La LOE en desarrollo

LA LOE EN DESARROLLO

Entre las críticas de muy diversa índole que se han hecho a la LOE, ha habido gran coincidencia en señalar la excesiva ambigüedad e indefinición de muchos de sus apartados. La justificación para esta ambigüedad, según los autores de la Ley, era la búsqueda prioritaria del máximo consenso político y social en torno a ella, dejando para posteriores desarrollos la negociación de los puntos con mayor disenso.

En su momento señalamos los serios peligros que esa táctica entrañaba de cara al resultado final de los propósitos con que se presentaba la nueva Reforma. Advertíamos que todo lo que le faltaba de decisión y concreción se vería expuesto después a los vaivenes de presiones, intereses e interpretaciones de todo tipo, que no podían sino redundar en nuevas hipotecas para recortar aún más el bajo vuelo de la Ley.

No ha hecho falta esperar demasiado para ver comprobadas en la realidad tales premoniciones.

Después de mostrar en los presupuestos el firme compromiso, contraído con los centros concertados, de subvencionar la educación Infantil, todo un rosario de nuevas medidas y normativas para desarrollar la LOE ha empezado a ocupar la escena. Para calmar a una derecha cada vez más envalentonada por las concesiones hechas en el trámite parlamentario, el primer y significativo paso de lo que está por venir se ha dado en un tema nada baladí desde el punto de vista democrático: la inadmisible presencia del adoctrinamiento religioso en la escuela y la intromisión de la Iglesia en la educación. El gobierno y su nueva ministra no han hecho al respecto sino desdecirse, una vez tras otra, de la primera declaración de intenciones para, finalmente, ceder en toda la línea a las exigencias confesionales. Sobre la peripecia histórica y el decepcionante último capítulo de un asunto tan crucial, trata el artículo “Religión en la escuela, de entrada no”, que aparecerá en el nuevo número de nuestra revista Crisis, a la vez que se recogen otras voces críticas frente a la “solución” ministerial.

En efecto, ante el pronunciamiento, hasta cierto punto audaz, del propio Consejo Escolar de Estado, las primeras propuestas parecían querer revertir el status de privilegio de que goza la asignatura de Religión (católica), fruto de unos Acuerdos con el Vaticano que son contradictorios incluso con la Constitución y con los postulados de cualquier Estado no confesional. Si bien se la mantenía dentro del currículo, como oferta obligada para los centros y de libre demanda por los alumnos o sus padres, se trataba, cuando menos, de eliminar los elementos de coacción que se han venido prolongando, dejándola ahora fuera del horario lectivo común y sin obligación “alternativa” para quienes optaran por no recibir instrucción religiosa en la escuela. A día de hoy, la Iglesia puede estar más que satisfecha, aunque añore las prebendas sin traba concedidas por los gobiernos del PP. La Religión se mantiene como materia evaluable, cuenta como cualquier otra para pasar curso, tiene como alternativa una “Historia y Cultura de la Religión” y, para quienes se empeñen en no aceptar ninguna de esas dos posibilidades, queda en manos de cada centro determinar el carácter y contenido de otra obligación equivalente.

Mucho menor ha sido el éxito de las propuestas de los profesores, que, sin embargo, siguen siendo el colectivo más profundamente implicado en la enseñanza. Al cabo de un año de la firma del Acuerdo Básico de los sindicatos con el MEC, que supuso de paso un importante aval a la LOE a cambio de ciertas promesas de mejora en salarios y condiciones laborales, los mismos sindicatos han tenido que salir a la calle para exigir su cumplimiento. Una vez sacada adelante la ley, las promesas siguen aparcadas. Tras ser retirado el primer borrador del Estatuto de la Función Pública Docente, que el ministerio había elaborado sin contar siquiera con los representantes oficiales del profesorado, sus contenidos siguen generando división sin ofrecer soluciones a los problemas que verdaderamente preocupan a los interesados.

Mucho más grave resulta para el porvenir del sistema público de educación lo que se empieza a apuntar, tanto por acción como por omisión, en cuanto al desarrollo de la propia ley. Cuando, a poco de ser aprobada la LOE, se recibe el jarro de agua fría del informe de la OCDE Education at a Glance, que deja al descubierto los resultados negativos de las últimas reformas y los retrocesos reales que niegan de raíz las supuestas bondades pregonadas por sus responsables, a cualquiera con sentido común se le podría ocurrir que, como mínimo, habría que replantearse los males de fondo para poder ponerles remedio eficaz.

Nada de eso encontramos en los primeros apuntes que, en vistas al desarrollo de la LOE, se hacen desde el equipo ministerial. Tal como aparece en el apartado dedicado a nuestro país en el citado Informe (que nosotros analizamos y completamos, con otros datos de la UE y del propio MEC, en el documento “Informes sobre la educación en España. Una lectura comprensiva”), los gravísimos índices de fracaso escolar y abandono prematuro de la formación postobligatoria, reflejados a su vez en una caída general de todos los indicadores educativos en los últimos cinco años, exigen medidas correctoras de emergencia, y no la “continuidad” de la que se reclama la nueva Reforma.

Sobre el existente galimatías de medidas compensatorias, de apoyo, de diversificación, de presunta garantía social (donde las situaciones “especiales” empiezan a ser las más “generales”), que se viene arrastrando con escaso provecho y que la LOE quiere multiplicar, publicaremos la segunda parte del artículo “Sobre la eficacia real de las medidas compensatorias”. Mientras tanto, los problemas estructurales no se quieren tocar. Bienvenidas sean las nuevas inversiones en medidas como el programa PROA de refuerzo escolar, la “sexta hora” en Primaria en algunas comunidades, la extensión de centros bilingües y bibliotecas escolares, pero con ellas sólo se puede aspirar, en el mejor de los casos, a mejorar mínimamente las condiciones de los centros y a reparar algunas de sus carencias más sobresalientes, sin que de su incidencia quepa esperar efectos determinantes sobre el curso negativo global de la enseñanza pública.

Sin corregir la inercia imprimida a las enseñanzas básicas hacia niveles de menor exigencia y formación, sólo cabe esperar el mantenimiento, o incluso el aumento, del fracaso escolar real. La configuración de un sistema educativo con escasos vasos comunicantes, y que, en lugar de facilitar la continuidad de la formación, conduce en todos sus niveles hacia vías terminales, seguirá propiciando el abandono prematuro de nuestros escolares y el descenso progresivo de los índices de titulación.

En este sentido, las tímidas propuestas de corrección sobre la mesa no llegan a modificar sustancialmente las cosas. El reconocimiento de un nivel de cualificación a la Iniciación Profesional, en sustitución de los Programas de Garantía Social, permitirá tal vez, al reducido grupo integrado en aquélla, el acceso a los Ciclos formativos de Grado Medio, pero se mantiene la absurda frontera entre éstos y los de Grado Superior, que niega a la inmensa mayoría la posibilidad de continuar su formación. En el caso del Bachillerato, dada la insuficiente preparación que proporciona para continuar estudios universitarios, la idea manejada de ofrecer a los alumnos con mayores dificultades el cursarlo en tres años en nada nos hace avanzar, si se trata de hacer en tres años lo mismo que ahora se hace en dos (generalizando las normas vigentes en los estudios nocturnos, por la particular situación de sus alumnos), cuando lo que la situación demanda es ampliar y mejorar su currículo, de cara a lograr los objetivos prescritos.

Por lo escuchado recientemente a representantes del Ministerio de Educación, son temas menores los que van a ocupar la agenda del último tramo de la legislatura. Según parece, evitando la reedición de pasados conflictos, se trata ahora de poner de relevancia los avances logrados con medidas que, si no de mucha trascendencia, sean más visibles de cara a la galería. Entre ellas están la obvia de adecuar la formación del profesorado a las nuevas estructuras de los estudios universitarios, impulsar la autonomía de los centros y sus proyectos educativos como contrapeso a los poderes autonómicos, animar preocupaciones comunes como la “convivencia escolar”, poner en marcha los desarrollos más formales de la LOE y hacer un seguimiento de las normativas que las Comunidades Autónomas deben elaborar para su concreta aplicación.

A estas alturas, con todas las fuerzas políticas volcadas en la preparación de las ya cercanas convocatorias electorales, mucho nos tememos que los gestos de mera propaganda y el recurso a la fácil demagogia vayan a sustituir cualquier intento serio de reorientación de la enseñanza para superar las graves deficiencias que denuncian todos los indicadores comparativos con los países de nuestro entorno y nivel de desarrollo.

En nosotros está, en los sectores y colectivos honestamente interesados en la defensa de la educación como bien público, impedir que se pase página con tal frivolidad, y que tantos esfuerzos e ilusiones queden reducidos a lamentar, una vez más, la última ocasión perdida.

Colectivo Baltasar Gracián