Jorge Luis Borges
Poema del cuarto elemento

El Dios a quien un hombre de la estirpe de Atreo

apresó en una playa que el bochorno lacera,

se convirtió en león, en dragón, en pantera,

en un árbol y en agua. Porque el agua es Proteo.


Es la nube, la irrecordable nube, es la gloria

del ocaso que ahonda, rojo, los arrabales;

es el Maelström que tejen los vórtices glaciales,

y la lágrima inútil que doy a tu memoria.


Fue, en las cosmogonías, el origen secreto

de la tierra que nutre, del fuego que devora,

de los dioses que rigen el poniente y la aurora.

(Así lo afirman Séneca y Tales de Mileto.)


El mar y la moviente montaña que destruye

a la nave de hierro sólo son tus anáforas,

y el tiempo irreversible que nos hiere y que huye,

agua, no es otra cosa que una de tus metáforas.


Fuiste, bajo ruinosos vientos, el laberinto

sin muros ni ventana, cuyos caminos grises

largamente desviaron al anhelado Ulises,

de la Muerte segura y el Azar indistinto.


Brillas como las crueles hojas de los alfanjes,

hospedas, como el sueño, monstruos y pesadillas.

Los lenguajes del hombre te agregan maravillas

y tu fuga se llama el Éufrates o el Ganges.


(Afirman que es sagrada el agua del postrero,

pero como los mares urden oscuros canjes

y el planeta es poroso, también es verdadero

afirmar que todo hombre se ha bañado en el Ganges.)


De Quincey, en el tumulto de los sueños,

ha visto empedrarse tu océano de rostros, de naciones;

has aplacado el ansia de las generaciones,

has lavado la carne de mi padre y de Cristo.


Agua, te lo suplico. Por este soñoliento

nudo de numerosas palabras que te digo,

acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo.

No faltes a mis labios en el postrer momento.