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Durante el siglo XIX se produce en España una auténtica revolución que lleva a los liberales al poder, a pesar de que durante la mayor parte del siglo gobernaron los conservadores.
Los soberanos que reinaron durante este periodo fueron: Carlos IV (1788-1808), Fernando VII (1808-1833), Isabel II (1833-1868), Alfonso XII (1875-1885) y Alfonso XIII (1886-1931), junto con José Bonaparte (1808-1813) y Amadeo de Saboya (1871-1873). Los gobiernos, y los hechos, que hicieron posible este cambio fueron: la guerra de la Independencia entre 1808 y 1814, el sesenio absolutista entre 1814 y 1820, el trienio liberal en el que gobierna el general Riego (entre 1820 y 1823), el decenio absolutista entre 1823 y 1833, los diferentes gobiernos isabelinos entre 1833 y 1868, el bienio liberal de Prim (entre 1868 y 1870), Amadeo de Saboya entre 1870 y 1873, la primera República entre 1873 y 1874, los gobiernos de Alfonso XII entre 1875 y 1885 y la regencia de María Cristina entre 1885 y 1902.
Durante la mayor parte del siglo el Estado continúa siendo absolutista, a la manera de las monarquías de Antiguo Régimen. Pero en toda Europa es está agotando la fórmula del monarca absoluto, incluso si este es ilustrado, y al terminar el siglo la mayoría se han convertido en monarquías constitucionales. Esta fórmula se inicia, en España, con Fernando VII, aunque, en realidad, no se asienta hasta que no llega al poder Isabel II.
El siglo empieza bajo el reinado de Carlos IV, un rey ilustrado, pero pronto queda marcado por la guerra de la Independencia contra Napoleón, en 1808. Esta guerra, y el vacío de poder que produce el exilio del rey Fernando VII, dará al pueblo español la oportunidad de convocar las Cortes. Será la primera vez que las Cortes se convoquen a iniciativa del pueblo y no del rey. Las Cortes se reúnen en Cádiz entre 1810 y 1814, la única ciudad importante en la península que no está bajo dominio napoleónico. Estas Cortes son predominantemente liberales, y consagran los principios de libertad, igualdad y propiedad, los cuales son derechos naturales e inalienables que todo hombre debe tener. Consagra, también, la división de poderes entre: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Tres poderes que son supremos e independientes entre sí. Esto significa que se reconoce el derecho del pueblo a participar en la creación de la ley, a través del poder legislativo. El poder ejecutivo se deja en manos de la corona, que tiene veto suspensivo, y sanciona las leyes que son votadas en las Cortes. El poder judicial es también independiente, y se administra en nombre del rey por profesionales. También se reconoce la soberanía nacional, y el sufragio universal, masculino e indirecto. Todas estas aspiraciones son recogidas en una constitución que se promulga en Cádiz en 1812.
Las Cortes que se reunieron en Cádiz, por la Junta General Central, que era quien llevaba el peso de la guerra contra los franceses, eran unicamerales, y esta será la fórmula que se consagre en la constitución como modelo parlamentario. La labor de estas Cortes será hacer una constitución que reorganice todas las relaciones sociales según el modelo de sociedad liberal. Esta aspiración es posible por la ausencia de España del rey y la experiencia de un gobierno liberal que se ha tenido durante el reinado de José Bonaparte. Se inicia, así, un proceso de revolución liberal que no terminará hasta que se asienten definitivamente en el poder, bajo el reinado de Isabel II, y que tendrá varias etapas contrarrevolucionarias.
Con el fin de la guerra de la Independencia, y la expulsión de los franceses, vuelve a España Fernando VII. Fernando VII sigue siendo un rey absolutista, aunque en un principio acepta la constitución de Cádiz para poder volver al país. Acepta respetar ciertas garantías constitucionales, como que las órdenes del rey deben ser refrendadas por las Cortes, las cuales han de reunirse, al menos, una vez al año, el 25 de febrero y durante tres meses. La corona no podía suspender las sesiones. Las Cortes elegirían una diputación permanente para el tiempo en que no estuviesen reunidas. Y, además, se crearía un cuerpo de ciudadanos armados que garantizasen el cumplimiento de la constitución. Sin embargo, al poco tiempo de estar en el poder, Fernando VII suspende la constitución y vuelve a gobernar como un monarca absoluto.
Pero los liberales no se resignan, y el general Riego da un golpe de Estado, en Cabezas de San Juan, e impone la constitución al rey en 1820, inaugurando así tres años de gobierno liberal, el trienio liberal. Pero la restauración absolutista se extiende por toda Europa, y Fernando VII recupera otra vez el poder. Para ello se apoya en los reyes absolutos que han vuelto a dominar Europa y que le envían, en 1823, el ejército de los 100.000 Hijos de San Luis, para que recupere sus poderes absolutos. Así termina la primera experiencia constitucional española.
Sin embargo, las cosas ya no podían ser como en el siglo pasado, y el rey para mantenerse en el poder debe conceder una serie de cartas otorgadas en las que el soberano renuncia a algunas de sus prerrogativas, con las que los liberales controlan en algo su poder.
La monarquía absoluta no podía subsistir mucho tiempo más a la pujanza de la burguesía liberal, y en toda Europa fue cayendo a lo largo del siglo. En España sucumbió a la muerte de Fernando VII. A Fernando VII le sucede Isabel II, que en el momento de acceder al trono es menor de edad, lo que hace necesaria una regencia. La regencia la ostentan su madre, María Cristina, entre 1833 y 1840 y el general Espartero entre 1841 y 1843. Para que Isabel II pudiese gobernar era necesario abolir en España la ley sálica y para ello María Cristina se apoya en los liberales, que serán quienes la mantengan en el poder. Esto favorece el acceso de los liberales moderados a los cargos de responsabilidad y de gobierno, y así se asientan definitivamente en el poder. Sin embargo, esto provoca la guerra civil carlista, en favor del pretendiente al trono don Carlos, de carácter absolutista. Esta será la primera de tres guerras carlistas, 1833-1840, 1846-1848 y 1872-1876.
El modelo que proponen los liberales es el de una monarquía constitucional: que se caracteriza porque la corona tiene un papel moderador en los conflictos políticos. El rey, o la reina, arbitran en los conflictos del gobierno, al que eligen libremente. Las Cortes controlan al gobierno aunque pueden ser disueltas por el rey, o la reina. Este modelo de monarquía se diferencia mucho de la monarquía parlamentaria, en la que el rey es el jefe del Estado, pero no tiene ningún poder político.
El modelo de monarquía constitucional entrará en vigor con la constitución de 1837, y salvo modificaciones puntuales, con nuevas constituciones en 1845, 1869 y 1876, que no suponen cambios substanciales, estará vigente hasta 1923.
En todo este periodo se alternarán en el poder los liberales moderados y los liberales progresistas. La diferencia entre moderados y progresistas no está en el modelo de constitución, sino en las leyes orgánicas que permite desarrollar, como: la ley electoral, la ley de prensa, de asociaciones, etc. La izquierda política, marxista, no será un grupo que pueda acceder al poder. Ni siquiera es una fuerza muy implantada en la sociedad. En realidad, no será un grupo políticamente activo hasta la década de 1890, cuando empiecen calar en la sociedad sus reivindicaciones de sufragio universal, libertad de expresión, etc. El juego de mayorías, durante todo este periodo, está hecho a la medida del rey que siempre tiene la mayoría bien en el gobierno, bien en las Cortes.
Durante todo este periodo los liberales progresistas gobernarán tan solo en tres ocasiones: una entre 1835 y 1837, otra bajo la regencia de Espartero entre 1840 y 1843 y otra justo antes de la proclamación de la primera República. Sin embargo, durante todo el tiempo hay levantamientos urbanos y pronunciamientos de carácter progresista que favorece el asentamiento en el poder de los liberales más reaccionarios, como la «dictadura» de Narváez en 1844.
Las tensiones con la monarquía irán aumentando, hasta que lleguen a su culmen en 1868, en la que tras un golpe de Estado Isabel II tiene que exiliarse, Serrano asume la regencia del reino y Prim el gobierno. Como necesitan tener un rey, en 1870 ofrecen el trono a Amadeo de Saboya, que reinará durante tres años, hasta 1873 fecha en la que se proclama la primera República. Sin embargo, esta primera república no cuenta con los apoyos suficientes, sobre todo por parte de la burguesía, y fracasa ese mismo año.
En 1874 se restaura la monarquía borbónica, en la figura de Alfonso XII, tras el golpe de Estado del general Martínez Campos en Sagunto. Se vuelve al sistema de monarquía constitucional. La gran figura política de este periodo es Cánovas. El sistema se mantiene sobre dos pilares: la alternancia de los dos grandes partidos, los liberales y los moderados. Ambos partidos son capitalistas, monárquicos y parlamentarios. Sin embargo, en esta época aparecen otros partidos organizados, y cada vez con mayor implantación en la sociedad, como el Partido Socialista Obrero Español, o diferentes partidos nacionalistas y republicanos.
Durante el reinado de Alfonso XIII el régimen se tambalea cada vez más, y en 1923 Miguel Primo de Rivera da un golpe de Estado y pone fin al modelo de monarquía constitucional. Primo de Rivera gobernará hasta 1930; y en 1931 se proclamará la segunda República.
La constitución de Cádiz de 1812, además de tener un programa político, trata de reformar la Administración pública española para que se adapte a los intereses de la burguesía liberal. La constitución de Cádiz trata de hacer la Administración española uniforme en todo el país: suprimiendo las peculiaridades y las diferencias territoriales de los distintos reinos. Esta uniformidad es mayor aún que la impuesta por los Borbones el siglo anterior. Este hecho fue aceptado por todos los diputados de todos los reinos que se reunieron en Cádiz. Se proclama la igualdad ante la Ley, una misma ley para todo el reino y para todos los estamentos sociales, lo que termina no sólo con las diferentes legislaciones de los diferentes reinos de España, sino, también, con las legislaciones diferentes que se aplicaban a la aristocracia, la Iglesia o al pueblo, según los diferentes gremios.
También se proclama la unidad del fuero y de los códigos, con los que las leyes y los acuerdos que se tomen en adelante tendrán validez en toda España. Se consagra la proporcionalidad ante el impuesto, pagando más los que más tienen, aunque aún no es un impuesto progresivo. El servicio militar se hace obligatorio, para crear una fuerza militar comprometida con la defensa de la constitución. Se hace un plan de enseñanza uniforme para toda España. Estas medidas se completan en 1837 con el principio de acceso a los cargos públicos, según méritos y capacidad individual. Otra de las medidas que tratan de uniformar la Administración española es la división del país en nuevas provincias, una división que se hace definitivamente en 1833 tras varios intentos fallidos. En 1834 los alcaldes pierden sus funciones judiciales en favor de los jueces letrados, creándose así los partidos judiciales. Además, los cargos de los ayuntamientos y las diputaciones se hacen electivos. Sin embargo, la uniformidad no es absoluta, ya que en 1839 se confirman los fueros de Navarra y en las provincias vascongadas, en el Convenio de Vergara, que pone fin a la guerra Carlista.
La ordenación del territorio
Para la Administración liberal la división provincial del Antiguo Régimen, con enclaves de unas provincias en otras, es extremadamente ineficaz. Se hace necesaria una nueva división provincial que unifique los territorios y que permita centralizar las funciones administrativas en una capital. La guerra de la Independencia despierta los sentimientos nacionales de los españoles, que predominan sobre los sentimientos locales y de los antiguos reinos. La constitución de Cádiz consagra el principio de la soberanía nacional, así que el país estaba preparado para la reforma del territorio en nuevos conjuntos, y para la centralización administrativa. El acuerdo no fue difícil, aunque no estuvo exento de tensiones. Se implantará el principio de la administración única, con el pretexto de la generalización de los privilegios particulares, con lo cual los territorios que tenían ciertas prerrogativas no las pierden, aunque se generalicen y las tengan también los demás.
Entre 1811 y 1837 se derogan los señoríos jurisdiccionales, en un complejo proceso que supone una nueva organización del país, ya que se deroga su jurisdicción particular.
Pero la reforma de la organización territorial comienza en 1810 con la división provincial que proponen los ministros de José Bonaparte. El modelo que sigue para esta nueva división provincial es el modelo francés. Divide España en 38 prefecturas y 111 subprefecturas. Esta división del territorio se tomará en cuenta en las Cortes de Cádiz para hacer su propuesta de una nueva división provincial. Se prevé la creación de 32 provincias, sacadas del nomenclátor de Floridablanca pero con algunas correcciones. Sin embargo, esta división provincial es inoperante, pues mantiene los vicios de antes, al consolidar la mayor parte de los enclaves de unas provincias en otras, lo que dificulta la centralización administrativa.
En 1813 Felipe Bauzá dibuja el proyecto de una nueva división provincial. Este proyecto divide España en 44 provincias. Para ello sigue criterios históricos. Sin embargo, esta división nunca llegó a aprobarse ya que la vuelta de Fernando VII supuso la restauración del Antiguo Régimen, y el fin de los intentos de una nueva división provincial.
Sin embargo, la nueva realidad de España exigía otra división del territorio, a pesar de las reticencias del rey. Durante el trienio liberal (1820-1823) se vuelve a intentar la división del territorio, y en 1822 se vuelve a encargar a Bauzá el proyecto. Su nuevo plan divide España en 52 provincias, las actuales más Villafranca y Calatayud, y con capitales de provincia en Játiva, Chinchilla y Vigo. Esta nueva división provincial se hace con criterios de población, extensión y coherencia territorial. Los nuevos territorios reciben el nombre de las ciudades capitales de provincia, que prevalecen por encima de los nombres históricos de los reinos. La división tampoco tiene en cuenta los límites históricos de los territorios, y se eliminan muchos enclaves, aunque no todos. Esta nueva división territorial desata pugnas entre ciudades para ser la capital de la provincia, ya que eso significa tener la Administración central, aunque estas discrepancias son menores. Este proyectose llegó a aprobar pero no llegó a entrar en vigor ya que Fernando VII recuperó su poder absoluto con la ayuda de los 100.000 Hijos de San Luis.
La división definitiva de España en provincias se haría en 1833, cuando los liberales estaban definitivamente asentados en el poder. Fue Javier de Burgos quien propuso la nueva división provincial. Esta era, básicamente, la del plan de Bauzá de 1822, excepto las provincias de Villafranca y Calatayud, y con algunas capitales cambiadas, como Chinchilla, Játiva o Vigo. Se crean 49 provincias, al frente de las cuales se pone como responsables del gobierno a la nueva figura de los subdelegados de Fomento, antecedentes de los gobernadores civiles (hoy delegados del Gobierno). Esta división territorial será en el futuro la base de todas las divisiones posteriores del territorio, tanto superiores, como inferiores. La división se hace fundamentalmente concriterios geográficos, de población e históricos. Sólo en las provincias vascongadas y en Navarra las provincias conservan sus nombres históricos, en los demás sitios asumen el nombre de la capital de provincia. Sin embargo, se tiene en cuenta algunos enclaves históricos, aunque menores. El más importante es el condado de Treviño, perteneciente a Burgos y enclavado en Álava. En esta ocasión las pugnas por obtener la capitalidad son más violentas, ya que se esperaba que esta división provincial fuese definitiva. La capital tendió a ponerse en el centro de la provincia, aunque hubo excepciones, como la de Badajoz. Además, se pretendía que la Administración de las capitales fuese fuerte, vigorosa y centralizada. Esta división tuvo éxito rápidamente, y se consolidó muy pronto, gracias a que las capitales de provincia fueron dotadas pronto de sus respectivas autoridades, que empezaron a ejercer sus poderes, con el beneplácito real.
Al año siguiente, 1834, se consolida la división provincial con la creación de los partidos judiciales, a los que pertenecerían los ayuntamientos, y que serán competentes como juzgados de primera instancia e instrucción. En 1868 había en España 463 partidos judiciales. Además, estos partidos judiciales servirán de base para hacer los distritos electorales y la recaudación de las contribuciones a Hacienda, lo que explica, también, el éxito del proyecto.
Esta división provincial sufriría pocas revisiones en el futuro. En 1836 se amplía Valencia a costa de Alicante. Entre 1844 y 1845 Guipúzcoa tuvo la capital en Tolosa, en lugar de en San Sebastián. En 1846 se rectifica la frontera entre Ciudad Real y Albacete. En 1851 Requena y Utiel pasan de Cuenca a Valencia. Y en 1927 se produce la modificación más importante al dividir las Canarias en dos provincias: Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife.
Paralelamente a la uniformidad política y administrativa y territorial surgen en España los nacionalismos radicales separatistas. Las guerras carlistas dejan de lado sus reivindicaciones legitimistas y se vuelve a una defensa de los fueros tradicionales de Navarra y el País Vaso.
Sin embargo estas no son las únicas medidas que se toman para hacer de la Administración un cuerpo uniforme en todo el Estado. En 1822 se promulga el Código Penal, que estará vigente hasta 1996, en 1829 el Código de Comercio, en 1859 el Código Civil, etc. Estos códigos garantizan que en todo el territorio nacional exista la misma ley para todos, y para todas las actividades, por encima de las leyes tradicionales, ya que son leyes nuevas que afectan a todo el país y que convienen a todo el mundo.
No hacía falta la experiencia de la guerra de la Independencia para demostrar que la hacienda del Antiguo Régimen estaba en continua bancarrota. Fueron muy frecuentes en el siglo XVIII las suspensiones de pagos y las ventas de oficios, derechos e impuestos, y los encabezamientos, para pagar las deudas que contraía la corona, por medio del sistema de asientos. Pero, además, la guerra de la Independencia, y hasta 1820, supuso el total aniquilamiento del capital público, lo que hizo necesaria una reforma de la hacienda, a pesar del absolutismo monárquico de Fernando VII.
Las Cortes de Cádiz habían diseñado una hacienda liberal para hacer frente a los gastos de la guerra. Propugnaba la igualdad ante la ley, lo que significaba que todo el mundo, incluso las clases privilegiadas, debían pagar impuestos. Se liquidaba la fiscalidad eclesiástica, que detraía gran cantidad de recursos a las arcas públicas. Se proponía la novedad de hacer un presupuesto equilibrado para controlar los gastos del Estado, la constitución de Cádiz es la primera en Europa que emplea este término en documentos legales. Y se pedía que las cuentas públicas estuviesencontroladas por el Parlamento. Pero recaudar este dinero, cobrando directamente a las personas físicas, era inviable en la época, y muy caro, por lo que se estableció la contribución directa, es decir, se asignó un cupo de dinero a un territorio donde se debía recaudar. Este cupo se hizo siguiendo criterios de riqueza territorial, según el nomenclátor de Floridablanca. Se estableció la proporcionalidad del impuesto, según la cual debían pagar más los que más tenían, incluso hubo intentos de establecer impuestos progresivos, pero no llegaron a cuajar. El presupuesto establecía la estimación de ingresos y gastos, y se admitía un déficit escaso. Lo que era inadmisible era el superávit. El primer presupuesto de nuestra historia fue el de 1814, de 1.000 millones de reales.
Sin embargo, todo esto quedó en suspenso con la restauración borbónica, que trata de volver al sistema de hacienda del Antiguo Régimen, mejorando la administración y la recaudación. Se vuelve a los estancos, los equivalentes y los diezmos, pero en dos años la corona tiene una deuda de 700 millones de reales, y no queda otro remedio que reformar la hacienda.
El primer intento de reforma de la hacienda, dentro del Antiguo Régimen, se encarga a Martín de Garay que propone una contribución general según la riqueza territorial. Para esto es necesario crear un Cuaderno general de la riqueza territorial. Este Cuaderno se hace por medio de una encuesta voluntaria, que se envía a los ayuntamientos, lo que favorece que haya muchas ocultaciones. También pretendió elevar los impuestos de paso y otros impuestos tradicionales. Pero todo esto era insuficiente e ineficaz, por lo que fracasó, y encima se le tomó por liberal.
A Garay le sustituyó Luis López Ballesteros que continuó con el modelo de hacienda del Antiguo Régimen, pero introduce, para controlar las cuentas de la corona, la elaboración de un presupuesto. Este sistema funcionará entre 1827 y 1831. Pero tras la muerte de Fernando VII se desata la guerra civil carlista, mientras sube al trono Isabel II, que es menor de edad. En esta época los liberales se asientan en el poder y llevan a cabo sus reformas de la Hacienda. La figura más relevante de este periodo de fue Mendizábal (Juan Álvarez Méndez) que en los dos años que estuvo en el poder (1835-1837) como ministro de Hacienda abordó la desamortización eclesiástica (1836), lo que significó un gran aumento de los recursos de la Hacienda no solo por la venta de los bienes de la Iglesia, sino también por el fin de los diezmos, en 1837. La Iglesia desaparece como perceptora de impuestos directos, a partir de ahora la Iglesia se mantendría por la asignación del Estado en concepto de culto y clero.
Cuando Narváez accede al poder en 1844, su proyecto moderado supone un retroceso tras el gobierno liberal anterior. Narváez introdujo la costumbre de presentar un proyecto de presupuesto en las Cortes, aunque no se admiten enmiendas. Alejandro Mon presenta su reforma de la Hacienda en la que se introducen nuevas contribuciones: sobre los inmuebles, la industria, el comercio, el consumo y el derecho de hipoteca. Su objetivo es gravar las rentas de los terratenientes. La manera de recaudar estos impuestos se hace según un cupo territorial por provincias. Esta contribución será recaudada por las diputaciones, lo que favorece el fraude a la hora de pagar. Para evitar esto, se impone una cuota de garantía, la cual si se excedía se podía reclamar. Este sistema fue bastante estable, porque se consideraba bueno que la Hacienda devolviera dinero a las diputaciones, con lo que se tendía a no ocultarla riqueza. Pero Mon es, también, el ministro que suspende la venta de los bienes de la Iglesia, parando la desamortización que había iniciado Mendizábal.
Este sistema se completa con Juan Bravo Murillo que, al acceder al Ministerio de Hacienda, introduce en las cuentas del Estado el sistema contable, con lo que la información gana en fiabilidad, y los presupuestos pueden ajustarse más.
Cuando los liberales llegan al poder en 1868 comienzan una serie de reformas legislativas que tienen como objeto transformar las antiguas relaciones sociales, según sus intereses. Estas leyes pretenden crear un mercado sin fronteras y sin trabas fiscales para el comercio. Conciben el Estado como el guardián del orden, garante de la integridad del territorio y del funcionamiento de las reformas. Además, se hacen todos los esfuerzos posibles para salvaguardar la propiedad, bajo el nuevo concepto de propiedad liberal. A pesar de los esfuerzos, nadie será capaz de reducir significativamente el gasto público, por lo que se hace necesario la recaudación de impuestos, unos impuestos que se pretenden que sean generales y proporcionales.
Álvaro de Figueroa (Conde de Romanones) es el gran ministro de Hacienda de esta época. Su labor incluye la reforma del cuadro de ingresos, la desaparición de los impuestos de paso, del monopolio de la sal y otros estancos, y los impuestos sobre sucesiones directas. Pero la pieza clave de su reforma es la supresión de la imposición del consumo, la modificación de las aduanas y la creación de un impuesto personal. Su reforma grava, por orden de importancia: la tierra, la industria y el comercio. A pesar de esto, la mayoría de los impuestos que se recaudan son indirectos. Quedan exentos de imposición las rentas del capital y del trabajo. Además, los impuestos de circulación, que no de paso, los paga todo el mundo, incluso los que estaban exentos.
Donde se produce un debate entre los liberales es en la cuestión de los aranceles. Figueroa es partidario de un arancel proteccionista para proteger la industria española, en tiempos de crisis. Sin embargo, su sucesor, Pascual Madoz, es partidario de las tesis librecambistas.
Este sistema es muy avanzado para la época, pero tiene dificultades de recaudación, sobre todo del impuesto personal, por lo que se produce una reducción de ingresos en la Hacienda. Larecaudación es responsabilidad de los ayuntamientos y muchos de ellos se niegan a exigirlos. Sólo tras la restauración de la monarquía en 1875, y hasta 1899, existe colaboración ciudadana para recaudar los impuestos, con el cuadro de 1868.
Raimundo Fernández Villaverde es nombrado ministro de Hacienda en 1899, tras el desastre de la guerra en Cuba y Filipinas, que había supuesto una deuda de unos 11.500 millones de pesetas. Su labor más urgente es reducir la deuda pública y reformar el cuadro de los ingresos. Para dominar la deuda pública toma medidas que demoran el pago y reducen los intereses.
La reducción del cuadro de imposición directa es más transcendente. Comienza a tributar la riqueza. Se impone contribuciones sobre las utilidades, sobre las rentas del trabajo y del capital, y sobre los beneficios de las sociedades. Cobrar a las sociedades simplificó mucho la recaudación, la crearse, paralelamente, el Registro de Sociedades. Este sistema supone el fin de los impuestos territoriales.
La reforma liberal de las relaciones sociales fue un proceso que afectó progresivamente a las principales instituciones económicas. La propiedad comenzó su reforma con las desamortizaciones de Godot, Mendizábal y Madoz. Este cambio supone una nueva concepción de la propiedad: la propiedad absoluta y sin servidumbres.
La burguesía recibe su impulso definitivo para la conquista del poder. Esto implica una gran conflictividad social durante todo el periodo, y a pesar del poco tiempo que los liberales más radicales estuvieron en el gobierno. Las tensiones sociales más graves tienen lugar entre patronos y obreros. En estas tensiones se observan dos posturas diferentes. Los obreros revolucionarios, anarquistas y marxistas, que pretenden solucionar los conflictos haciendo la revolución, y los pacifistas, que pretenden solucionar los conflictos negociando con los patronos: es el sindicalismo católico.
Otra de las reformas básicas del Estado liberal es el control de la banca. Para ello hay un proceso de centralización del capital contante y de reforma de la moneda.
El primer banco nacional es el Banco de San Carlos, que funciona entre 1782 y 1820 y fue creado, fundamentalmente, para conceder préstamos a la corona.
En 1820 los liberales crean un nuevo banco: el Banco de San Fernando. Esta institución tiene capacidad para emitir billetes de banco que sólo sirven en Madrid. De este banco se sirve Mon para recaudar los impuestos y para controlar la tesorería del gobierno. Además, servirá para financiar la actividad industrial y el ferrocarril.
Pero no sólo en Madrid se crean bancos con capacidad emisora de billetes válidos en su ciudad. En 1845 se funda el Banco de Barcelona y a partir de 1855 se instituyen bancos en Bilbao, Santander, Málaga, etc.
En 1831 comienza a funcionar la Bolsa de Madrid, que tratará de financiar las nuevas empresas españolas a través del ahorro privado.
En 1844 se crea el Banco de Isabel II que tendrá una capacidad emisora de billetes mayor que el Banco de San Fernando. Además, el Banco de Isabel II tiene la prioridad para abrir sucursales en otras capitales de provincia. En 1846 abre una sucursal en Cádiz. Esta tendencia implica que los billetes de banco comienzan a servir en varias ciudades. Pero la competencia entre los dos grandes bancos madrileños crea deflación, y para frenarla se hace necesario fusionar los dos bancos. En 1848 se funda el Nuevo Banco de San Fernando con monopolio de emisión de billetes de banco en Madrid. En 1849 ese monopolio se extiende a toda España, excepto en las ciudades donde hay un banco emisor.
En 1852 Bravo Murillo crea la Caja General de Depósitos, con el objeto de centralizar las rentas privadas, sobre todo las pequeñas. La desamortización civil, de Madoz, se gestionó a través de los bancos, con lo que tuvieron una época de bonanza. La creación de cajas no supuso freno a la iniciativa privada, y se abrirán bancos privados en Bilbao, Santander, Málaga, etc.
En 1856 se crea un banco único en Madrid que será el Banco de España. Esta institución tendrá prioridad para abrir sucursales en toda España, como las de Valencia, Alicante, etc., y será, también, emisor de billetes. Su labor principal será la financiación del ferrocarril y de la industria.
Pero en 1860 hay una crisis general de insolvencia en la banca, y se producen numerosas quiebras. Muchos billetes de banco pierden su valor.
En 1874 se concede el monopolio de emisión de billetes al Banco de España, con lo que se unifica la moneda y se extiende su validez a todo el país. Previamente, en 1868 se crea la nueva moneda oficial, la peseta de 100 céntimos, con validez en todo el territorio nacional. La peseta será la moneda oficial de España hasta el 1 de enero de 1999, en que es sustituida por el euro.
Pero la estabilidad financiera el muy frágil y está a merced de la cotización internacional del oro y de la plata. Para evitar que los particulares hagan efectivo sus billetes de banco en oro, en 1883 se suspende la convertibilidad de los billetes en oro. A partir de ahora los billetes de banco tienen el valor que depositan en ellos la confianza en la buena marcha de la economía.
Bibliografía
Javier Paredes Alonso: «La España liberal del siglo XIX». Anaya. Madrid 1989
Ana Clara Guerrero Latorre: «Historia económica y social moderna y contemporánea de España». UNED. Madrid 1993
Miguel Artola: «Enciclopedia de historia de España». Alianza. Madrid 1988