Regreso al oeste (2)...

Fecha de publicación: 07-ago-2012 22:31:28

Ellos siempre te oyen llegar...

Sí, era posible, muy posible que hubiera ajos tiernos. Nunca sabía, nunca recordaba con certeza las épocas en las que había ajos tiernos pero, una cosa si parecía destacar entre la bruma de la memoria: la melancolía me arrastraba hacia el mar; hacia el oeste; hacia algunos tenues recuerdos de la infancia y la adolescencia; hacia el olor de la tierra negra y mojada, coincidiendo con ciertos momentos del año. Entonces, me apartaba de la ruta para pasar unas horas con la abuela o quizá debiera decir, cerca de la abuela, y siempre que había enfocado ese fugaz destino había encontrado ajos tiernos al final del desvío. Así que, intentaba convencerme, esta vez no iba a ser diferente.

Y sí, mientras subía las escaleras intentando poner los pies donde no corría el agua, agarrándome a las piedras poco firmes del muro, llenándome las manos de musgo verde, empapado y mullido, los había visto. Allí estaban una vez más, no eran los mismos claro, pero lo parecían; enhiestos, firmes, desafiando a la lluvia que tumbaba sus hojas y horadaba su base, con sus cientos de raicillas haciendo firme en las rendijas de las piedras que se iban desnudando de tierra negra al paso del agua. Posiblemente, sólo posiblemente, los ajos me habían llamado otra vez y yo había acudido a la casa donde nací para rescatarlos de la lluvia y freírlos, echarlos sobre las patatas ya casi hechas, un minuto antes de añadir un poco de sal gorda y cuatro huevos a medio batir que había preparado en una taza blanca; de esas que en las noches de humedad y frío conservaban el calor del caldo que vivificaba, calentaba los pies y adormecía cualquier mente.

Conocía la ceremonia a la perfección; ahora venía la parte donde decía: “abuela ¿tienes media docena de patatas nuevas?” y ella me respondía: “claro meu filliño” y cogía el paraguas, salía y regresaba con un cesto de aro de castaño. Un cesto conocido, un viejo amigo salido de mis manos o de las del abuelo en una tarde lloviosa como la de ahora. Fondo de codesos y cuerpo de mimbre, apretado para contener el grano de las espigas de maíz y aro de castaño joven, firme, duradero, seguro, ahora envejecido… y en el cesto, las patatas recién salidas de la tierra negra; con la piel fina, tersa, joven, esa piel que no era necesario quitar, esa piel lavada por el agua de la lluvia, buena para todo

Y al lado de las patatas, media docena de huevos frescos, contundentes a veces, otras medianos o como estos: pequeños con excusa: “la pollas aún no tienen tiempo y empiezan a poner ahora, pero echas uno o dos más…” decía la abuela disculpando a las gallinas viejas que en invierno, con el frío, ponían poco o nada y esa era su condena, su destino, y acababan en el caldo de los domingos, dejando en la superficie pequeñas gotitas de grasa amarilla, reluciente y con ese aroma característico sin el que el caldo no es caldo.

Cuantas veces les había tenido que explicar estos secretos de la gastronomía de la costa del oeste a las gentes del norte. “¿Por qué, poniendo los mismos ingredientes, cuando hago el caldo gallego, nunca sale como el que como en tu casa?”, preguntaban los que el caldo de la abuela habían probado. “Porque, generalmente, os faltan un par de ingredientes importantes; el unto y la gallina vieja”, respondía yo; y era cierto. Lo sigue siendo...

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