A propósito de la educación para la ciudadanía

A PROPÓSITO DE LA EDUCACIÓN PARA LA CIUDADANÍA.

El ámbito de lo público y de lo privado

Una vez aprobada la LOE en el Congreso con los apoyos y rechazos consabidos, parecería que, por el momento, quedaba cerrado el capítulo del exacerbado enfrentamiento de principios exhibidos a lo largo de un debate, que muchos hemos considerado trucado y artificioso en sus puntos esenciales. Como en pasadas ocasiones, una vez sentadas las posiciones de gobierno y oposición, cabe esperar que los ulteriores desarrollos de la ley vayan en consonancia con ella y su debate, más concreto y terrenal, adopte razonablemente un tono menor.

A la vista está que no va a ser así. Y ello es debido, en nuestra opinión, no sólo a la estrategia política de permanente confrontación en que se han instalado la derecha y la Iglesia de este país, sino a las evidentes fisuras y contradicciones de las leyes educativas que ofrecen demasiados resquicios para quienes están empeñados en el acoso y derribo del sistema público de educación. La reciente y, de nuevo, falsa polémica en torno a la introducción de la asignatura Educación para la Ciudadanía dentro del currículo de la LOE viene a confirmarlo.

Poco éxito tendrían por sí mismos el tremendismo gratuito y cínico de un Rajoy ("la laicidad y la Educación para la Ciudadanía llevan al totalitarismo"), o el paranoico exclusivismo de unos obispos, arremetiendo un día sí y otro también contra el laicismo de la sociedad y del Estado que, lejos de perseguir a nadie, es garantía de neutralidad y respeto a todas las conciencias y creencias. Convencidos de estar tocados por el dedo divino, se erigen sin mayor empacho en únicos depositarios de la verdad y de los valores morales. Y en su pulso con el gobierno ponen en cuestión las competencias del Estado, convirtiéndose en defensores a ultranza de un pretendido derecho familiar, que oponen tanto a los de un ámbito superior comunitario como a los que pertenecen por igual a todos y cada uno de los individuos.

A la altura de nuestro siglo, sólo cabe incluir en el género del exabrupto ideológico y de la más trasnochada reacción las pintorescas declaraciones que en ese sentido se han prodigado en los últimos meses. Junto a la boutade de algunos herederos del viejo franquismo que, reconvertidos en paladines del liberalismo, tachan a dicha materia -común en la mayoría de los países de nuestro entorno- de "asignatura para el adoctrinamiento" o "vuelta a la Formación del Espíritu Nacional", hay que situar las prédicas alarmistas de la jerarquía eclesiástica que la denuncian como "un ataque más a la familia, porque plantea un relativismo moral y una relación instrumental entre los hombres" (¿?), "una educación contra la verdad del hombre y de Dios" (¿¿??). De ahí que el primado y cardenal Antonio Cañizares toque a rebato y llame a los padres a que "no permitan que sus hijos sean educados por otros,…porque cualquier usurpación de la educación en la familia es también un atentado contra ella" (siendo consecuentes, ¿habría que erradicar toda educación pública y común?). No le queda a la zaga el ínclito monseñor Rouco elevando su sapientísimo magisterio a dichos del tipo "la asignatura no formaría a los estudiantes, sino que les transmitiría una forma de ver la vida no sólo en el ámbito social sino también en el personal", dando por hecho que tales ámbitos y "formas de ver" son prerrogativa exclusiva de quienes se consideran únicos intérpretes autorizados de la "verdad divina".

La añoranza y reivindicación de los privilegios gozados en tiempos del "nacionalcatolicismo" -y en buena parte mantenidos con la transición- se quieren ahora revestir de democrática rebelión contra el "totalitarismo" y la perniciosa "laicidad". Sus fieles peones en la "sociedad civil" se aprestan de nuevo a la batalla. Mientras la CECE, patronal de colegios privados, denuncia la nueva asignatura como "una grave intromisión en el campo de la conciencia personal" (¡ellos que ni la respetan en sus centros ni quieren que se respete en los públicos!), Luis Carbonell, presidente de la CONCAPA, dice que "los padres católicos se opondrán de todas las maneras y con todos los instrumentos posibles". Llaman a la "objeción de conciencia" de los profesores, a la inasistencia de sus hijos a dicha clase, a interponer todo tipo de recursos judiciales, incluido el de anticonstitucionalidad según proponen algunos jerarcas.

Tanto dislate no tenía por menos que provocar ciertas respuestas desde posiciones más sensatas y coherentes con la defensa de un estado democrático, responsable último de garantizar el cumplimiento de los derechos y deberes del común de la ciudadanía, también en el terreno educativo. Pero la panoplia de argumentos aparecidos, muy a la defensiva, tampoco ha querido profundizar en las contradicciones que dan base a las pretendidas "razones" de que se quieren adornar actitudes de clara raíz antidemocrática.

Por ejemplo, G. Peces Barba, rector de la Universidad Carlos III y católico confeso, subraya el anacronismo de la Iglesia española, enquistada en la reacción antiilustrada del siglo XIX y empeñada en mantener el monopolio de toda verdad, no sólo en el campo religioso, sino también en el científico, educativo, cultural y político. Es su añoranza de una sociedad teocéntrica la que le lleva a no admitir que la enseñanza de un Estado democrático pueda transmitir los valores de libertad, igualdad, pluralismo, tolerancia y justicia, que recoge el artículo 1º de la Constitución.

El filósofo Fernando Savater invoca el derecho de las democracias a educar "en defensa propia", y, por consiguiente, la obligación de la enseñanza institucional de instruir en valores morales compartidos, justamente para amparar a la vez el pluralismo dentro de un marco de convivencia, negando que la educación moral sea un asunto estrictamente familiar, puesto que nadie vive sólo dentro de su familia ni puede existir educación personal sin relacionar la conciencia de cada cual con las normas sociales que comparte con su comunidad. En sentido parecido abunda la reconocida profesora de Ética, Adela Cortina, al establecer una clara diferencia entre "indoctrinar", para formar adeptos a una determinada moral cerrada, y "educar" para una ciudadanía justa, desde el punto de vista de una moral abierta, la explicación de principios comunes y la transmisión de valores y experiencias, de los que debe darse justificación histórica y razonada.

Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM, niega que se trate de un invento o capricho del gobierno actual, puesto que es una materia presente en casi todos los países europeos. Pone como ejemplo el consenso al respecto de todas las fuerzas políticas en Gran Bretaña y cómo el informe Eurydice de la UE incluye un proyecto de "Educación para la ciudadanía democrática", en orden a conseguir la imprescindible cohesión social y una mayor participación activa de los ciudadanos en la vida social y política, tarea que no puede dejarse al simple influjo familiar, a menudo contradictorio con esos valores sociales.

Otro catedrático (de Filosofía Moral y Política en la UPV), Aurelio Arteta, insiste en que si no hay democracia sin demócratas y nadie la adquiere de forma innata, será necesario educar en ella y en el contenido de sus principios básicos. La incomprensible oposición de la Iglesia radica en su fundamentalismo dogmático y al intento de someter, como en el medievo, la razón filosófica a la teología. De otro lado, la pretensión de atribuir a la familia la competencia exclusiva de la educación supondría convertirnos en "idiotas" (en la antigua Grecia, quienes sólo se preocupan de lo "propio") y, por tanto, ajenos a la comunidad general.

Sin ser exhaustivas, estas opiniones son bastante representativas de los argumentos con que se ha querido contrarrestar la nueva ofensiva ideológica de los sectores más reaccionarios de nuestra sociedad. Pero, también hay que decirlo, se quedan a medio camino, bordean los problemas tal como se presentan aquí y ahora y renuncian a desarrollar el discurso democrático hasta el final.

Y es que el aquí y ahora en nuestro país está atravesado por demasiadas contradicciones, fruto del mantenimiento de herencias y adherencias que poco tienen que ver con el estado moderno y democrático que decimos ser.

Desde hace más de doscientos años, la creación de dicho modelo de estado, frente al Antiguo Régimen y sus connotaciones medievales, se hizo sobre la base de deslindar lo público -lo que hace referencia al común de los ciudadanos y a la igualdad de derechos- de lo privado, justamente para evitar la confusión de ámbitos y la intromisión de uno en otro. Tras la sangrienta experiencia de continuas guerras religiosas y de transgresión violenta de las conciencias, se fue abriendo paso, como elemento consustancial al Estado democrático y liberal, su no injerencia en los pensamientos y creencias de los individuos (libertad de religión y conciencia), con la contrapartida de que ninguna creencia particular podía pretender imponer su presencia y condiciones en el terreno de lo público y común. ¿Por qué en este país sigue la Iglesia gozando -aparte de sustanciosas subvenciones estatales- de un status reconocido de privilegio e intromisión en el ámbito de lo civil y público?

El problema, insistente y nunca resuelto, tiene su origen en la actitud pusilánime y cobarde de todos los gobiernos de la "transición", incluido el actual -que se decía dispuesto a iniciar una "segunda" y más avanzada transición democrática- para establecer de una vez por todas la separación real de Estado e Iglesia, superando la insoportable herencia del viejo nacionalcatolicismo. Si no se está dispuesto a denunciar unos Acuerdos con la Santa Sede, que todos reconocen como predemocráticos y preconstitucionales en su contenido, se mantienen en pie las bases jurídicas sobre las que la Iglesia Católica presenta sus delirantes exigencias. Cuando, tras las concesiones hechas en anteriores leyes educativas, la LOE tampoco quiere cuestionar la injustificable presencia del adoctrinamiento religioso en la enseñanza común y obligatoria, dentro incluso de los centros públicos, y la nueva Ministra de Educación se estrena diciendo que no quiere crear conflictos con la asignatura de religión en la escuela,… no es de extrañar que los curas y sus monaguillos se sientan fuertes y dispuestos a llevar más allá lo que consideran derechos reconocidos.

No se trata de "convencer" a la Iglesia de que además de la "familia cristiana" y de la "comunión de los santos", donde ella impera, está la "comunidad de los ciudadanos", cuya administración a todos incumbe, como alguno de los autores citados dice, sino de establecer una clara delimitación entre lo público y lo privado o personal y las fronteras que no se pueden traspasar en un sentido y otro. La amalgama de entidades y ámbitos de muy diferente índole y función no puede sino llevar a confusiones interesadas. En el terreno de la educación, y a propósito de la complejidad y variedad de agentes que en ella intervienen, se suele repetir que "para educar a un individuo hace falta toda la tribu". Ello es cierto a condición de que, al mismo tiempo, sepamos distinguir los distintos marcos y responsabilidades. Las que competen al entorno familiar o a cualquier grupo particular -religioso o no- de voluntaria pertenencia, no son las mismas que competen al Estado y a un sistema público de enseñanza, ni se desarrollan en el mismo lugar. Éstos últimos tienen la obligación de garantizar a la totalidad de los ciudadanos iguales derechos y acceso, cuando menos, a la formación básica como tales, dotándoles de los conocimientos e instrumentos necesarios para ser miembros activos en la sociedad civil. Lo que en cada nivel deba constituir el llamado "currículo" que los establece y concreta puede y debe ser sometido a continua discusión y revisión, pero desde instancias creadas para representar los intereses generales y no los muy particulares de un credo religioso o familiar.

Y aquí las debilidades y "concesiones" de nuestras leyes resultan flagrantes, dando elementos de apoyo a quienes buscan la confusión ideológica y la primacía de intereses particulares. Es cierto, como dice Peces Barba, que además del citado artículo 1º de la Constitución, su artículo 27.2 señala como objetivo primordial de la educación lograr "el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales", que avalaría la competencia y responsabilidad del Estado en la educación integral de los ciudadanos. Pero también lo es la inadmisible concesión que se hace en el siguiente apartado 27.3 que exige a los poderes públicos garantizar "el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". El texto constitucional, fruto de transacciones del momento y deliberadamente ambiguo, no precisa el ámbito donde ese derecho familiar debe ser garantizado y sería de imposible cumplimiento en el marco escolar si se tratara por igual todas las "convicciones religiosas y morales" de los padres. Pero los Acuerdos elaborados paralelamente y firmados a comienzos de 1979 por Suárez con el Vaticano, en continuidad de los suscritos por Franco en 1953, traducen ese supuesto derecho en la oferta obligada de la religión católica en todos los centros –tanto públicos como privados- con un tratamiento "similar al de las materias fundamentales".

Por otra parte, la LODE, al dar carta de naturaleza legal a las subvenciones estatales para los centros privados, admitiendo que ellos mismos fijen su "carácter propio" o ideario, abre otra vía decisiva para la instalación, dentro del sistema público de educación, de importantes parcelas bajo el sesgo ideológico de confesiones y sectas religiosas. La confusión del principio de "libertad de enseñanza" (asociada en su momento con la "libertad de cátedra") con la "libre elección de centro", otro caballo de batalla de la derecha política, la jerarquía eclesiástica y las asociaciones de padres católicos, viene a cerrar la trampa legal, que tampoco han querido cuestionar los gobiernos socialistas, pese a tratar de establecer ciertas condiciones nunca cumplidas por los centros concertados.

De esta manera se proporcionan los fundamentos jurídicos -y las continuas sentencias de distintos tribunales así lo avalan- que animan a las fuerzas más reaccionarias no sólo a disputar al Estado el derecho a establecer el currículo de lo que ha de constituir la enseñanza general, sino arrebatarle el propio terreno hasta negarle legitimidad para intervenir en la educación en los valores ciudadanos y de aquellos principios racionales en los que se funda. Entidades de carácter privado como las confesiones religiosas y sus más variopintas sectas, a través de la libre creación de centros con "carácter propio" y el derecho otorgado a las familias, no sólo para la libre elección de centro, sino también para exigir en cualquiera de ellos que se eduque a sus hijos según las propias creencias o convicciones, pueden así llevar a la práctica una injerencia determinante en el sistema de enseñanza, cuya financiación y garantía universal sigue siendo responsabilidad del Estado.

Más allá de la conveniencia y oportunidad de introducir la nueva asignatura de Educación para la ciudadanía y la discusión sobre sus contenidos, estamos ante la reproducción del enfrentamiento entre dos concepciones diametralmente opuestas de la educación. De una parte, la que tiene su origen en la lucha democrática por consolidar una escuela pública, bajofinanciación y responsabilidad de los poderes públicos, para garantizar el derecho universal y ciudadano a la educación, cuyos contenidos y valores pueden y deben ser constantemente redefinidos a la par del progreso científico y social. De otra, el intento de hacer prevalecer intereses privados, económicos e ideológicos, añorantes de pasados privilegios y monopolios, que siguen empeñados en socavar los sistemas públicos de enseñanza y los principios democráticos sobre los que se han construido.

Son dos perspectivas incompatibles y caminan en direcciones opuestas. Quienes dicen que pueden conciliarse y complementarse se engañan o tratan de engañarnos. La invasión y apropiación privada de lo que debe ser público y común siempre se produce en menoscabo de los derechos que a todos nos pertenecen. En el momento presente, la batalla política por deslegitimar al Estado en el terreno de la educación va de la mano de esa otra mucho más material por reducir al máximo sus competencias y trasvasar buena parte de la enseñanza a la "iniciativa social", es decir, a la de grupos de presión movidos por intereses privados. La educación como bien social constituye, todavía hoy, uno de los pilares fundamentales de la aspiración a la igualdad de derechos y base imprescindible para hacer posible un marco de convivencia en muchos otros sentidos plural. La fragmentación del sistema educativo, de acuerdo con las particulares creencias y procedencias culturales, sólo nos puede conducir a la parcelación sectaria de la sociedad y al abandono de todo proyecto común de ciudadanía.

Colectivo Baltasar Gracián