Regreso al oeste (1)...

Fecha de publicación: 06-ago-2012 19:35:56

Om mani padme Hum

Om mani padme Hum

Había comido una especie de tortilla de patatas con pan de trigo acompañada por un poco de vino tinto. Recuerdo que bebí poco porque no tenía sed; quizá fue debido a que fuera estaba lloviendo de esa forma pertinaz pero efímera que caracteriza los chubascos de final del invierno. Llovía fuerte pero al mismo tiempo una luz irremediablemente vencedora no se dejaba amilanar y traspasaba las gruesas gotas de agua como queriendo evaporarlas en el camino, antes de que llegasen al suelo. Pero… llegaban, y lo empapaban todo y de los tejados de la casa, los gallineros, las cuadras y el cobertizo caían, contundentes, chorros de agua que ya habían llenado las tinajas, los tiestos y las palanganas con las que la abuela sembraba los canalillos en los que, por fuerza, había de caer el agua en ausencia de canalones. Nadie tenía canalones por allí en esa época; sorprendente si tenemos en cuenta que era (antes del cambio climático) uno de los lugares más lluviosos del oeste de Europa. “Agua de lluvia, buena para todo”, solía decir. “Menos para mis articulaciones”, pensaba yo, más no lo decía.

Acababa de llegar, el viaje había sido largo y en algunos tramos, tedioso y aburrido. No había anunciado mi llegada, no lo hacía nunca; la abuela era como la hermana menor de Rosalía de Castro y siempre deambulaba sufriendo y oteando los caminos si sabía que alguno de los suyos andaba de viaje; la verdad es que sufría igualmente con la sola ausencia, aunque de ahí a sentirme directamente responsable de su sufrimiento había una distancia cósmica; y por eso no había quedado comida, que era precisamente lo que yo deseaba. De todas formas, eran tiempos aquellos en los que no se desperdiciaba nada, en la dieta abundaba el pescado y se hacía justo lo que se iba a comer o, se comía todo lo que se cocinaba, que no es lo mismo pero viene a ser igual…

Después de los besos y las caricias; la abuela tenía buena vista pero… se fiaba más del tacto y hasta que había recorrido toda mi cara con sus manos, comprobando la tersura de la piel o acaso donde había nacido un nuevo pliegue, no comenzaba con las manos, hecho lo cual daba su diagnóstico en forma de parábola benévola: “has adelgazado mucho; no comes bien. Hay pan de hoy ¿tienes prisa? Abre un par de latas y hazte un bocadillo ¿quieres otra cosa? ¿Qué quieres?...” bien sabía ella que sí quería otra cosa, qué cosa era y como se iba a hacer la comida. A lo largo del viaje aquella imagen y hasta los aromas habían planeado varias veces al albor de otros pensamientos más claros y del movimiento automático de la carretera y del paisaje. Que fácil es distraerse, incluso con el volante entre las manos.

Las ráfagas habían sido del tipo: “habrá patatas nuevas, seguro, huevos frescos de gallina auténtica; cebollas de la huerta; sal gorda; tocino viejo y con un poco de suerte; ajos tiernos, ajos clavados en la tierra negra, muy negra, de esa que a duras penas se mantiene en los bancales, pequeños, pobres, de minifundio y aún menos; entre temblorosos muros, frágiles, al pie de un camino que ahora era río caudaloso y hasta feroz, dejando al descubierto piedras medianas y grandes de blanco y rosado granito amolado por el agua durante siglos de humedad chorreante, las ruedas de los carros y las herraduras de las bestias de carga”.