La propuesta del MEC sobre el "nuevo" bachillerato

LA PROPUESTA DEL MEC SOBRE EL “NUEVO” BACHILLERATO

Fermín RODRÍGUEZ

No ha tenido mayor fortuna que los decretos anteriores la propuesta ministerial sobre el “nuevo” Bachillerato. El efímero y falso debate suscitado en su presentación a los medios, al que hemos aludido ya en la página principal de nuestra web, no puede inducirnos a error acerca de los verdaderos problemas y de las soluciones que tampoco en esta ocasión se ha querido adoptar.

Al hilo de la implantación de la LOGSE, así como de las sucesivas leyes y decretos que han ido perfilando los objetivos realmente perseguidos por la política educativa en los últimos veinte años, los profesionales de a pie hemos venido poniendo de relieve una serie de tendencias negativas, cada vez más marcadas, en la Secundaria Postobligatoria, que incluye el Bachillerato y la Formación Profesional Superior.

De una parte, se aprecia una clara disminución del flujo de estudiantes que cursan Bachillerato, con una progresiva pérdida de grupos, al menos en buena parte de los centros públicos, rematada con un descenso aún mayor de los alumnos de estos centros que se presentan a la prueba de selectividad. De otra, asistimos a una paralela degradación de la exigencia y calidad de la formación, que dicha etapa debe, en principio, proporcionar a todos por igual, manifestada en diversos fenómenos como la inversión del peso específico de las distintas modalidades en favor de las “más fáciles” (pierden las ciencias e incluso las humanidades, aumentan los menús ligeros de “ciencias sociales”), y la presión familiar e institucional para aplicar manga ancha en la titulación, con el argumento de que muchos de los alumnos no irán a la Universidad y sólo aspiran a realizar un Ciclo Superior de Formación Profesional (¿por qué el empecinamiento en no facilitar un tránsito natural de los ciclos medios a los superiores?).

Aunque el currículo oficial no ha sufrido grandes variaciones y el nivel de las capacidades y conocimientos de las materias fundamentales es parecido al de los dos últimos cursos del anterior sistema (tercero y COU), la deficiente formación con que llegan muchos alumnos de la ESO ofrece dificultades añadidas para lograr los objetivos diseñados por la propia ley. Este primer condicionante se traduce, además, no sólo en la considerable proporción de repetidores en ambos cursos, sino también en el resultado final general, que, debido a la tendencia a rebajar el listón para la titulación, redunda en un desfase notorio respecto a las exigencias mínimas para iniciar los estudios superiores, donde se vienen generalizando, como medida de urgencia, los llamados “cursos cero”.

Pese al empeño de muchos adalides de las reformas implantadas en reducir tales fenómenos a mera “percepción” subjetiva de un profesorado inadaptado y añorante de tiempos pasados, los hechos vienen a ratificarla. Los últimos estudios estadísticos realizados, tanto por organismos estatales como internacionales (recogidos y comentados en el artículo Informes sobre la educación en España. Una lectura comprensiva del anterior número de nuestra revista Crisis), señalan que, coincidiendo con la plena implantación de la LOGSE y el inicio del nuevo siglo, todos los indicadores en relación a los niveles educativos postobligatorios han caído de manera ostensible en nuestro país. Al hecho preocupante de tener una tasa de abandono prematuro de los estudios, tras la Secundaria Obligatoria, superior al 30% (a contra corriente del objetivo marcado por la UE para 2010 de reducirlo a un 10%), se suma un descenso del 10% en el número total de universitarios en los últimos siete años que no se justifica por simples factores demográficos, y de hasta el 26% en las titulaciones de “ciencias”, claro reflejo de las opciones señaladas en el Bachillerato. Similar descenso se ha venido produciendo en la matrícula para la PAU (la aprueban un 5,67% menos en 2004 respecto a 2003 y su matrícula en ese mismo año es un 31% inferior a la de diez años antes, con mayor incidencia en los centros públicos que en los privados). Tampoco se compensa ese retroceso del acceso a la Universidad con la desviación inducida hacia la Formación Profesional Superior que, tras un primer impulso, también ha descendido (del pico del 18,1% de titulados en 1996 al 16,6% en 2002).

El problema de fondo es que tales retrocesos cuantitativos y cualitativos en la enseñanza superior son aplaudidos y abiertamente pretendidos desde las instancias del poder económico y político, que consideran excesivo y poco rentable el número de titulados universitarios. Asistimos a una campaña continuada en diversos medios para disuadir al estudiantado que pretende completar su formación con estudios superiores. Por una parte, se insiste sospechosamente en las dificultades para obtener un puesto de trabajo acorde con la carrera cursada, o en el descenso notable de las diferencias salariales con quienes acceden al mundo laboral con menor titulación, con total desprecio hacia el valor en sí de una mayor formación personal o incluso de otras variables estadísticas que señalan menores índices de paro entre los mejor preparados y plazo de tiempo más reducido, tras los inicios generalmente precarios, para conseguir remuneración y reconocimiento laboral en consonancia con su cualificación.

En coherencia con ese planteamiento de limitar el derecho a la educación, subordinándolo a la exclusiva perspectiva de la rentabilidad económica desde los intereses muy particulares de los empresarios, los responsables educativos tratan de ajustar los flujos de estudiantes a una oferta y objetivos predeterminados, que entran en colisión con el discurso, todavía ineludible, de la educación como bien social y derecho democrático de todos los ciudadanos. Una vez generalizada -no importa en qué condiciones- la Educación Secundaria Obligatoria, en consonancia con lo ya conseguido hacía tiempo en los demás países de la Unión Europea, y con las exigencias de ésta, la preocupación primordial de los últimos gobiernos (PP y PSOE) se centra en acercarse estadísticamente a los objetivos comunitarios de titulación media y, por tanto de matriculación en la enseñanza postobligatoria, donde nos situamos a la cola de los países desarrollados. De ahí que, sin poner remedio al desastre evidente de la ESO, se estimule la desviación de la mayoría hacia unos ciclos formativos de baja cualificación y, de nuevo, se aliente la devaluación del Bachillerato, en tanto ha de servir más bien de pasarela para los ciclos superiores de formación profesional que para los estudios universitarios. Dentro de estos últimos, también se está procediendo a una reestructuración jerárquica y piramidal que ensancha la base de las titulaciones inferiores, para dejar la auténtica titulación superior al alcance de una minoría social y económicamente seleccionada. Pero esta es otra historia y será abordada en otro momento.

Evidentemente, desde una posición honesta de defensa de la enseñanza pública, como bien social, y del derecho a la educación, cuya efectividad debe medirse por la proporción de ciudadanos que logran acceder a mayores niveles de formación (y no sólo al “salario mínimo” educativo y devaluado de la ESO), los síntomas arriba señalados apuntan a verdaderos problemas que debían ser abordados en una nueva ley de reforma educativa que se pretende “progresista”.

Pero el Ministerio ha preferido desviar los tiros hacia temas muy secundarios y que, en todo caso, tendrán efectos muy limitados. La propuesta de permitir la distribución de las materias de los dos cursos de Bachillerato en tres años, ni resulta tan novedosa como algunos quieren, ni va más allá de facilitar la titulación a una pequeña parte de los alumnos. Actualmente, se sitúa en un 27% la media de alumnos de 1º que no logran promocionar al final de curso a 2º de Bachillerato. Teniendo en cuenta que algunos de ellos abandonan y otros repiten con un número elevado de suspensos, la medida podría “beneficiar”, todo lo más a un 15%, según calculan los expertos en números. Ni significa la promoción sin más de curso y el incentivo de la “mediocridad”, según pregona el PP, ni mejora por sí sola el acceso y la calidad del Bachillerato, como quiere el gobierno. Ni tan siquiera puede convertirse en el señuelo que rebaje de forma significativa el porcentaje de abandono de los estudios más allá de la ESO que, en definitiva, parece ser la mayor preocupación de los responsables políticos, en vistas a mejorar la sonrojante posición en las estadísticas comparativas de la UE y de la OCDE.

Otros leves retoques al currículo introducidos en el decreto, tampoco van a cambiar nada sustancial, o puede que lo hagan en sentido negativo. La inclusión de una materia “científica” común, con el nombre de “Ciencias para el mundo contemporáneo”, de contenidos muy generales y de corte más bien periodístico, difícilmente puede servir para proporcionar una mínima base acerca del rigor metodológico y la perspectiva propia de la ciencia. Después de tan desorbitadas polémicas sobre la pertinencia y contenidos de “Educación para la Ciudadanía”, ésta quedará integrada y diluida dentro de una materia mucho más amplia como es la Filosofía. La posibilidad de elegir como materia de modalidad una de otra modalidad distinta, que se justifica como apertura de la mente del alumno a nuevos horizontes, bien podría convertirse en una escapatoria añadida de los contenidos más exigentes y, por ejemplo, reducir aún más la escasa formación específica con la que es posible construirse un menú de Bachillerato de Ciencias y Tecnología.

Los verdaderos problemas del actual Bachillerato, antes señalados, quedan sin tocar. Los objetivos asignados, difícilmente pueden ser abordados sin un mínimo de conocimientos básicos y sin los adecuados métodos y hábitos de estudio, que debieran garantizarse en la ESO, pero que cada vez están menos garantizados. No es preciso sumar más asignaturas o ampliar los contenidos ni prolongar los años de formación de la Educación Secundaria más allá de lo que durante muchas generaciones ha resultado suficiente, contando con menos recursos materiales y humanos que en la actualidad. Por el contrario, lejos de trivializar o diluir en generalidades los conocimientos comunes y específicos “de modalidad”, se necesita una enseñanza y un aprendizaje más rigurosos y profundos en los contenidos e instrumentos fundamentales, de modo que proporcionen al alumno el nivel adecuado de formación que debe representar el título de Bachiller y la capacidad para emprender estudios superiores sin las carencias notables que hoy detectamos.

En conclusión, no se trata de ofrecer dos o tres años para lo mismo, sino de reestructurar y garantizar el currículo del Bachillerato de acuerdo con los objetivos formativos que desde siempre se le ha asignado y con su función propedéutica para acceder a niveles educativos superiores. Es posible que, con independencia de la flexibilidad temporal y estructural necesaria en ésta como en otras etapas, ese currículo deba distribuirse en tres cursos para todos los alumnos, y hacia ahí apuntaba la propuesta de muchos docentes, como exigencia del desarrollo imprescindible de sus contenidos. Es discutible la mejor manera de insertarlos en el conjunto del sistema educativo, bien propiciando una vía específica en 4º de la ESO y manteniendo la edad de acceso a la universidad, bien sumando directamente tres cursos al finalizar aquélla, dando por irreversible la regresión infantil que viene generalizándose en toda la enseñanza. Pero la propuesta del Ministerio lo único que hace es dejar las cosas tan mal como ya estaban y en la misma dinámica degenerativa, sin ofrecer vías de solución. Puede que no sea un error, sino una expresión más del consenso mantenido por políticos de diverso pelaje que, bajo pretexto de reformar y modernizar la educación, no dejan de avanzar con descaro, hasta donde las circunstancias les permiten, hacia el desmantelamiento del sistema educativo, que todavía hoy concentra el esfuerzo ciudadano de siglos de lucha por sus derechos.