Regreso al oeste (3)...

Fecha de publicación: 09-ago-2012 16:52:07

Foto: Wisper Cassidy

Cortaba las patatas y las ponía a freír, ni mucho fuego ni poco calor; cascaba los huevos en una taza blanca, les añadía unos granos de sal gorda y los revolvía un poco con un par de tenedores enfrentados. La abuela, sentada al lado de la cocina abría el fogón y echaba trozos de madera de pino mientras disfrutaba de mis idas y venidas por la cocina. Era feliz mirando como cocinaba y sonreía; Sin duda, se le hacía extraño ver a un hombre con un mandil de cuadros de colores deambulando por la cocina y, cocinando...

Ahora venía cuando me deshacía del cigarrillo tirándolo al fogón y salía en busca de los ajos. “Coge de los de arriba, los otros apenas tienen cabeza” – decía – sabía de sobra que iba a echarle a las patatas, cuatro o cinco ajos verdes pero… nunca he sabido por qué no los traía ella; por qué siempre dejaba que yo fuese a arrancarlos. Probablemente estaba relacionado con alguna de sus muchas supersticiones porque cuando regresaba siempre preguntaba: “¿atopache algún das meigas?”. “No abuela, esta vez no ha habido suerte – respondía yo – ¿y tú, encontraste alguno este año?” “No, este ano non hay un” – decía– pero… a veces, mientras lo negaba, metía una mano por el cuello hasta cerca del corazón y sacaba uno de esos ajos de un solo diente, como una cebolla mínima, comprimida en muchas capas y, me lo metía en el bolsillo o cogía mi mano y lo ponía allí, aun templado, embornecido; mientras con la otra me hacía señas para que no dijese nada. Lo había encontrado y lo había guardado; si yo encontraba otro, no me lo daba pero, si no tenía suerte, me daba la suya…

Yo abría los ajos longitudinalmente, por la mitad, sólo una vez, sólo un corte y los echaba en la sartén encima de las patatas a punto de alcanzar el punto. Añadía unos granos de sal gorda, pocos… mientras los ajos se retorcían con el calor y las partes blancas, las mismas que hasta hace poco estaban dentro de la tierra negra, comenzaban a adquirir el aspecto del bronce bruñido. Al rato, apartaba la sartén del fuego y, después de haber vertido casi todo el aceite en un plato hondo de porcelana, añadía los huevos y revolvía con una cuchara de madera que nadie había usado para otra cosa desde la última vez que yo le había dado ese mismo y noble empleo.

El humeante aroma ascendía de la sartén y yo ponía todo el empeño en que ni el más mínimo átomo escapase a la sagacidad de mi nariz, privilegiada; mejor habría que decir que, el privilegiado soy todo yo por tenerla pues, en que además de tener un tamaño contenido y la capacidad de enviar a mi cerebro, matices y coloraturas por docenas que enriquecían desde la comida al sexo, desde el saber que tiempo hará mañana hasta que cosa o quien pasó por aquí hace unos segundos; nadie nota la diferencia con otra nariz cualquiera. Era uno de los momentos de gloria, no tengo por seguro si el primero pero si uno de ellos.

Era, cuando todo mi ser esperaba con ansia contenida que pasasen los cinco o siete minutos necesarios para que posara y se mezclaran bien los distintos sabores de aquel manjar de dioses y dar cuanta de él, saboreando hasta la última miga de pan con la que limpiaría los últimos rastros de huevo y aceite de oliva que quedasen en el plato de porcelana.