me estaba el vestido, se calló y se fue.

     Nettie no entendía nada. Yo tampoco. Lo único que sabíamos nosotras era que yo me había puesto muy gorda y siempre estaba mareada.

      Nettie pronto me dejó atrás en lo de estudiar. Y es que nada de lo que me decía se me quedaba en la cabeza. Un día quiso convencerme de que la Tierra no era plana. Eso ya lo sé, le contesté. Pero no le dije lo plana que yo la veía.

    Una tarde vino Mr. ——— con cara de cansado. La mujer que lo ayudaba se había marchado. Y su mamá había dicho basta.

      Y preguntó: ¿Puedo verla otra vez?

     Pa me llamó: Celie. Como si nada. Mr. ——— quiere verte otra vez.

       Yo salí a la puerta. El sol me daba en los ojos. Él seguía a caballo y me miró de arriba abajo.

     Pa sacudió el periódico. Acércate, que no te va a morder, dijo.

     Yo me acerqué a la escalera, pero no mucho, porque me daba miedo el caballo.

     Anda, date la vuelta, dijo Pa.

     Yo me di la vuelta. Entonces vino uno de los pequeños, me parece que Lucious, que es gordito y juguetón y siempre está comiendo.

     ¿Qué haces ahí?, me pregunta.

     Tu hermana está pensando en casarse, dijo Pa.

     Él se quedó igual que antes, me tiró de la falda y me preguntó si le daba compota de moras de la alacena.

      Sí, le dije.

      Es cariñosa con los niños, dijo Pa volviendo a abrir el periódico. Nunca la he oído gritarles. Y les da todo lo que le piden. Eso es lo malo.

      Mr. ——— dijo que si lo de la vaca seguía en pie.

      Y él contestó: Esa vaca es suya.

 

 

 

Querido Dios:


     He pasado todo el día de la boda escapando del hijo mayor. Tiene doce años. Su mamá murió en sus brazos, y él no quiere una mamá nueva. Me ha abierto la cabeza de una pedrada y me he manchado el vestido de sangre. Su papá le ha dicho: Eh, tú, eso no se hace. Pero de ahí no ha pasado. Resulta que tiene cuatro hijos, no tres, dos chicos y dos chicas. A las chicas no las habían peinado desde que murió su mamá. Yo he dicho que habría que afeitarles la cabeza. Para que salga cabello nuevo. Pero él dice que cortar el pelo a las mujeres trae mala suerte. Así que me he atado un pañuelo a la cabeza lo mejor que he podido y después de hacer la comida —aquí hay fuente, en lugar de pozo, y una cocina de leña que parece un armario— me he puesto a desenredar pelos. Las niñas tienen seis y ocho años, y lloran. Y chillan. Y me llaman asesina. He terminado a las diez. Ellas se duermen llorando. Yo no lloro. Mientras estoy en la cama, con él encima, pienso en Nettie y en si estará segura. Luego pienso en Shug Avery y en que a ella le haría esto mismo y que quizás a ella le gustaba. Le paso un brazo alrededor del cuello.


 

 

Querido Dios:


     Yo estaba en la ciudad, esperando en el carro, mientras Mr. ——— compraba en la tienda. Entonces vi a mi niña. En seguida supe que era ella. Era igual que yo y que mi papá. Más igual que nosotros mismos. Una señora la llevaba de la mano y las dos vestían igual. Cuando pasaron por mi lado le hablé, y la señora me contestó muy amable. La niña me miraba y ponía hociquito, como de enfadada. Tiene mis mismos ojos tal como están ahora. Como si ya hubiesen visto todo lo que yo he visto y estuvieran pensándolo.

     Seguro que es mía, lo noto aquí dentro, pero de fijo no puedo saberlo. Si es mía, se llamará Olivia. Yo le bordé Olivia en toda la ropa, y también estrellitas y flores. Ella cogió todo cuando se llevó a la niña. Ella tenía dos meses. Ahora tendrá unos seis años.

      Bajo del carro y me voy detrás de Olivia y de su nueva mamá, que entran en una tienda. Ella pasa la mano por el canto del mostrador, como si no le interesara nada de aquello. Su mamá pide tela. No toques nada, le dice. Olivia bosteza.

     Es bonita, digo y ayudo a la mamá a ponerse la tela cerca de la cara, formando pliegues.

      Ella sonríe. Voy a hacer vestidos para las dos, me dice. Su papá estará orgulloso.

      ¿Quién es su papá? Me sale sin darme cuenta. A ver si por fin alguien se ha enterado.

      Ella dice: Mr. ———. Pero no es el nombre de mi padre.

     ¿Mr. ———? ¿Quién es?

      Ella me mira como diciendo: ¿Y a ti qué te importa?

      El Reverendo Mr. ———, contesta. Y se vuelve de cara al dependiente.

     Bueno, chica, ¿te la llevas o no?, pregunta él. Hay otros clientes esperando.

     Ella contesta: Sí, señor. Póngame cinco metros, por favor.

     Él le quita la tela de la mano, tira la pieza en el mostrador, la deshace y, cuando le parece que tiene los cinco metros, rasga sin medir. Será un dólar treinta, dice. ¿Quieres hilo?

     Ella contesta: No, señor.

    No se puede coser sin hilo, dice él. Saca un carrete de hilo y lo arrima a la tela. Este color le va bien, ¿no te parece?

    Sí, señor.

 Él se pone a silbar. Coge los dos dólares y le devuelve un cuarto. Me mira. ¿Necesitas algo, chica? Yo le digo: No, señor.

     Salgo tras ella.

     No tengo nada que ofrecer y me siento pobre. Ella mira a un lado y al otro. No está. No está. Lo dice como si fuera a llorar.

     ¿Quién no está?, pregunto.

     El reverendo ———. Él se llevó el carro.

     El carro de mi marido está ahí mismo, digo.

     Ella sube. Muchas gracias, me dice. Miramos a toda la gente que ha venido a la ciudad. Nunca había visto tanta aglomeración, ni siquiera en la iglesia. Los hay muy bien vestidos. Otros, regular. Las señoras tienen mucho polvo en la ropa.

      Me pregunta por mi marido, ahora que ya sé del suyo. Se ríe un poco al decirlo. Yo le contesto que se llama Mr. ———. ¿Ah, sí?, dice ella, como si estuviera muy enterada. No sabía que se hubiera casado. Es muy guapo, me dice. No lo hay más guapo en todo el Condado, ni blanco ni negro, dice.

      Mala facha no tiene, digo yo. Pero lo he dicho de forma irreflexiva. Casi todos me parecen iguales.

     ¿Cuánto tiempo tiene su niña?, le pregunto. Va a cumplir siete años.

     ¿Cuándo los cumple?

      Piensa un poco y me dice que en diciembre.

      Es en noviembre, lo sé.

     ¿Cómo se llama?, pregunto como si no me importara.

      La llamamos Pauline, contesta.

      Se me para el corazón.

      Luego me dice, muy seria: Pero yo la llamo Olivia.

     ¿Por qué Olivia, si ella no se llama así?

      No hay más que verla, dice ella. Mire esos ojos. Sólo un viejo tendría unos ojos así. Por eso la llamo Olivia. Se ríe. Mira, Olivia, dice acariciándole el pelo, ahí viene el reverendo ———. Veo un carro y un hombre grande, vestido de negro, con un látigo en la mano. Muchas gracias por su hospitalidad. Yo las veo irse y sonrío. Es como si la sonrisa me partiera la cara.

      Mr. ——— sale de la tienda y sube al carro. Se sienta y dice muy despacio: ¿Qué haces ahí, riendo como una idiota?




Querido Dios:


     Ha venido Nettie. Se escapó de casa. Dice que sintió dejar a la nueva mamá, pero que tenía que irse. Ya encontrará quien la ayude con los pequeños. Los chicos no tienen que preocuparse. Con ellos él no se mete. Y que cuando sean mayores le zumbarán.

     Y puede que hasta lo maten, digo.

     ¿Qué tal vas tú con Mr. ———?, me pregunta. Pero eso se ve. Y ella aún le gusta. Por la noche, él se sienta en el porche con la ropa de los domingos. Ella está allí conmigo, pelando guisantes y dando clase de gramática a los niños. O enseñándome a mí lo que ella cree que tengo que saber. Mal que me pese,

Nettie se ha empeñado en enseñarme lo que pasa en el mundo. Y es buena maestra. Casi me dan ganas de morirme al pensar que pueda acabar casada con alguien como Mr. ——— en la cocina de una señora blanca. Se pasa el día leyendo, estudiando, escribiendo y tratando de hacemos pensar. Yo estoy siempre tan cansada que ni pensar puedo. Pero por algo le pusieron Patient de segundo nombre.

     Los hijos de Mr. ——— son todos muy listos, pero ruines. Andan siempre Celie quiero esto, Celie quiero lo otro. Nuestra mamá nos lo daba. Y él se calla. Cada vez que ellos hacen algo para llamar su atención, él se esconde en el humo de la pipa.

     Tú no te dejes avasallar, dice Nettie. Que sepan quién manda aquí.

     Mandan ellos, le digo yo.

     Pero ella duro con que tienes que pelear y tienes que pelear.

     Y yo no sé pelear. Lo único que sé es ir viviendo.

     Es bonito ese vestido, le dice él a Nettie.

     Y ella: Muchas gracias.

     Son bonitos esos zapatos.

     Muchas gracias.

     Y esa piel. Y ese pelo. Y esos dientes. Y así todos los días. Cuando no es una cosa es la otra.

     Al principio, ella sonreía un poco. Después fruncía el ceño. Después se quedaba como si nada. Pero siempre a mi lado, eso sí. Y entonces me decía: tu piel, tu pelo, tus dientes. Cada piropo me pasaba a mí. Al poco tiempo, empecé a sentirme guapa y lista.

     Pero él se cansó pronto. Una noche, en la cama, me dijo: Bueno, ya hemos hecho por Nettie todo lo que podíamos. Tiene que marcharse.

    ¿Y a dónde irá?, pregunté yo.

     Eso es asunto suyo.


 Por la mañana, se lo digo a Nettie. Pero ella, en lugar de enfadarse, se alegra. Dice que lo único que siente es tener que dejarme. Y entonces nos abrazamos.

     Me da mucha pena dejarte aquí con todos esos críos. Y no digamos con Mr. ———. Es como verte enterrada, me dice.

     Peor, pienso yo. Porque, estando enterrada, no tendría que trabajar. Pero le digo: Quita, mujer. Mientras pueda decir D-i-o-s, sabré que hay alguien conmigo.

    Pero lo único que puedo darle es el nombre del Reverendo ———. Le digo que pregunte por su esposa. Quizás ella la ayude. Es la única mujer a la que he visto con dinero.

     Le digo: Escribe.

    ¿Qué?

    Que escribas.

    Y dice ella: Sólo la muerte podría impedírmelo.

    Pero nunca me ha escrito. 

Alice Walker. El color púrpura. Debolsillo 2018. Páginas 11-21.

Cuestiones para el coloquio

5. Un aspecto formal que llama la atención desde el principio es la manera inusual que tiene Celie de incorporar los diálogos en sus cartas. ¿Por qué creéis que estos no respetan la convención de ir precedidos de guiones? ¿Qué información sobre Celie nos ofrece este detalle?

2. Iniciación sexual de Celie

El personaje de Shug Avery, por el que Celie muestra interés desde que viera una foto suya, cobra importancia una vez avanzada la novela. Entre Mr._____, marido de Celie, y Shug hubo una historia de amor en el pasado, historia que dejó un poso de admiración no disimulada en Mr._____. Por diversas circunstancias, Shug termina yéndose a vivir a la casa de Mr._____ y Celie. Allí vivirá un tiempo ganándose la vida como cantante en el bar de Harpo, hijo mayor de Mr._____. 

Querido Dios:


      Ahora que todos sabemos que ella se irá pronto han empezado a dormir juntos. No todas las noches, pero casi todas, de viernes a lunes.

      Él baja a casa de Harpo a oírla cantar. Y, sencillamente, a mirarla. Luego, vuelven los dos juntos, tarde, y se quedan riendo, charlando y rebullendo hasta la mañana. Después se acuestan hasta que ella tiene que volver a trabajar.

     La primera vez, las cosas vinieron rodadas. Se dejaron llevar de los sentimientos. Eso me dijo Shug. Él no me explicó nada.

     Ella me preguntó: Dime la verdad, ¿te importa si Albert se acuesta conmigo?

     Yo pienso que me trae sin cuidado con quién se acueste Albert. Pero me lo callo.

     Podrías quedar otra vez embarazada, le digo.

     Ya no, me contesta. Ahora uso la esponja y esas cosas.

     ¿Todavía lo quieres?, pregunto.

     Tengo lo que se dice una debilidad por él. De haberme casado, habría sido con él. Pero no tiene carácter. Es incapaz de saber lo que quiere. Y, por lo que me cuentas, un bruto. Pero tiene cosas que me gustan. Cómo huele. Lo pequeño que es. Y que me hace reír.

      ¿A ti te gusta acostarte con él?

      Sí, Celie, tengo que reconocer que me encanta. ¿A ti no?

     No. Él mismo puede decirte lo poco que me gusta. ¿Por qué iba a gustarme? Se me echa encima, me sube el camisón y allá va. Muchas veces hago como si no estuviera, y él ni nota la diferencia. Nunca me pregunta lo que siento, ni nada. Se despacha, da media vuelta y a dormir.

     Ella se ríe. Se despacha, me dice. Se despacha. Vamos, Miss Celie, lo dices como si hiciera sus necesidades encima de ti.

     Eso es lo que a mí me parece.

     Se queda seria.

    ¿Nunca te ha gustado?, me pregunta como si no pudiera creerlo. ¿Tampoco con el papá de tus hijos?

     Nunca.

    Tú aún eres virgen, Miss Celie.

    ¿Qué?

    Mira, ahí abajo, en el minino, tienes un granito que se calienta cuando haces eso que tú sabes con alguien. Y se calienta y se calienta y por fin estalla. Eso es lo bueno. Pero hay más cosas buenas. Besos, caricias con los dedos y con la lengua.

     ¿Un granito? ¿Los dedos y la lengua? Lo que yo tenía caliente y a punto de estallar era la cara.

     Ella me dice: Toma este espejo y míratelo. Seguro que nunca te lo has visto.

     No.

     Y seguro que tampoco has visto a Albert.

     Pero lo he sentido.

     Me quedo parada, con el espejo en la mano.

    ¿Es que te da vergüenza hasta mirarte?, me pregunta. Y con lo guapa que te has puesto, dice, riendo.

     Tan bien vestida para ir a casa de Harpo, y perfumada. Y te da miedo mirarte el minino.

     Quédate conmigo mientras miro, le digo.

     Nos vamos corriendo a mi cuarto, como dos niñas traviesas.

     Tú vigila desde la puerta, le digo.

     Ella se ríe. De acuerdo, me dice. No hay enemigo a la vista.

     Me echo en la cama, me levanto el vestido y me bajo los calzones. Pongo el espejo entre las piernas.

     ¡Uf, cuánto pelo! Unos labios negros y, dentro, como una rosa húmeda.

     A que es más bonito de lo que pensabas, me dice desde la puerta.

     Y es mío, digo. ¿Dónde está el granito?

     En lo alto. Esa parte que sale un poco.

    Lo miro y lo toco con el dedo. Siento un temblorcito. No gran cosa, pero lo bastante para saber que es ahí donde hay que tocar. Quizá.

     Puestas a mirar, mira también las tetas. Me subo el vestido y las miro. Me acuerdo de cómo chupaban mis hijitos. Y me acuerdo del gustillo que me daba. Y a veces, más que eso. Lo mejor de tener hijos es darles de mamar.

    Que vienen Albert y Harpo, dice. Yo me subo los calzones y me bajo las faldas. Me parece que hemos estado haciendo algo malo.

      No me importa ni pizca que te acuestes con él, digo.

      Y ella me cree.

      Y yo también me creo.

      Pero, cuando los oigo juntos, no puedo menos que echarme la colcha por la cabeza y acariciarme el granito y las tetas llorando.


Alice Walker. El color púrpura. debolsillo. 2018. Páginas 63-64

Después de este fragmento, Shug se va y vuelve por Navidad con su nuevo marido, Grady.  Leamos cómo se desarrolla la relación entre Shug y Celie cuando la primera regresa. 

Querido Dios:

      Mr. ——— y Grady se han ido en el coche, y Shug me pregunta si puede dormir conmigo. Tiene frío sola en la cama. Hablamos de unas cosas y otras. Y también de hacer el amor. Shug no dice hacer el amor. Ella dice una palabrota. Joder. 

      Me pregunta: ¿Qué pasó con el papá de tus hijos?

     Las niñas dormíamos en un cuartito aparte, le digo. Fuera de la casa. Se entraba por una pasarela. Pero allí no iba nadie más que mamá. Un día en que mamá había salido, vino él. Traía las tijeras, el peine, un cepillo y un taburete. Mientras yo le arreglaba el pelo él me miraba de un modo extraño. Él también estaba un poco nervioso, pero yo no sabía por qué, hasta que me agarró entre sus piernas.

     Me quedo callada, oyendo respirar a Shug.

    Aquello hacía daño, ¿sabes? Yo iba a cumplir catorce años. Ni siquiera se me había ocurrido pensar que los hombres tuvieran una cosa tan grande ahí. Nada más verlo me dio miedo. Y mucho más cuando empujaba y se hinchaba.

      Shug está tan quieta que parece que se ha dormido.

     Y después me obligó a seguir cortándole el pelo, digo.

     Miro a Shug con disimulo.

     Oh. Miss Celie, me dice, abrazándome. La luz de Ia lámpara hace brillar sus brazos, negros y suaves.

     Entonces empiezo a llorar. Y venga a llorar. Es como si todo volviera a pasarme mientras estoy en brazos de Shug. El dolor y la sorpresa. Y la sangre que me goteaba por las piernas manchándome las medias. Y él, que después de aquello, nunca más me miró a los ojos. Y Nettie.

     No llores, Celie, me dice Shug. No llores. Y empieza a besar el agua que me baja por el lado de la cara.

     Luego mamá preguntó cómo había ido a parar su pelo al cuarto de las niñas, si él nunca entraba allí. Y entonces él le dijo que yo tenía un novio, que había visto entrar a un chico por la puerta de atrás. Y que el pelo era del chico, no suyo. Ya sabes cómo le gusta cortar el pelo a la gente.

     Sí me gustaba, le digo a Shug. Siendo aún una mocosa, agarraba las tijeras y me ponía a corta cortar y cortar hasta que me decían basta. Por eso yo era la encargada de cortarle el pelo. Pero siempre se lo había cortado en el porche. Después, cada vez que le veía venir con las tijeras, el peine y el taburete, me echaba a llorar.

      Y yo que pensaba que sólo los blancos hacían esas barbaridades, dice Shug.

      Mi mamá se murió. Mi hermana Nettie se escapó de casa. Mr. ——— me trajo aquí para que cuidara a sus condenados hijos. No me preguntó nada de mí. Se me echó encima y venga a joder y joder, a pesar de que yo llevaba la cabeza vendada. A mí nunca me han querido.

      Yo te quiero, Miss Celie, me dice. Entonces se levanta un poco y me da un beso en la boca.

      Hum, dice como sorprendida. Entonces la beso yo y también digo: Hum. Y seguimos besándonos hasta no poder más. Luego nos tocamos.

      Yo no sé mucho de esto, le digo.

      Yo tampoco.

      Entonces siento algo suave y húmedo en el pecho, algo que parece la boca de los hijos que perdí.

      Al rato, yo hago también como si fuera una niña perdida. 


Alice Walker. El color púrpura. Debolsillo, 2018. Páginas 85-87

Cuestiones para el coloquio

3. Las cartas de Nettie (esclavización, colonización, neocolonización)

La tercera selección de textos corresponde a las cartas que Nettie le escribe a su hermana Celie. Desde que las hermanas se separaron, Celie no había vuelto a saber nada de Nettie. El desconocimiento del paradero de Nettie lleva a Celie a sentimientos que oscilan entre la angustia del no saber y la esperanza por volver a verla en el futuro. Celie y Shug descubren un día que Mr. _____ , invadido por el rencor, había estado escondiéndole a Celie las cartas que Nettie le había escrito de forma ininterrumpida. Celie odia por esto a Mr._____ y se pone a leer las cartas. Por ellas descubre que su hermana ha viajado a África con Samuel y Corrine, una pareja de misioneros, y con sus dos hijos. 

Querida Celie:

      Samuel es muy alto, y casi siempre viste de negro de la cabeza a los pies, salvo el alzacuello blanco. Y es negro, negro. Hasta que le ves los ojos, te parece taciturno y hasta huraño, pero sus ojos son castaños, dulces y profundos. Cada vez que dice algo te da seguridad, porque nunca habla por hablar ni busca desanimarte, ni herirte. Corrine es muy afortunada de tenerlo por marido.

    Pero ahora deja que te hable del barco. El barco, que se llamaba Málaga, ¡tenía tres pisos de altura! Teníamos habitaciones (camarotes) con camas. ¡Oh, Celie, estar en la cama, en medio del océano! ¡Y el océano! Más agua de la que puedas imaginar. ¡Dos semanas tardamos en cruzarlo! Y llegamos a Inglaterra, que es un país lleno de blancos, algunos muy agradables, con su propia Sociedad Misionera y Antiesclavista. Las parroquias de Inglaterra también nos ayudaron mucho y hombres y mujeres blancos, que parecían iguales a los de nuestra tierra, nos invitaron a sus reuniones y a sus casas a tomar el té y charlar. El «té» de los ingleses es, en realidad, un picnic dentro de casa. Hay bocadillos, pasteles y, desde luego, té caliente. Todos usábamos las mismas tazas y platos.

     Todos decían que yo parecía muy joven para ser misionera, pero Samuel respondía que tenía mucha voluntad y que, de todos modos, mi principal trabajo consistiría en atender a los niños y llevar una o dos clases de párvulos.

     En Inglaterra nuestro trabajo empezó a perfilarse más claramente, pues hace ya más de cien años que los ingleses envían misioneros al África, a la India, a la China y sabe Dios. ¡Y lo que se han traído! Pasamos toda una mañana en un museo lleno de joyas, muebles, alfombras de piel, espadas, trajes y hasta tumbas de todos los países en los que han estado. De África tienen miles de vasijas, ánforas, máscaras, platos, cestos, estatuas... y es todo tan bonito que cuesta trabajo creer que la gente que lo hizo no exista todavía. Pero los ingleses dicen que no existe. Aunque, en tiempos, los africanos tenían una civilización mejor que la europea (desde luego, esto no lo dicen ni siquiera los ingleses, sino que lo leí en un libro de un tal J. A. Rogers), hace varios siglos que sufren tiempos duros. «Tiempos duros» es una frase que los ingleses usan mucho al hablar de África. Y uno olvida con facilidad que, de no ser por ellos, en África no hubieran sido tan duros los tiempos. Millones y millones de africanos fueron capturados y vendidos a los traficantes de esclavos: ¡tú y yo, Celie! Ciudades enteras fueron destruidas por los cazadores de esclavos. Hoy el pueblo de África —después de asesinar o vender a las más fuertes de sus gentes— sufre enfermedades y vive sumido en la confusión espiritual. Creen en el demonio y adoran a los muertos. Y no saben leer ni escribir.

      ¿Por qué nos vendieron? ¿Cómo pudieron hacer eso? ¿Y por qué nosotros seguimos queriéndolos? Estos eran mis pensamientos mientras caminábamos por las frías calles de Londres. Estuve estudiando a Inglaterra en el mapa, tan pulcra y serena y, aun a pesar mío, sentí la esperanza de que trabajando de firme y con buen criterio se puede hacer mucho por África. Y nos embarcamos rumbo a África. Zarpamos de Southampton, Inglaterra, el 24 de julio y llegamos a Monrovia, Liberia, el 12 de septiembre. Hicimos escalas en Lisboa, Portugal y Dakar, Senegal.

      Monrovia era el último lugar en el que íbamos a hallarnos entre gente como la que estamos acostumbrados a tratar, pues es un país africano «fundado» por ex esclavos de América que volvieron a África a vivir. Me preguntaba si algunos de sus padres o abuelos habrían sido vendidos en Monrovia y qué sentirían al regresar aquí a gobernar y manteniendo estrechas relaciones con el país que los compró.

      Celie, tengo que terminar. El sol ya no es tan fuerte y tengo que prepararme para las clases de la tarde y el servicio de vísperas.

      Ojalá pudieras estar conmigo y yo contigo.

      Te quiere tu hermana,

                                                                                                      Nettie


 

 

 

 

Querida Celie:

    Fue algo muy curioso parar en Monrovia, después de la primera impresión de África, recibida en Senegal. La capital de Senegal es Dakar, y allí la gente habla su propia lengua, que supongo que lo llaman senegalés, y francés. Nunca había visto gente tan negra, Celie. Son negros como esos que te hacen decir: «Fulano, de tan negro es azul.» Y brillan, de puro negros. Como dice la gente de nuestra tierra, Celie, trata de imaginar toda una ciudad llena de negros azulados, con trajes azul eléctrico con dibujos como los de las colchas. Altos, delgados, de cuello largo y espalda recta. ¿Te haces una idea, Celie?Y es que parecía que estaba viendo negros por primera vez en mi vida. Y es algo fantástico. Porque el negro es tan negro que hace que se te nuble la vista. Y ese brillo, luminoso como de luna, parece fosforescente incluso a la luz del sol.

      Pero, en realidad, los senegaleses que vi en el mercado no me gustaron. Sólo les interesaba la venta de su mercancía. Si no les comprabas, se desentendían de ti como de los franceses blancos que viven aquí. No sé por qué, yo no esperaba ver blancos en África, pero los hay a bandadas. Y no todos son misioneros.

      También hay puñados de blancos en Monrovia y el presidente, que se apellida Tubman, tiene a varios en su Gobierno, junto con hombres de color que parecen blancos. Al día siguiente de llegar a Monrovia, tomamos el té en el palacio presidencial. Dice Samuel que se parece mucho a la Casa Blanca (donde vive nuestro Presidente). El presidente Tubman habló bastante de sus esfuerzos por el desarrollo del país y de sus problemas con los nativos, que no quieren trabajar para la prosperidad del país. Fue la primera vez que oí esa palabra de labios de un negro. Yo sabía que, para los blancos, toda la gente de color son nativos. Luego, carraspeó y dijo que había querido decir «nativos» de Liberia. Yo no vi a ninguno de esos «nativos» en su Gobierno. Y ninguna de las esposas de sus ministros podría pasar por «nativa». A su lado, con todas sus sedas y sus perlas, Corrine y yo parecíamos muy poca cosa. Pero me parece que las mujeres que vimos en el palacio presidencial dedican mucho tiempo a vestirse. Y, sin embargo, no parecen contentas. Ni punto de comparación con las alegres maestras que vimos casi por casualidad llevar a sus clases a nadar a la playa.

      Antes de continuar viaje, visitamos una de las grandes plantaciones de cacao que hay aquí. Hasta donde alcanza la vista, todo son árboles de cacao, con aldeas construidas en medio de ellos. Vimos a familias enteras volver a casa del trabajo, con cubos llenos de semillas (que, al día siguiente, les servirán para llevar el almuerzo) y algunas mujeres, con los niños colgados a la espalda. Y, a pesar del cansancio, cantan, Celie. Lo mismo que hacemos nosotros en nuestra tierra. ¿Por qué canta la gente cuando está cansada?, le pregunté a Corrine. Seguramente, porque están demasiado cansados para hacer otra cosa, me dijo ella. Además, Celie, los campos de cacao no son suyos. Ni siquiera del presidente Tubman. Son de gente que vive en un lugar llamado Holanda. Los que fabrican el chocolate holandés. Y hay capataces encargados de vigilar que la gente trabaje de firme, que viven en casas de piedra, en los ángulos de los campos.

      Otra vez tengo que dejarte. Te escribo a la luz de la lámpara, mientras todos duermen. Pero la luz atrae a los insectos, que me comen viva. Tengo picaduras por todo el cuerpo, hasta en la cabeza y en la planta de los pies.

      Pero...

     ¿Te he hablado ya de lo que sentí al ver la costa de África por primera vez? Algo retumbó dentro de mí, en mi alma, como una gran campana que me hacía vibrar. Lo mismo sintieron Corrine y Samuel. Los tres nos arrodillamos en cubierta y dimos gracias a Dios por habernos permitido ver la tierra por la que suspiraban nuestros padres.

      Oh, Celie, ¿podré contártelo todo algún día?

      No me atrevo a preguntar. Lo dejo en manos de Dios.

      Tu hermana que te quiere,

                                                                                                                   Nettie


[...] 


Queridísima Celie:

      Quería escribirte antes de Pascua, pero yo estaba pasando por un mal momento y preferí no darte noticias tristes. De manera que hace un año que no te escribo. Ante todo, debo hablarte de la carretera. Por fin, hace nueve meses, la carretera llegó a los campos de cazabe, y los olinkas, que siempre están dispuestos a celebrado todo, se superaron a sí mismos preparando una fiesta para los obreros que durante todo el día estuvieron charlando, riendo y mirando con disimulo a las mujeres olinka. Al caer la tarde, muchos fueron invitados a la aldea y hubo fiesta hasta la madrugada.

   Yo creo que los africanos se parecen mucho a los blancos de nuestra tierra en lo de pensar que ellos son el centro del universo y que todo se hace para ellos. Por lo menos, así son los olinkas. Por eso, naturalmente, creían que la carretera se construía para ellos. Y, desde luego, los constructores no hacían más que hablar de la rapidez con que los olinkas podrían ir a la costa de ahora en adelante. Por la carretera asfaltada se tardan sólo tres días. Y, en bicicleta, mucho menos. Desde luego, en Olinka nadie tiene bicicleta, pero uno de los obreros la tiene y todos los hombres olinka se la envidian y hablan de comprarse una.

      Bien, a la mañana siguiente de «terminada» la carretera —por lo menos, desde el punto de vista de los olinkas, puesto que ya había llegado a la aldea— cuál no sería nuestra sorpresa al ver que los obreros volvían al trabajo. ¡Tenían que construir otros cuarenta y cinco kilómetros de carretera! Y cruzando la aldea de Olinka. Cuando saltamos de la cama ya habían entrado en el campo que Catherine acababa de sembrar de ñame. Desde luego, los olinkas se alzaron en armas. Pero los constructores tenían rifles, Celie, y órdenes de disparar.

      Fue muy triste, Celie. La gente se sentía engañada. Inermes —en realidad, no saben pelear y desde los tiempos de las guerras tribales no han vuelto a pensar en ello—, veían cómo eran destruidos sus campos y sus mismos hogares. La carretera no se desvió ni un palmo del plano que seguía el capataz. Todas las chozas que estaban en su trayectoria fueron arrasadas. Y, Celie, en unas horas desaparecieron la escuela, la iglesia y mi propia choza. Menos mal que pudimos salvar nuestras cosas, pero la aldea parece haber sido acuchillada por esa carretera de asfalto que la atraviesa de parte a parte.

      Cuando descubrió las intenciones de los constructores, el jefe se puso en camino hacia la costa, decidido a pedir explicaciones y reparaciones. Dos semanas después, volvía con noticias aún más alarmantes. Todo el territorio, incluida la aldea de los olinkas, pertenece ahora a una fábrica inglesa de goma. Al acercarse a la costa, el jefe quedó asombrado al ver a cientos y cientos de habitantes de las aldeas talando la selva a ambos lados de la carretera y plantando árboles del caucho. Los gigantescos árboles de caoba, todos los árboles, la caza, toda la selva se destruía y la tierra quedaba lisa y desnuda como la palma de la mano.

      Al principio, el jefe creyó que los que le hablaban de la fábrica de goma estaban equivocados, por lo menos en lo que se refería a la aldea de los olinkas. Luego, lo enviaron a la residencia del gobernador, una gran casa blanca, con banderas en el patio, y allí habló con el blanco que manda. Él es quien dio las órdenes a los constructores, un hombre que sólo conoce a los olinkas por el mapa. Hablaba en inglés, y nuestro jefe trató de contestarle en la misma lengua.

      La conversación debió de ser patética. Nuestro jefe no sabe más que cuatro frases que aprendió de Joseph, quien cuando tiene que decir «English» dice «Yanglush».

      Pero aún faltaba lo peor. Los olinkas ya no son dueños de su aldea y han de pagar alquiler y, para usar el agua, que tampoco les pertenece, tienen que pagar un impuesto.

      Al principio, la gente se reía. Y es que parecía un disparate. Ellos han estado aquí siempre. Pero el jefe no reía.

      Lucharemos contra el hombre blanco, decían.

      Pero el hombre blanco no está solo —dijo el jefe. Han traído a sus soldados.

     Esto fue hace varios meses y hasta ahora todo sigue igual. La gente vive como avestruces, sin pisar la carretera si pueden evitarlo y sin mirar nunca hacia la costa. Hemos construido otra iglesia y otra escuela y yo tengo otra choza. Y esperamos.

     Entretanto, Corrine ha estado muy enferma de fiebres. Muchos misioneros han muerto de ellas.

      Pero los niños están muy bien. Los muchachos aceptan ya a Olivia y a Tashi en la clase y las madres han empezado a mandar a la escuela a las niñas. A los hombres no les gusta. ¿Quién va a querer a una esposa que sepa tanto como su marido?, gruñen. Pero las mujeres van a su aire y quieren a sus hijos, incluso a las niñas.

    Volveré a escribirte cuando las cosas empiecen a ir mejor. Quiera Dios que así sea.

    Tu hermana,

                                                                                                                   Nettie


Alice Walker. El color púrpura. Debolsillo, 2018. Páginas 103-107 y 125-128. 

Cuestiones para el coloquio

Actividad final

Aunque en este caso no podemos hablar de autobiografía en sentido estricto, porque la primera persona de El color púrpura responde a un personaje de ficción (o a dos, si pensamos que son dos las narradoras del libro, Celie y Nettie), lo cierto es que el libro comparte con el resto de títulos del itinerario no solo el uso de la voz en primera persona, sino también el de dejar testimonio de unas circunstancias históricas, políticas y sociales. Detengámonos brevemente en cada uno de estos dos aspectos.

2. ¿Cuáles son las circunstancias histórico-políticas que prestan su telón de fondo a cada una de las narraciones? Vamos a recapitularlas en este cuadro.

3. Antes de pasar a la tarea final os proponemos abrir un coloquio en torno a estas tres preguntas: 

Para seguir leyendo/viendo

La segregación racial de los negros en EE. UU. y la esclavización y efectos devastadores de la colonización en el continente africano son los temas que sirven de hilo conductor a los títulos que proponemos en esta sección.

Matar un ruiseñor, novela escrita por la estadounidense Harper Lee, se publicó en el año 1960. El año siguiente recibió uno de los más prestigiosos premios literarios de los EE. UU., el premio Pulitzer. En 1962 se estrenó la película basada en la novela y por la que su protagonista masculino, Gregory Peck, sería recordado siempre. Pocas veces en la historia de la literatura se produce una conjunción tal de talentos entre quien escribe una novela, quien la lleva a la pantalla y quien protagoniza la película. El resultado, uno de los clásicos indicutibles de la historia del cine. 

En este libro publicado en 2016, el prestigioso periodista Te-Nehisi Coates, afroamericano, escribe una carta a su hijo de 15 años acerca de lo que supone, aún hoy, ser negro en Estados Unidos.

"No puedes olvidar — concluye la primera parte— cuánto nos robaron y cómo transformaron nuestros cuerpos mismos en azúcar, tabaco, algodón y oro".

Primera novela de la escritora estadounidense de origen ghanés Yaa Gyasi, una cautivante historia de hondo calado humano que se desarrolla en la costa suroccidental de África y en Norteamérica desde el siglo XVIII hasta la actualidad.

Hijas de una misma madre y de padres pertenecientes a dos etnias distintas, Effia y Esi son dos hermanas de sangre que nunca llegarán a conocerse. Sus caminos están irremediablemente destinados a separarse: así, mientras Effia es obligada a casarse con un gobernador inglés y a residir en una fortaleza junto a la costa, Esi es capturada y enviada como esclava al sur de Estados Unidos.

La narración va trazando, pues, el devenir de las dos ramas de la familia, protagonistas de conmovedoras historias de aflicción, esperanza y superación en el marco de una serie de relevantes acontecimientos históricos: las guerras tribales, el negocio del cacao, la llegada de los misioneros, la Ley de Esclavos Fugitivos de 1850, la Gran Migración Negra, la lucha por los derechos civiles y el renacimiento de Harlem en los años veinte, hasta llegar a la epidemia de heroína de los setenta.

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