Regreso al oeste (9ª...)

Fecha de publicación: 10-sep-2012 16:59:12

Agua de lluvia, buena para todo...

Hice un alto en el camino. Salí del coche y encendí un cigarrillo y casi al instante me arrepentí de haberlo hecho; soplaba una brisa fría y molesta que me impedía disfrutar del humo. Lo apague sobre la hierba húmeda; estiré un poco las piernas y la espalda, sin alejarme demasiado del Renault 8 azul marino y; tras permitir a mi mente divagar y disfrutar de un paisaje, no por reconocible menos bello, regresé.

Abrí el maletero para asegurarme de que ninguna botella se había roto y derramado su contenido (el aguardiente tiene un olor especialmente fuerte y perdurable…); y de que los pasajeros gozaban de buena salud. Allí estaban, en un cesto de mimbre, de los que se utilizaban para la vendimia; entre los diez pesarían unos quince o dieciséis kilos. Sólo me habían pedido diez kilos pero, el precio estaba bien y a mí también me apetecía preparar y comer un poco de pulpo a la gallega.

Uno de los cefalópodos se había escapado. Lo agarré por la cabeza, metiendo el dedo medio por debajo de la caperuza, como mi abuelo me había enseñado y lo devolví al cesto. Él se resistió todo lo que pudo intentando pegar sus tentáculos en la superficie de las maletas y las bolsas de plástico que contenían las patatas, las cebollas, los ajos; todo fue inútil, su destino estaba escrito desde que entró en aquella nasa. Acabaría troceado; después de haber cocido durante alrededor de veinte minutos, rodeado de patatas; con sal y pimentón picante.

Hablé con él unas palabras… dulces, como la muerte que tendría. Dicen que morir a causa del frío, de la congelación, es una muerte dulce, indolora; imagino que para los cefalópodos también lo será y, así sería su futuro inmediato. Descansar en el sarcófago del congelador durante al menos uno o dos meses antes adornar la mesa. Cuando lo estaba depositando en el cesto, al lado de sus compañeros de viaje y de destino, vi que se había comido un buen trozo de uno de sus propios tentáculos, aún lo tenía parcialmente metido en la boca…

No puede evitar pensar: “este también se está engañando a si mismo” y; maldecir al que me los había vendido. Me había asegurado que eran fresquísimos: “desta mañán mismiño”, había dicho cuando yo le había insistido en que fuesen recién capturados porque tenían un largo viaje por delante, y era evidente que me había engañado. Al menos uno de ellos tenía demasiada hambre como para haber comido en los últimos tres o cuatro días.

Nunca he entendido por qué pasan estas cosas. Por qué tantos mienten tanto; por qué la mentira tiene que ser un elemento indispensable en cualquier tipo de actividad comercial. Si yo nunca ponía peros al precio de los cefalópodos, o al del pescado ¿por qué casi siempre tenía que sufrir alguna triquiñuela de ese tipo? O intentaban colarme alguna dorada o, algún róbalo criado en cautividad mezclados con los del curricán del día anterior. Mi abuelo me había enseñado todos los trucos que ellos empleaban y, por supuesto, a reconocer el pescado y el marisco fresco por el color, el olor, la textura y algunas otras características más internas que, desgraciadamente, sólo se ven una vez eviscerado el pez, y esas cosas no se olvidan...