La presunta neutralidad de los informes de la OCDE

LA PRESUNTA NEUTRALIDAD DE LOS INFORMES DE LA OCDE

En el documento Bases para un Pacto Social y Político por la Educación, propuesto por el ministro Ángel Gabilondo en noviembre, y en las Propuestas presentadas en enero, se plantea, para facilitar el posible acuerdo, partir de un "diagnóstico independiente e internacional" acerca de la situación de nuestro sistema educativo, haciendo referencia explícita a los informes de la OCDE. Se les supone suficiente objetividad y rigor, como para servir de base común a la hora de dictaminar nuestras principales carencias y las vías de superación.

¿Debemos dar por buena esa pretendida neutralidad ideológica en los estudios comparativos que realizan organismos internacionales como la OCDE o la UE?

No dudamos de que indicadores como los referidos al fracaso escolar y abandono prematuro, o las tasas de escolarización en cada nivel educativo, se fundamentan en datos estadísticos más o menos fiables, que, en todo caso, son los únicos puestos a disposición de todos[1]. Pero tampoco somos tan ingenuos como para ignorar que tanto las variables seleccionadas como las omitidas y, sobre todo, sus comentarios y conclusiones están vertebrados sobre un discurso político nada aséptico.

Hay un primer hecho que nos debería poner en alerta: el propio origen y carácter de dichos organismos nos dan algunos indicios sobre el sesgo de sus informes y objetivos.

En principio, sin otorgar a la ONU bula de democracia ejemplar y fidelidad a los principios proclamados, su vocación declarada es la de ser un instrumento para la salvaguarda de la paz y de los derechos humanos a nivel mundial. Parecería que, dentro del actual entramado de instituciones internacionales, correspondiera a la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), convertirse en el marco más adecuado para vigilar y proteger el desarrollo de un derecho tan universal y fundamental como es la educación. No es así. Las atribuciones en este terreno son puramente genéricas y declarativas, sin la menor competencia ejecutiva ni orientativa sobre las políticas a desarrollar por los gobiernos con el deseable objetivo de elevar los niveles educativos de la población mundial.

Por el contrario, la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) y la UE (nacida como Comunidad Económica Europea, en continuidad con la anterior Comunidad Europea del Carbón y del AceroCECA- y habitualmente aludida como Mercado Común), pese a su explícita finalidad económica, se han erigido en los último tiempos, en norte y guía para cualquier dimensión de la política de los estados en ellas integrados. También de su política educativa.

En consecuencia, todas sus directrices y recomendaciones en cualquiera de los campos en que se otorgan competencias, vienen caracterizadas por su particular e interesado enfoque de perseguir, por encima de cualquier otra consideración, la rentabilidad económica, esto es, el beneficio del capital, apelando a los dogmas incuestionables de la llamada "economía de mercado". A nadie debería extrañar, pues, que la "mercantilización" de la enseñanza -con menosprecio de su carácter de conquista democrática y derecho universal-, y la continua reforma de los sistemas educativos para adecuarlos a la simple ley de la oferta y la demanda, no sean desviaciones circunstanciales sino la única perspectiva que les es consustancial.

Cuando tales organismos internacionales insisten en que la educación es un factor más del desarrollo económico, es preciso entender su alcance. Y en un doble sentido. Se trata, por una parte, de "liberalizar" un servicio público, hasta hace poco competencia primordial de los estados, para convertirlo en un sector más donde hacer negocio privado; por otra, de amoldar la estructura y contenidos de la formación a las necesidades variables de la economía de mercado.

Aunque no faltan expresiones descarnadas de los objetivos que persiguen entidades financieras y patronales (determinantes en las directrices que emanan de dichos organismos), es necesario articular un discurso común, que facilite la connivencia de gobiernos, expertos en educación, etc. sobre un mismo terreno, su terreno. Ahí entran en juego sus exhaustivos informes comparativos sobre rendimientos académicos, organización y dirección de los centros, métodos pedagógicos,… que, al convertirse en referencia obligada, ponen a todos a trabajar en la dirección requerida.

Ciertamente, es difícil competir con los recursos económicos y humanos, los potentes y sofisticados aparatos de investigación, contando, como cuentan, con la colaboración disciplinada de los gobiernos, prestos a acatar sus conclusiones y recomendaciones como oráculo divino. De ahí que todos, incluso en los estudios más críticos con el estado de cosas, nos veamos obligados a valernos de los mismos datos suministrados por los informes de la OCDE (Panorama de la Educación, PISA, TALIS,..). Pero se impone una cierta prevención.

En algún artículo anterior hemos hecho alusión a la selección de datos e interpretación sesgada de que suelen hacer gala los informes españoles, que vienen a resumir lo que hace referencia a nuestro país en el Panorama de la Educación publicado por la OCDE cada año. Sería conveniente ir más allá y analizar en profundidad los conceptos, variables y conclusiones que proponen los informes PISA, empezando por la definición de las competencias básicas que han de servir de baremo para juzgar la eficacia de los sistemas educativos. Existen estudios, como el realizado entre alumnos italianos[2], que ponen de relieve los resultados contradictorios obtenidos en las pruebas PISA (centradas en competencias) y las realizadas por el instituto italiano de evaluación (mayor peso de conocimientos y tradición cultural), demostrando que unas y otras pruebas llevan aparejados ciertos códigos culturales y orientaciones inducidas que no son inocuos ni neutrales.

A propósito de la discutible neutralidad generalmente aceptada, y sin descartar un posterior análisis más detallado sobre el tema, no queremos dejar de señalar algunos apuntes sobre el último estudio comparativo realizado por la OCDE: el informe TALIS (por sus siglas en inglés: Teaching and Learning International Survey), traducido aquí como Estudio Internacional sobre Docencia y Aprendizaje.

Se trata de una encuesta realizada entre profesores y directores de centros de Secundaria Obligatoria de 24 países. De entrada, sorprenden sus objetivos explícitos: de un lado, comparar las condiciones de enseñanza y aprendizaje como factor explicativo las diferencias en los resultados PISA; de otro, ayudar a los países a analizar y desarrollar políticas para que la profesión de educador sea más atractiva y eficaz. Es decir, se parte de un principio reduccionista en relación a las causas de éxito/fracaso escolar, que induce a poner la mirada en una sola dirección y, de paso, marca una orientación muy concreta de actuación a los gobiernos para medir la eficacia de las reformas educativas que todos deben emprender.

Por lo pronto, nos produce cierta sorpresa (¿o no habría motivos para tal?)[3] el campo de investigación seleccionado para establecer un nexo causal con los resultados PISA. ¿Por qué, a la hora de analizar factores, se apunta a priori y en exclusiva a la responsabilidad directa del profesorado en los niveles alcanzados por los alumnos de los distintos países? ¿Tan diferentes son en su formación, métodos pedagógicos y prácticas escolares? ¿Por qué no se analizan, por ejemplo, la posible incidencia de las diversas estructuras, currículos y tradiciones de los sistemas educativos; o del status social y económico de las poblaciones; o de la incidencia de la unidad o fragmentación de las redes educativas (predominio de centros públicos o privados), etc.?

En cuanto a las preguntas de la magna encuesta (90.000 profesores), difícilmente pueden pasar desapercibidos los criterios escogidos. Por ejemplo, de cara a la dirección de los centros, el valor a medir no es su organización más o menos democrática, sino el nivel de liderazgo pedagógico y administrativo de los directores (incluida su capacidad para contratar y despedir profesores) que, a todas luces se encuadra en la orientación de adoptar, incluso en los servicios públicos, el modelo de gestión privada empresarial. En esa misma línea, no es de extrañar que el informe concluya diciendo que aún nos encontramos lejos de tener una verdadera y eficaz "industria del conocimiento".

También es evidente el sesgo de los ítems dirigidos a la propia valoración del profesorado. Las preguntas más relevantes (y arteramente formuladas) hacen referencia a su falta de cualificación (adecuación a "nuevas exigencias"), insuficiente formación inicial y continua (perfil demasiado envejecido, pero esperanzas en las nuevas promociones más flexibles y seleccionadas), a la necesidad de someterse a evaluación (y consiguiente reorientación), a la recompensa diferenciada por la eficacia y el esfuerzo individual (salario al "mérito" reconocido por sus superiores), necesidad de mayor disciplina interna (para profesores y alumnos), preferencia por la figura del profesor "agente facilitador del aprendizaje activo" (pedagogías constructivistas) frente al profesor tradicional "transmisor de conocimientos",… Motivos todos ellos que justifican y aconsejan nuevas iniciativas de los gobiernos, para remodelar al profesorado de acuerdo con los cánones subrepticiamente introducidos por informes tan neutrales como el comentado.

Para terminar. No dudamos de que, si no se interpusieran otros intereses políticos de corto plazo, el Pacto Educativo, que todos dicen desear, no tendría mayores dificultades en llegar a puerto. Las "fuerzas vivas" que dicen interesarse por la educación se empeñan, una vez más, en plantear falsas polémicas sobre lo accesorio. Pero sus referencias y discursos, en el fondo, son coincidentes y están en plena consonancia con la orientación neoliberal de la educación que preside todos y cada uno de los estudios y recomendaciones de organismos como la OCDE y la UE, a los que se pliegan fielmente los domésticos, tanto a escala estatal como autonómica:

En todas las propuestas conocidas predomina la apuesta por una formación al servicio de la economía de mercado y no del individuo, enmascarada en un lenguaje "modernizador", pero que, en definitiva, supone limitar el derecho universal de libre acceso a la cultura (patrimonio de todos los seres humanos) y permitir su apropiación por unos pocos. Los planes de rentabilidad sólo exigen unas competencias básicas para la inmensa mayoría, obligada a un continuo reciclaje en función del mercado laboral, si quieren propiciar en cada momento y circunstancia su empleabilidad.

La idea de que el único conocimiento digno de transmitirse en la escuela y en la universidad es el económicamente "útil" y "transferible" (es decir, las competencias relacionadas con el puesto de trabajo, en dependencia directa de los intereses del sector empresarial) exige el ajuste de las "expectativas sociales". La polarización de las necesidades laborales (un pequeño sector de trabajo para el que se necesita una reducida elite muy preparada y una amplia parcela de trabajos precarios y mal pagados de escasa cualificación) conduce a todos a la misma conclusión: desviar a la mayoría hacia la Formación Profesional de baja calidad: un ejército de trabajadores versátiles, flexibles, con una preparación mínima y dispuestos a formarse a lo largo de su vida en permanente eventualidad. Una opción que, de paso, resolvería los problemas de fracaso y abandono escolar, con una titulación adecuada a las diversas "capacidades" de los alumnos.

La misma flexibilidad se exige al profesorado, el elemento más resistente a las reformas requeridas por el apego a sus funciones tradicionales. El conocimiento serio de la materia, la capacidad de transmitirla y educar las mentes con criterios sólidos y duraderos, deben dejar paso a la adaptación permanente -y permanentemente evaluada- a las exigencias cambiantes de una formación cuyos contenidos le vendrán dictados -aquí sí, de forma jerárquica e inflexible- desde instancias e intereses ajenos al propio sistema educativo.

Colectivo Baltasar Gracián

Enero de 2010

Notas

[1] En el estudio que realizó el CBG, La estructura social del fracaso escolar en la ESO dentro de la Comunidad de Madrid ( Crisis nº 2, 4 y 5 ; 2003 y 2004), comprobamos que los índices de titulación suministrados por la inspección se calculaban sobre el número de evaluados al final de 4º, dejando fuera del cómputo los que habían abandonado previamente que, evidentemente tampoco habían conseguido el Graduado de la ESO y elevaban en un 8% de media el fracaso escolar.

[2] Italo Florin: “A proposito di OCSE/PISA e di qualità dell'instruzione”, Scuola formazione 11 (nov. 2006). Citado en VV.AA, La Escuela en Europa Occidental. El nuevo orden y sus adversarios, Germania, Alzira, 2009.

[3] Resulta cuando menos curioso que esa misma fijación en apuntar al profesorado, como responsable principal de todos los males de la escuela, podamos observarla en nuestro país entre el enjambre de pedagogos, sociólogos y todo tipo de expertos, reconvertidos en voceros y servidores incondicionales del sistema.