1. INTRODUCCIÓ A LA HISTÒRIA DE LA MODA I PREHISTÒRIA: DOCUMENTS

Como nos dirá cualquier adolescente que vuelve a casa con el pelo teñido de verde o un nuevo piercing, la mejor manera de expresarse es de­corar el propio cuerpo. Pero hasta hace cincuenta mil años no parecía que nadie opinase así y, de repente, todos se pusieron de acuerdo para adoptar esa idea. Excavación tras excavación, por toda África, después del punto de inflexión que es el ario 50 000 a. C., los arqueólogos hallan ornamen­tos fabricados con huesos, dientes de animales o marfil; y esos solamente son los restos que han llegado hasta nosotros. Lo más probable es que también surgieran otras formas de adorno personal, a las que también es­tamos acostumbrados: peinados, maquillaje, tatuajes y ropa. Un estudio genético bastante desagradable indica que los piojos, que beben nuestra sangre y viven en nuestra ropa, evolucionaron hace unos cincuenta mil años: un pequeño castigo para los primeros adictos a la moda.

Ian Morris. ¿Por qué manda Occidente… por ahora? (Why the West rules… for now?, trad. Joan Eloi Roca). Ed. Ático de los Libros, Barcelona, 1ª ed., 2014. ISBN: 978-84-938595-5-8. 864 pàgs. P. 88.


Va baixar del cavall, el va lligar en una argolla que sobre­sortia d'una paret i va entrar a la ciutat. Per fer-ho, Ynatsé es va enfilar al teulat d'una casa a través d'unes pedres encastades a la paret i que feien d'esglaons. Des d'aquell punt estava a la mateixa altura d'aquells habitants que per a ell eren enigmàtics. Els homes portaven camises de llana, i per abrigar-se feien servir com unes túniques de pell grogosa amb taques negres, segurament d'algun animal que Ynatsé no havia vist mai i a la cintura se cenyien aquesta túnica amb una mena de cinyell, uns cinturons amb sivella d'os. A les vores deis vestits feme­nins, uns anells d'un metall] que Ynatsé també desconeixia do­naven una certa rigidesa a aquella pega i evitaven que la faldilla s'aixequés amb un cop de vent. Anaven forra escotades, i es distingien empolainant-se amb unes joies fetes d'uns metalls que als seus ulls eren raríssims, un d'un color gris blanquinós, el plom, i l'altre com vermellós, el coure. Incrustacions de pe­dres dures tallades o de pedres precioses completaven aquelles mudes elegants.

Gironell, Martí. El primer heroi. Edicions B, 1ª ed. Barcelona, 2014. ISBN: 978-84-666-5299-5. 438 pàgs. Pàg. 79.


Como sus compañeros, Arkham llevaba calzones de piel cosidos con finas tiras de cuero y tendones. Hacía mucho tiempo ya que las mujeres del clan utilizaban agujas de hueso, lo que permitía ensamblar con precisión ropas más adaptadas al frío. Una casaca de piel de reno suavizada durante largo tiempo con un guijarro y teñida con ocre, le cubría hasta medio muslo. Alternaban, fijados a lo largo de las costuras, los perforados caninos de fieras carnívoras, con discos recortados en huesos planos, puntas de ciervo, conchas procedentes de lejanos lugares. Un collar de colmillos de oso colgaba sobre su pecho. El lazo de cuero que sujetaba su cabellera estaba adornado con tres plumas de águila. (P. 17)

Aquel día, Rud había acompañado a un grupo de cazadores que seguían el rastro de un rebaño de bisontes descubierto en la meseta. Aunque podía ser muy peligroso, pues era potente y a veces agresivo, el bisonte era una presa muy apreciada, a la vez, por su jugosa carne y pie1 resistente con la que se cubrían las chozas edificadas en terreno abierto, donde faltaban las cavidades naturales. La piel del cuello, muy gruesa, proporcionaba un cuero muy resistente con el que se zapatos de una solidez a toda prueba. (P. 112)

Leti resplandecía. Cuando hizo su aparición, se elevó un murmullo admirativo. Con la piel de la saiga cazada en el Gran Valle, se había hecho una falda corta que le llegaba por encima de las rodillas y mostraba sus largas piernas de piel dorada. La había completado con una blusa de piel de gamuza, teñida con ocre amarillo, sin mangas, que dejaba al descubierto sus brazos adornados con brazaletes de coloreadas conchas. Por los lados, muy abiertos, podía entreverse e1 nacimiento de los pechos. Había sujetado su melena hacia atrás, dejándola caer libremente por la espalda, hasta e1 arco de las nalgas. Emanaba de todo su ser una sensualidad que no dejó insensible a ninguno de los hombres presentes. (Pp. 163-164)

Aguja. Silenciado a menudo, e1 invento de la aguja fue, sin embargo, uno de los grandes descubrimientos de la humanidad. Permitió a los cazadores de tiempos glaciares resistir eficazmente e1 frío confeccionando ropa más ajustada. Gracias al estudio de la necrópolis de Sunguir, en Rusia, donde los elementos de adorno fueron cosidos a lo largo de las costuras y en los flecos, podemos tener una idea bastante precisa de esa ropa, parecida al traje tradicional esquimal: anorak con capucha, pantalones, botas. Las primeras agujas con ojo, de hueso, aparecen en el Solutrense, hace 20 000 años. Su uso se generalizó en el Magdaleniense (17 000 10 000). Algunas son de sorprendente finura. Casi podrían rivalizar con los modernos ejemplares de metal.

Jean Courtin. El chamán del fin del mundo. Le Chamane du Bout-du-Monde. Trad. Manuel Serrat Crespo. Ed. RBA, Barcelona, 2005. ISBN: 84-473-3527-5. 284 pp.


A Tigre no le gustaba tanto curtir las pieles porque los blancos utilizaban orina rancia en lugar de cenizas de madera y agua para curar las pieles. No se le daba nada bien hacer de sastre. La ropa que llevaba -botas y pantalones de piel de foca, una blusa confeccionada con piel de caribú y una gorra de piel de lince- eran obra de la maestría de Sauce y de Veyde. (P. 55)

Estaba bien vestido, con piel de caribú y un apretado gorro de piel de lobezno; sus botas estaban confeccionadas con piel de foca impermeable. La barba oscura canosa en las raíces colgaba sobre su pecho. Tenía los ojos fijos en el suelo situado frente a él. Ensombrecidos por una ceja protuberante, conformaban unos rasgos imponentes en aquel. (P. 87)

Björn Kurtén. La danza del tigre. Dance of the tiger. Trad. M. Rodríguez Sarró. Ed. RBA, Barcelona, 20052. ISBN: 84-473-4094-5. 202 pp.


Ojo Largo dejó cuidadosamente apoyadas las lanzas, pero no se desprendió del arco. Lo que sí hizo fue dejar la gruesa pelliza de piel de bisonte que le había protegido por la noche y coger una especie de sobrepelliz hecho a base de juncos y aneas entretejidas que se introdujo por la cabeza y que le vendría mejor para lo que iba a hacer en las márgenes del río, donde tanto el rocío de la hierba como la propia agua de la corriente podían mojarle la pelliza de piel tan difícil luego de secar. Porque se iba a pescar. Mejor dicho a recolectar lo que sus anzuelos de hueso sujetos a crines de caballo entrelazadas y atados a las aneas de las orillas habían pescado por él. (p. 22)

Miró a sus captores. Eran siete. Todos ellos jóvenes. Vestían pieles curtidas y cosidas con tendones y llevaban gruesas pellizas y gorros de pieles de marta con los que se protegían las cabezas. Eran altos, tanto o más que él mismo, esbeltos y flexibles al caminar. Observó que la mayoría tenían el pelo, barba y vello de color rubio o rojizo Y los ojos azules o verdosos, aunque había algunos más oscuros de piel Y de ojos marrones. Sin duda eran los claros. (p. 147)

Bajaron hasta el río. Se bañaron, se recortaron el pelo y la barba y se pusieron la ropa de Peñas Redondas, piel curtida y limpia. Eran dos piezas, pantalón y chaqueta de cuero de piel sin pelo que les sorprendieron por su curtido Y por los vivos colores con que adornaban algunas costuras. Eran suaves y flexibles. Los cosidos eran perfectos. Una de ellas tenía pintada un ala de Azor. Debía de ser de su tío.

De regreso al poblado curiosearon entre las cabañas, haciendo comentarios sobre muchas de las cosas que veían. Se quedaron un buen rato observando cómo las mujeres se afanaban con una piel estirada con estaquillas, primero en el suelo y luego colgada de cuatro palos para poder trabajada por ambos lados-. Estaban acabando de limpiarla de grasa y pelo con raederas. Luego comenzaron la tarea del curtido con una sustancia vegetal pero también con algo en lo que los jóvenes reconocieron sesos de animales. Lo preguntaron y les respondieron afirmativamente. Con ello quedaban más suaves y flexibles.

Los vestidos grandes se hacían con pieles de ciervos o gamos. Se cosían con delicadas agujas de hueso a las que enhebraban filamentos de tendones, tripas secas o finísimas tiras de cuero. Para capuchas, ropa de niños y guarniciones Y adornos, se utilizaban pieles de zorros rojos, nutrias, turones, armiños, garduñas y comadrejas. En ocasiones se limpiaban de pelo, sobre todo si las pieles eran de ciervos o gamos, pero si eran de otros animales se conservaba para que dieran más calor en invierno. Ojo Largo y Viento vieron adornar una capucha con diminutas conchas de colores.

Comprobaron también que en Peñas Rodadas coloreaban y teñían mucho mejor que en Nublares. Preguntaron a un anciano que estaba decorando un largo arpón de pesca con estrías Y que tenía también secando a su lado una gran asta de gamo en la que había hecho un dibujo a base de finísimas líneas ovaladas. Les explicó que el color negro se conseguía con carbón de leña, el blanco con rocas muy calizas y el amarillo, ocre y rojo con arcillas. Estos materiales se machacaban sobre piedras planas hasta reducirlos a polvo y luego se añadían grasas animales para hacer una masa compacta. Ésta se aplicaba después con espátula o con unos pinceles de pelo. (pp. 192-193)

Llevaba un vestido de cuero curtido, que dejaba al descubierto dos hombros perfectos, blanqueado con tintes calizos y con algunos finos dibujos verdes y rojos. Un ceñidor rojo en la cintura y unos mocasines del mismo color completaban el sencillo pero espléndido atavío. En la mano, como el resto de las mujeres y en señal de bienvenida, agitaba una olorosa rama de romero florecido. (p. 203)

Antonio Pérez Henares. El clan Nublares. Ed. RBA, Barcelona, 2005. ISBN: 84-473-3524-0. 272 pp.


Como vestido, llevaban el de verano, de cuerpo ligero y flexible de venado, ben curtido y marcado. En el pecho del Arquero el Hijo de la Garza trazó las líneas de la cabeza de un lobo, símbolo de Nublares; y en la piel que cubría el suyo, la del leopardo del Dulce. Para el tiempo de la nieve, que habría de llegar, añadieron cada uno su pelliza de gruesa piel de uro, polaines, gorro y guantes de piel vuelta.

Antonio Pérez Henares. El hijo de la Garza. Ed. RBA, Barcelona, 2005. ISBN: 84-473-4100-3. 240 pp. P. 115.


Çatal Höyük no era ni mucho menos un lugar primitivo. Era sorprendentemente avanzado y sofisticado para su época, lleno de tejedores, cesteros, carpinteros, fabricantes de cuentas, fabricantes de arcos y muchos más artesanos especializados de todo tipo. Los habitantes practicaban un arte de primera cate­goría, y no solo conocían la tela, sino que tenían una amplia gama de tejidos. Producían incluso tejidos a rayas, algo que no es en absoluto fácil de conseguir. Tener buen aspecto era impor­tante para ellos. Y es curioso que pensaran antes en tejidos a rayas que en construir puertas y ventanas.

Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. P. 68.


Ötzi, l’Home del Gel

Pero lo más emocionante y la auténtica revelación fueron las prendas. Antes de Ötzi nadie tenía ni idea -o, para ser más preciso, no había otra cosa que ideas- de cómo se vestía el hombre en la Edad de Piedra. Estos materiales, en el caso de haber sobrevivido, lo habían hecho solo como fragmentos. Pero Ötzi llevaba una vestimenta completa, y repleta de sorpresas. Sus prendas estaban hechas a partir de pieles y pelo de una va­riedad impresionante de animales: ciervo común, oso, gamuza, cabra y vaca. Llevaba además un rectángulo de hierba tejida de casi un metro de longitud. Podía haber sido una capa para pro­tegerse de la lluvia, pero de la misma manera podía haber he­cho las veces de alfombrilla sobre la que dormir. Nada de todo aquello, repito, se había imaginado o visto jamás.

Ötzi llevaba unas polainas de piel sujetas con tiras de cuero unidas a una correa a modo de cinturón que, de forma curiosa y casi cómicamente, recuerdan las medias de nilón y las ligas que llevaban las pin-ups en la época de la Segunda Guerra Mundial. Nadie podía haber previsto ni de lejos un modelito como aquel. Llevaba un taparrabos de piel de cabra y un gorro de pelo de oso pardo (seguramente algún tipo de trofeo de caza), una prenda que debía de ser caliente y codiciosamente elegante. El resto de su atuendo estaba realizado básicamente con piel y pelo de ciervo común. Apenas nada procedía de ani­males domésticos, lo contrario de lo que cabría esperar.

Las botas fueron la sorpresa más espectacular. Recordaban a un par de nidos de pájaro sobre unas suelas de rígida piel de oso y parecían desesperadamente mal diseñadas y endebles. In­trigado, un especialista checo en calzado y pies llamado Vaclav Patek fabricó con todo detalle una réplica del par, utilizando con exactitud el mismo diseño e idénticos materiales, y se las puso para ir a caminar por la montaña. Eran, informó asom­brado, «más cómodas y aptas» que cualquier par de botas mo­dernas que hubiera calzado nunca. Su agarre en las rocas resba­ladizas era mejor que el que proporcionaba el caucho moderno y era casi imposible que provocaran ampollas. Eran, sobre todo, tremendamente efectivas contra el frío.

A pesar de todas las pruebas forenses, transcurrieron diez años antes de que alguien se diera cuenta de que Ötzi tenía una punta de flecha clavada en el hombro izquierdo. Un examen más detallado demostró que sus prendas y sus armas estaban salpicadas con sangre de otras cuatro personas. Resultó que Ötzi había fallecido como consecuencia de un enfrentamiento violento. Ahora bien, el porqué sus asesinos lo persiguieron hasta un elevado paso de montaña es una pregunta de difícil respuesta, incluso a nivel especulativo. Más misterioso si cabe es por qué los asesinos no se hicieron con sus posesiones. Los objetos personales de Ötzi, sobre todo su hacha, eran valiosos. Pero aun así, después de haberlo acechado con toda probabili­dad durante un buen rato y de haberse enzarzado en una san­grienta pelea cuerpo a cuerpo -conseguir que cuatro personas sangren exige ensañarse con ganas-, lo abandonaron en el mismo lugar donde cayó muerto y sin tocar para nada sus posesiones. Naturalmente, para nosotros ha sido una suerte que actuaran así, pues sus efectos personales ofrecen respuestas de todo tipo a preguntas que, por lo demás, serían incontestables, excepto a la que seguirá atormentándonos para siempre jamás, a saber: ¿qué demonios sucedió allí arriba?

Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. P. 505-506.


En cualquier caso, el señor Marsham cambió de parecer, pues en la casa construida el vestidor y el dormitorio están co­nectados. El vestidor es hoy en día un cuarto de baño, y proba­blemente así ha sido durante casi un siglo. Pero seguimos vis­tiéndonos en parte allí, lo cual es también la razón por la que estamos aquí para hablar sobre la larga y misteriosa historia del vestido.

No es fácil responder a la pregunta de cuánto tiempo lleva el ser humano vistiéndose. Lo único que podemos afirmar es que hace unos cuarenta mil años, después de un periodo inmensa­mente largo durante el cual el ser humano hizo poca cosa más que procrear y sobrevivir, emergió de entre las sombras un per­sonaje de enorme cerebro y moderno comportamiento que se conoce comúnmente como Hombre de Cromañón (en honor a una cueva en la región de la Dordoña francesa donde fueron descubiertos los primeros ejemplares), y que entre los miem­bros de este nuevo pueblo hubo un tipo ingenioso a quien se le ocurrió uno de los mayores y más infravalorados inventos de la historia: el hilo. El hilo es maravillosamente elemental. Se trata tan solo de dos trocitos de fibra colocados el uno junto al otro y trenzados. Con ello se consiguen dos cosas: un cordón resis­tente y la posibilidad de construir cuerdas largas a partir de fibras cortas. Imaginémonos dónde estaríamos sin eso. No ha­bría tela ni prendas, ni sedales para pescar, ni redes, lazos, ma­romas, correas, hondas, arcos de flechas, ni un millar de otros objetos útiles más. Elizabeth Wayland Barber, historiadora tex­til, no exageraba cuando lo denominó el «arma que permitió al ser humano conquistar la tierra».

Bill Bryson. En casa. Una breve historia de la vida privada. de. RBA, Barcelona, 2011, 2 edició. ISBN: 978-84-9006-094-0. 672 pp. P. 507-508.

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