La Tribuna



«Las cigarreras», de Gonzalo Bilbao (1915)

En la década de los años 80 del siglo XIX, al inicio de lo que se ha dado en llamar Edad de Plata de la cultura española (1875-1936), ven la luz dos obras maestras del Realismo español: La Regenta, de Leopoldo Alas (Clarín) y Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós. La mirada de escritores y artistas se dirige a la observación de la realidad inmediata a fin de reproducir, con la mayor fidelidad y verosimilitud posibles, las formas de vida de sus contemporáneos: espacios urbanos, viviendas, formas de ocio y de sociabilidad, mentalidades, problemas morales, etc., por lo que la novela se va a revelar como el cauce formal más fecundo, y el narrador omnisciente como el más adecuado para adentrase en lo más recóndito de espacios y personajes. Objeto de atención preferente son las clases medias urbanas, tan fielmente retratadas en la obra de Galdós, si bien encontramos excepciones en títulos que ponen el foco en la clase alta, que despierta tanto atractivo estético como repulsa ética, o en excepcionales incursiones hacia el mundo social de las clases trabajadoras, como es el caso de la novela que nos ocupa.

"Emilia Pardo Bazán (1851-1921) es una de las grandes escritoras europeas de su generación. Alcanzó una notable celebridad y fue una de las autoras más leídas en España, traducida en vida a una decena de idiomas. Declinó en femenino el término, netamente moderno, de intelectual, el cual, desde el principio, tuvo una fuerte connotación masculina que es necesario ampliar y cuestionar.


Novelista y autora de relatos cortos, que han entrado en el canon literario por su originalidad temática y estética, fue también una influyente periodista cultural y a veces política, crítica e historiadora. […] Fue pionera de la introducción en España de los debates europeos sobre el naturalismo, la literatura rusa, el modernismo o el decadentismo. Uno de los aspectos más destacados de su trayectoria intelectual y personal fue la inserción del feminismo (término que utilizó abiertamente) en la esfera pública de su época. Sobre esta cuestión escribió novelas, cuentos y ensayos que hoy son considerados clásicos de la historia del feminismo español".


Isabel Burdiel, comisaria de la exposición Emilia Pardo Bazán. El reto de la Modernidad y autora de una biografía de la escritora.

La Tribuna, publicada en 1883, es una de las primeras novelas de Pardo Bazán. Ambientada en la Fábrica de Tabacos de A Coruña en los años 60 y primeros 70 del siglo XIX, tiene como protagonista a Amparo, una joven cigarrera que deposita su esperanza en el advenimiento de un nuevo régimen político, la República Federal, y su promesa de justicia social y condiciones dignas para las clases trabajadoras y populares. A esta esperanza se une su anhelo personal de matrimonio con Baltasar Sobrado, apuesto oficial que la corteja. 

El título de la novela corresponde al sobrenombre de la protagonista, pronto conocida dentro y fuera de la fábrica de tabacos por su empeño en la difusión de las nuevas ideas políticas a través de la lectura pública de la actualidad peridodística y de sus propias arengas.

En esta novela reconstruye Pardo Bazán el ambiente social de su ciudad natal —aquí bajo el nombre de Marineda— con el telón de fondo de acontecimientos políticos muy recientes — la Revolución de septiembre de 1868 y el Sexenio democrático—. Ella misma señala en el prólogo la relación de su obra con la Emile Zola (L´Assomoir, en concreto), en tanto que reflejo de las condiciones laborales de la clase obrera, pero el retrato que de la misma hacen uno y otra no puede ser más distante: lo que es miseria, alcoholismo y prostitución en el francés, es en la pluma de Pardo Bazán "calor del corazón, generosidad viva, caridad inagotable y fácil, religiosidad sincera". 

Al hilo de la lectura de los textos seleccionados iremos conociendo algunas de las claves de la novela, tanto en lo relativo a aspectos temáticos como específicamente literarios.

Texto 1

La novela está ya bastante avanzada. La protagonista, Amparo, hace tiempo que trabaja en la fabrica de Tabacos. Ya es conocida como "la Tribuna", dado que toma con frecuencia la palabra en público sea para leer la prensa a sus compañeras, arengarlas a propósito de la necesidad de reivindicar mejores condiciones laborales o, incluso, participando en algún acto político. Muerto el padre, ha debido mudarse con su madre a otro barrio más humilde. El fragmento presenta el momento en que Amparo regresa a su antiguo barrio y conversa con su amiga Carmela, que está feliz porque al fin ha conseguido la dote que le permite entrar en un convento. 

Capítulo XXVIII: Consejera y amiga

[...]

Amparo cogió el tiesto y respiró el perfume de la planta, hundiendo la faz entre las aterciopeladas hojas. La encajera la miraba con sus pupilas siempre melancólicas y serenas.

Amparo dijo de pronto...

¿Eh?... respondió la Tribuna, sorprendida como si la despertasen de golpe.

¿Te enfadas si te digo una cosa?

No, mujer... ¿y por qué me he de enfadar? contestó fijando sus ojos gruesos y brillantes en la futura concepcionista.

Pues quería decirte... que por ahí te pusieron un mote.

¿Un mote?, ¿y es cosa mala?

Mala... ¡qué sé yo! Te llaman la Tribuna.

¿Y quién me lo llama?

Los señoritos... los hombres. Dicen que fue porque el día del convite... no te parezca mal, que a mí me lo contaron así, inocentemente... te dio un abrazo uno de aquellos señores de la Samblea... y que te dijo...

¡Me llamó Tribuna del pueblo! exclamó orgullosamente la muchacha. ¡Ya se ve que me lo llamó!

¿Y eso qué es, mujer?

¿Lo qué?

¿Eso de Tribuna del pueblo?

Es... ; ya se sabe, mujer, lo que es. Como tú no lees nunca un periódico...

Ni falta que me hace...; pero dímelo tú, anda.

Pues es... así a modo de una..., de una que habla con todos, supongamos. 

¿Que habla con todos?... ¿y te lo dijo en tu cara?... ¡El Dulce nombre de María!

Pero no hablar por mal, tonta; si no es eso... Es hablar de los deberes del pueblo, de lo que ha de hacerse; es istruir a las masas públicas...

Vamos, como una maestra de escuela... Jesús, si pensé que..., ya decía yo; ¿había de ser tan descarado que se lo encajase allí, sin más ni más? Pero como por ahí se ríen cuando mentan eso...

¡Bah!..., no tienen que hacer, y velay.

Y... mira, ¿te digo otro cuento?

Tú dirás...

Me contaron..., no tomes pesadumbre, que son dichos... que andaba tras de ti un señorito... de la oficialidá.

¿Y si anda?

-Y si anda, haces muy mal en hacer caso de un oficial, mujer... A las chicas pobres no las buscan ellos para cosa buena, no y no... Y a las que son pobres y formales no se arriman porque ven que no sacan raja...

¡Eh! A modo...; no la armemos, Carmela. A mí nadie se arrima por la raja que saque, sino por el aquel de que le gustaré, y vamos andando, que cada uno tiene sus gustos... Hoy en día, más que digan los reacionarios, la istrución iguala las clases, y no es como algún tiempo... No hay oficial ni señorito que valga...

Mujer, yo no hablé por mal... Te quise avisar, porque siempre te tuve ley, que eres así... una infeliz, un pedazo de pan en tus interioridades... Déjate de políticas, no seas tonta, y de señoritos... Fuera de eso, ¿a mí qué se me importa? Es por tu bien...

Se dispuso Amparo a marcharse, cogiendo debajo del brazo su tarro; pero la afectuosa encajera la quiso abrazar antes.

No quiero que quedemos reñidas... ¿Vas enfadada? Bien sabe Dios mi intención... Escríbeme a Portomar... Ya te contaré todo, todo.

Y se asomó a la puerta para ver alejarse a la garbosa muchacha, cuyo vestido de percal proyectó, por espacio de algunos segundos, una mancha clara sobre las oscuras paredes de las casas de enfrente.

La Tribuna. Editorial Cátedra. 2016. Páginas 204-206

Cuestiones para el coloquio

Texto 2

Tras la Revolución de 1868, La Gloriosa, Amparo y las tabaqueras aguardan la proclamación de la República — "La Federal"— , en la que tienen puesta todas sus esperanzas, pero esta no acaba de llegar. En su lugar se produce el advenimiento de un nueva dinastía monárquica en la persona de Amadeo I de Saboya. En este capítulo asistimos al descontento progresivo de las trabajadoras, que ven cómo sus condiciones laborales se van precarizando más y más. Al tiempo, Amparo, que ha venido mostrando un papel muy activo en lucha por la mejora de las condiciones laborales en la fábrica, rebaja su protagonismo en ella por motivos que quedan plasmados en el texto.

Capítulo XXIX: Un delito

Desde la venida de Amadeo I tenían las cigarreras de Marineda a quién echar la culpa de todos los males que afligían a la Fábrica. Cuando caminaba hacia España el nuevo Rey, leíanse en los talleres, con pasión vehementísima, todos los periódicos que decían: «No vendrá». Y el caso es que vino, con gran asombro de las operarias, a quienes la prensa roja había vaticinado que la monarquía era «un yerto cadáver, sentenciado por la civilización a no abandonar su tumba». Alguna cigarrera abogó por el hijo de Víctor Manuel, rey liberal al cabo, que daba la mano a todos y no tenía maldita la soberbia; pero la inmensa mayoría convino en que, al fin, un rey siempre era un rey, y en que la monarquía no era la república federal, verdades tan palmarias que, por último, los disidentes hubieron de reconocerlas.

Otros motivos de irritación ayudaban a soliviantar los ánimos. Escaseaban las consignas* y la hoja tan pronto era quebradiza y seca, como podrida y húmeda. No, trabajo habían de pasar los que fumasen semejante veneno; pero las que lo manejaban también estaban servidas. Al ir a estirar la hoja para hacer las capas, en vez de extenderse, se rompía, y en fabricar un cigarro se tardaba el tiempo que antes en concluir dos; y para mayor ignominia, había que echarle remiendos a la capa por el revés lo mismo que a una camisa vieja, lo cual era gran vergüenza para una cigarrera honrada y que sabe su obligación al dedillo. Las operarias alzaban los brazos ejecutando la desesperada pantomima popular, llevándose ambas manos a la cabeza, a la frente, al pecho, señalando con enérgicos ademanes el tabaco averiado e inútil, de imposible elaboración. Tan alteradas estaban, que al pasar las maestras* les metían puñados de hoja en las narices, gritando que «olía a berzas»; y, envalentonándose, lo hicieron también con los inspectores, y si el jefe se hubiera presentado en los talleres, apostaban que con el jefe repetirían la escena. En vano algunas maestras intentaron calmar el oleaje prometiendo, para el entrante mes, nuevas consignas: seguían las turbulencias porque aquel Gobierno maldito, no contento con enviarles hoja de desperdicio, para más, daba en la flor de no pagarles. Pasaban días y días sin que la cobranza se abriese, y las pobres mujeres, tímidamente al principio, después en voz alta y angustiosa, preguntaban a las maestras: «Y luego, ¿cuándo nos darán los cuartos?». Fue en crescendo el run run y se convirtió en formidable marejada. El instinto que impele a los amotinados a ponerse a las órdenes de alguien, aconsejó a las operarias del taller de cigarrillos arrimarse a Amparo buscando el calor de su tribunicia frase. Halláronse chasqueadas: Amparo no dio fuego. Oyó a todas y convino con ellas en que, efectivamente, era una picardía no pagarles lo suyo; y, ventilado este punto, siguió liando pitillos, sin añadir arenga, excitación, sermón político ni cosa que lo valiese. Admiradas se quedaron las turbas de semejante frialdad. ¡Si pudiesen penetrar en lo íntimo del alma de Amparo, en aquellos inexplorados rincones donde quizá ella misma no sabía con total exactitud lo que guardaba! ¡Si hubiesen visto brotar una figurita chica, chica y remotísima, como las que se ven con los anteojos de teatro cogidos a la inversa, pero que iba creciendo con rapidez asombrosa, y que en la nomenclatura interior de las ilusiones se llamaba señora de Sobrado! ¡Si advirtiesen cómo esa señora, microscópica, aun vestida del color del deseo, iba avanzando, avanzando, hasta colocarse en el eminente puesto que antes ocupaba la Tribuna, que se retiraba al fondo envuelta en su manto de un rojo más pálido cada vez!

Atribuyose a otras causas la indiferencia de la oradora. Amparo tenía los dedos listos y una boca no más que mantener; la crisis económica no podía importarle tanto como a las que reunían seis hijos, tres o cuatro hermanos, familia dilatada, sin más recursos que el trabajo de una mujer. El tiempo corría, y en la tienda se cansaban de fiarles; se veían perdidas, ¿cómo salir del apuro? ¡A los angelitos no era cosa de darles a comer las piedras de la calle! Guardiana, hablando de su sordo-muda, partía el corazón; ella primero consentía morir, que privar a la niña de su cascarillita con azúcar y de su pan fresco de trigo; si era preciso, pediría una limosna: no sería la primera vez; y al oír esto todas sus amigas la atajaron: ¡pedir limosna!, ¡qué humillación para la Fábrica! No; se ayudarían mutuamente, como siempre; las que estaban mejor se rascarían el bolsillo para atender a las más necesitadas; y en efecto, así se hizo, verificándose numerosas cuestaciones, siempre con fruto abundante.

Cierto día se difundió por la Fábrica siniestro rumor: Rita de la Riberilla, una operaria, había sido cogida con tabaco. ¡Con tabaco! ¡Jesús, si parecía una santa aquella mujer chiquita, flaca, con los ojos ribeteados de llorar, que solía atarse a la cara un pañuelo negro a causa, quizá, del dolor de muelas! Pero algunas cigarreras, mejor informadas, se echaron a reír: ¿dolor de muelas?, ¡ya baja! Era que su marido la solfeaba todas las noches, y ella, por tapar los tolondrones y cardenales, se empañicaba así; también una vez se presentó arrastrando la pierna derecha y diciendo que tenía reúma, y la reúma era un lapo atroz sacudido por él. Cuando llevaron a la culpable al despacho del jefe, lo primero que hizo fue llorar sin responder; y al cabo, hostigada ya, asaeteada a preguntas, se resolvía a confesar que «el marido» la abría a golpes si no le llevaba todos los días tres cigarros de a cuarto... La Comadreja, con su carilla acutangular, cómicamente fruncida, remedaba a la perfección los entrecortados sollozos, el hipo y las súplicas de la delincuente.

Tres cig...aaaarros, señor menistrad...ooooor, tres cig...aaaarros sólo, que aun yo de aquí viva no saaaal...ga si otra triste hilacha de taaaaab...aco apañé... que yo no lo hiiiice por cudicia, tan cierto como que Dios bendito está en los diiiivinos sielos, sino que el marido me da con el formón, que, perdonando la cara de usté, en una pierna me cortó la carne, que puedo enseñar la llaga, que aún no curó... Y él sólo quería el tabaco para fuuumar, que no era para vender ni hacer negocio... Y ahora yo pierdo el pan, y mis hijos también... Porque escuche, y perdone: él me decía: «Ya que no traes cuartos hace un mes a la casa, tan siquiera trae cigarros...». 

El taller entero, a vueltas de la risa que le causaba la graciosa mímica de Ana, rompió en exclamaciones de lástima: robar no estaba bien hecho, claro que no; pero también hay que ponerse en la situación de cada uno; ¿cómo se había de gobernar la infeliz, si su marido la partía y hacía picadillo con ella? ¡Ay! ¡Dios nos libre de un mal hombre, de un vicioso! En fin, no era razón dejar morir de hambre a los chiquillos de la Rita; la Fábrica daba limosna a bastantes pobres de fuera: con más motivo a los de dentro; y la maestra recorrió el taller con el delantal hecho bolsa, y llovieron en él cuartos, perros y monedas de diferentes calibres en gran abundancia. Al llegar frente a Amparo esta tuvo un rasgo que fue aplaudidísimo y le conquistó otra vez gran popularidad. Hacía ya una semana que la pitillera vivía del crédito, porque sus gastos de vestir la traían siempre atrasada; y cuando la cuestora se acercó a pedirle, no tenía la futura señora de Sobrado ni un ochavo roñoso en el bolsillo. Pero, cosa de un mes antes, había realizado uno de sus caprichos, comprando con las economías, en otro tiempo destinadas a salvar a la Asamblea, un par de pendientes largos de oro bajo, que eran su orgullo: quitóselos sin vacilar, y los echó en el delantal de la maestra. Alzose un clamoreo, una aprobación ruidosa y vehemente, gritos agudos, voces humedecidas por el llanto, bendiciones casi inarticuladas; y al punto, dos o tres objetos más de escaso valor, una sortija de plata, un dedal de lo mismo, vinieron despedidos desde las mesas próximas, cayeron en el delantal y se mezclaron con la calderilla.

Aquella tarde, al salir de los talleres, vieron las operarias, colgado cerca del quicio de la puerta, el cartel de rigor: «Habiendo sido cogida con tabaco en el acto del registro la operaria del taller de cigarros comunes, Rita Méndez, del partido núm. 3, rancho 11, queda expulsada para siempre de la Fábrica.- El Administrador Jefe, FULANO DE TAL».

Colocadas a ambos lados de la escalera, las cuadrilleras vigilaban para que el despejo se hiciese con orden; y sentadas ya en sus sillas, esperaban las maestras, más serias que de costumbre, a fin de proceder al registro. Acercábanse las operarias como abochornadas, y alzaban de prisa sus ropas, empeñándose en que se viese que no había gatuperio ni contrabando... Y las manos de las maestras palpaban y recorrían con inusitada severidad la cintura, el sobaco, el seno, y sus dedos rígidos, endurecidos por la sospecha, penetraban en las faltriqueras, separaban los pliegues de las sayas... Mientras los bandos de mujeres iban saliendo con la cabeza caída humilladas todas por el ajeno delito, el reloj antiguo de pesas, de tosca madera, pintado de color de ocre con churriguerescos adornos dorados, que dominaba el zaguán grave y austero como un juez, dio las seis.

*Consignas: En este contexto, directrices, instrucciones. 

*Maestras: controlaban y registraban a las cigarreras a la salida del trabajo. 


La Tribuna. Editorial Cátedra. 2016. Páginas 207-211

Cuestiones para el coloquio

Texto 3

Baltasar Sobrado, oficial del ejército cuya atención a una joven de familia bien oscila en función de las cambiantes perspectivas económicas de la misma, ronda desde hace tiempo a Amparo, quien no lo rehúye

Capítulo XXXI: Palabra de casamiento

[...]

Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un instante de temor.

Me voy a mi casadijo levantándose.

¡Amparo... ahora no!pronunció con suplicantes inflexiones en la voz Baltasar. No te marches, que estamos en el paraíso.

La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso, hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados, los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus abultados ojos negros.

¿Por qué quieres escaparte, vamos?interrogó él con dulce autoridad. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se me ocurra. Ya lo sabes. Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro con su anhelosa respiración: ¿Me voy al paseo? preguntó.

Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así: No se vaya usted de ningún modo.

Me tratas tan mal...

¿Usted qué quiere que haga?

Que te portes mejor...

Pues hablemos claros -exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose en el brocal del pozo.

La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.

Di, hermosa...

Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen los demás con las muchachas de mi esfera.

No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.

Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar, y de hablar, pero después...

Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.

Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo... Conque... ya puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano de esposo.

¿Y por qué?preguntó con soberano desparpajo el oficial.

¿Y por qué? repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.

No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con... Hoy no hay clases...

¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de una hija del pueblo?

¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra repuso Baltasar impaciente.

¿Me promete usted casarse conmigo? murmuró la inocentona de la oradora política.

¡Sí, vida mía! exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban, pues estaba resuelto a decir amén a todo.

Pero Amparo retrocedió.

¡No, no! balbució trémula y espantada. No basta hablar así... ¿me lo jura usted?

Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló; pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló un:

Lo juro.

Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del mar.

¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con ahogada voz, articuló el perjurio.

¿Delante de la cara de Dios? prosiguió Amparo ansiosa.

De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.

Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo y sombrío, no pasaba nadie.


La Tribuna. Editorial Cátedra. 2016. Páginas 222-224

Cuestiones para el coloquio

Texto 4

Pasan los meses, y lo que era ardor inicialmente en Baltasar se ha ido apagando. Cuando Amparo le comunica que está embarazada y lo insta a cumplir la palabra dada, Baltasar balbucea excusas y se desentiende de la chica. Se deshace de ella como de un cigarro ya consumido.

Capítulo XXXIV: Segunda hazaña de la Tribuna

[...]

La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que esta vuelve herida y maltrecha de su primer salida en busca de aventuras; mas no por eso se ha desprestigiado. Sin embargo, los momentos en que empezó a conocerse su desdicha fueron para Amparo de una vergüenza quemante. Sus pocos años, su falta de experiencia, su vanidad fogosa, contribuyeron a hacer la prueba más terrible. Pero en tan crítica ocasión no se desmintió la solidaridad de la Fábrica. Si alguna envidia excitaba antaño la hermosura, garbo y labia irrestañable de la chica, ahora se volvió lástima, y las imprecaciones fueron contra el eterno enemigo, el hombre. ¡Estos malditos de Dios, recondenados, que sólo están para echar a perder a las muchachas buenas! ¡Estos señores, que se divierten en hacer daño! ¡Ay, si alguien se portase así con sus hermanas, con sus hijitas, quién los oiría y quién los vería echársele como perros! ¿Por qué no se establecía una ley para eso, caramba? ¡Si al que debe una peseta se la hacen pagar más que de prisa, me parece a mí que estas deudas aún son más importantes, demontre! ¡Sólo que ya se ve: la justicia la hay de dos maneras: una a rajatabla para los pobres, y otra de manga ancha, muy complaciente, para los ricos!

Algunas cigarreras optimistas se atrevieron a indicar que acaso Sobrado se casaría, o por lo menos reconocería lo que viniese.

—Sí, sí... ¡esperar por eso, papanatas! ¡Ahora se estará sacudiendo la levita y burlándose bien!

—No sabes... yo no quiero que ella lo oiga, ni lo entienda —decía la Comadreja a Guardiana—, pero ese descarado ya vuelve a andar tras de la de García.

—¡Bribón! —exclamaba la Guardiana—. Y ¿quién lo ve, tan juicioso como parece?

—Pues conforme te lo digo.

—Amparo tampoco debió hacerle caso.

—Mujer, uno es de carne, que no es de piedra.

—¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones? —replicó la muchacha—. Pues si no hubiese más que... ¡Madre querida de la Guardia! No, Ana; la mujer se ha de defender ella. Civiles y carabineros no se los pone nadie. Y las chicas pobres, que no heredamos más mayorazgo que la honradez... Hasta te digo que la culpa mayor la tiene quien se deja embobar.

—Pues a mí me da lástima ella, que es la que pierde.

—A mí también. Lástima, sí.

Y a todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido; sólo sí cambiado algún tanto de estilo y carácter. Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero, que brotaba del corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta*, plazo señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura socialista palpitó en sus palabras, que estremecieron la Fábrica toda, máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se retrasase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado. Entonces pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios! ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo! No, no se descuidarían en cobrar, y en comer, y en llenar la bolsa. ¡Y si fuesen los ministros los únicos a reírse del que está debajo! ¡Pero a todos los ricos del mundo se les daba una higa de que cuatro mil mujeres careciesen de pan que llevar a la boca!

Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a la entrada del taller, silencioso y grave.

—¡Qué cuenta tan larga... —proseguía la oradora, animándose al ver el mágico y terrible efecto de sus palabras...—, qué cuenta tan larga darán a Dios algún día esas sanguijuelas, que nos chupan la sangre toda! Digo yo, y quiero que me digan, por qué nadie me contesta a esto, ni puede contestarme: ¿hizo Dios dos castas de hombres, por si acaso, una de pobres y otra de ricos?, ¿hizo a unos para que se paseasen, durmiesen, anduviesen majos, y hartos, y contentos, y a otros para sudar siempre y arrimar el hombro a todas las labores, y morir como perros sin que nadie se acuerde de que vinieron al mundo? ¿Qué justicia es esta, retepelo? Unos trabajan la tierra, otros comen el trigo; unos siembran y otros recogen; tú, un suponer, plantaste la viña, pues yo vengo con mis manos lavadas y me bebo el vino...

— Pero el que lo tiene, lo tiene— interrumpía la conservadora Comadreja.

— Ya se sabe que el que lo tiene, lo tiene; pero ahora vamos al caso de que es preciso que a todos les llegue su día, y que cuantos nacemos iguales gocemos de lo mismo, ¡tan siquiera un par de horas! ¡Siempre unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta la fin de los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.

— El que está debajo, mujer, debajito se queda.

— ¡Conversación! Mira tú, en París de Francia, el cuento ese de la Comun... ¡Anda si pusieron lo de arriba para abajo! ¡Anda si se sacudieron! No quedó cosa con cosa... así, así debemos hacer aquí, si no nos pagan.

[...]

— Tienes razón. Nosotras hacemos cigarros, ¿eh?, pues bien regular es que nos abonen lo nuestro.

— No, y apuradamente no es ley de Dios esa desigualdá y esa diferiencia de unos zampar y ayunar otros.

— Lo que es yo, mañana, o me pagan, o no entro al trabajo.

— Ni yo.

— Ni yo.

— Si todas hiciésemos otro tanto... y si además nos viesen bien determinadas a armar el gran cristo...

— ¡Mañana... lo que es mañana! ¿Habéis de hacer lo que yo os diga?

— Bueno.

— Pues venir temprano... tempranito.

A la madrugada siguiente los alrededores de la Fábrica, la calle del Sol, la calzada que conduce al mar, se fueron llenando de mujeres que, más silenciosas de lo que suelen mostrarse las hembras reunidas, tenían vuelto el rostro hacia la puerta de entrada del patio principal. Cuando esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la portería. [...]

— ¿Qué sucede? ¿Qué significa este escándalo? —preguntó [el inspector de labores] a Amparo, a quien halló más próxima. —¿Qué modo es este de entrar en los talleres?

— Es que no entramos hoy— respondió la Tribuna. Y cien voces confirmaron la frase.

 —No se entra, no se entra.

— No entran... ¿pues qué pasa?

— Que se hacen con nosotras iniquidás, y no aguantamos.

— No, no aguantamos. ¡Mueran las iniquidás! ¡Viva la libertá! ¡Justicia seca!—clamaron desde todas partes. Y dos o tres maestras, cogidas en el remolino, alzaban las manos desesperadamente, haciendo señas al inspector.

—¿Pero qué piden ustedes?

—¿No oyes, hijo? Jos-ti-cia —berreó una desvenadora al oído mismo del empleado.

— Que nos paguen, que nos paguen, y que nos paguen— exclamó enérgicamente Amparo, mientras el rumor de la muchedumbre se hacía tempestuoso.

 Vuelvan ustedes, por de pronto, al orden y a la compostura que...

—No nos da la gana.

—¡Que baile el can—can!

—¡Muera!

Y otra vez la sinfonía de pitos rasgó el aire.

—No pedimos nada que no sea nuestro —explicó Amparo con gran sosiego—. Es imposible que por más tiempo la Fábrica se esté así, sin cobrar un cuarto... Nuestro dinero, y abur.

—Voy a consultar con mis superiores —respondió el inspector, retirándose entre vociferaciones y risotadas.

Apenas le vieron desaparecer, se calmó la efervescencia un tanto. «Va a consultar» se decían las unas a las otras... «¿nos pagarán?».

—Si nos pagan —declaró la Tribuna, belicosa y resuelta como nunca—, es que nos tienen miedo. ¡Adelante! Lo que es hoy, la hacemos, y buena.

— Debimos cogerlo y rustrirlo en aceite —gruñó la voz oscura de la vieja—. ¡Fretirlo como si fuera un pancho... que vea lo que es la necesidá y los trabajitos que uno pasa!

—Orden y unión, ciudadanas... —repetía Amparo con los brazos extendidos.

Trascurridos diez minutos volvió el inspector acompañado de un viejecillo enjuto y seco como un pedazo de yesca, que era el mismo contador en persona. El jefe no juzgaba oportuno por entonces comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.

—¿Qué recado nos traen? —gritaron al inspector las sublevadas.

—Oíganme ustedes.

—Cuartos, cuartos, y no tanta parolería.

—Tengo chiquillos que aguardan que les compre mollete... ¿oyusté?, y no puedo perder el tiempo.

—Se pagará... hoy mismo..., un mes de los que se adeudan.

Hondo murmullo atravesó por la multitud llegando a las últimas filas. «¿El pagan, sí o no? Pagan... ¡Un mes...! ¡Un mes, para poca salú... no consentir...; todo junto!». Amparo tomó la palabra.

—Como usted conoce, ciudadano inspector... un mes no es lo que se nos debe, y lo que nos corresponde, y a lo que tenemos derechos inalienables e individuales... Estamos resueltas, pero resueltas de verdá, a conseguir que nos abonen nuestro jornal, ganado honrosamente con el sudor de nuestras frentes, y del que sólo la injusticia y la opresión más impía se nos pueden incautar...

—Todo eso es muy cierto, pero ¿qué quieren ustedes que hagamos? Si la Dirección nos hubiese remitido fondos, ya estarían satisfechos los dos meses... Por de pronto se les ofrece a ustedes uno, y se les advierte que despejen el local en buen orden y sin ocasionar disturbios... De lo contrario, la guardia va a proceder al despejo...

—¡La guardia! ¡Que nos la echen! ¡Que venga! ¡Acá la guardia!

Cuatro soldados al mando de un cabo, total cinco hombres, bregaban ya en la puerta de entrada con las más reacias y temibles. No tenían, dijeron ellos después, corazón para hacer uso de sus armas; aparte de que no se les había mandado tampoco semejante cosa. Limitábanse a coger del brazo a las mujeres y a irlas sacando al patio: era una lucha parcial, en que había de todo: chillidos, pellizcos, risas, palabras indecorosas, amenazas sordas y feroces.

Pero sucedió que un soldado, al cual una cigarrera clavó las uñas en la nuca, echó a correr, trajo de la garita el fusil y apuntó al grupo: al instante mismo un pánico indecible se apoderó de las más cercanas, y se oyeron gritos convulsivos, imprecaciones, súplicas desgarradoras, ayes de dolor que partían el alma, y las mujeres, en revuelto tropel, se precipitaron fuera del zaguán, y corrieron buscando la salida del patio, empujándose, cayendo, pisoteándose en su ciego terror, arracimadas como locas en la puerta, impidiéndose mutuamente salir, y chillando lo mismo que si todas las ametralladoras del mundo es tuviesen apuntadas y prontas a disparar contra ellas.

Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. 

*Vindicta: venganza

La Tribuna. Editorial Cátedra. 2016. Páginas 237-244

Cuestiones para el coloquio

Indicaciones para la tarea escrita

TEXTO COMPARATIVO ENTRE LA TRIBUNA Y TEA ROOMS

Elaborad un texto expositivo-argumentativo de comparación/contraste entre La Tribuna y Tea Rooms. Os proponemos que os ajustéis a esta estructura:

Primer párrafo: Introducción en la que se presente la novela La Tribuna y en la que se establezca una relación de continuidad entre esta novela del XIX y la novela de Carnés, pero también entre las dos autoras. ¿Qué hay en común en sus propuestas? ¿Cuáles podrían ser las diferencias? Os será de utilidad fijaros en elementos como el conflicto planteado, protagonistas, punto de vista del narrador y focalización narrativa, espacio y tiempo en que se situa la acción, etc.

Segundo párrafo: Comparación de las condiciones laborales en el universo de ambas novelas, así como las posturas tomadas por Amparo y Matilde.

Tercer párrafo: Comparación de las mentalidades y actitudes de Amparo y Matilde en lo relativo a las decisiones que afectan a su vida afectiva y sentimental.

Cuarto párrafo: Párrafo final en el que habrás de argumentar qué valor te merece la literatura puesta al servicio de las luchas o denuncias de las condiciones de desigualdad social. En este párrafo puedes aprovechar para disertar sobre el polo “literatura de compromiso-literatura de evasión”: sobre su utilidad o necesidad y sobre tu propio gusto personal con respecto a esta posibilidad de la literatura. 

Bibliografía recomendada

Alonso, C. (2010): Historia de la literatura española 5: Hacia una literatura nacional 1800-1900. Barcelona. Ed. Crítica. (pp. 559-561)

Burdiel, I. (2019): Emilia Pardo Bazán. Barcelona. Taurus. (pp. 172 y ss.)

Durán Vázquez, J.F. (2007): La Tribuna, una novela a caballo entre dos mundos. Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas

González Herrán J.M. (2003): La Tribuna, de Emilia Pardo Bazán, y un posible modelo real de su protagonista. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. 

López, A. (16/09/2017): Emilia Pardo Bazán, la escritora que defendió los derechos de la mujer. elpais.com

Sotelo Vázquez, M. (2002): Estudio introductorio de La Tribuna. Alianza editorial.

Valera Jácome, B. (1975). Estudio introductorio de La Tribuna. Editorial Cátedra.