Regreso al oeste (7)...

Fecha de publicación: 28-ago-2012 17:28:31

Regresar... siempre regresar... para recoger el recuerdo...

Me levanté muy temprano. No quería encontrar demasiado tráfico y si lograba salir sobre las cinco de la madrugada, al mediodía podía estar de regreso en el norte. Prefería ver amanecer en la carretera y parar para tomar uno o dos tés calientes, desbeberlos, llenar el depósito (me gustaba el olor de la gasolina super y por entonces era menos cara que la cerveza…), limpiar los cristales y estirar un poco las piernas antes de continuar. Si había suerte no haría más paradas.

El trayecto no era largo, menos de 400 kilómetros pero, en 1983 las ya viejas carreteras eran estrechas, y estaban llenas de agujeros o de bultos, según la estación y los coches de fabricación nacional eran lentos, feos y blandos, muy blandos. Cada viaje era una aventura y si había que pasar por puertos de montaña en invierno, una aventura no exenta de peligros reales. Mientras me alejaba del oeste y la tristeza se iba apoderando de mi estado de ánimo; pensaba en el tiempo que tendría que pasar para poder regresar a la lluvia, la tierra negra, al mar y al lugar de las piedras duras, duraderas, perdurables...

La abuela me había puesto en el maletero el cargamento habitual: patatas, huevos, cebollas, una ristra de ajos, tocino, unto, un par de repollos si los había; a veces, algunas botellas de vino que, irremediablemente se estropearían al ascender lentamente del nivel del mar a los 1200m y luego bajar a los 800m; una o dos botellas de aguardiente que no se estropeaba nunca, siempre bien envueltas en papel de periódico, como los huevos que tampoco se rompían… ella sabía envolver muy bien cualquier cosa, incluso las lágrimas que empezaba a derramar en cuanto el motor del coche se ponía en marcha, no antes y los lamentos que iría desgranando durante los días posteriores y hasta la próxima sorpresa.

Ella no sabía (nunca se lo dije…) que por mucho que reuniese todos los ingredientes en bolsas; por mucho que yo los cocinase al llegar a mi casa, y lo hacía, al menos hasta que se acababa el último huevo de gallina “auténtica”; el manjar nunca alcanzaba la excelencia que era tan fácil lograr en su casa. Faltaban muchas cosas… no era la misma cocina y no estaba al final de un largo viaje muy esperado, el clima era seco y frío (la gente también) pero, sobre todo, faltaba ella. Aquella figura vestida de negro con un pañuelo negro cubriendo su cabeza siempre llena de negros presagios y viejas historias que contaba una y otra vez.

Era tan sabia, tan sencilla, tan tierna. No entendía casi nada de las cosas nuevas aunque se mostrase en extremo transigente con todas ellas. No entendía el gallego normalizado ni lo que decían los presentadores de la RTVG ni, por supuesto, el castellano; no entendía por qué las chicas llevaban las faldas tan cortas y las uñas tan largas, los tacones tan altos y el cabello al descubierto hasta en la iglesia, tampoco entendía por qué esperaban a ser tan mayores para casarse. Entendía, eso si, que su tiempo había pasado; que ahora todo era más rápido y más fácil que cuando ella era joven (1932) y que por eso a nada se le daba el mismo valor que entonces. Se alegraba de que ninguno de los suyos pasase hambre pero intuía que el cambio iba demasiado rápido y que no acabaría bien. Ya veremos… ese viaje continúa.