Lectura guiada de Tea Rooms

En los últimos años, la historia de la literatura española del siglo XX está experimentando un indudable proceso de revisión de su canon (el conjunto de libros que deben ser leídos). Esta revisión es especialmente interesante en la referida al periodo de la década de los años 30, en la que la consagración del listado de poetas canónicos del 27 ha ofrecido, durante mucho tiempo, una suerte de retrato excluyente, inamovible y desajustado de uno de los periodos más fructíferos y felices de nuestra literatura. Una nueva mirada en la que adquiere relevancia la reivindicación de escritoras y artistas que cayeron en el olvido exclusivamente por su condición de mujeres. El mayor impulso fue el recibido por el documental de Las Sinsombrero (2016), que ha logrado hacerse un hueco en la panorámica que pueda ofrecerse de la historia de la literatura de los años 20-30. A la altura de esta necesaria recuperación se encuentra la que ha gozado la obra de Luisa Carnés, ejemplo sobresaliente de la narrativa del grupo del 27. La labor de rescate de su obra narrativa llevada a cabo por la editorial Hoja de Lata, entre la que destaca la novela-reportaje Tea Rooms, es también un ejemplo del importante papel de las editoriales en la conformación y reconocimiento de un mapa cultural vivo en el presente.

Luisa Carnés forma parte del amplísimo grupo de escritores, artistas e intelectuales que, debido a su fidelidad al gobierno democrático de la República, se vio obligado al exilio. La dispersión que supuso el exilio no solo imposibilitó cualquier impacto en el mapa cultural de la España posterior a 1939 (pues su obra estaba prohibida), sino que ocasionó que sus nombres quedaran fuera del foco de interés en los manuales de literatura. 

Luisa Carnés es uno de los contados casos de autores procedentes de un contexto familiar humilde y de un autodidactismo con el que compensó la brevísima formación que recibió en la escuela. Fue escritora y periodista militante. Al finalizar la guerra civil española se exilió en México, donde murió en 1964 sin haber vuelto a España.

El subtítulo de su novela, Mujeres obreras, recoge los dos ejes temáticos de la misma: la construcción social de los géneros, de lo que significa ser mujer en la España de su tiempo, y la lucha del movimiento obrero —presentado aquí en un microcosmos— por la reivindicación de derechos y de condiciones laborales dignas. ¿Qué pasa cuando se cruzan las dos condiciones, la de mujer y la de obrera? Todo que perder. 

Es fácil pensar que Carnés, desde su condición de periodista, escribiera Tea Rooms con cierta ambición documental, de compromiso por mejorar las condiciones sociales y laborales de las mujeres y, como consecuencia de ello, también las de los hombres. Por eso la novela tiene cierto carácter híbrido, que la sitúa en el género mixto novela-reportaje, en el que se ven aprovechadas técnicas de escritura periodísticas, más apegadas a lo urgente, a lo sintético y a lo directo. 

Otras autoras de su tiempo, como veremos más adelante, y tanto dentro como fuera de España (Josefina Carabias, Maria Leitner o Simone Weil) documentaron en periódicos, novelas o ensayos las condiciones de vida de las clases trabajadoras, y especialmente las de las mujeres en entornos laborales fuertemente feminizados. 

Tea Rooms. Mujeres obreras

La obra tiene como protagonista a Matilde, probablemente trasunto de la autora y, dado que el espacio casi único en que se sitúa la novela es el salón de té en que esta trabaja, podemos hablar de un cierto protagonismo coral, constituido por las diferentes mujeres que desempeñan en él diversas funciones: la encargada, las camareras, la responsable de la limpieza, etc. De esta manera encontramos unos personajes femeninos concebidos no en función de su vínculo con unos protagonistas masculinos, como tan habitual es en la ficción literaria y audiovisual, en la que a menudo las mujeres aparecen en su calidad de hijas, esposas, hermanas o amantes del héroe de turno, sino que además hablan entre sí largo y tendido de sus vicisitudes personales y laborales al margen de los mandatos masculinos. 

Para mejor aprehender la riqueza y diversidad de los personajes femeninos que Carnés retrata, os proponemos que vayáis anotando al hilo de la lectura los rasgos que definen a cada uno de ellos: Matilde, Antonia, Felisa, Paca, Trini, Laurita, Marta, "la encargada". Así podréis también calibrar mejor la singularidad de Matilde tanto en lo que afecta a sus decisiones personales como sociales y políticas. 

Texto 1

Este fragmento corresponde al inicio de la novela.

...siendo los prontos reembolsos el alma del comercio, confío en que usted encontrará un medio de remitirme el producto neto de esta operación en letras sobre Londres o París... 

Ring, ring, ring...

El hombre gordo y calvo alarga la mano hacia el receptor telefónico.

Sí. Al habla Hijos de Gray.

Mientras habla da vueltas entre los dientes a un ancho puro medio apagado. A las comisuras le asoma una saliva oscura.

Con una tímida mirada oblicua, Matilde trata de abarcar cuanto la rodea. Está en una habitación amplia, pintada de claro, recubierta de armarios antiguos repletos de libros de contabilidad y de modernos ficheros americanos. Un almanaque, propaganda de una famosa marca de tractores agrícolas con la fecha del día, un negro 13. Un negro 13. Pero Matilde no es supersticiosa. Hay dos escupideras de porcelana con altos pies de hierro. Y el radiador de la calefacción. Hay una estrecha y alta ventana abierta a un patio, del que llega un fuerte olor a alcohol y a bencina. Abajo, un garaje.

Algunas gotas de lluvia primaveral entran por la ventana y se estampan y ensanchan en el suelo de pizarra.

Llegan murmullos sordos de las aspirantes que aguardan en la habitación contigua. 

-No; nosotros no nos ocupamos de esos asuntos; trátelo con nuestro representante.

Matilde apenas tiene tiempo de releer lo que lleva escrito «en letras sobre Londres o París».

A ver, señorita, escriba usted: «Esperamos sus gratas noticias y nos reiteramos sus seguros servidores...». Y ahora, ponga su nombre y señas. Muy bien. Gracias.

Matilde se levanta. Tiene la impresión de que no ha escrito muy limpiamente, pero está segura de que en un par de días... En estos casos, siempre pasa lo mismo.

Buenas tardes.

¡Adiós! Que pase la primera. La primera es una jovencita, delgada, muy resuelta, que al pasar ante Matilde la mira con un gesto de suficiencia; que se sienta ante la máquina sin esperar a que se lo indiquen:

Es ésta la máquina, ¿no? 

Matilde cruza ante las aspirantes y sale a la escalera. Una escalera ancha, de madera podrida, que cruje bajo el impulso de cada pie como si fuera a desmoronarse.

Matilde baja despacio. Abre la cartera hecha por ella misma con el resto de franela azul de un vestido y saca el recorte del anuncio: «Urge mecanógrafa modestas pretensiones». Lo tira. ¡Para lo que vale...! Como otros muchos. ¿Cuántos anuncios han llevado el mismo camino durante el pasado invierno? ¿Cuántas escaleras, cuántos despachos ha conocido Matilde durante los últimos diez meses? ¿Cuántas veces ha escrito su nombre y señas bajo unas líneas comerciales y un membrete azul, amarillo o negro?

Ante el portal ancho y oscuro, con vitrinas, en las que se lucen sombreros vistosos, una mujer comprueba el número de la casa con el del anuncio del periódico que tiene en la mano.

Señorita, ¿me hace el favor si es aquí...?

Sí. 

No hace falta ser muy perspicaz para adivinar adónde se dirigen los pasos fuertes, prácticos, de la desconocida, y Matilde responde: «Sí». La mujer corre escaleras arriba, añadiendo dos huellas húmedas a los peldaños apolillados. No es nada joven, ni bella. Huesuda y alta. Al hablar despide un hálito desagradable.

Matilde ha conocido muchas aspirantes de este aspecto y muchas del contrario. Jóvenes, limpias, de cuerpos esbeltos y perfumados, de manos cuidadas y uñas brillantes. Unas son tímidas, titubean al hablar y al sentarse en el vestíbulo esconden los pies debajo del banco o de la silla. Otras irrumpen en el aposento triunfalmente, cruzan una pierna sobre la otra, hablan de sueldos fabulosos, citan casas de importancia, e incluso fuman algún cigarrillo, a veces. Antesalas frías. Mujeres de los más varios tipos y edades. Zapatos deteriorados debajo de los bancos o sillas; zapatos impecables, pierna sobre pierna. «Pase la primera». A esta voz, los zapatos torcidos avanzan rápidos, suicidas, mientras que los zapatos impecables subrayan un paso estudiado, elegante. 

Otra vez bajo la monótona lluvia primaveral. El agua cae sobre el agua formando sucias ampollas.

Vocean los periódicos de la noche.

A la puerta de un bar fríen buñuelos. El que manipula ante la sartén usa gorro, delantal y manguitos blancos. Los buñuelos, dorados y humeantes, despiden un olor grato a mantequilla y anís. 

Matilde los mira, al pasar, sin detenerse. Siente necesidad de comer. Las patatas «viudas» del mediodía se disolvieron hace rato en su estómago. La invade una suave laxitud, que afloja sus miembros. En su cartera de franela azul, entre un pañuelo y un pomo de perfume vacío, hay diez céntimos. En su cerebro, dos perspectivas: un buñuelo caliente o un viaje en tranvía hasta los Cuatro Caminos.

«Buñuelos calientes, a 0,10». El cartel es enorme, casi tanto como la Puerta del Sol. Sobre automóviles, tranvías, verdes y azules de lámparas lumínicas, sobre multitud: «Buñuelos calientes, a 0,10». Lo ocupa todo. 

Y Matilde languidece de debilidad.

Un carrito de mano, llevando a la espalda un somier: «¡Eh! ¡Cuidado!». Pasa de largo. Y automóviles negros, azules y verdes. Y tranvías: 15, 14, 18 y 17, allá lejos. Despacio. 

Mucha gente estacionada junto al banderín de parada del tranvía: jornaleros, funcionarios, modistas; el buen esposo, con su tarta de chantilly, «A ver si...»; la mujer humilde con el niño en los brazos; la señora demasiado gruesa y su marido...

«Buñuelos a 0,10». El de los manguitos blancos zigzaguea con un tenedor sobre los aretes de masa dulzarrona que flotan en la superficie de la sartén. 

Matilde apretuja contra su pecho el bolso azul. Su cuerpo delgado marca un suave balanceo sobre la acera cada vez que el paso de un vehículo la hace replegar. En uno de los vaivenes tropieza con el señor del chantilly. «A ver...». Una mano cuidada ampara la pequeña tarta blancuzca.

«Buñuelos a 0,10». Saben ligeramente al anís y a la mantequilla. La pasta caliente hay que aspirar fuerte para enfriarla se disuelve pronto algo antes que las patatas «viudas» en el estómago. Algunas partículas de la corteza dorada se introducen entre los dientes. Luego queda en la boca una pegajosidad dulce y tibia...

18, 14 y, próximo, el 17, el ojo eléctrico apagado, enfermo. Las calles de ruta son largas, interminables, esplendorosas de luz, y en su término, oscuras, solitarias. Pasean por ellas las parejas muy juntas.

14, 17, ahí cerca. Origina un movimiento general en la muchedumbre apiñada. La señora demasiado gorda, el buen esposo protegiendo su pastel con la mano extendida, en la que reluce un diamante.

La calle es larga, larga, y los pies están mojados por el agua que reblandece los zapatos deteriorados. La lluvia tamborilea en el paraguas sin puño y picoteado por la polilla. Cada dos minutos exactamente, una gota de agua fría se extiende sobre la mejilla derecha de Matilde.

Una muñeca de cera, con la boina de punto caída sobre los ojos pintura verdosa, sin brillo; encima del brazo rígido, una bufanda del color de la boina. Lunares, rayas diagonales, hebillas niqueladas, calcetines. La pierna perfecta, con la irradiación eléctrica en el interior. Los zapatos: blanco, negro, gris, marrón. El gran zapato en el centro como cuerpo yacente, iluminado por suaves reflectores marginales. Los botecillos de miel, los cuadradillos de manteca, las cajas de galletas inglesas, chocolatadas. Las alhajas fulgurantes. Los medallones de nácar, con efigies religiosas, medio olvidadas ya. Los aparatos de radio, los ventiladores «Prepárese para el próximo verano», los libros terrorismo, sabotaje, revolución. Y, más tarde, más allá, sobre piedras mojadas y fango silencioso, a lo largo de valladares impresos de gritos hechos con brea:

«¡Viva Rusia!», «¡Obreros! Preparaos contra la guerra imperialista». Y aún queda la irrupción en la plaza arrabalera, donde el círculo amarillo de tranvías gira continuamente casi. Y, por último, la callejuela de casitas achatadas, feas, sucias, dentro de las cuales siempre llora algún niño o riñe alguien. Y allá al fondo, al campo, el ruido metálico del organillo del merendero, abandonado bajo las aguas temporales. Trayecto tedioso, con la sola compañía de los pensamientos, pesados, tercos, familiares; y, a veces, un cruce con algún obrero paraguas y hatillo de fiambrera, o alguna vieja asistenta, con su capazo garbanzos fríos, huesos, papeles bajo el brazo cansado.


Tea Rooms. Mujeres obreras. Editorial Hoja de Lata. 2017. Páginas 9-14

Cuestiones para el coloquio


Trayecto tedioso, con la sola compañía de los pensamientos, pesados, tercos, familiares; y, a veces, un cruce con algún obrero ―paraguas y hatillo de fiambrera―, o alguna vieja asistenta, con su capazo ―garbanzos fríos, huesos, papeles― bajo el brazo cansado.

Luisa Carnés

ESCENA CUARTA

Noche. MÁXIMO ESTRELLA y DON LATINO DE HISPALIS, tambalean asidos del brazo, por una calle enarenada y solitaria. Faroles rotos, cerradas todas, ventanas y puertas. En la llama de los faroles un igual temblor verde y macilento. La luna sobre el alero de las casas, partiendo la calle por medio. De tarde en tarde el asfalto sonoro. Un trote épico. Soldados Romanos. Sombras de Guardias. Se extingue el eco de la patrulla. La Buñolería Modernista entreabre su puerta, y una banda de luz parte la acera. MAX y DON LATINO, borrachos lunáticos, filósofos peripatéticos, bajo la línea luminosa de los faroles, caminan y tambalean.

Valle-Inclán

5. Además del estilo impresionista, del que la autora se sirve para conferirle ligereza y dinamismo al texto, aparece el uso de la elipsis (por el que se sobreentienden sucesos que no son referidos). Una de las elipsis más llamativa es la que se refiere a cuando Matilde compra los buñuelos, algo que no está narrado pero que se da a entender. ¿Por qué lo sabemos? Y previamente: ¿cómo sabemos que la protagonista está luchando entre comer y viajar en tranvía si no se dice en ningún momento? Volved al texto y responded señalando partes de él. 

6. Del tránsito de la oficina a la calle, y continuando con el estilo impresionista, el texto juega con diferentes referencias sensoriales. ¿Qué sentidos se ven implicados en ellas? Buscad ejemplos. 

Texto 2

Matilde ha empezado a trabajar en un salón de té. En páginas anteriores, hemos tenido oportunidad de familiarizarnos con su desempeño como camarera y conocer también a algunas de sus compañeras de trabajo. 

¡Qué asqueroso este cuarto un metro cuadrado escaso, antigua cabina telefónica, forrada con arpillera pintada de amarillo oscuro (nido de chinches y cucarachas), donde se visten y desnudan las empleadas! Una hornacina con tapa. Dentro huele mal. Las zapatillas de suela sucia y pringosa, los zapatos tirados en el piso y los vestidos pendientes de clavos, le dan aspecto de guardilla trastera. Ni un solo agujero por donde la atmósfera pueda renovarse. Sobre la puerta, un pequeño espejo. La bombilla apenas lanza un débil resplandor. La aspiradora de la asistenta hace mucho que no asoma la nariz a este piso sucio y lleno de papeles arrugados, entre los que descuella la envoltura reluciente de algún bombón. En este escondrijo cambian las muchachas sus vestidos de calle por los uniformes de labor. En estos clavos cuelgan las empleadas cada mañana su personalidad para recogerla cinco horas después. Desde ese instante se convierte en el insustituible, en el utilísimo añadido humano del establecimiento. «¡Qué porquería de cuarto!». «¡Qué mal huele!». En particular por las mañanas, cuando se llega de fuera, donde hay un hermoso sol y unas calles limpias y alegres. Y «hale, adentro». Adentro hace un calor que entontece, aunado al zumbido soporífero de la aspiradora, hábilmente manejada por Esperanza. El suave olor que despiden los pasteles calientes no es nada grato; pero lo verdaderamente insoportable es el ambiente de la cabina, la peste que despiden el montón de zapatos viejos. «¡Uf, qué asco!». «Esto es la peste». «Además de la mierda que una gana, esta porquería de cuartucho». Pero «una» no protesta nunca, al menos ante la encargada o el jefe supremo, el propietario; «una» se conforma con murmurar un poquito de la pocilga inmunda, mientras se viste o desnuda en ella, con la compañera de turno. Lo natural es que no se ocupe siquiera del abandono y carencia de higiene de la cabina. Ya está «una» inmunizada contra el mal olor, de tal modo, que apenas lo siente; sobre todo desde los dos minutos en adelante de hallarse bajo su influencia. Además, se disfruta de tan escasa libertad en la casa que es una lástima perder los cinco o diez minutos que se invierten en el canjeo del indumento en inútiles lamentaciones o en vanos comentarios. Lo único eficaz sería elevar a la dirección una protesta colectiva. Ya se ha tratado más de una vez del asunto, pero tras muchas discusiones no se ha llegado nunca a un acuerdo: el temor de cada dependienta a perder el empleo ha ahogado la protesta. Ya una vez fue despedida una de ellas a propósito de un fuerte altercado con la encargada respecto del tema. ¡Bueno! Es un asunto nada nuevo. Las muchachas hallan siempre motivos más interesantes para sus breves charlas ocasionales; por ejemplo, el vestido de verano o el abrigo de invierno, ese único vestido temporal de la obrera, cuya adquisición y «estreno» reviste en casi todos los casos enorme trascendencia, las confidencias intimas, los «me dijo», «te dijo», de la compañera, el «asunto» de la encargada. Los problemas de orden «material» (social) no han adquirido aún bastante preponderancia entre el elemento femenino proletario español. La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su «carrera»: el marido probable. Sus rebeliones, si alguna vez las siente, no pasan de momentáneos acaloramientos sin consecuencia. Su experiencia de la miseria no estimula su mentalidad a la reflexión. Si un día su falta de medios económicos la constriñe al ayuno forzoso, cuando come lo hace hasta la saciedad. Y las dos cosas dentro de la más perfecta inconsciencia. La religión la hace fatalista. Noche y día. Verano e invierno. Norte y sur. Ricos y pobres. Siempre dos polos. ¡Bueno! A veces pocas siente que su vida es demasiado monótona y dura; pero su mente contiene suficientes aforismos tradicionales, encargados de convencerla de su error y de la inmutabilidad de la sociedad hasta el fin de los siglos. Estos proverbios son también quienes le han asegurado que no posee sobre la tierra otro patrimonio que sus lágrimas, y por eso tal vez las prodiga. 

Matilde constituye una de esas raras y preciosas desviaciones del acervo común. Matilde no habla, no comenta. Observa. Se adapta. Corta el papel de envolver, coloca el género, atiende a los clientes y los pedidos del salón con la mayor pericia. Consciente en todo momento de su obligación, pero fría.

Al cliente hay que halagarle un poquitín, querida. Un «señor» o «señora» a tiempo tienen una gran influencia sobre el cliente vanidoso. La buena dependienta debe tener esto muy en cuenta. Es usted demasiado seca con el público. No basta con servir correctamente al cliente, hay que saber halagar un tantico su vanidad.

¿Tiene usted alguna otra queja de mi trabajo?

Yo no he dicho que esté descontenta de su trabajo; solamente que es usted demasiado orgullosa.

 No creo que se me pueda exigir otra cosa.

Este breve diálogo sostenido con Matilde ha impuesto a la encargada de la personalidad de «la nueva». Las otras empleadas censuran subrepticiamente; pero Matilde dice las cosas de un modo que no admite réplica. Sin desentonos de voz, sin titubeos. Sus palabras categóricas, sencillas, han establecido una fría laguna entre Matilde y su jefa inmediata. En cuanto a las otras dependientas, varía mucho la situación. Todas ellas son muchachas sencillas, ignorantes y cordiales. Particularmente Antonia. Antonia es la veterana de las empleadas. Antonia es excesivamente gruesa, camina con pasos de pato y tiene unas manos redondas, blandas y coloradas. Antonia es viuda, pero su estado es un secreto para todos los de la casa. La dirección no admite mujeres casadas en el establecimiento, y durante sus diez primeros años de actuación en él, Antonia hubo de ocultar su situación civil como algo vergonzoso. La viudez la redimió de tan violenta esclavitud y la invistió de un aspecto resignado y bobalicón. Desde los primeros instantes Antonia ha demostrado hacia Matilde una especial ternura, que ha culminado en la confidencia de su secreto: «Sólo a ti se te pueden contar estas cosas; las demás son tan locas... Tú tienes una cosa especial...». La «cosa especial» que Antonia atribuye a Matilde es el sello de magnífica serenidad de la criatura marcada por largos años de una vida difícil; de la criatura desarrollada en la mayor miseria, cuyo cerebro no está absolutamente hueco. «Crea usted, Antonia, que lo natural es que yo sea así, y no de otra manera». De ordinario, Matilde y Antonia coinciden en uno de los turnos, precisamente en las primeras horas de la tarde, cuando el silencio y el calor son más absolutos en el local.


Tea Rooms. Mujeres obreras. Editorial Hoja de Lata. 2017. Páginas 41-45

Cuestiones para el coloquio

La obrera española, salvo contadas desviaciones plausibles hacia la emancipación y hacia la cultura, sigue deleitándose con los versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su «carrera»: el marido probable. [...] La religión la hace fatalista. [...] pero su mente contiene suficientes aforismos tradicionales, encargados de convencerla de su error y de la inmutabilidad de la sociedad hasta el fin de los siglos. Estos proverbios son también quienes le han asegurado que no posee sobre la tierra otro patrimonio que sus lágrimas, y por eso tal vez las prodiga. 

Texto 3 

Llega el verano y las trabajadoras hacen uso, por riguroso turno, de los días de vacaciones que les corresponden. Para paliar las ausencias, la dirección del salón de té pretende que el resto de la plantilla renuncie a su tarde libre entre semana, lo que despierta las protestas de las camareras.

En el mostrador de los pasteles se sigue discutiendo el problema de la abolición de «salidas». Las vacaciones estivales no implican lo más mínimo el buen funcionamiento del servicio, por cuanto en el verano el trabajo se amortigua un tanto. Por lo cual, nada justifica la absurda supresión. Antonia, como suele, sonríe resignada. ¡Bueno! ¿Bueno? Sí, es muy cómodo aguantarse con todo; cómodo para «ellos», los de arriba. Ya no falta más que rebajen los salarios y aumenten la jornada de esclavitud; y contando con la pasividad de las empleadas es de temer que lo intenten el mejor día. Otra vez se habla de protestar. Felisa, aunque débilmente, apoya la protesta, sugerida por Trini; no le afecta gran cosa la abolición: su novio hace el servicio militar, y sus fiestas, transcurridas en el cuchitril giboso de una portería, al lado de una anciana pariente, no son ciertamente perspectivas brillantes; aquí, al menos, se pasa más distraídamente el tiempo, aunque se trabaje. Matilde, aunque tampoco siente su vida complicada con la supresión los chillidos de su madre con los pequeños, las carreras de éstos, el griterío, los gruñidos de los acreedores que desfilan por su casa, no son cosas amables, por cierto, apoya la protesta por solidaridad, por convicción; únicamente Antonia retira su voto: ha sufrido demasiado durante sus largos años de servicio, de adhesión a la casa y a su reglamento, para exponerse a perderlo todo ahora, cuando la juventud ya está lejana. Bien, resignarán la protesta; de lo contrario, Antonia quedaría en una posición nada airosa respecto al resto de sus compañeras; y, verdaderamente, la cosa es soportable, si bien se mira. Total, son dos meses; además, la perspectiva de un despido en unos momentos en que la crisis de trabajo se agudiza en el mundo entero, no es nada agradable. Este último argumento, esgrimido por Antonia, disipa el deseo reivindicativo de Matilde: son veintiuna pesetas a la semana; una porquería; pero cuando no hay medios de disponer de un salario más elevado... Todo se queda en palabras y en protestas baldías, como siempre. 


Tea Rooms. Mujeres obreras. Editorial Hoja de Lata. 2017. Páginas 59-60

Cuestiones para el coloquio

Texto 4 

El chico que lleva los pasteles al salón de té siente atracción por Matilde. Esta admiración despierta los comentarios desenfadados, y quizá entrometidos, de Antonia. Pero también los pensamientos de Matilde al respecto. 

Buenas tardes.

Sin saber cómo ha podido ser, se encuentra allí ante la muchachas el chico que lleva el género, «el admirador de Matilde». 

El muchacho de la nariz de loro deja sus tableros sobre la única silla de la pastelería, para lo cual Laurita se tiene que poner en pie, continuando en esta posición su charla con los actores de la tertulia. En este instante, dice:

―¡Bah! La Garbo ya está demodée.

¿Dónde ha aprendido Laurita esta palabra, de cuyo significado no está muy segura? Tal vez la leyó en algún articulo de alguna revista de cine. Demodé. Lo cierto es que le suena bien la palabra.

El chico que trae el género saca un pañuelo y se limpia el sudor de la frente.

Hace calor, ¿eh?le pregunta Antonia. 

Mucho. Y a estas horas, más.

Sí; estas horas son las peores de la tarde. Nosotras, aquí, estamos fritas continúa Antonia. En su barrio no debe hacer tanto calor. 

En mi barrio como en todas partes. Claro que ya pilla en alto. 

Vive usted cerca de los Cuatro Caminos, ¿no?

Sí.

La señorita Matilde también vive por allí, ¿verdad, Matilde?

responde Matilde, contrariada. 

Ya la veo algunos días en el Metro, cuando me retraso .

Yo no me he fijado...

Sí. El otro día veníamos en el mismo coche; usted me tocaba con el codo en la espalda. Venía el coche muy lleno. 

Usted pensaría: «¿Por qué no vendrán siempre los coches así de llenos?».

Bueno, Antonia, déjese ya de guasas dice Matilde.

―¡Creerás tú que al muchacho le molesta lo que yo digo!

Pues a mí, sí. 

Matilde piensa enseguida que se ha puesto demasiado seria, y rectifica: 

―¡Usted, Antonia, siempre tiene tan buen humor!

El chico de la nariz de loro se retira, visiblemente cortado:

Bueno, hasta mañana.

Adiós, hombrele dice Antonia―.Y otra vez, cuando vea a una compañera, salude; la señorita Matilde no se come a la gente.

Tal vez el muchacho no la oye. O tal vez finge no haberla oído. Lo cierto es que no responde.

Matilde se acerca a Antonia, que rellena de caramelos unas bandejas de cristal.

No sé por qué habla usted así, Antonia; ya sabe que no me gusta. 

Pero lo sabe. Ese «no sé» es algo que, ciertamente, no tiene significado. Matilde sabe que Antonia se interesa en que el chico del género «le hable» a ella a Matilde―. Laurita comenzó la broma y Antonia la secunda. Pero Antonia ha tomado el asunto muy en serio. Por lo pronto, ha hecho investigaciones sobre las condiciones materiales y morales del joven. El cual habita con su padre en una casa modesta, allá lejos, en una barriada inmediata a los Cuatro Caminos. Tienen una pastelería, una de esas viejas pastelerías de los barrios humildes, cuyas tartas envejecen en el escaparate. Pero el padre quiere que su hijo sea un buen pastelero, un perfecto pastelero que pueda salir algún día de «esta mierda de barrio», y lo ha colocado en la gran fábrica acreditada, donde amplía sus prácticas al lado de conspicuos reposteros franceses y alemanes.

Ya sabes que lo hago de buena fe, mujer le dice Antonia a Matilde. El chico es un infeliz; lo que se dice una buena persona. Y con sus cuartitos. Hay que tener esto muy en cuenta. Piénsalo bien, chica. Se ve, desde luego, que está por ti, y en cuanto no te viera tan arisca... Yo te lo digo por tu bien. Fíjate el porvenir que la aguarda a una aquí... Y ya sé que tú no eres de esas románticas que se hacen ilusiones.

¿Románticas? Antonia llama románticas a las muchachas que aún siguen esperándolo todo de una buena boda. Y, en efecto, Antonia ha podido observar que Matilde no pertenece a esa clase de mujeres. Matilde sabe por referencias; ella no ha conocido otrosque los tiempos han cambiado mucho. Escasean los «príncipes», y a los pocos que quedan les ha dejado en una situación muy desairada la revolución rusa. ¡Pobres príncipes del siglo XX, convertidos en figurines de «pollos bien», en primeras figuras de ballet y en héroes de reportaje de revista gráfica! Matilde ha visto de cerca, ha «tocado» la tragedia del hogar, la «felicidad», «la paz» del hogar cristiano, tan preconizado por curas y monjas. El marido llega a él cansado de trabajar cuando hay trabajo―. Allí hay unos chiquillos que gritan, que lloran, y una mujer mal vestida y gruñona, que ha olvidado hace muchos años toda palabra agradable y cuyas manos huelen insoportablemente a cebolla. «Bueno, ya no tengo dinero; fijate». «Está bien. No me eches cuentas. Supongo que no te lo habrás comido». «¡Se lo contaré al vecino!». «Bueno, ¿y qué? Yo no puedo hacer más. Estoy todo el día hecho un burro». «¿ Y yo no trabajo? ¡Pero como no traigo dinero!». El marido piensa que las cosas de la casa se hacen por sí mismas (¡milagrera meseta del fámulo Isidro!) y no le da importancia alguna al trabajo de su mujer, al embrutecedor trabajo doméstico.

«Me echas en cara el pan que me como, pero bien me lo gano», dice la esposa. O bien: «Tú quisieras que yo trajese dinero a casa, ¿verdad? Con tal de que no te pidiera un céntimo, te daría igual que lo sacara de donde fuese. Pero como no tengo ningún querido que me lo dé...», etcétera. ¡Horrible! Da igual que el hogar sea un piso alto, o que sea una pastelería. Varía el sitio nada más. Los chicos, en lugar de meter las manos en la tina del agua sucia, las introducen en la masa extendida sobre los tableros de la cocina. Por lo demás, el marido también dice que no puede con tanto trabajo, y la esposa repite hasta el cansancio que está «todo el santo día hecha una mula». Pero también hay mujeres que se independizan, que viven de su propio esfuerzo, sin necesidad de aguantar tíos. Pero eso es en otro país, donde la cultura ha dado un paso de gigante; donde la mujer ha cesado de ser un instrumento de placer físico y de explotación; donde las universidades abren sus puertas a las obreras y a las campesinas más humildes. Aquí, las únicas que podrían emanciparse por la cultura son las hijas de los grandes propietarios, de los banqueros, de los mercaderes enriquecidos; precisamente las únicas mujeres a quienes no les preocupa en absoluto la emancipación, porque nunca conocieron los zapatos torcidos ni el hambre, que engendra rebeldes. Matilde ha oído algo sobre esto, no recuerda dónde; o lo leyó en algún libro, tampoco recuerda exactamente cuál. En los países capitalistas, particularmente en España, existe un dilema, un dilema problemático de difícil solución: el hogar, por medio del matrimonio, o la fábrica, el taller o la oficina. La obligación de contribuir de por vida al placer ajeno, o la sumisión absoluta al patrono o al jefe inmediato. De una o de otra forma, la humillación, la sumisión al marido o al amo expoliador.

¿No viene a ser una misma cosa? 

No te pongas tan seria, chica; no te volveré a hablar de esto.

Si no me pongo seria, Antonia.

[...]

Sí; claro. Pero, bueno, usted sabe que no es nada agradable para uno que le digan que no. Yo no he tenido aún novia formal. Cosas de chicos, allá en mi barrio pero en serio, nada. Francamente, Antonia: a mí me gusta la señorita Matilde, de verdad. Yo la hablaría en serio, para casarnos pronto. Es una chica muy formal, de lo que no abunda por ahí... Y en mi casa hace falta una mujer. Mi madre se murió cuando yo era muy chico. Mi padre y yo, toda la vida andando en manos de criadas... Cuando me case trasladaremos la tienda a una calle más céntrica. En fin; usted comprenderá que, como no se trata de un juego de chiquillos, me interesa saber cómo le podría caer a ella antes de dar un paso así.


Tea Rooms. Mujeres obreras. Editorial Hoja de Lata. 2017. Páginas 127-131 y 136

Cuestiones para el coloquio

Texto 5

El texto pertenece al penúltimo capítulo de la novela. Está a punto de producirse el desenlace. El fragmento va entrelazando las vicisitudes personales de tres de los personajes: Laurita, Marta y Matilde. 

Laurita cierra la puerta de la cabina y enciende la luz.

Ya están todas afuera, cada cual a lo suyo. La encargada la ha mirado y sonreído irónicamente: «Buenos días, Laurita». Laurita ha simulado no advertirlo. 

Al empezar a desnudarse la estremece un calofrío intenso, la hace temblar. Cuelga el vestido de calle. Enseguida, su mano temblona busca uno de los senos, lo palpa, oprime el pezón, breve y oscuro, y unas gotas amarillentas y espesas se le derraman sobre el fino opal de la camisa. La secreción ha fluido antes sobre la seda del sostén y se ha secado en ella. Pronto sus caderas ensancharán y su vientre comenzará a deformarse. Quizá ya ha ensanchado bastante. Su madre le dijo anoche: «Tú estás algo más gruesa, pero no más fuerte. Este mes no has tenido "eso" y el anterior tampoco. Seguramente estás débil». Pronto será imposible ocultar la situación. ¿Qué ocurrirá entonces? Laurita vuelve a temblar de frío. Se viste deprisa el uniforme y sale. Sin retocarse los labios ni mirarse al espejo. Cuando deja la llave en el mostrador de la encargada, oye decir a Antonia en el teléfono:

―No me han traído los pastelillos para rellenar que encargué anoche. Necesito que me los manden antes de las doce. 

Matilde limpia los cajones del mostrador y coloca en ellos los bollos. 

[...]

Estás pálida, Laurita.

Me duele mucho la cabeza. 

Yo tengo un calmante en el bolsillo.

Gracias, Antonia; no me gustan esas porquerías. 

Matilde y Antonia comprueban el género que llegó hace una hora de la fábrica.

Oye, Laurita, lo que me dice Matilde: ha visto a Marta; se ha «echado a la vida».

―¿Sí?

Mejor quisiera no haberla visto.

¿Cuándo ha sido? ¿Ahora?

No; anoche. Salía de un cine de la Gran Vía con otra chica de muy mala pinta. 

Bueno; pero, ¿cómo te has enterado?

Me acompañó al tranvía. Dejó a la amiga y se vino conmigo. Vive con un ingeniero alemán. Está muy contenta.

¿Pero cómo llegó a...? 

―¡Bah! Es bien fácil. Después de salir de aquí por lo que salió, ¿cómo iba a encontrar donde trabajar, según está todo y sin un certificado de buena conducta? Son cosas que se ven todos los días; pero que, viéndolas tan de cerca, siempre la sorprenden a una un poco.

¿lba bien?

―Sí; muy guapa.

¡Ya ves!

«Bueno, llegar a "eso". Pero todo es preferible a esta incertidumbre de no saber lo que pasará; de no poder mirar el porvenir de frente», piensa Laurita.

La determinación de Marta ha soplado un viento de tristeza sobre las muchachas de la pastelería.

Paula, «la nueva», coloca bajo la vitrina anchas bandejas colmadas de pasteles. Resume, a través de la conversación de sus compañeras, que se trata de alguna antigua dependienta de la casa, y le pregunta a Antonia: 

―¿Es alguna chica que estuvo aquí?

―Sí. 

«Todo es preferible a "esto", que irremediablemente ha de llegar si antes no se destruye; porque puede destruirse». Laurita siente que su seno se endurece con el correr de los días, que sus pezones se tornan oscuros, que ensanchan de un modo alarmante. Espera, con temor, que de un momento a otro la sacudida del nuevo ser la estremezca, como momentos antes la humedad en la cabina oscura.

Suena el teléfono.

La encargada acude y reaparece enseguida:

Una de la pastelería al aparato.

«La nueva» recibe el recado.

Preguntan del «Porto» cuándo van a mandarse los bollitos para rellenar.

¡Y no los han traído aún!exclama AntoniaDi que enseguida van. A ver ahora cuándo viene ése. ¡Le vas a tener que meter en cintura, Matilde; tiene una pasta! 

―¡Bueno!

El chico del género continúa sin atreverse a abordar francamente a Matilde. Únicamente, ayer le dijo al salir:

«Me gustaría acompañarla una tarde, señorita Matilde. Ella guardó silencio y él salió disparado del salón, confuso y sin añadir una sola palabra. Y esta mañana apenas la ha mirado al darle los «buenos días». Al parecer olvidó lo de ayer. O al contrario: lo tiene bien presente y este recuerdo le turba con exceso. «¡Cosa más simple de hombre!», exclamó hoy Antonia, al observar la frialdad del muchacho de la nariz de loro hacia Matilde.

Ésta recuerda su encuentro con Marta. Marta estaba más guapa y algo más gruesa; más acusados los senos y las caderas. Reía con una risa sana, feliz. (¿Por qué no?) «Como bien y tengo veinte duros en el bolsillo». Intentó invitar a Matilde. «No, gracias; no puedo entretenerme. Ya sabes que vivo muy lejos». Le brillaban los ojos bajo el fieltro blanco del sombrero. Una de sus manos, enguantadas, oprimía el brazo, oprimía la manga rozada del abrigo de Matilde. «Ya ves, las cosas vinieron así». Se llega fácilmente a «eso» cuando en casa hay una hermana medio tuberculosa y un padre «parado» hace más de un año, y una madre con los huesos deformados de tanto lavar ropas ajenas; una madre que gruñe incansable, incesantemente... Y una chiquitina vestida de limosna. Se renueva la experiencia infructuosa de la búsqueda de trabajo, dispuesta a desempeñar «lo que salga», y luego de muchos «No hace falta», se abandona una y se deja «conducir» captada por el anuncio inmoral, en el que se adivina la salvación: «Doña Patro relaciona personas decentemente», hasta el hotelito aislado, alcahuete. «Aquello era una esclavitud enorme. En esas casas no se dispone de la menor libertad; no tiene una nada suyo. Ahora estoy bien: tengo mi casa y no tengo que aguantar porquerías a tanto tío». «¿Tu familia?». «Mi padre se puso por las nubes; hasta dijo que me iba a matar. No le he vuelto a ver, ni a mi madre tampoco. Sé que están bien. Mi hermana es la que viene por casa muy a menudo, con su chica. Ya puedes suponer: la ayudo mucho. Ahora se ha puesto a coser por las casas. Pero tiene poco trabajo; ya sabes cómo están las cosas. Si quisiera, no le faltaría un hombre que la tuviera bien; aunque está bastante estropeada, es muy guapa; pero es así. Tiene unas ideas muy antiguas. ¿De qué te ríes? Le damos demasiada importancia a lo que no la tiene. Mi amigo, que es alemán y ha viajado por todo el mundo, dice que estas cosas no tienen ninguna importancia; que hay muchachas ricas que se pasan la soltería "divirtiéndose" y antes de casarse van a ver a un médico, y arreglado». Todo estriba en saber «no perder». «Fíjate mi hermana: ésa sí que está bien perdida». Marta se ha renovado. Ha variado de conceptos, enriqueciendo su organismo en glóbulos rojos. Pero tampoco es «eso»; tampoco Marta está en el camino cierto de la libertad, de la emancipación. Marta hace de «eso» un fin, no un medio, y «eso» sólo puede estar menos mal (nunca bien) como un medio para un fin determinado; por ejemplo, estudiar aprovechando las facilidades económicas del amigo; hacerse una cultura emancipadora. «Sí; yo me voy a romper ahora los cascos estudiando». Marta parece estar muy segura de la estabilidad amatoria de su amigo; pero esa estabilidad no es, probablemente, más sólida que un puñado de sal en el agua. No; tampoco es «eso». Un día, el amigo se cansa y otra vez a rodar en pos de otra «Doña Patro»; ahora el camino está claro. A pudrirse las entrañas y el cerebro.

Surge el chico del género con un paquete debajo del brazo.

Ya es hora le dice Antonia. 

El que tomó la lista se olvidó del encargo.

Ya me han preguntado antes por teléfono.

El muchacho deja el paquete encima del mostrador. Está al lado de Antonia, dirigiéndole la palabra. La bata azul que lo envuelve, le llega hasta los tobillos. Su perfil de loro le es a Matilde profundamente antipático. Lo adivina en el porvenir gordo, calvo, con unas alpargatas pringosas y esa nariz de loro y esa bata azul... Algo horrible. 

Bueno, señorita Matilde; ¿cuándo va a querer que la espere?

No, déjelo; no me espere nunca. Matilde ha contestado muy rápidamente. No. Imposible. Cuando ve desaparecer al muchacho se siente libre, completamente libre.

¿Qué te decía?le pregunta Antonia. 

Lo mismo. Ya le he dicho que no me espere.

Allá tú, chica. 

No. Tampoco es éste el camino. 

Laurita parece aislada durante toda la mañana del resto de sus compañeras. Su drama íntimo la absorbe por entero. Por momentos crece su decisión de poner en práctica la inspiración de su novio: «Eso se puede destruir en los dos primeros meses sin el menor peligro». Y esta misma noche, al encontrarse con él, le dice por todo saludo, apretándole una mano con fuerza: 

Dices que esto «esto» se puede deshacer sin peligro. 

Aún sí.

Pues se deshace. 


Tea Rooms. Mujeres obreras. Editorial Hoja de Lata. 2017. Páginas 187-195

Cuestiones para el coloquio

Indicaciones para la valoración personal de la obra

A partir de tu lectura personal de Tea Rooms y de las líneas de análisis e interpretación que han ido surgiendo a lo largo de las conversaciones sobre los fragmentos que hemos trabajado en clase, elabora una valoración crítica de Tea Rooms siguiendo esta estructura:

Bibliografía recomendada