Las primeras luces del sol despertaron a Alejandro. El rey hizo ademán de levantarse y de llamar a Leptina, como de costumbre, cuando vio delante de él a una larga fila de personas, hombres y mujeres, ordenadamente alineados, que debía de hacer un buen rato que esperaban, pacientemente, su despertar.
En la parcial inconsciencia de la duermevela, Alejandro hizo ademán de echar mano a la espada, pero se refreno. Se levantó para sentarse en el lecho apoyando la espalda en la cabecera y preguntó, más asombrado que enojado:
-¿Quiénes sois?
-Somos el personal destinado a tu persona —respondió el eunuco Co-, y yo soy el responsable del ceremonial matutino.
Alejandro sacudió con un brazo a Estatira, que estaba durmiendo aún, y también ella se levantó, cubriéndose con la bata..
-¿Qué debo hacer? --musitó Alejandro. –
-Nada, mi señor, lo harán todo ellos. Para eso están aquí.
Inmediatamente después, el eunuco le hizo una indicación de que le siguiera a la estancia del baño, donde dos doncellas y otro jovencísimo eunuco semidesnudo le lavaron, le masajearon y le perfumaron, mien tras Estatira era puesta en manos de sus doncellas.
Inmediatamente después, el joven y hermosísimo eunuco se le acercó y le secó con movimientos muy delicados y sabios, demorándose con una cierta insistente diligencia en las partes más sensibles de su cuerpo. Luego llegó el momento de vestirlo: una tras otra, a una señal del eunuco jefe, las doncellas se presentaron trayendo cada una de ellas una prenda que le hicieron ponerse con movimientos expertos y delicados: primero la ropa interior, que Alejandro no había usado nunca hasta aquel entonces, luego los calzones de biso recamado, pero él los rechazó con un gesto.
El eunuco sacudió la cabeza e intercambió una mirada perpleja con el responsable del guardarropa.
-No llevo calzones -explicó el rey—. Dadme mi quitón.
-Pero, mi señor... --aventuró el jefe del guardarropa, pareciéndole absurdo que alguien llevara la ropa interior sin luego ponerse el indumento propiamente dicho.
-No llevo calzones —repitió Alejandro categórico, y aunque el hombre no entendía el griego comprendió muy bien el tono y el gesto. Las doncellas contuvieron a duras penas una risita. El eunuco y el responsable del guardarropa real se consultaron con una mirada; luego mandaron a un siervo a buscar su quitón griego y se lo pusieron. En aquel momento, sin embargo, no sabían ya como proceder con el resto de la indumentaria. El joven y hermosísimo eunuco tomó entonces la iniciativa: se hizo dar por una doncella la kandys, la espléndida sobreveste real de anchas mangas plisadas, y se la alargó para ponérsela. El rey la miró, luego miró al responsable del guardarropa, que tenía los ojos fijos en el cada vez más estupefacto, y no sin cierta reticencia se la puso. Le trajeron acto seguido el turbante para la cabeza y se lo drapearon con extraordinaria elegancia en torno a la frente y el cuello, dejándoselo caer con sua ves pliegues sobre los hombros.
Otros siervos le rociaron con perfume y el joven eunuco le puso de lante de un espejo para que se contemplara y le dijo en griego:
Eres maravilloso, mi señor. Alejandro se quedó sorprendido de que aquel joven hablase el grie go tan bien y le preguntó:
--¿Cómo te llamas?
--Me llamo Bagoas. Estaba destinado al servicio personal del rey Darío y era su favorito. Nadie sabía darle placer como yo. Ahora soy tuyo, si me quieres.
Y pronunció aquella palabras con un timbre de voz tan turbio y sen sual que el rey se quedó impresionado. No respondió, observó la ima gen reflejada por la lámina de plata bruñida y experimentó una especie de ingenua complacencia, le pareció que aquel atuendo le sentaba de maravilla. Estaba a punto de ir adonde estaba Estagira para que ésta le viera, cuando resonó en el corredor el paso de unas botas macedonias claveteadas e inmediatamente después se presentó El Negro, totalmente armado y visiblemente alarmado. Comenzó diciendo aún antes de entrar:
-Rey, hay noticias importantes de... --Pero apenas le vio se interrumpió, su expresión cambio de improviso y estalló a reír—. ¡Por Zeus! Pero ¿quién es toda esta gente? ¡Todas estas mujeres y todos estos ca pones! Y luego... ¿cómo te has arreglado?
Alejandro no se rió en absoluto y con tono irritado y resentido repuso
-¡Déjalo correr, déjalo correr inmediatamente! Te recuerdo que soy el rey.
-¿El rey? —continuó El Negro ¿Qué rey? Yo no te reconozco ya, pareces...
--Una palabra más y te hago desarmar y poner bajo custodia. Ya ve remos si te quedan aún ganas de reírte.
El Negro inclinó la cabeza. -¿Qué tienes que decirme?
-Ha llegado la noticia de que Beso está en Bactriana, donde se ha proclamado Gran Rey, con el nombre de Artajerjes IV.
--¿Nada más?
-Han sido avistados los refuerzos de Macedonia por el camino de Ecbatana, cerca de siete mil hombres, y están también con ellos los pa jes. Estarán aquí antes de la noche.
--Bien. Les veré hoy mismo, a la puesta del sol. Manda formar al ejército.
El Negro salió mordiéndose la lengua para no decir nada más y poco después, por todo el campamento, circulaba la voz de que Alejandro se había vestido como un persa y que se rodeaba de mujeres y de eunucos,
—¡No lo dirás en serio!--exclamó Filotas al enterarse — Mi padre se taparía los ojos si viera semejante vergüenza.
-También yo lo creo -replicó Crátero ¿No fue él mismo quien nos echó un rapapolvo, cuando estábamos en Persépolis, diciéndonos que no nos había traído hasta allí para ver que nos comportábamos igual que aquellos que habíamos derrotado?
--Yo no le encuentro nada de extraño -intervino Hefestión—. Ya visteis a Alejandro en Egipto vestido como un faraón. ¿Por qué en Per sia no debería vestirse como el Gran Rey? Se ha casado con una hija suya y ha heredado su reino.
--Haga lo que haga o diga lo que diga Alejandro, para ti siempre está todo bien-le replicó Filotas , pero el rey Filipo se sentiría ho rrorizado de ver una cosa así y...
--Déjalo correr! -le interrumpió Hefestión . Él es el rey y tiene derecho a hacer lo que le plazca. Y vosotros deberías avergonzaros. Tam bién tú, Negro, que dices cosas terribles. Cuando os cubrió de favores, cuando os llenó las tiendas de oro persa bien que lo cogisteis, o no? Tú, Hilotas, ¿te pusiste contento cuando te nombró comandante supremo de la caballería, verdad? Y ahora os escandalizáis por cuatro trapos.
Me hacéis reír!
-¿Te hago reír? ¡Pues ahora mismo voy a hacer que se te pasen las ganas de reírte! --grito El Negro, que estaba ya de pésimo humor, y le vantó el puño amenazante.
Tolomeo se interpuso inmediatamente para separarles y Seleuco le echó una mano.
-¡Quietos! ¿Estáis locos? ¡Basta! ¡Dejadlo correr, por todos los dioses! ¡Dejadlo correr!
Los dos se separaron mirándose de reojo y Crátero se puso de parte de Clito, como para hacer saber que le daba la razón.
-Escuchad-dijo Seleuco—. Es de necios llegar a las manos por es tas tonterías. Alejandro puede haberse vestido con ropas persas para agradar a Estatira o bien por simple curiosidad. Siempre hemos estado de acuerdo y tenemos que seguir estándolo. Estamos en el corazón de un territorio aún en gran parte hostil. Si comenzamos a pelearnos entre nosotros estamos perdidos, ¿no lo comprendéis?
- No son tonterías —exclamó una voz bien conocida a sus espaldas. Seleuco se volvió.
--Repito, no son tonterías -dijo Calístenes—. Alejandro partió de Grecia como caudillo de la liga panhelénica para destruir al enemigo se cular de los griegos. Ése es su verdadero y único cometido, aquél por el que se comprometió en Corinto con un solemne juramento.
-Ha quemado Persépolis -intervino Eumenes, que se había que dado en silencio hasta aquel momento. ¿No te basta? Ha sacrificado la residencia real más bella del mundo en el altar de la idea panhelénica.
-Te equivocas —rebatió Calistenes—. Lo ha hecho porque no tenía otra elección, y te lo digo porque lo sé de buena fuente. No le importa ba ya nada Grecia ni los griegos en aquel momento, me temo, no le im porta nada.
Resonaron en aquel momento las trompas y una unidad de hetairoi en traje de gala salió al galope por la puerta de poniente del campamento, colocándose en dos filas a los lados del camino de acceso. Poco des pués se oyó el redoblar de los tambores y el paso cadencioso de un ejér cito que se acercaba.
--¡Llegan las tropas de refuerzo! --exclamó Tolomeo-. Alejandro estará aquí en unos momentos. Tratemos de prepararnos, en vez de es tar discutiendo.
Calístenes sacudió la cabeza con una expresión de indulgencia y se alejó. Los demás, unos antes, otros después, fueron a equiparse con la armadura para formar delante del resto del ejército que se preparaba para recibir a los compañeros que acababan de llegar de Macedonia.
Los recién llegados marcharon en perfecto orden a través del campamento, saludados por altos toques de trompa y por la unidad de he tairoi que presentaba armas, y fueron a colocarse delante del podio que se alzaba al lado de la tienda real. Detrás de ellos, formó al ejército al completo. Destacaban, por los blancos mantos y los quitones rojos, los pajes, los jovencísimos hijos de lo más escogido de la nobleza macedo nia que habían venido a servir al rey Alejandro como hicieran en otro tiempo Pérdicas, Tolomeo, Lisímaco y los otros compañeros con el rey Filipo, en la residencia real de Pella.
Luego se oyeron otros toques y esta vez se volvieron todos hacia la puerta oriental, porque aquel sonido anunciaba la llegada del soberano,
-Oh, dioses --murmuró en voz baja Tolomeo llevándose una mano a la frente- Lleva aún el atuendo persa.
-Así sabrán todos a qué atenerse —comentó impasible Seleuco Es mejor, créeme.
Alejandro llegó al galope montando a Bucéfalo, y la sobreveste persa de finísimo biso ondeaba al viento como un velo. El turbante que le en cuadraba el rostro y le caía cruzado sobre el pecho y luego sobre los hombros le confería un aspecto insólito, y sin embargo extrañamente atractivo.
Saltó a tierra delante del podio y subió lentamente los escalones que llevaban a la plataforma, luego se volvió y dio la cara, con aquel atuen do y en aquella actitud, al ejército macedonio con los veteranos y los re clutas, bajo la mirada estupefacta de todo el mundo, desde los compa ñeros hasta el último soldado; también los muchachos alineados bajo la tarima le miraban como si no creyeran lo que sus ojos veían.
-He querido venir en persona —comenzó- para dar la acogida a estos compañeros nuestros recién enrolados que nos han sido enviados por el regente Antípatro y para recibir a los muchachos que los nobles de Macedonia han mandado para que crezcan en el servicio de su rey y aprendan a convertirse en guerreros valerosos y leales. Leo el estupor en vuestros ojos, como si hubiese aparecido un fantasma, pero sé la razón de ello. Es a causa de este traje que llevo, la kandys, y de este paño con que he envuelto mi cabeza. Son, en efecto, prendas persas las que llevo sobre el quitón de guerrero griego y quiero que sepáis que lo he hecho con toda intención, porque no soy ya únicamente rey de los macedonios. Soy también faraón de Egipto, rey de los babilonios y Gran Rey de los persas. Darío está muerto, yo he tomado por esposa a la princesa Estatira y, por tanto, soy su sucesor. Como tal reivindico la autoridad so bre el imperio que fuera suyo y trato de hacerla valer persiguiendo al usurpador Beso allí donde quiera que se esconda. Le apresaremos y le infligiremos el castigo que se merece.
»Ahora haré repartir unos presentes a los recién llegados y esta no che tendréis todos una cena especial y buen vino, en abundancia. ¡Quiero que os divirtáis y estéis de buen talante porque dentro de poco volveremos a partir para no detenernos hasta que no hayamos conseguido nuestro objetivo!
Hubo un tibio aplauso, pero Alejandro no hizo nada por solicitar uno más caluroso y entusiasta. Se daba cuenta de lo que sentían sus hombres y sus compañeros y de lo perplejos que estaban los muchachos recién llegados de Macedonia como pajes, para los cuales debía de ser ya una leyenda viviente. Se encontraban frente a un hombre ataviado con las ropas de los bárbaros vencidos, que para ellos tenían un inconfundible carácter femenino. Y no era esto todo; lo que estaba por decir era aún peor.
Esperó a que se hubiera hecho el silencio y reanudó su discurso:
—La empresa a la que nos aprestamos no es menos difícil que las que hemos afrontado hasta ahora, y las tropas de refresco recién llegadas de Macedonia no son suficientes. Tendremos que luchar contra enemigos que no hemos visto jamás y con los que no hemos combatido antes, tendremos que imponer guarniciones en decenas de ciudades y fortalezas, enfrentarnos con ejércitos más numerosos aún que aquellos que derrotamos en Issos y en Gaugamela... —Reinaba ahora un silencio absoluto en el campamento y los ojos de todos los guerreros estaban fijos en el rostro de Alejandro, los oídos aguzados para no perderse una sola pala bra—Por esto he tomado una decisión que puede que no sea de vuestro agrado, pero que es absolutamente necesaria. No podemos desangrar a nuestra patria con levas continuas ni desguarnecerla de sus defensas. He establecido, por tanto, que se enrolen treinta mil persas y adiestrar los según la técnica militar macedonia. El adiestramiento comenzará a partir de mañana mismo, los jefes militares de todas las satrapías del Imperio recibirán instrucciones precisas al respecto.
Nadie aplaudió, nadie pidió la palabra ni abrió la boca. En medio de aquel silencio sepulcral, el rey estaba solo como no lo había estado nun ca antes de entonces. Únicamente Hefestión se le acercó y le sujetó la brida de Bucéfalo mientras él saltaba sobre su grupa, alejándose inmediatamente después al galope.
(Pgs. 176-181)
En el silencio irreal de la hora matutina se oyó de pronto el sonido de un cuerno que casi se apagó de inmediato en la inmensidad de la llanura. Luego el rey escita salió montando un soberbio semental rodado, completamente distinto de los pequeños caballos peludos de sus hombres, acaso el presente de algún rey limítrofe o el fruto de una razia. Llevaba aún su uniforme de combate, la diadema escarlata, el pectoral, la coraza de escamas. Le seguía, a pie, su esposa, que ostentaba un cubre cabezas altísimo de lámina de oro, decorado a listas paralelas, un largo velo rojo y una túnica carmesí adornada de lentejuelas de lámina de oro en las orlas, y una falda larga hasta los pies que casi le cubría los zapatos de lana recamada. Llevaba de la mano a una niña de unos doce años, sin duda su hija a juzgar por la semejanza.
(Pg. 258)
Seguía presente el hecho de que los éxitos de la expedición habían sido limitados, lo cual pesaba en el prestigio del rey, tanto más cuanta que no pocos de sus compañeros le habían disuadido de semejante estrategia. Alejandro trató entonces de hacer olvidar aquella situación dan do fiestas y banquetes en los que quiso que participaran también los oficiales persas, y esto trajo nuevas tensiones entre los macedonios y entre sus propios amigos. Muchos sentían antipatía también por Hefestión que parecía apreciar las costumbres persas no menos que el rey y que ne ataviaba a menudo al modo oriental.
(Pg. 276)
Las nupcias se celebraron con gran fasto tres días después; Alejandro eligió el rito persa del pan, pero a la manera macedonia, cortándolo con su espada. Luego ambos esposos comieron de aquel pan mirándose a los ojos y sintieron que se amarían hasta el fin. Y más allá incluso. Roxana iba vestida con su hábito de ceremonia, una sobreveste azul puesta sobre una túnica roja, ceñida a la cintura con un cinturón de discos de oro, y tocada con un velo del que colgaba una diadema también de oro, de lágrimas, adornada de lapislázuli.
(Pg. 285)
El rey yació con sus dos esposas persas aquella noche, primero con Barsine y luego con Estatira, pero cuando la vio finalmente adormecida se echó sobre los hombros una clámide y salió al corredor.
(Pg. 367)
Alejandro no respondió y su silencio fue interpretado como un asentimiento. Le ataron a la cintura un cinturón del que colgaban cuatro correas, dos delante y dos detrás, que fueron aseguradas a los arreos del bayo, y luego le arroparon con el manto de púrpura de modo que le cubriera completamente aquella especie de eslingaje.
(Pg. 336)
Valerio Massimo Manfredi. Aléxandros III El confin del mundo. (Aléxandros III Confine del mondo, trad. J. R. Monreal). Ed. Grijalbo-Mondadori, Barcelona, 1999. ISBN: 8425333857. 392 pgs.
Una doncella se llevó el paño húmedo y otra ayudó a Memnón a ponerse las vestiduras para la cena: un quitón largo hasta los pies, azul, recamado en plata en los bordes. (29)
Eumenes se sentó y se echó el manto sobre las rodillas. Aquella actitud le recordó a Alejandro a su padre Filipo, cuando éste se sentaba después de un exabrupto. Pero en el caso de Eumenes era otro el motivo: de noche hacía fresco, y él no estaba acostumbrado a ir dando vueltas con el corto quitón militar, por lo que se le ponía la piel de gallina en las piernas. (36)
Saltaron sobre sus caballos, los que tenían aún uno, y llegaron al patio del palacio, iluminado por lámparas alrededor del pórtico. Se encontraron ante una mujer hermosísima, ataviada con un traje persa adamascado y con unos largos ribetes dorados. (59)
Apeles llegó la tarde siguiente, junto con un gran séquito de esclavos, mujeres y niños de hermoso aspecto. Era elegantísimo, con un toque de excentricidad en sus collares de ámbar y lapislázuli que llevaba al cuello y en las vestiduras de vivos colores. Corrían rumores de que Teofrasto había escrito un librito satírico titulado Los caracteres y que se había inspirado precisamente en Apeles para el carácter del exhibicionista.
Alejandro le recibió en sus habitaciones privadas juntamente con la hermosísima Kampaspe, que iba vestida aún con el peplo de las jovencitas, único modo de descubrir generosamente sus hombros y su soberbio pecho. (68)
Alejandro la miró: tendría entre cincuenta y sesenta años, pero más cerca ya de esta edad. No se teñía los cabellos y no escondía las sienes que ya le griseaban, pero debía de haber sido una mujer fascinante. El traje cario de lana adamascada, a cuadros recamados cada uno con una escena mitológica, la ceñía destacando unas formas que sólo algunos años antes debían de haberla hecho muy atractiva. (119)
El gruñido quedo de Peritas despertó a Alejandro de repente y el soberano comprendió lo que había alarmado a su perro: el cerrado galope de un escuadrón de jinetes y luego el hablar excitado de los hombres delante de su tienda. Se echó sobre los hombros una clámide y corrió afuera. Era aún de noche y la lima estaba suspendida ligeramente por encima de las colinas, en un cielo lechoso y oscuro, velado por unas nubes bajas. (132)
Alejandro cabalgaba en silencio solo, delante de todos, montando a Bucéfalo, y no era difícil darse cuenta de qué pensamientos angustiosos tenían ocupada su mente. Calzaba el sombrero macedonio de anchas alas y llevaba sobre los hombros la pesada clámide militar de burda lana. (213)
El regente Antípatro le recibió en el viejo salón del trono, arrebujado con un manto de burda lana y vestido con unos pantalones tracios de fieltro. Un gran fuego ardía en medio de la sala, pero con el humo también una buena parte del calor se iba por el orificio que se abría en el centro del techo. (228)
Barsine sintió morir su corazón en el pecho, pero no pestañeó ni derramó tampoco una sola lágrima.
-Gran Rey, te agradezco por haberme avisado y dado permiso para partir. Iré enseguida al encuentro de mi esposo y no tendré paz, ni dormiré ni descansaré mientras no me haya reunido con él y le haya abrazado.
Volvió a su tienda y se vistió como una amazona poniéndose un corpiño de fieltro y unos pantalones de cuero, cogió el mejor caballo que pudo encontrar y se lanzó al galope, seguida a duras penas por los soldados de la guardia que el Gran Rey le había asignado de escolta. (246)
Se levantó con gesto resuelto del asiento, se echó atrás de modo que su persona pudiera verse iluminada lo más posible por la luz de las dos lámparas que pendían del techo de la habitación y comenzó a desnudarse. Se liberó del corpiño, desató los cordones que sujetaban los calzones escitas de cuero, liberándose al mismo tiempo de todo su innato pudor, y se quedó desnuda y majestuosa delante de él. (248)
Calzaba pantalones escitas de cuero y un jubón de fieltro gris, llevaba el cabello recogido en la nuca, sostenido con dos alfileres, y estaba, de haber sido posible, más bella aún que cuando la había conocido.
Su rostro había adquirido una ligera palidez y sus facciones se habían afinado, de modo que sus negros ojos resaltaban más aún si cabe y brillaban con una luz intensa y vibrante como la de las estrellas.
Se presentó ante ella muy tarde, cuando el campamento estaba sumido en el silencio y el primer turno de guardia había ocupado ya sus posiciones. Llevaba únicamente un quitón militar, tenía sobre los hombros el manto de lana gris y se hizo anunciar por una doncella.
Barsine se había dado un baño y cambiado de traje: llevaba una ligero vestido persa que le llegaba hasta los pies y que le moldeaba apenas las formas; su tienda estaba perfumada de nardo. (290)
Una muchacha con la cabeza cubierta por una peluca negra y con los ojos pintados con bistre, envuelta en un vestido de lino tan ceñido que hubiérase dicho que estaba desnuda, sirvió a los jóvenes conquistadores vino de palma y dulces. (326)
Manfredi, Valerio Massimo. Aléxandros II Las arenas de Amón. (Aléxandros Le sabbiedi Amon, trad. José Ramón Monreal. Ed. Debolsillo, 5ª ed. Barcelona, 2005. ISBN: 849759441X. 344 p.
El Mago de la Aurora llevaba un manto de seda rosa con matices de azul y calzaba sandalias de piel de ciervo. El Mago del Crepúsculo llevaba una sobrevesta carmesí jaspeada de oro, y de los hombros le colgaba una larga estola de biso recamada con identicos colores.
El Mago del Mediodía vestía una túnica de purpura adamascada con espigas de oro y calzaba unas babuchas de piel de serpiente. El último de ellos, el Mago de la Noche, iba ataviado con lana negra. tejida con el vellón de corderos nonatos, constelada de estrellas de plata. (13)
Le condujo a la antecámara real donde la reina Olimpia aguardaba, ya vestida, peinada y perfumada. Estaba magnifica: los ojos negrísimos contrastaban con el pelo llameante, y la larga estola azul recamada con palmetas de oro a lo largo de los bordes cubría un quitón de corte ateniense ligeramente escorado y sujeto en los hombros mediante un cordoncito del mismo color que la estola.
El surco de entre los senos, que el quitón dejaba en parte al descubierto, estaba espléndidamente adornado con una gota de ámbar del tamaño de un huevo de pichón, incrustada en una capsula de oro a imitación de una bellota de encina: uno de los regalos de boda de Filipo. (39-40)
En el centro se hallaba Filipo con sus generales: Parmenio, Antipatro y Clito, apodado El Negro. A su diestra se habían colocado los persas, y todos se habían quedado asombrados de su transformación: nada ya de túnicas recamadas ni de elegantísimas sobrevestes. El sátrapa y sus Inmortales vestían como sus antepasados nómadas de la estepa: bragas de cuero, justillo, gorro rígido, dos venablos en la trabilla, un arco de doble curvatura y flechas. A la siniestra del soberano estaban alineados el rey Alejandro de Epiro con Tolomeo y Cratero y a continuación los mas jóvenes: Alejandro, Hefestion, Seleuco y los demás. (68)
- La razón no es otra que la llamada del rey, Alejandro. Quiere que vayas enseguida a verle.
El joven se puso en pie a duras penas, llegó como pudo hasta la palangana para las abluciones y sumergió varias veces la cabeza en ella, luego se hechó una clámide sobre los desnudos hombros, se ató, las sandalias y siguió a su guía. (127)
-He recibido órdenes de... y además, ¿con ese vestido, princesa? Cleopatra levantó el borde del peplo hasta la barbilla y mostro que debajo llevaba un quitón cortísimo.
-¿Lo ves? Acaso no parezco la reina de las amazonas?
Perdicas se puso rojo como una amapola.
-Bien lo veo, princesa -hubo de admitir tragando saliva.
-¿Entonces? -Cleopatra dejo caer el peplo sobre los tobillos. Perdicas suspiró. (129)
La esposa era encantadora e iba vestida con todos los atributos de una reina, pero eran claramente visibles los signos de su embarazo. Llevaba una diadema de oro y el cabello recogido detrás de la nuca en un rodete que sostenían unas grandes fíbulas de oro de cabeza de coral; vestía un peplo tejido en plata y adornado con encajes de extraordinaria belleza, que imitaban el estilo de los pintores ceramistas reproduciendo una escena de danza de unas muchachas delante de la estatua de Afrodita, e iba tocada con el velo nupcial que le cubría parcialmente la frente. (183-184)
Olimpia estaba lista. Se había recogido el pelo en un mono y puesto un corpiño de piel y unos pantalones ilirios, y llevaba sobre los hombros dos alforjas con mantas, provisiones y una bolsa de dinero. Una de sus doncellas la seguía entre lloriqueos:
-Pero... Reina...
-Vuelve adentro y enciérrate en la habitaci6n -le ordeno Olimpia.
Alejandro le tendió las bridas del caballo.
-Mama, ¿donde esta Cleopatra? No puedo irme sin despedirme de ella.
-Ha mandado una doncella para avisarme de que te espera en el atrio de las dependencias de las mujeres, pero cada momento que perdemos puede resultar fatal, como bien sabes.
-Me daré prisa, mama.
Se cubrió la cabeza con la capucha del manto y corrió a donde le esperaba su hermana, pálida y temblorosa, vestida aún con las ropas de gala. (187)
Un día, a comienzos de primavera, mandó a decir a Eumenes que se reuniera con él en las caballerizas para dar un paseo a caballo: tenía que hablarle. Era un procedimiento insólito, pero el secretario se atavió engalanándose con unos pantalones tracios, casaca escita, botas y un sombrero de alas anchas; se hizo preparar una yegua bastante vieja y tranquila y se presentó así a la cita. Filipo le miró de soslayo. (217-218)
Alejandro se acomodó en los hombros el blanco manto e intercambió una rápida mirada con su tío. Ambos precedían en unos pocos pasos a Filipo, acompañado por su guardia personal, ataviado con una túnica roja con el borde recamado en oro, de motivos ovalados y palmetas, y con un rico manto blanco, el cetro de marfil en la mano derecha, tocado con la corona de oro de hojas de encina. Era idéntico a la estatuilla que Eumenes le había ensenado en el modelo a escala en el interior de la sala de armas.
Los zapateros reales le habían confeccionado un par de coturnos de actor trágico que permanecían cubiertos por el borde del traje y tenían un grosor distinto, a fin de corregirle el andar renqueante y aumentar considerablemente su estatura. (237-238)
Manfredi, Valerio Massimo. Aléxandros I El hijo del sueño. Aléxandros Il figlio del sogno, trad. José Ramón Monreal. Ed. Debolsillo, 5ª ed. Barcelona, 2005. ISBN: 8497594401. 308 p.
Relieve del friso del Partenón que representa un hombre, probablemente un arconte, recibiendo de un niño o de una niña una tela, que se ha interpretado como el peplo sagrado. (enllaç viquipèdia)
Raquel López Melero. Atenas. Ed. RBA, 2017. ISBN: 9788447388189. 96 pàgs. Pàg. 51.
Pel que sabem, els Curetes eren, en les tradicions més antigues, dos, en el seu començ joves i ben plantats. Per les escenes pintades a la ceràmica grega, portaven a les esquenes, com a tot vestit, la claina —origen de Phimàtion—, una ampla capa de llana espessa, subjectada sota la barba per un afiblall, per embolicar-se amb ella la resta del cos, com a defensa del fred. No en sofrien pas, sinó que suaven a raig —amb una olor molt agra, és de suposar—, perquè sempre estaven ballant una primitiva pírrica, sota les ordres de la cretenca Rhea.
Salvador Espriu. Les roques i el mar, el blau. Edicions 62, 1ª ed. Barcelona, 1984. ISBN: 8429721118. 192 pp. Pàg. 15.
Per què el porpra és el símbol del poder?
Al llarg de tota l’antiguitat el porpra ha estat considera símbol del poder, per l’impacte del seu color i per les dificultats de la seva obtenció, que es feia a partir de mol·luscs gasteròpodes, especialment diverses espècies de cargols marins. L’ús del porpra arrenca a mitjan segle II mil·lenni aC a la Mediterrània oriental (en diversos jaciments de Creta), però van ser els fenicis els qui van engrandir la producció i la comercialització dels teixits, sempre cars i per aquesta raó sovint destinats a vestir la reialesa i les capes més altes de la societat. Potser per això els poemes homèrics fan reiterades referències als vestits tenyits de porpra duts per divinitats i personatges heroics o llegendaris. A la Ilíada, per exemple, es destaca que el rei micènic Agamenó duia un gran mantell de color porpra.
A Roma, l’ús d’aquest color va arribar a ser tan important que la legislació romana el va reglamentar en diverses ocasions. El seu color vermell, d’intensitats diferents segons els tipus de molusc i els processos de tintatge, el treballaven els purpuraii, antics esclaus alliberats (lliberts), un negoci del qual l’emperador Neró va instaurar-ne un monopoli imperial. Igual que el pòrfir egipci (pòrfir i porpra tenen la amteixa arrel grega), el porpra va acabar sent exclusiu del cercle de l’emperador. Actualment, és el color que identifica els cardenals, prínceps de l’Església.
Isabel Roda, catedràtica d’arqueologia a la Universitat Autònoma de Barcelona. Article revista Sapiens, núm. 145, agost 2014, pàg. 4.
Quedémonos, para lo que nos interesa, con un Antifón netamente opuesto a Sócrates y que defiende lo contrario que el fauno, a quien discute en el lugar mismo de su enseñanza. Para quitarle algunos alumnos, dicen los malevolentes..., Antifón reprocha a Sócrates que su vida se ajuste al modelo ascético: que coma alimentos de mala calidad, que beba espantosos brebajes, que vaya descalzo, que no use túnica y que lleve en todas las estaciones la misma capa sucia que hace las veces de manta, de protección de las inclemencias de la intemperie y de lecho, que no cobre a sus alumnos y que se contente con esa existencia de vagabundo, en todo lo cual ve mucho más un maestro de miseria que de alegría...
Como es de suponer, Sócrates responde que él enseña la virtud, que lo esencial reside en otro sitio, que Antifón se equivoca en creer que la felicidad depende de lo que se beba o se coma, de la ropa que se lleve o de los dracmas que se guarden en la bolsa. El sofista predica la libertad y la comodidad de la vida que representa el dinero, no como fin, sino como medio para liberarse de las contingencias y crear su libertad. El Sócrates de Platón -¡que probablemente tenía muy poco que ver con el histórico!- que desprecia el dinero. Se supone que, aquí como en todo, enuncia la palabra de Platón...
Michel Onfray. Las sabidurías de la antigüedad. Les sagesses antiques. Trad. Marco Aurelio Galmarini. Ed. Anagrama, Barcelona, 2008, 2ª ed. ISBN: 978-84-339-6256-0. 334 pàgs. Pàgs. 92-93.
-Los rumores sobre esa mujerzuela del templo que tendré que soportar durante varios días -respondió. Se llevó la mano al cinturón, del que colgaban dos espadas cortas. Como Parmenión y Antípatro, Filipo llevaba sandalias con tiras alrededor de las pantorrillas, quitón blanco, una armilla ligera de cuero y el capote rojo de soberano o comandante. Antípatro tenía una calva reluciente bajo el yelmo, que, según decían, no se quitaba ni para hacer el amor. Filípo y Parmenión iban con la cabeza descubierta. Las armas las llevaban sobre todo como símbolo de rango; con una escolta de veinte hoplitas, ninguno de los tres hombres tenía motivos para pensar que podía ser necesario empuñar la espada. (P. 99)
A la entrada de una casa, presidida por una voluptuosa estatua de Afrodita, había cinco mujeres jóvenes; a juzgar por los adornos que llevaban en el pelo, una era tracia, dos helenas y otra de Cush o del sur de Libia. Vestían túnicas blancas abiertas y, debajo, taparrabos amarillos o rojos. Los pezones de la negra estaban pintados de plateado; los de la tracia, de púrpura. La cushita examinó con la mirada a Filipo, se pasó la lengua por los labios, se levantó los pechos con la mano izquierda, metió la derecha debajo del taparrabos y señaló la casa con la cabeza. (Pp. 100-101)
Olimpia estaba descalza sobre una piedra de vetas azules. Vestía una túnica de lino blanco, sin mangas, que le llegaba hasta las rodillas. En lugar de cinturón llevaba una faja de un rojo brillante muy ceñida a la cintura, que realzaba sus pechos, caderas y nalgas. También eran rojas las uñas de sus manos y pies. (P. 112)
El persa sonrió. Tenía los dientes largos y blancos; y la barba negra y cuidadosamente recortada. Iba sencillamente vestido: quitón, capote de viaje, sandalias. En sus dedos brillaban dos o tres anillos, pero no parecían excesivamente caros. Sólo su actitud y la expresión de su rostro lo diferenciaban de un comerciante cualquiera. (P. 397)
Olimpia estaba en la habitación contigua, donde antes habían dormido los niños. Llevaba el vestido largo blanco y con ribetes dorados, las botas de montar adornadas con piedras preciosas y botones de plata y el mantón púrpura. La serpiente estaba enrollada alrededor de su cuello, balanceando la cabeza a uno y otro lado y siseando. (P. 420)
Fue una buena salida, según supo más tarde. Mientras pasaba deslizándose junto a interminables bosques de juncos y aldeas de adobe, el rey decidía quitarse su capa guerrera no lejos de Canopo y mandar construir una ciudad que había de erigirse de acuerdo con los contornos de la clámide extendida y que había de llevar su nombre: Alejandría. (P. 1014)
Haefs, Gisbert. Alejandro Magno. Alexander I. Alexander II, Asien. Trad. J.A. Alemany i A. Kovacsis. Ed. Edhasa,Barcelona 2005, 1ª ed. ISBN: 84-350-1727-3. 1206 pp.
Jenofonte: La retirada de los diez mil.
"Entonces se produjo un espectáculo terrible: las mujeres, arrojando primero a sus hijos, se lanzaban ellas mismas después al precipicio y los hombres hacían lo mismo. Entonces también Eneas de Estinfalia, capitán, habiendo visto a un hombre que corría con intención de arrojarse llevando un hermoso vestido, lo coge para impedírselo. Éste lo arrastra y ambos se precipitaron rocas abajo y murieron.
Martín de Riquer & Borja de Riquer. Reportajes de la Historia. Relatos de testigos directos sobre hechos ocurridos en 26 siglos (Volumen I). Ed. Acantilado, Barcelona, 2010, 1ª ed. ISBN: 978-84-92649-79-2. 1.472 pgs. Pg. 58.
Después de esto, los griegos despiden el guía, habiéndole dado como presentes de la comunidad un caballo, una copa de plata, un vestido persa y diez daricos.
Martín de Riquer & Borja de Riquer. Reportajes de la Historia. Relatos de testigos directos sobre hechos ocurridos en 26 siglos (Volumen I). Ed. Acantilado, Barcelona, 2010, 1ª ed. ISBN: 978-84-92649-79-2. 1.472 pgs. Pg. 59.
Les fíbules
Dins de l'orfebreria dels ibers cal fer esment de les fíbules, l'objecte personal mes utilitzat i que amb mes abundància es troba a les excavacions La majoria no són de materials nobles sinó de bronze, com a màxim decorades amb alguna perleta de corall La funció d'aquesta d'agulla imperdible es la de subjectar els vestits, i, depenent del gruix que tinguin la fíbula es més o menys grossa. A mes de ser un objecte utilitari també devia servir d'adorn perquè en portaven més les dones que els homes.
A Catalunya, durant el segle VI aC es va utilitzar la fíbula de ressort doble o de molla doble que copia un model que havien portat els pobles; de la Mediterrània oriental, els púnics de segur, vista la concentració d'exemplars a la zona de la desembocadura de l'Ebre. Aquest tipus desapareix en el curs del segle V aC substituït per l’anomenat de pivot. també d'origen mediterrani que no tindrà tant d'èxit com el primer. Al principi d'aquest segle se n'inventa un altre tipus, del tot iber, que per això es diu fíbula anular (perquè es rodona) hispànica; l'èxit és tan gran que, amb algunes petites modificacions, arriba fins al segle I aC, en què aquest útil desapareix a causa del canvi de moda que introdueixen els romans amb les seves togues, i que converteix les fíbules en objectes innecessaris.
Anna Pujol. Els ibers. Vida i cultura. Ed. Barcanova, Barcelona, 1992, 96 pàg. (pàg. 72).
Me hizo un manto de lana de Milesia, admirablemente peinada, color crema, con los bordes en banda de estrellas color carmín. Contrariamente a las vestimentas de escena, causaba una excelente impresión de lejos, pero mejor de cerca. (...)
El manto de Anaxis estaba cubierto casi por completo de hermosos bordados. Con é había estado espléndido interpretando el papel del rey Midas. Hermippos hasta hizo teñir el suyo de color púrupura, por haberse enterado de que en Siracusa ese color estaba de gran moda. Sospeché que eso tenía que haberle costado por lo menos el importe de algunos meses de alquiler de su alojamiento. (Pág. 117)
La hetairias vistieron sus túnicas más transparentes, que les daban un aspecto de encantadora desnudez, y se dirigieron hacia la orilla del mar en vehículos dorados, tocando las liras y cantando. (Pàg. 410)
Mary Renault. La máscara de Apolo. The Mask of Apollo. Ediciones G.P., Esplugues de Llobregat, 1970. 442 págs.