Letra de mujer

Las cartas como «modelo de cortesía» y como expresión franca de las emociones

La correspondencia, a lo largo de la historia, ha mantenido unas convenciones formales. Desde la época clásica la carta debía contar con una estructura y, cada una de sus partes, con un estilo determinado, tal como divulgaron numerosos manuales desde época medieval ―los ars dictaminis de los siglos XI y XII―. Estos, más adelante, fueron incluyendo diversos géneros, desde las cartas oficiales, a las literarias o de contenido más familiar e íntimo. Algunos autores, como Perotto o Erasmo, señalaban que una carta podía dividirse en cinco partes, salutatio, exordium, narratio, petitio y conclusio, o en cuatro, salutatio, exordium, narratio y conclusio. Esta estructura aparece en la mayor parte de los ejemplos que aquí se recogen. Estos tratadistas daban especial importancia a los encabezamientos y despedidas, pues era donde mejor podían expresarse las emociones, además de recoger las siempre necesarias fórmulas de cortesía, diferentes según su destinatario.

Muchos de estos manuales no incluían, sin embargo, ejemplos de las que se llamarían «cartas de amores», pues lo consideraban un ejercicio frívolo para cualquier escribiente, cuando no pecaminoso; pero poco a poco estas artes o estilos de escribir cartas incluyeron ejemplos ―a veces de tono burlesco y jocoso, otras literario, dentro del género cortesano, etc.―, que servirían de modelo en la escritura epistolar privada.

¿Por qué se conservan las cartas?

Al margen de epistolarios privados que se han conservado, especialmente de miembros de la realeza, de la aristocracia, del clero o de los comerciantes, las diferentes cartas transcritas para esta exposición responden a una razón. Se convirtieron en pruebas judiciales en procesos de promesa matrimonial que se dirimieron en los tribunales diocesanos que, en nuestro caso, se conservan en los ricos y magníficos fondos del Archivo Diocesano de Pamplona. El Concilio de Trento, por su decreto Tametsi (1563), reguló el sacramento y la formación de los matrimonios en el mundo católico. De esta forma, podían establecerse varias fases: las palabras de futuro (verba de futuro), por las que un hombre y una mujer se prometían en matrimonio («me casaré contigo»; lo que se llamaría «esponsales»); las palabras de presente (verba de praesenti), que debían realizarse tras la publicación de tres amonestaciones o proclamas en la parroquia de ambos, en presencia de un sacerdote (in facie ecclesiae), y de dos testigos; y la velación (velatio), es decir, el rito litúrgico de la bendición nupcial que sellaba la celebración del sacramento. Las dos últimas etapas sancionaban el matrimonio, que debía realizarse con el mutuo y libre consentimiento de los contrayentes.

Sin embargo, las palabras de futuro o promesa matrimonial, aunque no suponían matrimonio, sí eran de obligado de cumplimiento, al entenderse como un «contrato preparatorio», en el caso de que una de las partes así lo exigiera, cuando la otra se negaba a cumplir con la palabra o «fe» dada. Estos casos solían dar lugar al inicio de un proceso judicial en las audiencias eclesiásticas de las respectivas diócesis. En estos pleitos las partes presentaban sus pruebas ―especialmente la declaración de testigos― y también las «cédulas de promesa» o las cartas intercambiadas entre los prometidos en donde expresaban su amor, su pasión o su compromiso de cumplir con la palabra dada.

Las cartas femeninas y su contenido

Las cartas que aquí se transcriben responden fielmente a todo este conjunto de características que hemos mencionado: mantienen una estructura clásica, con sus encabezados y despedidas. Tienen como nexo común que son cartas escritas por mujeres ―guipuzcoanas y navarras, pues ambos territorios formaban parte de la jurisdicción de la seo pamplonesa― inmersas en un proceso de promesa matrimonial incumplida. Son testimonio de pasiones, de amores convencionales, de intereses, de rupturas y desengaños. Pero, sobre todo, demuestran el firme convencimiento de unas mujeres por defender su posición y su honra conforme a las convenciones sociales entre las que vivían, ante el peligro de ser burladas, engañadas o humilladas.