¿Pacto por la educación?

¿PACTO POR LA EDUCACIÓN?

Despejado el horizonte para la implantación acelerada de los acuerdos de Bolonia, sobre la unidad de voluntades de rectores, gobierno y oposición –y con total menosprecio de las razonables voces discrepantes-, el ministro Ángel Gabilondo se propone un nuevo reto para la entusiasta gestión de su mandato. Bajo encomienda explícita del presidente Zapatero, y apostando el propio cargo en la jugada, promete poner todo su empeño en lograr el anhelado "Pacto de Estado" en torno a la Educación.

¿Se trata sólo de una "serpiente de otoño"? ¿De una simple maniobra de distracción y propaganda ante la crisis, como dicen algunos? ¿Un nuevo pretexto para la escenificación del pulso, tan porfiado como vacío, entre PSOE y PP con la mira puesta en el rédito de votos y en la posible ventaja propia?

En nuestra opinión, el asunto tiene más trascendencia y encierra peligros ciertos.

No podemos descartar que la coyuntura y el cálculo político aborten la firma y foto final del "amplio consenso" que el documento Bases para un pacto social y político por la educaciónquiere vertebrar. Evidentemente, aunque sea de mínimos y haciendo mayores concesiones a la derecha, cualquier acuerdo con otras fuerzas políticas que incluya al principal partido de la oposición, supondría un balón de oxígeno para un gobierno acosado y, a veces, en amarga soledad. Ante la oferta de pacto, el PP puede optar por seguir negando a Zapatero el pan y la sal, como viene haciendo. Pero tampoco le vendría mal un lavado de cara, improvisar un quiebro hacia su inveterada vocación "centrista" y postularse como alternativa "responsable" de gobierno. De paso, si entre las muchas generalidades, logra colar alguna que otra de las exigencias más queridas por la Iglesia y el sector privado de la enseñanza, la apuesta tendría su recompensa. Favor por favor.

Sin embargo, cualquiera que sea el propósito y el destino último de la iniciativa ministerial, resulta obvia su incidencia, bastante real, desde su mero anuncio. Todas las fuerzas vivas, desde partidos a sindicatos pasando por toda clase de instituciones y entidades relacionadas con la educación, han empezado a pronunciarse acerca del tema.

A nadie se le escapa que la ocasión resulta propicia para entrar de nuevo en harina, adelantar cada quien sus peones y tratar de dar un empujoncito más hacia los cauces por los que se quiere reconducir -con o sin cambios legales- aspectos fundamentales de nuestro sistema educativo. Los pactos propuestos, incluso cuando no se firman -como ha sucedido con todas las leyes de reforma, LOE incluida-, no por ello dejan de orientar o limitar, aunque sea de forma subrepticia, los objetivos y los contenidos del proyecto en ciernes. Y en este país, desde la LODE de 1985, por encima de los gastados lemas que cada uno enarbola como bandera de enganche y de las gesticulaciones de cara a las respectivas clientelas, ha funcionado un consenso de base. Como venimos denunciando desde esta página, sobre ese consenso de principios y fines (por lo demás, en consonancia con las mismas directrices neoliberales de la Unión Europea y de la OCDE), todos los gobiernos han remado a favor de los intereses privados y confesionales, y en detrimento de la Escuela pública y de los derechos democráticos que ésta representa. Por eso están las cosas como están, y no sólo en una Comunidad en particular. De ahí, también, nuestros recelos sobre lo que el pacto, tácito o explícito, nos pueda deparar.

¿Cuál puede ser su alcance, más allá de la simple declaración de intenciones y la ambigüedad calculada de las palabras?

Cuando menos, unos y otros han dado algunas pistas de los temas básicos sobre los que podría construirse el acuerdo.

El primero de ellos -por el eco mediático y con un antecedente en el pacto inocuo entre Gobierno y Comunidades Autónomas- sería el "esfuerzo común" contra el fracaso escolar y elabandono prematuro. Nuestros índices, pese a los malabarismos estadísticos, nos mantienen alejados de las medias alcanzadas dentro de la UE y de la OCDE respecto a titulación en las etapas obligatoria y postobligatoria de la Secundaria. No habría, por tanto, demasiados problemas para consensuar retoques a los desarrollos actuales de la LOE para aliviar, siquiera formalmente, el fracaso de la ESO que pesa sobre todos. La flexibilidad en los contenidos y una redefinición de las competencias básicas (elemento de homogeneidad impuesto por la Unión Europea), con un poco más de laxitud en los niveles de exigencia y el conveniente aderezo en la presentación de los datos, bien podrían ofrecer resultados más satisfactorios -en el papel- con cierta prontitud. De otra parte, la general confluencia en dignificar la Formación Profesional de grado medio, como salida y final de la enseñanza reglada para la mayoría de nuestros jóvenes, también puede verse ahora más favorecida por las circunstancias. El paro creciente y las dificultades para encontrar el primer empleo, la presión para el "reciclaje" en las distintas ofertas de formación y la titulación "en base a la experiencia" tendrán, probablemente, el apetecido reflejo estadístico.

En la Educación Terciaria, todos comparten la opinión de que sobran universitarios. Una vez implantadas las titulaciones selectivas (grado, máster y doctorado) que implica la integración en el Espacio Europeo de la Educación Superior (EEES), sólo queda introducir el seductor concepto de excelencia, como objetivo sólo al alcance de la autonomía -también financiera- de unos pocos y selectos campus universitarios. Queda así garantizada la competencia tan anhelada en el ámbito del mercado y la consiguiente discriminación de origen entre las diferentes facultades, así como la relativa al valor de los títulos expedidos (es decir, universidades de elite y universidades de masas). La crisis del modelo económico neoliberal no parece haber hecho mella en las ideas sobre las que se ha levantado, convertidas en las últimas décadas en credo incuestionable de "modernización".

El "apoyo a las familias", otro punto de convergencia, será sin duda bien acogido por el sector privado de la enseñanza que, de momento, fía buena parte de su negocio en llevarse la mayor porción posible de los presupuestos públicos. La generalización de la subvención estatal a toda la Educación Infantil consagraría definitivamente el modelo de titularidad y gestión privadas, en particular de la etapa de 0 a 3 años, dejando la iniciativa pública en ese tramo a nivel subsidiario y residual. La ocasión la pintan calva para requerir un aumento del número y cuantía de los conciertos en los demás niveles, sobre los principios ya asentados de la libertad de enseñanza (esto es, libre oferta y "libre" elección de centro) y la igualdad de condiciones (igual financiación por el Estado, además de las "aportaciones" familiares) para los centros privados.

Claro está que ese arrimar el hombro entre todos conlleva, en primer lugar, ciertos compromisos del Estado en la financiación de la educación, cuyo elevado coste no parece que la iniciativa privada esté dispuesta a asumir. Será un elemento ineludible del acuerdo, para dotarlo de "credibilidad" y "estabilidad". Pero estamos en tiempos de austeridad presupuestaria: el objetivo de aproximación a la media europea en el porcentaje del PIB dedicado a Educación puede fijarse en plazos aún más cómodos de los establecidos en la LOE (para 2016) y, no nos engañemos, el resto de países también apuestan a la baja en cuanto al "gasto social" y nos pueden hacer más cercana la meta. Tampoco se trata de pillarse las manos: ni el actual gobierno, en claras dificultades con el déficit, ni el que aspira a la sucesión, pretenden hacerlo.

Un cuarto punto será de necesaria inclusión para seguir contando, como hasta ahora, con el aval de los "agentes sociales" y, más en concreto, de las organizaciones sindicales. Llevan mucho tiempo en la cuerda floja por las contrapartidas y promesas incumplidas, tanto por el gobierno central, como por los gobiernos autonómicos. Habrá que desbloquear el tan traído y llevado Estatuto Docente. El recelo justificado del profesorado, duramente zarandeado reforma tras reforma, exige un esfuerzo de imaginación para devolverle el ánimo: el reconocimiento social de su labor y la dichosa "novedad" de su carácter legal de autoridad pública, con o sin tarima, pueden producir muchas páginas de retórica vacía y general aplauso. La otra parte, el reconocimiento laboral, traducido en lo que siempre se ha llamado carrera docente, en realidad, se convertiría en una nueva vuelta de tuerca en el control del profesorado, siempre tan reacio a las continuas invenciones reformadoras. La introducción, también en el campo de la educación, del concepto de "productividad" (salario al mérito), garantiza una mayor división interna y, así, una mayor competitividad, imprescindibles para romper la denostada conciencia "corporativa". El refuerzo de las prerrogativas e incentivos de las juntas directivas de los centros (cada vez más "autónomas" y separadas del resto de los profesores) y su papel decisivo, junto con la inspección, en la valoración de los méritos que permiten ascender en el escalafón, constituirán un instrumento eficaz para la domesticación de un gremio que ha pretendido resistirse a la lógica neoliberal hace tiempo asentada en otros sectores.

La prolongación indefinida de la jubilación anticipada, perseverante reivindicación del profesorado, cuesta dinero y va en contra de los vientos que soplan en dirección opuesta; pero una última y pequeña prórroga también podría ser ofrecida como la zanahoria que los aparatos sindicales necesitan para quebrar las últimas resistencias. Después de todo, administración y sindicatos saben que el efecto más probado de los sucesivos proyectos de reforma no ha sido el suicidio colectivo (como en France Telecom), pero sí la desmoralización y el deseo generalizado de abandono prematuro de una profesión cada vez más áspera y menos gratificante.

Probablemente, el acuerdo sobre los puntos fundamentales (que ya viene de lejos) será enmascarado, como tantas otras veces, con el ruido de los medios en torno a los elementos más banales de disenso, como la asignatura "Educación para la Ciudadanía" y el estatuto de la religión en la escuela pública. Pero, si la derecha llega a ofrecer su firma, siempre podrá aguarse algo más la dichosa materia, que en la escuela confesional funciona sin tapujos como educación para la "catolicidad". Y el establecimiento de una alternativa a la clase de religión, "seria" y obligatoria para los resistentes, calmaría el desasosiego clerical ante la merma continua de sus huestes. Más difícil resultaría al gobierno llegar a una componenda con las pretensiones del PP de ampliar el rango del castellano en las comunidades donde existe otra lengua oficial, que lo enfrentaría no sólo con los nacionalistas sino con sus propios correligionarios socialistas.

Las cosas pueden desarrollarse de esta forma u otra parecida. No se trata de hacer augurios ni profecías. Sí de no olvidar la experiencia de trances pasados. Cada vez que desde la "izquierda" se ha propuesto un "Pacto de Estado", siempre ha sucedido la misma dejación de la responsabilidad pública; de modo que algo sabemos con seguridad: se llegue o no a su firma, al final, la idea que la derecha tiene del Estado y de sus intereses habrá dado algunos pasos adelante, mientras que los derechos y conquistas sociales los habrán dado hacia atrás. La siguiente batalla por recuperar lo perdido habrá que iniciarla desde la línea de retroceso antes pactada.

No somos aguafiestas ni pesimistas de vocación, pero, frente al entusiasmo despertado en torno al señuelo del Pacto -alimentado con demasiados y sospechosos intereses de por medio-, es conveniente que se alcen también las voces de la sensatez y de la alarma por sus previsibles contenidos y consecuencias.

Octubre de 2009

Colectivo Baltasar Gracián