Regreso al oeste (4)...

Fecha de publicación: 13-ago-2012 9:42:30

La soledad de las cosas sencillas

La soledad de las cosas sencillas...

Pero antes… Vertía el revuelto en una fuente de metal porcelanizado (había muchas en aquellos años, era más barato que la porcelana pero se descascarillaba con facilidad y se oxidaba) y mientras esperaba, ponía de nuevo la sartén al fuego, esta vez, fuerte; en el tajo de madera cortaba tres o cuatro lonchas de tocino viejo, tocino de la anterior matanza, que a veces, coincidía que había sido el año anterior y estaba un punto antes de comenzar a ponerse rancio. La abuela ponía mucha atención y siempre se sorprendía de que usase aquel cuchillo tan grande y tan afilado, que ella nunca tocaba; y de que las lonchas saliesen enteras y de un grosor muy similar (casi dos milímetros), a pesar de que el trozo de tocino estaba rodeado de sal gorda.

En ocasiones preguntaba: “¿donde aprendiste a cortar así?” y siempre decía: “hay otro trozo más abajo que tiene más carne y menos pelos, no buscaste bien… vete a por él”. Y yo respondía: “no abuela, ya sabes que me gusta este más viejo y de las agujas”. Entonces, ella sonreía mientras yo tostaba bien el tocino, regocijándome en el humo, en el olor a cerdo quemado. Me recordaba los días en los que, poco después de acuchillar a un guarro, de sentir su sangre caliente corriendo por el dorso de mi mano, alcanzaba la muñeca y a veces el antebrazo, mientras el animal abandonaba la vida, rápidamente, entre mis brazos.

Después, extendíamos sobre él unos fajos de paja de centeno seca y le prendíamos fuego. Casi siempre eran días como este, o había llovido o pronto llovería y el inconfundible olor a pelo quemado se mezclaba con el también inconfundible olor a tierra negra mojada, con el de los piñas recién caídas, con el del musgo que cubría muchas piedras y algunos troncos, con el de la sangre caliente que la abuela revolvía frenéticamente en un cubo de cinc para que no coagulara. Era roja y espumosa, espesa y dulce. Vida y muerte…

Ponía el tocino churruscado en un plato que situaba al lado del revuelto de patatas con ajos tiernos; echaba un poco de vino tinto en otra taza blanca que la abuela había secado con la punta del mandil, cogía el pan de la bolsa de tela y me sentaba en uno de los taburetes; apoyaba la espalda en la pared unas veces fría otras, simplemente húmeda; ponía los pies en el travesaño de la mesa; abría el cajón, tomaba un tenedor limpio y daba comienzo a la última parte de la ceremonia, al penúltimo acto del drama. Despacio, muy despacio, allí al calor del hogar, con los pies calientes y estómago esperando su particular orgasmo, iba tomando de la fuente, pequeñas porciones de patata, huevo y ajos, para ponerlos en el plato que tenía en frente.

Después, con el cuchillo, iba cortando los ajos, largos, retorcidos, aquí tostados; allí medio crudos; aquí blancos, allí verdes… y la boca se me inundaba de saliva y ya no podía más… pinchaba una rodaja o dos de patata, un poco de huevo y un trozo de ajo, lo introducía en mi boca y todos mis sentidos agradecían el gesto. Masticaba despacio dejando que los aromas ascendiesen del plato a la nariz y colisionasen con los que por la vía retronasal bajaban en sentido contrario; dejándome acunar por la certeza de que en aquel momento: no había nada bajo el cielo que pudiese hacerme más feliz que aquel humilde manjar.

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