¿Profesionalización o degradación de la dirección?

¿Profesionalización o degradación de la dirección?

Del mismo modo que se suele hablar de la "anomalía francesa", en referencia a la tradición republicana y laica que ha hecho de su sistema público de enseñanza uno de los modelos más resistentes a los nuevos embates confesionales y privatizadores, en España, y pese a la distancia que nos separa del país vecino en esos y tantos otros aspectos, también hemos contado durante un cierto tiempo con una rara "anomalía" democrática: la elección y control de la dirección de los centros educativos por los respectivos claustros de profesores.

Al calor de los movimientos de renovación pedagógica surgidos en las postrimerías del franquismo y del impulso democrático y participativo desplegado en todos los sectores sociales en el periodo abierto inmediatamente después, los centros públicos de enseñanza se fueron dotando, aunque de manera desigual, de un nuevo tipo de dirección. Ciertamente, el director no dejaba de tener la autoridad y responsabilidad conferidas por la administración educativa, en tanto que garante del cumplimiento de sus normas y orientaciones bajo la supervisión, y a veces presión, de los inspectores de turno. Pero, en general, primaba su papel como representante del claustro de profesores y de las reivindicaciones del centro para mejorar sus condiciones y funcionamiento.

La lucha común por conseguir más dotaciones, disminuir la ratio de alumnos por profesor, estabilizar las plantillas, así como el compromiso compartido con proyectos educativos innovadores, fueron durante un tiempo las bases de un entendimiento y colaboración entre el profesorado de a pie y los compañeros que, en frecuente rotación, asumían durante un periodo las funciones de dirección. No siempre ni en todas partes se encontraba el mismo entusiasmo ni voluntarios para ejercer los cargos, pero los nombramientos obligados desde las direcciones provinciales, aparte de su carácter provisional, solían tener en cuenta la opinión del colectivo de profesores y el desempeño del cargo no difería mucho del observado por los que habían sido elegidos.

Con la LODE, presentada como ley para la democratización de la enseñanza, empezaron a darse pasos atrás en la elección y funcionamiento de las direcciones de los centros. Se pusieron en marcha los "Consejos Escolares" como nuevo mecanismo de participación, con el objetivo proclamado de integrar a representantes de todos los estamentos de la llamada comunidad escolar en las decisiones más importantes del centro. Como tantos otros elementos de la reforma educativa socialista, resultó ser un fiasco para las ilusiones depositadas en ella. Su constitución en los centros privados concertados fue puramente formal y su efectividad democratizadora nula, por más que se exhibiera como signo de homologación con los centros estatales para justificar así las cuantiosas subvenciones otorgadas por los sucesivos gobiernos. En cambio, su incidencia en los centros públicos fue mayor y sus repercusiones siguen siendo motivo de debate, por cuanto la mayoría de las veces se han constituido en un órgano al margen de los colectivos que dice representar, sustituyendo y obstaculizando la expresión independiente de cada uno de ellos.

Aunque algunos ya señalamos en su momento el carácter demagógico y fraudulento de su composición y atribuciones, el mayor o menor peso de los Consejos Escolares sigue siendo todavía hoy para AMPAS de todo signo y, lo que es peor, para fuerzas políticas y sindicales que se autodenominan "progresistas", el barómetro que mide el carácter democrático de las instituciones educativas. No es este el lugar para reeditar una discusión a fondo sobre lo que sigue siendo tema tabú para muchos. Nos remitimos a lo apuntado sobre el tema en el artículo ¿Qué escuela defendemos? en el nº 7 de nuestra revista "Crisis" de noviembre de 2004, donde se abordaba el necesario control social de un bien público como la educación desde una clara distinción entre organizaciones que defienden derechos generales y las que sólo representan intereses particulares, considerándose "clientes" o consumidores de un servicio que se pretende amoldar a reglas mercantilistas en el camino de su progresiva privatización. En todo caso, cualquiera que sea la opinión respecto al papel jugado, el resultado más visible e inmediato ha sido la práctica anulación del claustro de profesores y de sus funciones. Las de elección de la dirección, funcionamiento y organización del centro, incluyendo desde los aspectos disciplinarios hasta el propio proyecto educativo y programación general pasaron a un Consejo Escolar, fácilmente manipulable por directores dispuestos a dejarse llevar por presiones ajenas al objetivo educador del centro, con tal de mantener "diplomáticamente" el puesto. Las de "carácter pedagógico" también han terminado por recaer en organismos intermedios como las Comisiones de Coordinación Pedagógica y similares.

¿No resulta sorprendente que la pretendida deriva "democrática", unida a todo un discurso mixtificador sobre la "autonomía" de los centros, haya terminado por alejar de las decisiones fundamentales justamente al colectivo más directamente implicado en la labor específica que compete a un centro educativo?

Es evidente que este resultado "colateral" era obviamente pretendido, como lo ha sido el papel de las AMPAS en la introducción de los centros públicos en la dinámica de la "competitividad" y la contratación de "actividades extraescolares", a imagen y semejanza de los privados. Pero, al parecer, el ya viejo invento de los Consejos Escolares, en sus distintos niveles de configuración, tampoco resulta ser instrumento suficientemente eficaz para organismos como la OCDE o la Unión Europea de cara a los planes de privatización y desmantelamiento de los sistemas públicos de educación.

Aparte de otras vías que vienen siendo analizadas en estas páginas (incremento de las subvenciones a la enseñanza privada, autonomía y diferenciación de los centros, desregulación de las titulaciones, impulso de un mercado educativo de "libre" oferta y demanda,…), la desvinculación de la dirección de toda reminiscencia democrática se ha convertido en un factor clave.

El concepto tópico, puesto en circulación hace ya un tiempo, fue el de la necesaria "profesionalización" de la función directiva, acorde con la "complejidad creciente" de los centros educativos y los "nuevos retos y exigencias" a que éstos deben hacer frente "en un mundo en continua transformación y cambio". Un ejemplo más de la cháchara al uso en temas educativos, difícil de desmontar por la propia vaciedad del discurso, pero que sirve para justificar cualquier conclusión.

Tras la puesta en marcha de la LOGSE de 1990, fue la LOPEGCE de 1995, obra del infausto ministro Suárez Pertierra, la que vino a introducir aquí los criterios de "eficiencia" que traían los nuevos vientos neoliberales. Profesionalizar la dirección de los centros educativos quiere decir, antes de nada, separarla del profesorado que ejerce la docencia. Para optar a director hay que obtener una "acreditación" y "especialización" que ya no va a estar al alcance de todos y permitirá reproducir un cuasi "cuerpo de directores" -sin crearlo como tal-, configurado poco a poco en torno a pautas e intereses distintos a los demás colectivos que constituyen el centro educativo. Un status de mayor estabilidad que el del resto de compañeros e incentivos vitalicios sirven de cebo para atraer a los más ávidos de promoción profesional y seguridad en el incierto y cada vez menos gratificante campo de la enseñanza. Curiosamente, el discurso de la "autonomía" de los centros, juntamente con la capacidad de "liderazgo" y "especial responsabilidad", que se les supone a los directores de nuevo cuño, difícilmente pueden ocultar su mayor dependencia y subordinación con respecto a las autoridades de rango superior.

En países como Estados Unidos o Reino Unido, el camino más rápido para introducir en el sector público elementos privatizadores ha sido el de la imposición de "modelos de gestión empresarial", evaluación de eficiencia en los resultados (que condicionan el desigual trato futuro a recibir por la respectiva administración), hasta terminar por poner directamente en manos privadas (nuevas empresas educativas, ONGs de toda laya, etc.) la gestión de muchos centros todavía públicos. El Instituto Nacional de Calidad y Evaluación, creado por la LOCE en 2002, pretendía seguir los mismos pasos.

Pero en nuestro país, donde se arrastra la herencia franquista de una proporción de centros privados y confesionales muy superior a la media europea, basta para conseguir los mismos objetivos con alimentar su imparable crecimiento a costa de un sector público degradado, en vías de convertirse en reducto marginal y subsidiario, limitando su papel a una atención mínima similar a los servicios de beneficencia a que muchos quieren reducir las conquistas sociales del mal llamado "Estado del bienestar". Sin embargo, ese proceso de privatización, que parece caminar por sí sólo sobre la "libertad de enseñanza" -transmutada en "libre elección de centro"-, necesita el retroceso y deterioro visible de todos y cada uno de los signos de identidad que habían logrado hacer de la Escuela Pública una conquista democrática, con un alto grado de calidad y garantías para todos. Ahí es donde cobra significado y coherencia el perfil de dirección, a la vez autoritaria y sumisa, que se viene delineando de un tiempo a esta parte.

Desgraciadamente, la alternancia de gobiernos de distinto signo, no ha supuesto ningún cambio significativo en el camino emprendido. La LOCE "popular" prescindía de la elección del director por el Consejo Escolar, abría el "concurso de méritos" para acceder a la dirección a cualquier aspirante que cumpliera los requisitos aun siendo ajeno al centro y reservaba a la propia Administración la suficiente mayoría para ser decisiva en la Comisión de selección, donde algo tan formal y subjetivo como la valoración del proyecto educativo presentado por los candidatos podía ser determinante para su elección. La nueva LOE, pese a recuperar la retórica de la participación, resaltar la importancia de los órganos colegiados de gobierno y proponer una proporcionalidad menos sesgada en la Comisión evaluadora, a fin de cuentas, permite que ésta pueda decidir en contra del claustro de profesores, mantiene y amplía las prerrogativas concedidas a los directores en las leyes anteriores y, sobre todo, refuerza su independencia respecto al profesorado y la llamada "comunidad escolar". Bajo su amparo legal, la Resolución de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid de 16 de febrero de 2007 permitía la renovación automática por cuatro años de los directores elegidos con la anterior normativa LOCE sin más requisitos que la presentación de una solicitud y la valoración favorable de la Inspección.

Sin ser partidarios del "cuerpo de directores" a la francesa, porque hemos tenido una buena experiencia de compañeros docentes ejerciendo digna y eficazmente la dirección con el apoyo y control del claustro, no hace falta ser muy avisados para comprobar que el nuevo invento español es una mera caricatura y de consecuencias bastante más perversas. Cuando menos, aquel cuerpo específico de directores, al que se accede por oposición, tiene una regulación propia y una razonable independencia en el desempeño de sus funciones con respecto a las cambiantes autoridades educativas. No es el caso de nuestros nuevos directores, conscientes de que tanto el cargo como su permanencia en él dependen, en los hechos, del visto bueno de la inspección y de la respectiva dirección provincial o de zona.

Por encima del personal talante de cada director en el desempeño de su función, la dinámica que viene alimentándose ya ha mostrado de sobra sus lógicos frutos en el acelerado deterioro del clima y funcionamiento de los centros públicos. Y esto es lo verdaderamente decisivo en los cambios que de forma paulatina se han venido introduciendo hasta toparnos con un marco muy distinto y contrario a las expectativas democráticas levantadas años ha. No se trata de perderse en casos anecdóticos de claro signo autoritario, que abundan más de lo debido, sino de poner de relieve lo que empieza a perfilarse como pauta y tendencia.

Entre esas pautas cada vez más patentes está la actitud de sumisión y dependencia asociada al nuevo status del director, que lo convierte en mero ejecutor acrítico de las instrucciones recibidas frente a cualquier demanda razonable del profesorado sobre cupos, ratios y necesidades educativas de los centros. A la dirección sólo le compete descargar -por "imperativo legal"- sobre los sufridos docentes los problemas y desajustes crecientes provocados por el poco aprecio que se confiere a la enseñanza pública. Resulta sorprendente, por ejemplo, la escasa o nula resistencia que apreciamos en las nuevas juntas directivas a la injusta y desigual escolarización de los alumnos inmigrantes, con la multiplicación de auténticos ghetos que impiden el debido progreso educativo e integración social. Algo similar sucede con la "integración" forzada de alumnos con necesidades educativas especiales en grupos con más alumnos de los que la propia ley prescribe y en condiciones totalmente inadecuadas.

La docilidad hacia el de arriba debe ir acompañada de un mayor margen para la discrecionalidad en el ejercicio de las funciones inherentes al director como jefe del personal del centro. Por más que en la propaganda partidista todos hablen de restituir al profesor la autoridad perdida, el hecho cotidiano es el de su desautorización constante. Aunque siempre se hayan detectado arbitrariedades aquí o allí, nunca habíamos asistido a la presión sistemática de la inspección para acomodar los resultados académicos a lo "políticamente correcto" o dar satisfacción a las particulares demandas de padres y alumnos en su calidad de "clientes". Pero también resulta nueva la pretensión de contar con la anuencia o directa colaboración de los directores para pasar por encima de las lógicas resistencias de los docentes a abandonar el mínimo rigor en sus competencias y las exigencias académicas que las mismas leyes establecen.

La convicción asentada entre las nuevas direcciones, de que en nada deben su cargo al apoyo o falta de él dentro del claustro, termina por generar una idea del centro como "finca propia", donde es posible proceder con la mayor arbitrariedad al cese y cooptación de cargos directivos para lograr equipos de "afines", o dispensar premios o castigos a quienes se consideran más subordinados que compañeros de trabajo. Aunque todos tenemos en mente algún hecho conocido y cercano, lo grave del caso es que las manifestaciones de rudo despotismo empiezan a ser moneda corriente en demasiados centros y suelen contar con la permisividad o respaldo descarado de la autoridad competente.

La vaciedad de la palabrería sobre participación y democracia en los centros, en la que abundan las leyes más recientes, queda al desnudo ante el hecho incontestable del nulo papel decisorio al que ha quedado reducido el colectivo sobre el que recae la cotidiana responsabilidad de la tarea educativa, dejando en la pura formalidad las convocatorias obligadas del claustro, que de órgano de representación y decisión ha pasado a ser mero receptor de avisos y disposiciones tomadas sin previa discusión o consulta. Las excepciones a la regla, que las hay, cada vez son menos. Incluso en centros con solera y larga tradición de direcciones fraguadas en el respaldo democrático de los compañeros de docencia se pierden los sanos hábitos. Alguien nos contaba recientemente cómo en ocasiones en las que todavía predominan la sensatez y buen oficio de la dirección que les ha tocado en suerte, ésta no deja de hacer constancia de que la opinión del profesorado, en caso de ser requerida, sólo tiene un valor consultivo pero nunca vinculante.

Por eso, lejos de una invectiva contra las personas concretas que hoy ejercen la dirección -y sin eximir a nadie de las propias responsabilidades-, nuestro propósito es, en primer lugar, poner de manifiesto el horizonte al que apuntan las medidas sucesivas que, bajo distintos subterfugios, nos han ido despojando de lo que fueron verdaderos logros democráticos. En segundo lugar, queremos apuntar que la degradación de la función directiva y del funcionamiento democrático en los centros no es ajena a los planes regresivos que se están articulando con respecto a los sistemas públicos de enseñanza. En ese proceso resulta imprescindible crear una casta de "ejecutivos", con intereses propios y cada vez más desvinculados del colectivo docente del que proceden, dispuestos a plegarse fielmente a la jerarquía educativa. De este modo, se quiere garantizar el cumplimiento de directrices, cuyos efectos destructivos difícilmente podrían ser admitidos en un marco democrático, como el que exige el ejercicio responsable de la función pública en aras de la defensa y preservación del derecho ciudadano a la educación.