7. EL BARROC: DOCUMENTS


Afortunadamente, Nashe conservaba aún sus libros de partituras y tenía suficiente material para tocar. Cuando vendió su piano pensó que había pocas razones para conservarlos, pero no fue capaz de tirarlos, por lo que habían pasado un año entero viajando con él en el maletero del coche. Había una media docena de libros en total: selecciones de varios compositores (Bach, Couperin, Mozart, Beethoven, Schubert, Bartók, Satie), un par de libros de ejercicios de Czerny y un grueso volumen de piezas populares de jazz y blues transcritas para piano. Murks se presentó con el instrumento la noche siguiente, y aunque era un extraño y ridículo objeto tecnológico -poco mejor que un juguete, en realidad-, Nashe lo sacó encantado de su caja y lo puso sobre la mesa de la cocina. Durante un par de noches pasó las horas entre la cena y el momento de acostarse aprendiendo a tocar de nuevo, haciendo incontables ejercicios de dedos para agilizar sus herrumbrosas articulaciones mientras descubría las posibilidades y limitaciones de la curiosa máquina: la extrañe za del tacto, los sonidos amplificados, la falta de fuerza de percusión. En ese sentido, el teclado funcionaba más como un clavicémbalo que como un piano, y cuando al fin empezó a tocar piezas de verdad la tercera noche, descubrió que las obras más antiguas -piezas escritas antes de la invención del piano- tendían a sonar mejor que las más recientes. Esto le llevó a concentrarse en obras de compositores anteriores al siglo XIX: El cuaderno de Anna Magdalena Bach, El clavecín bien temperado, «Las misteriosas barricadas». Le era imposible tocar esta última pieza sin pensar en el muro, y se encontró volviendo a ella más a menudo que a las otras. Se tardaba poco más de dos minutos en interpretarla y en ningún punto de su lento y majestuoso progreso, con todas sus pausas, suspensiones y repeticiones, era preciso tocar más de una nota a la vez. La música comenzaba y se detenía, luego empezaba de nuevo y se paraba de nuevo, pero a través de todo ello la pieza continuaba avanzando hacia una resolución que nunca llegaba. ¿Eran aquéllas las misteriosas barricadas? Nashe recordaba haber leído en alguna parte que nadie estaba seguro de a qué se refería Couperin con aquel título. Algunos estudiosos lo interpretaban como una referencia cómica a la ropa interior de las mujeres -la impenetrabilidad de los corsés-, mientras otros veían en el título una alusión a las armonías no resueltas de la pieza. Nashe no tenía forma de saberlo. Para él, las barricadas representaban el muro que estaba construyendo en el prado, pero eso era bien distinto de saber lo que significaban.

Paul Auster. La música del azar (The Music of Chance, trad. M. de Juan). Ed. Anagrama, 1ª ed. Barcelona 1998. ISBN: 9788433966117. 252 p. P. 211-212.


Ho sabien bé al londinenc The Gentleman's Magazine, en el qual s'expressaven així en una secció destinada als "vestuaris reials":

"Les cases reilas de Borbó [...] vesteixen de blau; la família de l'emperador d'Àustria, de negre i groc; els de Rússia, de verd fosc; però els del nodtre rei resplendeixen en escarlata".

MODA AL TRACTAT DELS PIRINEUS

Interessant document del monogràfic de la revista Sapiens, núm. 173, setembre 2016: Bon cop de falç. Pàgs. 52-53, sobre l'austeritat del vestuari dels espanyols, en contrast amb el dels francesos.

Del mateix número de la revista a la pàgina 28, trobem:

"Lleonard Serra per la seva banda, era un jurat mercantil i és qui va fer una curiosa proposta al Consell de Cent quan es trobaven en ple tira-i-,arronsa: va suggerir que tots els consellers jurats es vestissin amb una gramalla negra en senyal de dol perquè les lleis de la pàtria havien estat violades. La proposta, amb tot, no va prosperar."

Recreació moderna de la vestimenta d'un membre d'una de les sis conselleries de Barcelona a principis del segle XVIII amb la típica gramalla de conseller de color granat Viquipedia

(1685)

La señora de Saint-Loubert era una mujer de mediana edad d alargada y grandes ojos azules. Su madre y la madre de D'Artagnan habían sido primas. Su marido, el conde, tenía un modesto cargo como superintendente de minas, pero aspiraba a seguir ascendiendo de modo que, para ayudarlo en su promoción, ella había trabado amistad con una gran cantidad de personas en la corte. Poseían pequeña casa en la ciudad, donde Amélie pasó la primera noche. A la mañana siguiente, la señora de Saint-Loubert anunció que iba a verla a la corte.

-No está previsto que veas a la delfina hasta mañana. No tienes de qué preocuparte, por cierto. Sé de buena tinta que tú eres la única candidata que van a tomar en consideración por ahora, así que lo único que debes hacer es ser educada, y el puesto será para ti todas maneras, no está de más que te empieces a familiarizar con corte antes de conocerla. Tú quédate a mi lado y observa.

Su aderezo llevó horas. El vestido de Amélie era precioso componía de una falda con armazón de satén jaspeado con ribetes de seda y una sobrefalda recogida a los lados y que caía en una corta cola por detrás. La recia seda era de un color beis tornasolado cercano al rosa que le sentaba muy bien. El jubón, muy ceñido, iba decorado mitos lazos y cintas, y bordes de encaje en el cuello y mangas. Era la prenda más femenina que imaginarse pueda. El peluquero de la señora de Saint-Loubert pasó dos horas componiéndole un peina­do de tirabuzones y cintas según la moda del momento. Su vestido, al menos, era aceptable.

-Es mejor que el de muchas damas de la corte. No todo el que aquí es rico, ¿sabes? Estás muy bonita. Vamos.

Rutherfurd, Edward. París. (París. Trad. D. Gallaert – A. Herrera). Ed. Roca, 1ª ed. Barcelona, 2014. ISBN: 978-84-15729-60-0. 846 pàgs. Pàgs. 504-505.

(Lluís XIV)

El rey iba en cabeza. Tenía, desde luego, una figura imponente. Tocado con una gran peluca negra y vestido con una chaqueta abierta de ricos bordados avanzaba por la galería con paso rápido y a la vez majestuoso. Tenía la cara afilada, la nariz un poco aguileña los párpados caídos. Amélie se percató, no obstante, de que aquellos párpados entornados sus ojos lo escrutaban todo: a advirtió algo más. En parte, el rey debía su estatura a los tacos sus zapatos, cosa que comentó discretamente con la señora de Loubert.

-Lleva tacones para parecer más alto. Siempre va así -confirmó esta con un susurro.

-No parece tan terrorífico.

-No te equivoques nunca con él, cariño. El rey es la persona más cortés de Francia. Hasta se lleva la mano al sombrero para dar a las fregonas. Pero su poder es absoluto.(Pàg. 506)

Nunca había estado tan cerca del rey Luis. Llevaba una chaqueta de terciopelo rojo ribeteada en oro, un pañuelo de encaje y una voluminosa peluca que reproducía el magnífico cabello castaño que tenía de joven. Su sensual cara se había vuelto algo fofa, pero toda su fisonomía proclamaba que estaba acostumbrado a ser obedecido. Sus ojos, más pequeños de lo que había advertido, tenían el misa marrón de la peluca, y su mirada era igual de acerada y cínica que el mundo que gobernaba. Con la postura que solía adoptar cuando estaba sentado, mantenía la pierna izquierda hacia atrás, mientras adelantaba con orgulloso gesto la impresionante musculatura de la derecha, realzada por sus medias blancas de seda. (Pàg. 522)

Rutherfurd, Edward. París. (París. Trad. D. Gallaert – A. Herrera). Ed. Roca, 1ª ed. Barcelona, 2014. ISBN: 978-84-15729-60-0. 846 pàgs.


Confiant que es tractava de l'oferiment d'un tracte més avantatjós que el que havia tancat amb Fortesa per compte del seu senyor, vaig travessar la porta. Unes passes enrera del criat, hi havia una donzella, quasi una nina. No duia, com solen les criades de Mallorca, vestidura pagesa ni es tocava amb el rebosillo. S'abillava amb una roba blanca de seda i tafetà, i un vel a la usança mora li cobria part del rostre. Aguantava amb una mà un llum d'oli, mentre amb 1'altra protegia la flama de l’oratge. (Pàg. 22)

Es rentà a la ribella que 1i havia preparat la cri­ada, s’afaità la barba, que ja li començava a blan­quejar, pentina els cabells cada vegada més espar­sos, i es posa roba neta. Els fulls de paper doblegats en quatre plecs feien massa embalum a la butxaca dels calçons, i considera que, encara que es protegia amb la valona, estaven més segurs sobre el seu pit, que cobria un gipó nou de color de sempenta de frare dels que na Joana li havia cosit. Amb la capa damunt les espatlles i el capell en una mà, s’acomiadà de Polònia, dient-li que anava a missa i després a fer quatre passes perquè el dia estirat hi convidava i per ventura si trobava qualque conegut arribaria fins a la Riba. (Pàgs. 62-63)

Maria Aguiló parlava de cap de nas i posava la boca en forma de cul de gallina, tal vegada per­què no 1i vessin els forats deixats per les dents cai­gudes. Presumida com era, malgrat els seus quaran­ta anys llargs, vestia de seda, sense acatar la prohi­bició que li ho impedia, i dula els dits botits d'anells. Amb un gest acollidor de la mà dreta, un gest ple de perles i de robins, féu seure Rafel Cortés al pe­drís, on també seien ella i la seva mare, Caterina Isabel du el rebosillo de mudar. Malgrat la prohi­bició, és de seda brodada amb fils daurats. Ara un raig de sol pega sobre el guatlereto que el tanca i s'expandeix en d'altres raigs com si sortís del cor d'un Sant Crist o d'una Dolorosa. (Pàg. 72)

Entra per la porta excusada per on feia unes hores també havia comparegut l’al.lot, per la mateixa por­ta per on un bon dia aparegué el senyor Bisbe. Vengué desfressat de cavaller amb capell vistós de plomes lluents, calces atacades en lloc de sotana, valona verda i una capa color de sant Francesc. Malgrat tot, l'aire capellanesc el delatava. En el gest de les mans s'hi acumulaven un nombre massa sobrer de misses dites. (Pàg. 226)

Isabel Ta­rongí, malgrat la seva molt inferior naixenca, havia rivalitzat de joveneta amb Blanca Maria Pires, 1'única dona de tot Ciutat que li podia fer la competència i n'havia sortit vencedora, per bé que la senyora de mercader Sampol emprés sedes i tafetans per vestir cada dia i ella només estamenya barata. (Pàg. 268)

El Bisbe baixa de la trona i es dirigeix cap a l’altar. Sa Eminència Reverendíssima, envoltat de canonges, capellans i sagristans que remenen 1'encenser,sobresurt, tanmateix en dignitat i pompa, a 1'estampa que compon el Virrei en el seu setial d'honor,malgrat que per assistir a aquella solemnitat llueix un gipó nou de vellut, amb mànegues amb llistons de seda, cobert amb una gramalla endomassada, també verda, que li arriba als peus. (Pàgs. 271-272)

-Vull saber de què se m'acusa -diu la Coixa a crits, en veure entrar els familiars que no coneix Vesteixen, com tots, robes talars, llargues com gra­malles, de color sempenta de frare, brutenc com d'a­la de mosca. Les tares semblen macerades dins vinagre i llimona. (Pàg. 302)

Per bé que se celebraren en la intimitat, oficiades pel cor­fes de donna Bárbara -el marquès dissuadí Sebastià que ho demanés al Bisbe per estalviar-se una altra ofensa amb la negativa-,el Virrei es vestí de gala. Estrena una gramalla perquè, tot i la calor, no volgué deixar de posar-se-la, ja que li corresponia com a primera autoritat del regne. Com a regal donà a triar al nebot entre els tapissos flamencs brodats en or que havia duit de Madrid per vestir una de de les sales de Palau i que tothom admirava pel seu inestimable preu. Sebastià Palou tenia predilecció pel que representava el rapte d'Europa, però les nueses massa opulentes de la nimfa no haurien estat del gust de la seva futura dona.(Pàg. 388)

Al Born es cor­regueren canyes, lleugerament passades per aigua, però això no impedí que els cavallers vestits de blau, verd, vermell i blanc, mostrassin, a més de la natu­ral galania, la bona ma deis sastres mallorquins a tallar i cosir els vestits que lluiren. El marqués de la Bastida oferí un ball de gala molt concorregut que serví a les dames per estrenar tafetans i sedes a rom­pre. (Pàgs. 389-390)

Aquí passa com a Liorna, pensa 1'al·1ot, tothom es coneix. Tot se sap. Ni el més petit secret no pot mante­nir-se ocult. D'aquí a una estona tothom sabrà que cerc don Sebastià Palou. Però res no he de témer. Nin­gú no em podrà reconèixer. Ni el mateix Agutzil. Amb el bigoti faig una altra cara i els cabells m'han crescut molt. No m assembl gens al pobre mariner que empre­sonaren. Ara som cavaller, tal com pregonen els meus vestits, a la moda toscana. (Pàg. 407)

Carme Riera. Dins el darrer blau. Ed. Destino, Barcelona, 1994. ISBN: 84-233-2368-4. 434 pàgs.

Carme Riera (procedència de la imatge: ENLLAÇ)

Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el ju­bón gris oscuro y los calzones del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los bor­ceguíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de cuero que yo había engrasado cuidado­samente durante su ausencia, e introdujo en él la espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las hue­llas, mellas y arañazos de otros días y otros aceros. Era una espada buena, larga, amenazadora y toledana, que entraba y salía de la vaina con un siseo metálico interminable, que ponía la piel de gallina. (Pàg. 19)

-Tengo un asunto para ti.

El teniente de alguaciles Martín Saldaña era duro y tostado como un ladrillo. Vestía sobre el jubón un coleto de ante, acolchado por dentro, que era muy práctico para amortiguar cuchilladas; y entre espada, daga, puñal y pistolas llevaba en­cima más hierro que Vizcaya. (Pàgs. 25-26)

-Hay que ganarse el pan, zagal.

Dijo. Después se herró el cinto con la espada -siempre se negó, salvo en la guerra, a llevarla colgada del hombro como los valentones y jaques de medio pelo-, comprobó que ésta salía y entraba en la vaina sin dificultad, y se puso la capa que aquella misma tarde le había prestado don Francisco. Lo de la capa, amén de que estábamos en marzo y las noches no eran para afrontarlas a cuerpo limpio, tenía otra utilidad: en aquel Madrid peligroso, de calles mal iluminadas y estrechas, esa prenda era muy práctica a la hora de reñir al arma blanca. Terciada al pecho o enrollada sobre el brazo izquierdo, ser­vía como broquel para protegerse del adversario; y arrojada sobre su acero, podía embarazarlo mientras se le asestaba una estocada oportuna. A fin de cuentas, lo de jugar limpiocuando iba a escote el pellejo, eso era algo que tal vez contribuyera a la salvación del alma en la vida eterna; pero en lo tocante a la de acá, la terrena, suponía, sin duda, el camino más corto para abandonarla con cara de idiota y un palmo de acero en el hígado. Y Diego Alatriste no tenía ninguna mal­dita prisa. (Pàgs. 33-34)

-No quiero muertos -dijo el enmascarado alto.

Era fuerte, grande de espaldas, y también era el único que se mantenía cubierto, tocado con un sombrero sin pluma, cinta ni adornos. Bajo el antifaz que le cubría el rostro des­puntaba el extremo de una barba negra y espesa. Vestía ropas oscuras, de calidad, con puños y cuello de encaje fino de Flandes, y bajo la capa que tenía sobre los hombros brillaban una cadena de oro y el pomo dorado de una espada. Hablaba como quien suele mandar y ser obedecido en el acto, y eso seveía confirmado por la deferencia que le mostraba su acompañante: un hombre de mediana estatura, cabeza redonda y cabello escaso, cubierto con un ropón oscuro que disimulaba su indumentaria. Los dos enmascarados habían recibido a Diego Alatriste y al otro individuo tras hacerlos esperar media hora larga en la antesala. (Pàgs. 35-36)

Mientras hablaba, el hombre de la cabeza redonda intro­dujo una mano en el ropón oscuro que cubría su traje y sacó una pequeña bolsa. Por un instante Alatriste creyó entrever en su pecho el extremo rojo del bordado de una cruz de la Orden de Calatrava, pero su atención no tardó en desviarse hacia el dinero que el enmascarado ponía sobre la mesa: la luz del farol hacía relucir cinco doblones de a cuatro para su compañero, y cinco para él. Monedas limpias, bruñidas. Poderoso caballero, habría dicho don Francisco de Quevedo, de terciar en aquel lance. Metal bendito, recién acuñado con el escudo del rey nuestro señor. Gloria pura con la que comprar cama, comida, vestido y el calor de una mujer. (Pàg. 39)

También había aportado la más reciente descripción, para evitar errores: micer Thomas Smith, el joven más rubio y de más edad, montaba un caballo tordo y vestía un traje de viaje gris con adornos discretos de plata, botas altas de piel también teñida de gris, y un sombrero con cinta del mismo color. En cuanto a micer John Smith, el más joven, montaba un bayo. Su traje era de color castaño, con botas de cuero y sombrero con tres pequeñas plumas blancas. Ambos tenían un aspecto polvoriento y fatigado, de llevar varios días cabalgando. (Pàgs. 71-72)

El caso es que la mocita rubia, de ojos como el cielo claro y frío de Madrid en invierno, sonrió al reconocerme; inclu­so se inclinó un poco hacia mí entre crujidos de seda de .su vestido mientras apoyaba una mano delicada y blanca en el marco de la ventanilla. Yo estaba junto al estribo del coche de mi pequeña dama, y la euforia de la mañana y el ambiente caballeresco de la situación me acicateaban la audacia. Tam­bién reforzaba mi aplomo el hecho de vestir aquel día con cierto decoro, gracias a un jubón marrón oscuro y unas vie­jas medias calzas pertenecientes al capitán Alatriste, que el hilo y la aguja de Caridad la Lebrijana habían ajustado a mi talla, dejándolas como nuevas. (Pàg. 125)

Hubo un movimiento en la penumbra del interior del co­che y, primero una mano de uñas sucias, y luego un brazo vestido de negro, surgieron detrás de la niña para apoyarse en la ventanilla. Les siguió una capa también negra y un jubón con la insignia roja de la orden de Calatrava; y por fin, sobre una golilla pequeña y mal almidonada, apareció el rostro de un hombre de unos cuarenta y tantos a cincuenta años, re­donda la cabeza, villano el pelo escaso, deslucido y gris comosu bigote y su perilla. Todo en él, a pesar de su vestimenta solemne, transmitía una indefinible sensación de vulgaridad ruin; los rasgos ordinarios y antipáticos, el cuello grueso, la nariz ligeramente enrojecida, la poca limpieza de las manos, la manera en que ladeaba la cabeza y, sobre todo, la mirada arrogante y taimada de menestral enriquecido, con influencia y poder, me produjeron una incómoda sensación al considerar que aquel sujeto compartía coche, y tal vez lazos de familia, con mi rubia y jovencísima enamorada. Pero lo más inquietante fue el extraño brillo de sus ojos; la expresión de odio y cólera que vi aparecer en ellos cuándo la niña pronunció el nombre del capitán Alatriste. (Pàgs. 126 i 128)

En uno de ellos, junto a nuestra bellísima reina de veinte años doña Isabel de Borbón, vio por fin el de Gales a la in­fanta doña María, que en plena juventud lucía rubia, guapa y discreta, con un vestido de brillante brocado y, al brazo, la cinta azul convenida para que la reconociera su pretendien­te. (Pàg. 132)

Se fueron sin más conversación. El capitán no quiso llevar capa, por verse más desembarazado, y Martín Saldaña estuvo de acuerdo. También le permitió ponerse el coleto de piel de búfalo sobre el jubón. “Te abrigará del frío”, había dicho el veterano teniente disimulando una sonrisa. En cuanto a mí, ni me quedé en la casa ni fui con Caridad la Lebrijana. Apenas bajaron la escalera, sin pensarlo dos veces cogí las pistolas de la mesa y la espada colgada de la pared, y componiéndolo todo en un fardo con la capa, me lo puse bajo el bazo y corrí tras ellos. (Pàgs. 142-143)

El capitán Alatriste, que seguía mostrándose en público sin miedo aparente a las consecuencias –la mano, vendada tras el lance del Portillo de las Ánimas, estaba fuera de peligro-, vestía polainas, calzas grises y jubón oscuro cerrado hasta el cuello; y aunque la mañana era tibia, llevaba sobre los hombros la capa para cubrir la culata de una pistola que cargaba en la parte posterior del cinto, junto a la daga y la espada. Al contrario que la mayor parte de los soldados veteranos de la época, Diego Alatriste era poco amigo de usar rendas o adornos de color, y la única nota llamativa en su indumento era la pluma roja que le adornaba la toquilla del chapeo de anchas alas. Aun así, su aspecto contrastaba con la oscura sobriedad del traje negro de don Francisco de Quevedo, sólo desmentida por la cruz de Santiago cosida al pecho, bajo la capa corta, también negra, que llamábamos herreruelo. (Pàgs. 181-182)

Vestía nuestro monarca de terciopelo negro, con golilla almidonada y sobrios botones de plata –fiel a la pragmática austeridad contra el lujo de la Corte que él mismo acababa de dictar-, y en la mano pálida y fina, de azuladas venas, sostenía con descuido un guante de gamuza que a veces se llevaba a la boca para ocyltar una sonrisa ounas palabras con sus acompañantes… (Pàg. 199)

Vestía de seda azul oscura con realces de trencilla negra, zapatos y medias del mismo color; y sobre el pecho lucía la cruz roja de Calatrava, que junto a la golilla blanca y una fina cadena de oro eran los únicos contrastes en tan sobria indumentaria. (Pàgs- 210)

Arturo y Carlota Pérez-Reverte. El capitán Alatriste. Ed. Alfaguara, 2ª ed. Madrid, 1996. ISBN: 84-204-8353-2. 248 pàgs.


La revolta dels “barretines” (1687-1689), anomenats així pel que portaven (“encara que fossen cavallers entre la plebe posaven barretina”), va iniciar-se a Centelles, moguda per un complex de causes en què entraven elements antisenyorials i de protesta contra els impostos, però que tenien com a motiu la queixa contra els abusos dels allotjaments, que els estaven afectant de manera molt especial, potser, pensaven, per la connivència entre el seu senyor, el comte Francesc de Blanes i i el virrei, que els volien aplicar un càstig per la seva reia a les exigències senyorials. En l'inici hi hagué una protesta a per escrit, acollida a la Generalitat pel diputat eclesiàstic Saiol i pel seu germà Daniel, canonges tots dos de Barcelona i per l'oïdor militar Josep Sitges, que la van elevar directament al Consell d'Aragó el 20 de maig de 1687. El virrei, marquès de Leganés, que mantenia una relació conflictiva amb els Saiol, va destitguir i desinsacular els tres implicats, acusant-los d'incitació a la revollta, mentre als pobles es produïa una sèrie de moviments d’agitació en contra del pagament de contribucions militars, que portaria a un seguit de morts violentes de soldats.

Josep Fontana. La formació d’una identitat. Ed. Eumo, 4ª ed., Vic, 2014. ISBN: 978-84-9766-526-1. 486 pàgs. Pàg. 189.

Onfray, Michel. LIBERTINOS BARROCOS, LOS. CONTRAHISTORIA DE LA FILOSOFÍA, III. Les libertins baroques. Trad. Marco Aurelio Galmari. Ed. Anagrama, 1ª ed., Barcelona, 2009. ISBN: 9788433962843. 316 pàgs.

Como epicúreo convencido, el filósofo (Pierre Charron) teoriza el rechazo del lujo, de lo superfluo, y únicamente legitima la satisfacción de los deseos naturales y necesarios. Pone el ejemplo de la vestimenta, de la que dice que debe proteger del frío y demás rigores del clima, pero nada más. De donde su crítica de las sedas, los brocados, las perlas, los tejidos preciosos. ¿Qué hace Garasse? Lanza el rumor de un Charron ataviado con una larga capa de tafetán gris sobre una sotana del mismo color y parecida textura, con cuello forrado de piel de castor; en otra ocasión, exhibiéndose con hábitos de color –jubón blanco o de colores vivos-, y en otra, con los de su misión. (Pàg. 46)

La Mothe Le Vayer actúa de acuerdo con el mismo principio: la distancia adecuada. ¿La moda? Evitar los ridículos caprichos del momento, los zapatos lagos de puntas interminables, las botas con fuelles de piel que se hinchan en los tobillos, y preferir ropas que no sean demasiado nuevas ni demasiado usadas, vestimentas que no impresionen a nadie y utilizadas sin ostentación. (Pàg. 88)

En esta reunión de comilones i bebedores, muchos nobles son portadores de los cordons bleus en la acepción corriente de la expresión. (III. SAINT-ÉVREMOND Y “EL AMOR DE LA VOLUPTOSIDAD”) (Pàg. 129)

La comunidad judía le propone una renta a condición de silenciar sus objeciones y continuar asistiendo a las celebraciones religiosas como si nada sucediera, para no hacer evidente su ausencia. Spinoza se niega a aceptar el trato. A la salida de la sinagoga, un judío le espera para matarlo. El cuchillo desgarra su abrigo, que conservará toda su vida como recuerdo. (Pàg. 234)

Colerus relata que un consejero de Estado que pasa por su casa para visitarle encuentra al filósofo envuelto en una bata no demasiado limpia. Creyendo hacerle un favor, le ofrece una resplandeciente bata nueva... y tiene que aguantar los reproches mascullados del filósofo, que da al imbécil una lección de moral sobre lo importante y lo accesorio en la vida. Otras fuentes hablan de un Spinoza siempre muy cuidadoso de su aspecto en las apariciones públicas... (Pàg. 239)



Fue también, de hecho, la época de los artesanos famosos. Uno de ellos fue el gran tallista Grinling Gibbons, que vivió de 1648 a 1723. Su interesante nombre de pila era el de la doncella de su madre. Se crió en Holanda, de padres ingleses, y llegó a Inglaterra hacia 1667, después de la restauración de Carlos II como rey. Se instaló en Deptford, al sudeste de Londres, donde realizó masca­rones de proa muy básicos, pero un día, en 1671, John Evelyn, el cronista, pasó por casualidad por su taller y quedó al instante prendado del talento de Gib­bons, su personal carácter y, seguramente, su atractivo físico. (Gibbons, según todos los relatos, era increíblemente guapo.) Animó al joven a aceptar encargos más estimulantes y le presentó a gente influyente, como Christopher Wren.

Gracias al apoyo de Evelyn, Gibbons tuvo un gran éxito, pero su riqueza la obtuvo dirigiendo un taller que producía esculturas y mampostería. Fue Gibbons, al parecer, quien tuvo la idea de representar a los héroes británicos como estadistas romanos, vestidos con toga y sandalias, una iniciativa que puso muy de moda sus trabajos de mampostería. Aunque en la actualidad está considerado como el mejor tallista en madera de la modernidad, no fue espe­cialmente famoso por ello en vida. Para Blenheim Palace, Gibbons produjo trabajos de mampostería decorativa por valor de 4.000 libras, y tallas de ma­dera por un valor de solo 36 libras. Parte del motivo por el que sus suntuosas tallas de madera son tan valoradas hoy en día es porque son muy escasas.

Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. P. 202, nota 6.


El cuarto tejido destacado era la seda. La seda era un lujo excepcional que valía literalmente su peso en oro. Los relatos de crímenes del siglo XVIII y XIX en casi siempre hincapié en el hecho de que los criminales eran encarcelados o deportados a Australia por el robo de un pañuelo, una cajita de encaje o cual­quier otra aparente bagatela, cuando en realidad eran todos ob­jetos de gran valor. Un par de medias de seda podía costar 5 li­bras y una cajita de encaje podía venderse por 20 libras, una cantidad suficiente para que una pareja viviese un par de años y una pérdida tremendamente grave para cualquier comerciante. Una capa de seda costaba 50 libras, muy por encima del alcance de cualquiera excepto los miembros de la nobleza. La mayoría, si tenía algún objeto de seda, era en forma de cintas u otro pe­queño adorno. Los chinos atesoraban con ferocidad los secretos de la fabricación de la seda; el castigo por exportar una simple semilla de morera era la ejecución. Pero, al menos por lo que al norte de Europa se refiere, no tenían que preocuparse en exceso ya que la morera es un árbol demasiado sensible a las heladas como para sobrevivir en esos lares. Gran Bretaña intentó produ­cir seda durante años, y a veces con buenos resultados, pero al final nunca consiguió superar los inconvenientes de unos invier­nos periódicamente duros.

Con estos pocos materiales, y algunos adornos, como las plumas y el armiño, se lograban atuendos maravillosos, hasta tal punto que los legisladores del siglo XIV creyeron necesario introducir lo que se conoció con el nombre de leyes suntuarias para establecer límites en la vestimenta. Las leyes suntuarias fijaban con fanática precisión qué materiales y colores podía vestir cada uno. En tiempos de Shakespeare, aquel que disfru­taba de unos ingresos superiores a 20 libras anuales tenía per­miso para vestir un jubón de raso, pero no un vestido de raso, mientras que quien percibía más de roo libras anuales no tenía restricciones en cuanto al raso, pero podía lucir terciopelo úni­ca y exclusivamente en sus jubones y siempre y cuando el ter­ciopelo no fuera ni carmesí ni azul, colores reservados para gente de categoría aún superior. Las restricciones se aplicaban también a la cantidad de tejido que podía emplearse para la confección de cada prenda y a si el tejido podía llevarse con pliegues o liso, y a muchos detalles más. Cuando, en el año 1603, Shakespeare y sus compañeros actores recibieron el pa­tronazgo del rey Jacobo I, una de las prebendas del nombra­miento consistió en recibir, y poder vestir, cuatro metros de tela de color grana, un honor considerable para alguien que se de­dicaba a una profesión tan dudosa como la interpretación.

Las leyes suntuarias se promulgaron en parte para mantener a todo el mundo dentro de su correspondiente clase social, pero también por el bien de las industrias locales, que en general es­taban concebidas para desanimar la importación de materiales extranjeros. El Statute of Caps, que exigía a la gente llevar gorra en lugar de sombrero, estuvo en vigor durante un tiempo por los mismos motivos, con la intención de ayudar a los fabricantes de gorras locales a superar una crisis. Por oscuros motivos, los pu­ritanos se tomaron muy a mal la ley y fueron multados con fre­cuencia por burlarla. En los estatutos de 1337, 1363, 1463, 1483, 1510, 1533 y 1554 se sancionaron también diversas res­tricciones relacionadas con la vestimenta, aunque la constancia escrita evidencia que nunca se hicieron cumplir a rajatabla. En el año 1604 fueron derogadas por completo.

Para los que tienen una forma de ser racional, la moda es algo casi imposible de comprender. A lo largo de muchos periodos de la historia -tal vez de su mayoría-, la sensación dominante es que el fin de la moda no ha sido otro que lucir un aspecto de lo más ridículo. Y si a ello se le suma sentirse lo más incómodo posible, mucho mejor.

Vestirse de manera poco práctica es como querer demostrar­le al mundo que no tienes necesidad alguna de realizar trabajos físicos. A lo largo de la historia, y en muchísimas culturas, esta característica ha superado en importancia a la comodidad. En el siglo XVI, por tomar solo un ejemplo, se puso de moda el al­midón. Y el resultado de su aplicación fueron esas majestuosas gorgueras escaroladas conocidas como lechuguillas. Las lechu­guillas de mayor tamaño imposibilitaban prácticamente la de­glución y obligaban al comensal a utilizar unas cucharas con un mango de longitud especial para llevarse la comida a la boca. Pero pese al famoso utensilio, a buen seguro muchos sufrirían turbadores accidentes y se quedarían con hambre a la hora de las comidas.

Incluso las cosas más sencillas podían llevar implícita una espléndida absurdidad. Cuando aparecieron los botones, hacia 1650, fue como si la gente no fuera a hartarse nunca de ellos, pues los aplicaban en decorativa profusión en espaldas, cuellos y mangas de chaquetas, donde en realidad no cumplían función alguna. Una reliquia de aquella costumbre es esa breve fila de botones inútiles que siguen colocándose en la parte inferior de las mangas de las chaquetas, cerca del puño. Siempre han sido puramente decorativos y nunca han servido para nada, y a pesar de los trescientos cincuenta años transcurridos, seguimos cosiéndolos allí como si fueran de la más imperiosa necesidad.

Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. Pp, 510-512.


Los dos regimientos aplastan el levantamiento, y a su regreso Pedro procede a una sangrenta represión. Aprovecha el terror para imponer a sus subditos la vestimenta corta, hace cortar las barbas o pagar una tasa.

(Pedro el Grande y su reinado)

André Corvisier. Historia Moderna. El mundo extraeuropeo (siglos XVI y XVII). Europa (siglo XVIII). Ed. Labor, Barcelona, 1ª ed. 1986. ISBN: 84-335-1809-7. 208 p. P. 324.

Liselotte esposa del germà de Luís XIV


Qué agradable era dirigirse a la ciudad montados en la carreta de Nathaniel. Su Nathaniel, pensó Margaret, vestido con un jubón de brillante colorido y unos calzones embutidos dentro de unos borceguíes con la parte superior de la caña adornada de encaje. Nathaniel, luciendo airosamente su sombrero de ala ancha de Cavalier -o partidario de Carlos I-, fumaba su larga pipa de arcilla.

(1642, agost)

Rutherfurd, Edward. Sarum. Ediciones B, Barcelona. 1ª ed. 2000, 1192 pgs. Pg. 867.


Ambos ofrecían un extraño contraste: el hermano menor con su elegante jubón ribeteado con encaje; el mayor, que se había vestido apresuradamente confiando en huir, parecía haberse encogido, ataviado con una simple chaqueta marrón y los feos calzones holandeses, semejantes a unos pantalones cortados a la altura de la rodilla, que llevaban muchos puritanos. Sus medias grises de lana, según observó, Margaret, estaban llenas de agujeros.

(1644, octubre)

Rutherfurd, Edward. Sarum. Ediciones B, Barcelona. 1ª ed. 2000, 1192 pgs. Pg. 906.


El doctor Samuel Shockley tenía ese día un magnífico aspecto. En la cabeza llevaba una vistosa peluca que le llegaba a los hombros; era de un color castaño oscuro que, según le había asegurado su esposa, combinaba perfectamente con sus ojos azules, y le confería el aspecto digno que correspondía a un reputado médico. Debajo de la capa. que llevaba abierta sobre los hombros, vestía una elegante casaca gris rosada adornada con un fino volante de encaje confeccionado en la vecina Downton, calzaba medias de seda y zapatos grises de ante con tacón alto atados sobre el empeine con una cinta rosa. En la mano portaba un bastón con la empuñadura de plata. Aunque caminaba rápidamente, Samuel procuró evitar que sus zapatos se mancharan con los excrementos de caballo y otras porquerías que había en la calle.

(1688, desembre)

Rutherfurd, Edward. Sarum. Ediciones B, Barcelona. 1ª ed. 2000, 1192 pgs. Pg. 956.


-El castor es una criatura muy útil -aleccionaba Van Dyck a sus hijos-. Su aceite cura el reumatismo, el dolor de muelas y el malestar digestivo. El polvo de sus testículos, disuelto en agua, pue­de devolver la cordura a los idiotas. Su piel calienta mucho.

En realidad, lo que realmente despertaba las ansias de los hom­bres era la suave piel que tenían bajo la pelambre por un motivo con­creto: porque podía transformarse en fieltro. Los sombreros se confec­cionaban con fieltro y todo el mundo quería poseer uno, pese a que sólo los ricos podían permitírselo. Los sombrereros que los hacían se volvían locos a veces, envenenados por el mercurio que se usaba para separar el fieltro de la piel. Van Dyck reconocía para sus adentros que también era una locura que tan sólo por la moda de llevar cierta clase de sombrero se llegara a fundar una colonia, un imperio tal vez, para lo cual los hombres arriesgaban la vida y mataban a otros. Así eran las cosas, sin embargo. Si la costa nororiental del Atlántico la habían colonizado a fin de comerciar con el pescado, la gran bahía de Nueva Amsterdam y su gran Río del Norte atraía a los colonos por el proceso de fabricación del sombrero de fieltro.

(any 1664)

Edward Rutherfurd. Nueva York. New York. Ed. Roca, Barcelona, 1ª ed., 2010. 942 pgs. ISBN: 978-84-9918-185-1. Pg. 30.

Sa altesa reial

El poder de la moda.

Avui tothom dóna per fet que els talons són bàsicament cosa de dones, però el primer a no tocar de peus a terra va ser un home. El rei Lluís XIV de França (1638-1715), el rei Sol, era un enamorat de la moda, i duia sempre perruques llargues, vestits fastuosos i sabates de disseny. El seu sabater, Nichola Lestage, va rebre l'encàrrec d'idear unes sabates altes, ja que al rei l'acomplexava veure's més baixet que el seus cortesans. L'invent va causar sensació, tanta que les dones de la cort van acabar incorporant les sabates de taló en el seu vestuari.

Diari Ara, 17/12/2011

Constantin de Renneville: La Bastilla en tiempos de Luis XIV (1643-1715)

Retratos de los hombres de la fortaleza

En cuan­to a su indumentaria, era siempre irreprochable: sombrero del más luciente castor; peluca rubia y cuidadosamente em­polvada; alzacuello de finísimo tejido, tan simétrico y blan­co que nada hubiese podido decir de él la monja más meti­culosa; medias de seda cuidadosamente planchadas, y zapatillas de las más lindas y afeminadas. Más tarde supimos que no sólo tenía admiradoras entre las prisioneras, sino que era también el Adonis de ciertas beatas, que le obsequiaban con ricos presentes y le enviaban perfumados billetes amorosos.

Martín de Riquer & Borja de Riquer. Reportajes de la Historia. Relatos de testigos directos sobre hechos ocurridos en 26 siglos. Vol. I. Ed. Acantilado, Barcelona, 2010, 1ª ed. ISBN: 978-84-92649-79-2. 1,472 pgs. Pg. 982.


Princesa Palatina: Personajes de la cortes de Luis XIV (1643-1715)

Es Mme. de Montespan la que ha inventado las robes battantes para disimular sus embarazos, porque no se pue­de distinguir la silueta bajo tales ropas. Pero precisamente por eso, cuando se las ponía, era como si llevase escrito en la frente que estaba embarazada, y toda la corte decía: «Mme. de Montespan lleva su robe battante, por tanto, esta de cir­cunstancias». Creo que ella lo hacía a propósito esperando que esto le daría más consideración en la corte, lo cual suce­día efectivamente.

Martín de Riquer & Borja de Riquer. Reportajes de la Historia. Relatos de testigos directos sobre hechos ocurridos en 26 siglos. Vol. I. Ed. Acantilado, Barcelona, 2010, 1ª ed. ISBN: 978-84-92649-79-2. 1,472 pgs. Pg. 1.008.