Lecturas
Lectura I: Scriptorium - El nombre de la rosa (Umberto Eco)
El nombre de la Rosa. Umberto Eco
páxinas 69-71
nº de Rex: 20.482
Sinatura: 860-3 ECO nom
Primer día después de Nona
Donde se visita el scriptorium y se conoce a muchos estudiosos, copistas y rubricantes así como a un anciano ciego que espera al Anticristo.
Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba las ventanas que iluminaban la escalera. Al parecer, me estaba volviendo tan sagaz como él, porque advertí de inmediato que, dada su disposición, era muy difícil que alguien pudiera llegar hasta ellas. De otra parte, tampoco las ventanas que había en el refectorio (las únicas del primer piso que daban al precipicio) parecían fáciles de alcandar, porque debajo de ellas no había muebles de ninguna clase.
AI llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón septentrional, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas, en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas o de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, Y, por último, también entraba luz desde el pozo octagonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.
Esa abundancia de ventanas permitía que una luz continua y pareja alegrara la gran sala, incluso en una tarde de invierno como aquella. Las vidrieras no eran coloreadas, como las de las iglesias, y las tiras de plomo sujetaban recuadros de vidrio incoloro para que la luz pudiese penetrar lo más pura posible, no modulada por el arte humano, desempeñara así su función específica, que era la de iluminar el trabajo de lectura y escritura. En otras ocasiones y en otros sitios vi muchos scriptoria, pero ninguno conocí que, en las coladas de luz física que alumbraban profusamente el recinto, ilústrase con tanto esplendor el principio espiritual que la luz encarna, la claritas, fuente de toda belleza y saber, atributo inseparable de la justa proporción que se observa en aquella sala. Porque de tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de la integridad o perfección, y por eso consideramos feo lo que está incompleto; luego, de la justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la claridad y la luz, y, en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores nítidos. Y como la contemplación de la belleza entraña la paz, y para nuestro apetito lo mismo es sosegarse en la paz, en el bien o en la belleza, me sentí invadido por una sensación muy placentera y pensé en lo agradable que debería de ser trabajar en aquel sitio.
Tal como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. Posteriormente conocí, en San Gall, un scriptorium de proporciones similares, separado también de la biblioteca (en otros sitios los monjes trabajaban en el mismo lugar donde se guardaban los libros), pero con una disposición no tan bella como la de aquel. Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. Como las ventanas eran cuarenta (número verdaderamente perfecto, producto de la decuplicación del cuadrágono, como si los diez mandamientos hubiesen sido magnificados por las cuatro virtudes cardinales), cuarenta monjes hubiesen podido trabajar al mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos treinta. Severino nos explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium estaban dispensados de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no tuviesen que interrumpir su trabajo durante las horas de luz, y que sólo suspendían sus actividades al anochecer, para el oficio de vísperas.
Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar, cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales. Pero no tuve tiempo de observar su trabajo, porque nos salió al encuentro el bibliotecario, Malaquías de Hildesheim, del que ya habíamos oído hablar, Su rostro intentaba componer una expresión de bienvenida, pero no pude evitar un estremecimiento ante una fisonomía tan extraña. Era alto y, aunque muy enjuto, sus miembros eran grandes y sin gracia. Avanzaba a grandes pasos, envuelto en el negro hábito de la orden, y en su aspecto había algo inquietante. La capucha como- venía de afuera aún la llevaba levantada- arrojaba una sombra sobre la palidez de su rostro y confería un no sé qué de doloroso a sus grandes ojos melancólicos. Su fisonomía parecía marcada por muchas pasiones, y, aunque la voluntad las hubiese disciplinado, quedaban los rasgos a los que alguna vez habían dado vida. El rostro expresaba sobre todo gravedad y aflicción, y los ojos miraban con tal intensidad que una ojeada bastaba para llegar al alma del interlocutor, y para leer en ella sus pensamientos más ocultos. Y, como esa inspección resultaba casi intolerable, lo más común era que no se deseara volver a encontrar aquella mirada.
El bibliotecario nos presentó a muchos de los monjes que estaban trabajando en aquel momento. Malaquías nos fue diciendo también cuál era la tarea que cada uno tenía entre manos, y admiré la profunda devoción por el saber, y por el estudio de la palabra divina, que se percibía en todos ellos. Así, conocí a Venancio de Salvemec, traductor del griego y del árabe, devoto de aquel Aristóteles que, sin duda, fue el más sabio de los hombres. A Bencio de Upsala, joven monje escandinavo que se ocupaba de retórica. A Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. A Aymaro d'Alessandria, que estaba copiando unos libros que solo permanecerían algunos meses, en préstamo, en la biblioteca. Y luego a un grupo de iluminadores de diferentes países: Patricio de Clonmacnois, Rábano de Toledo, Magnus de Iona, Waldo de Hereford.
Enumeración que, sin duda, podría continuar, y nada hay más maravilloso que la enumeración, instrumento privilegiado para componer las más perfectas hipotiposis. Pero debo referirme a los temas que entonces se tocaron, no exentos de indicaciones muy útiles para comprender la sutil inquietud que aleteaba entre los monjes, y algo que, aunque inexpresado estaba presente en todo lo que decían.
Mi maestro empezó a conversar con Malaquías alabando la belleza y el ambiente de trabajo que se respiraba en el scriptorium y pidiéndole informaciones sobre la marcha de las tareas que allí se realizaban, porque, dijo con mucha cautela, en todas partes había oído hablar de aquella biblioteca y tenía sumo interés en consultar muchos de sus libros. Malaquías le explicó lo que ya había dicho el Abad: que el monje pedía al bibliotecario la obra que deseaba consultar y este iba a buscarla en la biblioteca situada en el piso de arriba, siempre y cuando se tratase de un pedido justo y pío. Guillermo le preguntó cómo podía conocer el nombre de los libros guardados en los armarios de arriba, y Malaquías le mostró un voluminoso códice con unas listas apretadísimas, que estaba unido a su mesa por una cadenita de oro.
Guillermo introdujo las manos en la bolsa que había en su sayo a la altura del pecho, y extrajo un objeto que ya durante el viaje le había visto coger y ponerse en el rostro. Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre (sobre todo en la suya, tan prominente y aguileña) como el jinete en el lomo de su caballo o como el pájaro en su repisa. Y, por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. (...)
Lectura II: Hipatia de Alexandria - La edad de la penumbra (Catherine Nixey)
(...) Hipatia de Alejandría había nacido en la misma ciudad que los parabalanos y, sin embargo, vivía a un mundo de distancia de ellos. Mientras los parabalanos pasaban los días trabajando laboriosamente entre los sucios y los moribundos, esta intelectual aristocrática trabajaba con abstractas teorías matemáticas y astrolabios. Hipatia no solo era una filósofa; era también una brillante astrónoma y la matemática más importante de su generación.
Los victorianos, que se sintieron fascinados por ella, le atribuyeron otras virtudes póstumamente. Un famoso cuadro la representa desnuda, apoyada en un altar, con su cuerpo núbil protegido por poco más que sus leonados rizos sueltos. Una novela sobre ella, obra del reverendo Charles Kingsley, autor de la novela infantil "Los niños del agua", está repleta de emocionadas frases como «la más severa y mayor expresión de la belleza de la antigua Grecia» y cavilaciones sobre sus «curvados labios» y la «gloriosa elegancia y belleza de cada una de sus líneas».
Esto, por desgracia, son patrañas románticas. Hipatia era, sin duda, una belleza, pero lejos de acomodarse, ella y sus sueltos rizos, en los altares, vestía siempre con el uniforme austero y discreto de la túnica de filósofo, que cubría todo su cuerpo. Estaba entregada a la vida de la mente y no a la de la carne, y se mantuvo virgen. Cualquier hombre con la osadía de intentar convencerla de que abandonara su resolución se encontraba con una respuesta inquebrantable.
Se dice que uno de sus estudiantes se enamoró de ella y «al no ser capaz de controlar su pasión», le confesó sus sentimientos.
Hipatia le respondió con brusquedad. «Llevó algunas de sus compresas y las arrojó delante de él, y dijo: “Tú amas esto, joven, y no hay nada hermoso al respecto”.» La relación comprensiblemente, no fue más allá.
LA EDAD DE LA PENUMBRA
CATHERINE NIXEY
páx: 173; 174
Ficha técnicaNº de páxinas: 320Editorial: TAURUSIdioma: CASTELLANOEncuadernación: Tapa brandaISBN: 9788430619542Ano de edición: 2018Praza de edición: ES
A principios del siglo V d.C., Hipatia se había convertido en una especie de celebridad local. Alejandría era una ciudad que, durante cientos de años, había estado a los pies de sus intelectuales.
Casi tan pronto existió una ciudad en ese lugar, hubo una biblioteca, y, en cuanto hubo una biblioteca, se empezaron a acumular historias sobre ella, y en especial sobre su fundación. Según una de estas crónicas, Ptolomeo II, el gobernante de Alejandría, había escrito una carta a todos los reyes y gobernantes de la tierra, rogándoles que le mandaran las obras literarias de toda clase de autores «poetas o prosistas, rétores y sofistas, médicos y adivinos, historiadores y todos los demás». No solo en griego, sino en todos los idiomas. También se buscaron y reclutaron expertos de todas las naciones para que ejercieran como traductores. «A cada grupo [de sabios] le fueron confiados sus textos respectivos, y así se preparó de todos ellos una traducción al griego.» (...)
(...) Los analfabetos parabalanos («hombres bestiales, realmente abominables», como les llamaría más tarde un filósofo) sabían lo que eran esos instrumentos. No eran instrumentos de las matemáticas y la filosofía, no, eran obra del diablo. Hipatia no era una filósofa, sino una criatura del infierno. Era ella quien estaba volviendo a toda la ciudad contra Dios con sus trucos y sus embrujos. Estaba volviendo atea a Alejandría. Naturalmente, parecía una mujer atractiva, pero así era como obraba el demonio. Hipatia, decían, había «engatusado a mucha gente mediante engaños satánicos». Y, peor aún, había engatusado a Orestes. ¿Acaso no había este dejado de ir a la iglesia? Estaba claro, lo había «seducido con su magia». No se podía permitir que siguiera así.
Un día de marzo del 415 d.C., Hipatia salió de su casa para hacer su recorrido diario por la ciudad. De repente, se encontró bloqueada por una «multitud de creyentes en Dios». Le ordenaron que bajara de su cuadriga. Sabedora de lo que recientemente le había pasado a su amigo Orestes, debió de darse cuenta al bajar de que la situación era grave. No podía imaginarse, sin embargo, hasta qué punto.
En cuanto hubo puesto los pies en la calle, los parabalanos, bajo la guía de un magistrado de la Iglesia llamado Pedro —«en todos los sentidos un perfecto creyente en Jesucristo»—, rodearon y retuvieron a la «mujer pagana». Después, arrastraron a la más importante matemática viva de Alejandría por las calles hasta una iglesia. Una vez dentro, le arrancaron las ropas del cuerpo y, después, utilizando como cuchillas pedazos rotos de cerámica, le arrancaron la piel.
Algunos dicen que, mientras aún respiraba, le arrancaron los ojos. Una vez muerta, despedazaron su cuerpo y arrojaron lo que quedaba de la «hija luminosa de la razón» a una pira y lo quemaron. (...)
(...) Los victorianos, que se sintieron fascinados por ella, le atribuyeron otras virtudes póstumamente. Un famoso cuadro la representa desnuda, apoyada en un altar, con su cuerpo núbil protegido por poco más que sus leonados rizos sueltos. (...)
Lectura III: Libreiros (El infinito en un junco - Irene Vallejo)
13 - Una joven familia
En realidad, si volvemos la mirada hacia nuestros orígenes, descubrimos que los lectores somos una familia muy joven, una meteórica novedad. Hace unos 3.800 millones de años en el planeta Tierra, ciertas moléculas se unieron para formar unas estructuras particularmente grandes e intrincadas llamadas organismos vivos. Animales muy parecidos a los humanos modernos aparecieron por primera vez hace 2,5 millones de años.
Hace 300.000 años, nuestros antepasados domesticaron el fuego. Hace unos 100.000 años, la especie humana conquistóla palabra. Entre el año 3500 y el 3000 a.C., bajo el sol abrasador de Mesopotamia, algunos genios sumerios anónimos trazaron sobre el barro los primeros signos que, superando las barreras temporales y espaciales de la voz, lograron dejar huella duradera del lenguaje.
Solo en el siglo XX, más de cinco milenios después, la escritura se convirtió en una habilidad extendida, al alcance de la mayoría de la población —un largo recorrido; una adquisición muy reciente—.
Hemos tenido que esperar hasta las últimas décadas del siglo pasado, ante el umbral del siglo XXI, para que gentes de orígenes muy humildes, pertenecientes a las subculturas de las grandes ciudades, inmersas en un mundo de bandas callejeras y tribus urbanas, aprendieran el alfabeto y se apropiasen de él para dar rienda suelta asus protestas, su disconformidad y sus desencantos.
EL INFINITO EN UN JUNCO
IRENE VALLEJO
Ficha técnicaNº de páxinas: 452Editorial: SIRUELAIdioma: CASTELLANOEncuadernación: Tapa brandaISBN: 9788417860790Ano de edición: 2022Praza de edición: Madridnº Rexistro: 2335682 VAL inf
Los grafitis contemporáneos han sido uno de los sucesos más innovadores que, en muchos siglos, ha experimentado el alfabeto romano, icono imprevisto de décadas de duro trabajo para extender la alfabetización. Por primera vez en nuestra historia, un grupo de personas muy jóvenes —niños y adolescentes de edad escolar, muchos de ellos nacidos en guetos y periferias—, han tenido los medios y la seguridad en símismos para inventar sus propias expresiones gráficas, creando un arte original basado en garabatos y letras. Jean-Michel Basquiat, un joven negro de raíces haitianas, vivía como un vagabundo antes de empezar a colgar, en los años ochenta del pasado siglo, sus grafitis en galerías de arte.
Las letras invaden como cataratas muchos de sus lienzos, tal vez como autoafirmación dentro de un sistema que mantenía apartados a los marginales. Escribía y luego tachaba algunas palabras para que se vieran más; decía que el mero hecho de que estuvieran vedadas nos obliga a leerlas con más atención. Curiosamente, los grafitis —o writing, como lo llamaban los implicados —se extendieron por los edificios, los andenes de metro, las tapias y las vallas publicitarias de Nueva York, Los Ángeles y Chicago, y luego por los de Ámsterdam, Madrid, París, Londres y Berlín, en los mismos años en que tenía lugar la Revolución Informática en los patios traseros de Silicon Valley. Mientras los nuevos expertos en tecnología exploraban las fronteras del ciberespacio, la juventud urbana que vivía en las barriadas marginales conocía por primera vez el placer de trazar letras en paredes y vagones, y la belleza del acto físico de escribir. En los mismos años en que los teclados empezaban a revolucionar los gestos de la escritura, la cultura juvenil alternativa descubriócon pasión la caligrafía, que hasta entonces había sido un deleite minoritario. Fascinados por el poder de dar nombre a las cosas, por las posibilidades creativas que encierran las letras ypor el sentido del riesgo en la escritura —es una acto peligroso, siempre al borde de la fuga —, los adolescentes adoptaron el alfabeto manuscrito como una nueva forma de expresarse, de emplear el tiempo libre y de merecer el respeto de sus iguales.
Que esta apropiación sea tan actual solo se explica por la juventud de la escritura en relación con el largo trayecto de la humanidad —la escritura constituye tan solo el último parpadeo de nuestra especie, el latido más reciente de un viejo corazón—. Vladimir Nabokov tenía razón al reprocharnos en Pálido fuego nuestra falta de asombro ante esta prodigiosa innovación: «Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de unos pocos signos escritos capaces de contener una imaginería inmortal, evoluciones del pensamiento, nuevos mundos con personas vivientes que hablan, lloran, se ríen». Y lanza una pregunta inquietante: «¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer?». Sería un regreso a un mundo no tan lejano, anterior al milagro de las voces dibujadas y las palabras silenciosas.
Hemos tenido que esperar hasta las últimas décadas del siglo pasado, ante el umbral del siglo XXI, para que gentes de orígenes muy humildes, pertenecientes a las subculturas de las grandes ciudades, inmersas en un mundo de bandas callejeras y tribus urbanas, aprendieran el alfabeto y se apropiasen de él para dar rienda suelta asus protestas, su disconformidad y sus desencantos. Los grafitis contemporáneos han sido uno de los sucesos más innovadores que, en muchos siglos, ha experimentado el alfabeto romano, icono imprevisto de décadas de duro trabajo para extender la alfabetización. Por primera vez en nuestra historia, un grupo de personas muy jóvenes —niños y adolescentes de edad escolar, muchos de ellos nacidos en guetos y periferias—, han tenido los medios y la seguridad en símismos para inventar sus propias expresiones gráficas, creando un arte original basado en garabatos y letras. Jean-Michel Basquiat, un joven negro de raíces haitianas, vivía como un vagabundo antes de empezar a colgar, en los años ochenta del pasado siglo, sus grafitis en galerías de arte.
Las letras invaden como cataratas muchos de sus lienzos, tal vez como autoafirmación dentro de un sistema que mantenía apartados a los marginales. Escribía y luego tachaba algunas palabras para que se vieran más; decía que el mero hecho de que estuvieran vedadas nos obliga a leerlas con más atención. Curiosamente, los grafitis —o writing, como lo llamaban los implicados —se extendieron por los edificios, los andenes de metro, las tapias y las vallas publicitarias de Nueva York, Los Ángeles y Chicago, y luego por los de Ámsterdam, Madrid, París, Londres y Berlín, en los mismos años en que tenía lugar la Revolución Informática en los patios traseros de Silicon Valley. Mientras los nuevos expertos en tecnología exploraban las fronteras del ciberespacio, la juventud urbana que vivía en las barriadas marginales conocía por primera vez el placer de trazar letras en paredes y vagones, y la belleza del acto físico de escribir. En los mismos años en que los teclados empezaban a revolucionar los gestos de la escritura, la cultura juvenil alternativa descubrió con pasión la caligrafía, que hasta entonces había sido un deleite minoritario.
Fascinados por el poder de dar nombre a las cosas, por las posibilidades creativas que encierran las letras y por el sentido del riesgo en la escritura —es una acto peligroso, siempre al borde de la fuga —, los adolescentes adoptaron el alfabeto manuscrito como una nueva forma de expresarse, de emplear el tiempo libre y de merecer el respeto de sus iguales. Que esta apropiación sea tan actual solo se explica por la juventud de la escritura en relación con el largo trayecto de la humanidad —la escritura constituye tan solo el último parpadeo de nuestra especie, el latido más reciente de un viejo corazón—. Vladimir Nabokov tenía razón al reprocharnos en Pálido fuego nuestra falta de asombro ante esta prodigiosa innovación: «Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de unos pocos signos escritos capaces de contener una imaginería inmortal, evoluciones del pensamiento, nuevos mundos con personas vivientes que hablan, lloran, se ríen». Y lanza una pregunta inquietante: «¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer?». Sería un regreso a un mundo no tan lejano, anterior al milagro de las voces dibujadas y las palabras silenciosas.
14
La expansión de la lectura provocó un nuevo equilibrio de los sentidos. Hasta entonces, el lenguaje se abría camino a través de los oídos pero, tras el hallazgo de las letras, parte de la comunicación emigróa la mirada. Y los lectores pronto empezaron a sufrir problemas de visión. Por las quejas de algunos escritores romanos, descubrimos que el uso cotidiano de las tablillas enceradas fatigaba y «oscurecía» la vista. En la superficie de cera, los trazos eran simples hendiduras sin contraste —trabajosos surcos de palabras—. El poeta Marcial mencionó en sus versos «los desfallecientes ojos» de quien lee en tablillas, y Quintiliano recomendaba a todas las personas de vista frágil leer solo libros escritos con tinta en la superficie del papiro o pergamino, negro sobre pardo. Asíaveriguamos que el soporte más barato y accesible al alcance de nuestros antepasados dejaba secuelas.
En aquel tiempo, no había forma de corregir las dioptrías. Por eso, la vista cansada de muchos lectores y estudiosos del pasado estaba con frecuencia condenada a sumergirse lentamente en una neblina sin regreso o a deshacerse en una tormenta de manchas de donde huían los colores y la luz. Las gafas todavía estaban por inventar. Se cuenta que el emperador Nerón miraba a través de una enorme esmeralda para poder ver desde el palco los detalles de sus amadas peleas entre gladiadores. Es posible que tuviese la vista corta y emplease sus grandes joyas labradas como la lente de un catalejo. En todo caso, las piedras preciosas de tamaño gigantesco estaban al alcance de emperadores, pero no de intelectuales con la bolsa flaca y telarañas en los bolsillos de la túnica.
Largos siglos después, en 1267, Roger Bacon demostrócientíficamente que la letra pequeña podía verse más clara y aumentada usando lentes esmeriladas de una forma precisa. A raíz de este descubrimiento, las fábricas de Murano empezaron a experimentar con el vidrio, convirtiéndose en la cuna de las gafas. Descubiertas las lentes, había que crear monturas cómodas, ligeras y que no dejasen resbalar los anteojos. Aunque algunas de esas primeras soluciones recibieron el apodo de «estrujanarices», los nuevos artilugios se convirtieron rápidamente en un apetecible símbolo de prestigio social.
En una escena de El nombre de la rosa, Guillermo de Baskerville, ante un maravillado Adso, extrae un par de gafas de la bolsa que lleva colgando del sayo a la altura del pecho y se las coloca en el rostro. En el siglo XIV, cuando sucede la historia, eran todavía una rareza. Los monjes de la abadía, que nunca antes habían visto nada semejante, observan con curiosidad, pero sin atreverse a preguntar, la extraña prótesis de vidrio. El joven Adso la describe como «una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre como el jinete en el lomo de su caballo. Por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso». Guillermo explica a su atónito ayudante que el paso de los años endurece los ojos y que, sin ese prodigioso instrumento, muchos sabios, al cumplir cincuenta primaveras, morirían para la lectura y la escritura. Los dos dan gracias al Señor porque alguien haya descubierto y fabricado esos fabulosos discos capaces de resucitar la visión.
Los lectores ricos de la Antigüedad no podían comprar aún las inexistentes gafas, pero tenían a su disposición los rollos más lujosos del mercado con los que proteger y agasajar sus ojos. La mayoría de los libros se elaboraban por encargo, y la calidad del producto artesano dependía, como en todas las épocas, del gasto que estaba dispuesto a afrontar el comprador. Para empezar, había distintas calidades de papiro. Como Plinio documenta, el más fino procedía de tiras rebanadas de la pulpa interior del junco egipcio. Si el coleccionista tenía la bolsa bien repleta, la caligrafía del copista sería más grande y bella, y el libro se leería con mayor facilidad y perduraría más tiempo.
Imaginemos por un momento los rollos más hermosos, más refinados, más exclusivos. Los bordes de las hojas de papiro, alisadas laboriosamente con piedra pómez, se adornaban con una franja de color. Para reforzar la consistencia de los libros, se labraban unos bastoncillos llamados «ombligos», de marfil o maderas valiosas, a veces recubiertas de pan de oro. Los remates del ombligo eran unas empuñaduras muy adornadas. Los rollos de la Torá judía utilizados en las sinagogas mantienen vivo el aspecto de aquellos primeros libros. Para los judíos, los cilindros de madera con sus pomos —«árboles de la vida»—son imprescindibles por la prohibición ritual de tocar con la mano el pergamino o las letras de los libros sagrados. Entre los griegos y romanos, acariciar el texto nunca fue sacrilegio, y los ombligos sencillamente ayudaban a desplegar y rebobinar el rollo con más facilidad.
Los artesanos inventaron otros caros accesorios para bibliófilos caprichosos, como cajas de viaje y fundas de piel para preservar el papiro de las inclemencias. En los ejemplares de lujo, esa funda se teñía de púrpura, el color del poder y la riqueza. Sabemos que existía también un caro ungüento —el aceite decedro—con el que untar el papiro con el propósito de ahuyentar a las polillas que devoraban palabras. Solo los aristócratas y patricios romanos podían presumir de bibliotecas tan fastuosas. Exhibían asíel orgullo de su fortuna, como los que hoy sepavonean conduciendo un Rolls-Royce. Los poetas, sabios y filósofos, salvo excepciones, no pertenecían a esos círculos privilegiados. Algunos de ellos miraban de reojo los bellísimos libros que quedaban fuera de su alcance y, rezongando entre dientes,escribían como venganza agudas sátiras contra los coleccionistas incultos. Ha llegado hasta nosotros uno de esos rencorosos libelos, titulado Contra un ignorante que compraba muchos libros: «Quien no obtiene ningún beneficio de los libros ¿quéhace alcomprarlos sino dar trabajo a los ratones, guarida a las polillas y golpes a los esclavos que no los cuidan bastante? Podrías prestarlos a quienes harían más provecho, ya que no sabes quéhacer con ellos. Pero eres como el perro que, tendido en la cuadra, ni come la cebada ni deja que el caballo la coma, él que podría hacerlo». Esta obra maestra del cabreo y el insulto pinta con ira el paisaje de escasez anterior a la imprenta, cuando leer era, demasiadas veces, un signo de inmerecido privilegio.
15
Durante mucho tiempo los libros circularon de mano en mano dentro de los círculos cerrados de las amistades y las clientelas más exclusivas. En la Roma republicana, leían las élites y sus satélites. Transcurrieron largos siglos en los que, a falta de
bibliotecas públicas en la Urbe, solo podías posar los ojos en los libros si poseías un gran patrimonio, o si tenías habilidad para la adulación. Hacia el siglo I a. C. atisbamos por primera vez la existencia de lectores por placer, sin gran fortunani pretensiones sociales. Esa rendija se abriógracias a las librerías. Sabemos que ya hubo comercio librario en Grecia, pero apenas poseemos datos para reconstruir la imagen de aquellos primeros tenderetes de libros. Acerca del mundo romano, en cambio,nos han llegado sustanciosos detalles (nombres, direcciones, gestos, precios e incluso bromas).
El joven poeta Catulo —siempre fue joven, pues murió a los treinta años—cuenta una reveladora anécdota de amistad y librerías ambientada a mediados del siglo Ia. C. Como precedente de nuestras inocentadas navideñas, a finales de un frío mes de diciembre, durante las fiestas saturnales, recibióun regalo en son de broma de parte de su amigo Licinio Calvo: una antología poética de los autores que ambos consideraban los más nefastos del momento. «Grandes dioses, qué horrible y condenado librito has enviado a tu Catulo para que se muriera de una vez», refunfuña Catulo. Y a continuación trama su venganza: «Esta fechoría no te saldrá barata, gracioso, porque en cuanto amanezca correré a los arcones de los libreros y compraré los peores venenos literarios para devolverte estos suplicios. Mientras tanto, volved allí de donde en mala hora salisteis, calamidad de nuestros tiempos, pésimos poetas».
Por medio de estos versos juguetones descubrimos que en aquella época ya era una costumbre habitual regalar libros adquiridos en el mercado por las saturnales. Es más, el vengativo Catulo puede confiar en que, al alba del día siguiente, encontrará abiertas en Roma varias librerías donde comprar lo peor y más mortífero de la producción poética contemporánea, que le servirá para vengarse de la malicia de su amigo.
Esas librerías madrugadoras eran, principalmente, talleres de copia por encargo. A esosestablecimientos acudían sobre todo personas de baja estofa que no tenían ni siquiera un mal esclavo al que encomendar la tarea. Llegaban con un original bajo el brazo y ordenaban un determinado número de copias manuscritas, más o menos lujosas según sus posibilidades económicas. Los empleados del taller, en su mayoría esclavos, manejaban rápido el cálamo. El bilbilitano Marcial, que fue el gran adalid antiguo de la poesía breve, afirmaba que una copia de su segundo libro de epigramas —de treinta páginas en mi edición impresa—se hacía esperar tan solo una hora. Argumentaba así las múltiples ventajas de su literatura rápida y ecológica: «Lo primero, consumo menos papiro; lo segundo, mis versos los copia todos el copista en una sola hora, y no es esclavo de mis bagatelas durante mucho tiempo; en tercer lugar, aunque el libro sea malo desde el principio hasta el final, solo dará la tabarra un ratito».
La misma palabra, librarius, designaba al copista y al librero, porque se trataba de un solo oficio. Antes de la invención de la imprenta, los libros eran reproducidos de uno en uno, letra a letra, palabra por palabra. El precio del material y del trabajo eran constantes. Producir de una sola vez, como hacemos hoy, una tirada de miles de ejemplares no hubiera significado ningún ahorro. Más bien al contrario, elaborar muchos libros sin un comprador garantizado habría colocado al negocio en peligro de quiebra. Los romanos hubieran arqueado una ceja incrédula ante nuestros conceptos actuales de público potencial y ampliación de mercado. Sin embargo, la anécdota de Catulo da a entender que se podía acudir a las librerías en busca de algunas obras ya listas para su compra, sin necesidad de aportar el original —seguramente se trataría de un puñado de novedades y ciertos clásicos imprescindibles—. Los libreros empezaban a asumir un cierto grado de riesgo empresarial, ofreciendo libros prêt-à-porter de autores en quienes confiaban.
Marcial fue el primer escritor que hizo gala de una relación amistosa con el gremio de los libreros. Seguramente él mismo, que siempre protestaba de la tacañería de sus mecenas, se surtiría de libros en las tiendas. Varios de sus modernísimos poemas contienen publicidad encubierta, tal vez pagada: «En el barrio del Argileto, frente al foro de César, hay una librería cuya puerta estátotalmente llena de rótulos, de suerte que puedes leer rápidamente los nombres de todos los poetas. Búscame allí. Atrecto —asíse llama el dueño de la librería—te dará del primer o segundo estante un Marcial pulido con piedra pómez y adornado con púrpura, por cinco denarios». A juzgar por el precio de cinco denarios que menciona el poeta para su flaco librito —un denario era el salario de una jornada de trabajo—, Atrecto y los escribas de su taller elaboraban productos de lujo, aunque suponemos que también fabricarían libros baratos para presupuestos más escuálidos.
Junto con Atrecto, Marcial deja caer en sus versos los nombres de otros tres libreros: Trifón, Segundo y Quinto Polión Valeriano. Al último le dedica unas socarronas palabras de gratitud por mantener en venta sus libros primerizos: «Todas las fruslerías que escribí cuando era joven, lector, se las pedirás a Quinto Polión Valeriano, gracias al cual no perecen mis tonterías». Y publicita el negocio de Segundo, dirección incluida: «Para que no ignores dónde estoy en venta y no andes vagando de un lado a otro por toda la ciudad, sigue mis instrucciones: busca a Segundo, el liberto del culto Lucense, detrás del templo de la Paz y del Foro de Palas». En una sociedad que no reconocía los derechos de autor, Marcial no recibía ningún porcentaje de la venta de sus libros en esas librerías —ni en ninguna otra—, pero quizácobraba por anunciarlas dentro de sus poemas, lo que convertiría a nuestro poeta en el precusor romano del product placement de las series de televisión actuales. Es probable, además, que le gustase merodear por esas tiendas en sus horas de ocio y que quisiera inmortalizarlas ensus epigramas. Seguramente se sentiría más cómodo comentando los últimos chascarrillos literarios en compañía de aquellos inteligentes empresarios libertos que en las mansiones de los desdeñosos aristócratas que le hacían entrar por la puerta de servicio.
Los poemas de Marcial nos ayudan a reconstruir cómo serían aquellas primeras librerías: establecimientos con letreros en las puertas y filas de nichos o estantes en el interior. Por analogía con algunos comercios pompeyanos preservados por la lava volcánica, imagino una tienda de libros recorrida por un mostrador macizo y con abigarrados frescos mitológicos en las paredes; una puerta trasera comunicaría la sala donde el dueño atendía al público con el taller en el que trabajaban a ritmo despiadado los esclavos copistas, encorvados hora tras hora sobre las páginas de papiro o pergamino, soportando con estoicismo el dolor de espalda y los calambres en los brazos. Por medio de los libreros, los versos de Marcial empezaron a llegar a manos de lectores desconocidos, fuera del círculo de sus mecenas, y el poeta estaba encantado con esa nueva promiscuidad literaria. Otros escritores, sin embargo, vivían con miedo y pudor la apertura incontrolada a un público cada vez más amplio y sin rostro. Horacio confesó su timidez en una epístola donde dialoga con su propio libro. Riñe a su obra más reciente como si tuviera vida propia o, para ser exactos, como si fuera un joven efebo con demasiadas ganas de salir a la calle y exhibirse ante el público. La discusión se calienta y el poeta echa en cara a su presumida criatura que está deseando llegar a la librería de los Sosios para prostituirse: «Odias los cerrojos y sellos que agradan al pudoroso, te quejas de ser mostrado a pocos y alabas, a pesar de tu crianza, los lugares públicos. ¿Quéhe hecho, pobre de mí?, dirás, cuando saciado se canse tu amante. Cuando, manoseado por el vulgo, empieces a ensuciarte».
Detrás de estas bromas en clave erótica, late un cambio histórico del acceso a la lectura. Entre los siglos I a. C. y I d. C., nació en el Imperio romano un nuevo destinatario: el lector anónimo. Hoy podría resultar triste publicar un libro que solo leerán parientes y amigos; para los autores romanos, en cambio, era la situación más habitual, segura y confortable. Abolir esas fronteras, aceptar que cualquiera podía asomarse a sus pensamientos y emociones a cambio de un puñado de denarios, fue una experiencia vivida como una traumática desnudez por muchos escritores.
La epístola de Horacio anuncia el fin del monopolio aristocrático sobre los libros. Además, expresa una profunda desconfianza hacia un público de lectores extraños —e incluso plebeyos—, ajenos a sus relaciones, lejanos en el espacio y en el tiempo. El autor acaba amenazando al descarado librito con un destino humillante: «Servirás de pasto en silencio a las torpes polillas o te alcanzarála vejez en un pequeño rincón enseñando a los niños las letras, o en un paquete serás enviado a Ilerda (la actual Lérida)». A menos que el desvergonzado ejemplar se comporte con decencia, quedándose en casa y entre personas de confianza, sufrirála insoportable vejación de convertirse en texto escolar o, peor aún, el ultraje de pertenecer a la biblioteca de un rudo lector hispano. Frente a la de Horacio, destaca la actitud abierta e irreverente de Marcial, nacido todavía más alláde Ilerda, en la celtíbera Bilbilis (hoy Calatayud) y, por tanto, desprovisto de prejuicios contra los provincianos. Empezaba una nueva época en la que ya no haría falta cortejar a los ricos para acceder a los libros. Marcial y los libreros aplaudían esta ampliación del campo de batalla.
16- Librero: Oficio de riesgo
Heleneera hija de emigrantes. Su padre, un humilde camisero, conseguía entradas para los teatros de Filadelfia a cambio de las prendas de ropa que vendía. Gracias a esos mercadeos, en plena Gran Depresión estadounidense, Helene podía arrellanarse en las gastadas butacas y, cuando las luces se apagaban en la sala para iluminar el escenario, su corazón latía deprisa, como un caballo desbocado en la oscuridad del teatro. Con veinte años y una escasa beca, se instalóen Manhattan para inaugurar su vida de escritora. Durante décadas se alojóen cochambrosas habitaciones con muebles destartalados y cocinas plagadas de cucarachas, sin poder prever de un mes para otro cómo pagaría el alquiler. Malvivía como guionista de televisión mientras creaba, una tras otra, decenas de piezas que nadie quería producir.
Su mejor obra, que fue creciendo y tomando forma lentamente durante los siguientes veinte años, nació de la forma más inocente y más imprevista. Helene tropezó con un minúsculo anuncio de una librería londinense especializada en libros agotados. En el otoño de 1949, envió su primer pedido al número 84 de Charing Cross Road. Los libros, asequibles gracias al cambio de moneda, empezaron a viajar a través del océano, rumbo a las estanterías de sus sucesivos apartamentos, fabricadas con cajas de naranjas.
Desde el principio, Helene envióa la librería algo más que frías listas y el dinero de los pagos correspondientes. Sus cartas explicaban el placer de desembalar el libro recién llegado y acariciar las páginas de un hermoso color crema, suaves al tacto; su cómica decepción si la obra no estaba a la altura de las expectativas previas; sus impresiones al leer los textos, sus apuros económicos, sus manías —«me encantan esos libros de segunda mano que se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo»—. El tono, al principio envarado, de las respuestas que enviaba el librero, llamado Frank, se fue relajando con el paso de los meses y las cartas. En diciembre, llegóa Charing Cross Road un paquete navideño de Helene para los empleados de la librería. Contenía jamón, latas de conserva y otros productos que, en la dura posguerra inglesa, solo se podían conseguir en el mercado negro. En primavera, ella pidióa Frank, por favor, una pequeña antología de poetas «que sepan hablar del amor sin gimotear» para leerla al aire libre, en Central Park.
Lo extraordinario de esas cartas es cómo dejan entrever lo que no cuentan. Frank nunca lo dice, pero es indudable que se deja la piel, recorriendo grandes distancias y registrando cada rincón de remotas bibliotecas privadas en venta, a la búsqueda de los libros más bellos para Helene. Y ella responde con nuevos paquetes de regalo, con nuevas confidencias humorísticas sobre símisma, con nuevos encargos apremiantes. Una emoción sin palabras y un deseo callado se infiltran en esta correspondencia comercial que ni siquiera es privada, porque Frank saca una copia de cada carta para el archivo del negocio. Transcurren losaños, y los libros. Frank, casado, contempla cómo sus dos hijas dejan atrás la infancia y la adolescencia. Helene, siempre sin un céntimo, sigue subsistiendo gracias a la escritura alimenticia de guiones televisivos. Los dos intercambian regalos, encargos y palabras, cada vez más espaciadas. Han depurado un lenguaje propio para comunicarse, limpio de sentimentalismos, reticente, plagado de frases ingeniosas para quitar hierro a su amor omitido.
Helene siempre anunciaba que viajaría a Londres —y a lalibrería—en cuanto reuniera dinero para los billetes, pero las eternas penurias de la escritura, un percance dental y los gastos de sus incesantes mudanzas retrasaban verano tras verano el encuentro. Con frases siempre pudorosas, Frank lamentaba que, entre tantos turistas americanos fascinados por los Beatles, nunca llegase Helene. En 1969 Frank murióde repente a causa de una peritonitis aguda. Su viuda escribióunas líneas a la norteamericana:
«No me importa reconocer que a veces me he sentido muy celosa de ti». Helene reuniótodas las cartas y publicóla correspondencia de los dos en forma de libro. Entonces conocióel éxito fulgurante que durante años de duro trabajo siempre le había vuelto la espalda. 84, Charing Cross Road se convirtiópronto en una novela de culto, adaptada al cine y al teatro. Después de décadas escribiendo piezas teatrales que nadie estaba dispuesto a producir, Helene Hanff triunfóen los escenarios con una obra que nunca pretendióserlo. Gracias a la publicación del libro, por fin pudo viajar a Londres —por primera vez pero demasiado tarde: Frank estaba muerto y la librería Marks & Co. ya había desaparecido—.
Solo la mitad de la historia de la escritora y su librero-confidente estácontenida en su correspondencia. La otra mitad palpita en los libros que él buscópara ella, porque recomendar y entregar a otro una lectura elegida es un poderoso gesto de acercamiento, de comunicación, de intimidad.
Los libros no han perdido del todo ese primitivo valor que tuvieron en Roma, la sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades. Cuando unas páginas nos conmuevan, un ser querido seráel primero a quien hablaremos de ellas. Al regalar una novela o un poemario a alguien que nos importa, sabemos que su opinión sobre el texto se reflejarásobre nosotros. Si un amigo, una amada o un amante coloca un libro en nuestras manos, rastreamos sus gustos y sus ideas en el texto, nos sentimos intrigados o aludidos por las líneas subrayadas, iniciamos una conversación personal con las palabras escritas, nos abrimos con mayor intensidad a su misterio. Buscamos en su océano de letras un mensaje embotellado para nosotros.
Cuando apenas se conocían, mi padre le regalóa mi madre un ejemplar de Trilce, los poemasde juventud de César Vallejo. Tal vez nada de lo que sucediódespués hubiera sido posible sin la emoción que esos versos despertaron. Ciertas lecturas son una forma de derribar barreras, ciertas lecturas nos recomiendan al desconocido que las ama. No tengo parentesco con el prodigioso César Vallejo, pero lo he injertado en mi árbol genealógico. Igual que mis remotos bisabuelos, el poeta fue necesario para que yo existiera.
A pesar del empuje de la mercadotecnia, los blogs y las críticas, las cosasmás bellas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido —o a un librero convertido en amigo—. Los libros nos siguen uniendo y anudando de una forma misteriosa.
17
Las librerías desaparecen rápido, sus rastros en el tiempo son más tenues que las huellas de las grandes bibliotecas. En su imprescindible ensayo —y ruta de viajes bibliófilos—, Jorge Carrión escribe que el diálogo entre las colecciones privadas y las colecciones públicas, entre la librería y la biblioteca, es tan viejocomo la civilización; pero la balanza histórica siempre se inclina por la segunda. Mientras que el bibliotecario acumula, atesora, a lo sumo presta temporalmente la mercancía, el librero adquiere para librarse de lo adquirido, compravende, pone en circulación. Lo suyo es el tráfico, el pasaje. Si las bibliotecas están atadas al poder, a los gobiernos municipales, a los Estados y sus ejércitos, las librerías vibran con el nervio del presente, son líquidas, temporales. Y, añadiría yo, peligrosas.
Ya desde tiempos de Marcial, los libreros ejercen un oficio de riesgo. El poeta pudo presenciar en Roma la ejecución de Hermógenes de Tarso, un historiador que molestóal emperador Domiciano con ciertas alusiones contenidas en su obra. Para mayor escarmiento, sufrieron también pena de muerte los copistas y libreros que pusieron en circulación el volumen maldito. Suetonio explicóla condena de estos últimos con unas palabras que no necesitan traducción: librariis cruci fixis.
Domiciano inaugurócon esos crucificados un triste cómputo de opresiones. Desde entonces, incontables censores han aplicado el mismo método del emperador, castigando responsabilidades indirectas. El éxito del mecanismo represor estriba precisamente en extender la amenaza derepresalias, multas o cárcel a todos los eslabones de la cadena de difusión (desde los amanuenses o impresores de antaño, al administrador de un foro o proveedor de internet). Amedrentar a esos agentes ayuda a acallar los textos incómodos, pues es poco probable que todos los involucrados estén dispuestos a correr los mismos riesgos que el autor, más visceralmente comprometido con la publicación de su propia obra. Por tanto, las amenazas a los libreros son parte esencial de esta guerra sin cuartel contra los libros libres.
Casi nada sabemos de los libreros a quienes el emperador ajusticiópor copiar y vender la historia de Hermógenes, que tal vez ni siquiera les gustaba. Solo los salva del olvido una frase veloz de Suetonio, en un párrafo sobre elterror que instauró Domiciano. Aparecen y desaparecen al instante, dejándonos un regusto de curiosidad insatisfecha. Se les nombra por primera vez cuando mueren, y ahíqueda todo. ¿Quéhistoria habrían contado ellos? ¿Quépenurias pasaron, y quéalegrías conocieron en su profesión? ¿Fueron víctimas de un escarmiento arbitrario o apoyaban el espíritu subversivo del autor del texto que les costóla vida?
Un apasionante libro de memorias da voz a los libreros de otra época incierta, caótica y autoritaria: la España del siglo XIX que salía del reinado absolutista de Fernando VII. El autor, George Borrow, al que los madrileños llamaban «don Jorgito el inglés», vino a nuestro país enviado por la British and Foreign Bible Society con la misiónde difundir los libros sagrados en su versión anglicana. Borrow recorrióla geografía de la península por caminos polvorientos y casi clandestinos para ir depositando sus ejemplares de la Biblia en las principales librerías de capitales y pueblos. Entre un paisaje abigarrado de venteros, gitanos, meigas, labriegos, arrieros, soldados, contrabandistas, bandoleros, toreros, partidas carlistas y funcionarios cesantes, retrata el famélico mundo editorial que conoció. Al publicar en 1842 el relato de susviajes peregrinos, La Biblia en España, afirmósin rodeos: «la demanda de obras literarias de cualquier género es en España miserablemente reducida».
La obra despliega una impagable galería de libreros que hablan en primera persona, testarudos, quejosos, maltratados —y, en algún caso, inquietantes—. El librero de Valladolid, «hombre sencillo, de corazón bondadoso», solo podía dedicarse a la venta de libros en combinación con otros negocios heterogéneos, ya que la librería no le daba para vivir.Borrow logróque un intrépido librero de León aceptase vender sus biblias anglicanas y anunciarlas. Pero los leoneses, «furibundos carlistas, con raras excepciones», incoaron un proceso ante el tribunal eclesiástico contra su heterodoxo convecino. El librero, lejos de acobardarse, sostuvo el reto y llegóhasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. En Santiago de Compostela, Borrow trabóamistad con un veterano del oficio, que lo llevaba a recorrer las cercanías de la ciudad durante lossuaves atardeceres veraniegos. Tras varias caminatas, se atrevióa hablarle a corazón abierto y confiarle las persecuciones sufridas: «Los libreros españoles somos todos liberales. Somos muy amantes de nuestra profesión y, más o menos, todos hemos padecido por su causa. Muchos de los nuestros fueron ahorcados en los tiempos de terror, por vender inofensivas traducciones del francés o del inglés. Yo tuve que huir de Santiago y refugiarme en la parte más agreste de Galicia. A no ser por los buenos amigos, no lo contaría ahora; con todo, me costómucho dinero arreglar el asunto. Mientras estuve escondido, se hicieron cargo de la librería los funcionarios de la curia eclesiástica, y le decían a mi mujer que era menester quemarme por haber vendido libros malos».
El más oscuro de todos —un Sweeney Todd ibérico—fue el librero-barbero loco de Vigo, que, según le cuentan a Borrow, igual te vendíaun libro que intentaba rebanarte el cuello so pretexto de afeitarte. No queda claro de quédependía la actitud amable u homicida del buen hombre. Me pregunto si su menguante clientela se jugaba el pescuezo al opinar sobre literatura.
Hay casi mil ochocientos años de distancia entre Domiciano y Fernando VII, pero la historia de sus libreros respira una atmósfera compartida. En épocas tiránicas, las librerías suelen ser lugares de acceso a lo prohibido y, por tanto, despiertan sospechas. En épocas de fobia al influjo extranjero, son puertos en tierra firme, pasos fronterizos difíciles de vigilar. Las palabras forasteras, las palabras repudiadas o incómodas encuentran allísu escondrijo. Mi madre todavía guarda el recuerdo intacto de las trastiendas de ciertas librerías durante la dictadura, el ritual de entrada, el miedo y la alegría rebelde e infantil de ser admitida en el escondite, y, por fin, tocar la mercancía peligrosa: libros exiliados, ensayos revoltosos, novelas rusas, literatura experimental, títulos que los censores habían calificado como obscenos. Comprabas un libro y además la necesidad de ocultarlo siempre; comprabas sigilo y peligro; pagabas por ser bautizado como proscrito.
Recuerdo una mañana de los años noventa del pasadosiglo, con mi padre, en Madrid. Habíamos entrado en una librería de viejo de las que tanto le gustaban (reinos del caos y del desorden). Allípodía pasar horas. Él lo llamaba curiosear o bien olfatear, pero más bien paía que estaba cavando en una mina. Hundía los brazos hasta las axilas para llegar hasta los libros que yacían en la base de las pilas, palpaba, tanteaba, provocaba derrumbamientos. Si se colocaba bajo el cono de luz de una lámpara, descubrías que a su alrededor flotaba una aureola de polvo. Era feliz hurgando en los montones, en las cajas, en las estanterías colonizadas por tres filas de lomos. El esfuerzo físico de la búsqueda formaba parte del placer comprador. Aquella mañana de los años noventa en Madrid, mi padre desenterróuna curiosa pepita. En apariencia, un Quijote. El hidalgo flaco en la cubierta de tela, el primer capítulo, la adarga antigua, la olla con más vaca que carnero, los duelos y quebrantos los sábados. Pero en el lugar del segundo capítulo arrancaba otra obra, El capital. Mi padre sonriócon una plenitud poco habitual. Se iluminó. El tándem de Cervantes y Marx no era un exótico error de impresión, sino un libro clandestino, un recuerdo vivo de lajuventud de mi padre, un fantasma llegado de los mismos años, ambientes, susurros y escamoteos que él había vivido. Cientos de recuerdos mínimos lo inundaron por sorpresa. Aquel extraño injerto —Karl incrustado en Miguel—significaba mucho para él, quizáporque despertóla nostalgia de sus lecturas enmascaradas. A mítambién me sobrevolóla memoria y la amenaza de esos años de los que no tengo recuerdos, esos años en los que no nací—mis padres se prohibieron tener hijos mientras viviese Franco—.
18
Poco antes de escribir este capítulo, cayóen mis manos Una librería en Berlín, de Françoise Frenkel, el absorbente relato autobiográfico de una librera judía expropiada y nómada. Me atraparon de inmediato las primeras palabras de la obra:«Es deber de los supervivientes rendir testimonio para que los muertos no sean olvidados ni los oscuros sacrificios sean desconocidos. Ojalá estas páginas puedan inspirar un pensamiento piadoso hacia aquellos que fueron silenciados para siempre, exhaustos por el camino o asesinados».
El título original, más expresivo —Ningún lugar donde reposar la cabeza—, resume su historia de desarraigo. Françoise nacióen Polonia, pero sus pasos vagabundos la llevaron a París, donde aprendióel oficio de librera y sus sutilezas («Conseguía desentrañar un carácter, un estado de ánimo o un pensamiento solo por el modo casi tierno que tenía alguien de coger un volumen, por la delicadeza con que pasaba sus páginas, por cómo las leía piadosamente o las hojeaba a toda velocidad, sin prestar atención, poniéndolo enseguida otra vez sobre la mesa, a veces tan descuidadamente que llegaba a estropearse esa parte tan sensible que son las puntas. Con discreción, me aventuraba a colocar a mano del lector el libro que yo consideraba el adecuado para él, con el fin de evitarle el embarazo de verse influido por una recomendación. Si le parecía de su agrado, yo me sentía exultante»).
Años más tarde, en 1921, fundóuna librería francesa en Berlín, La Maison du Livre. En ella acogía a una clientela cosmopolita y organizaba conferencias de escritores de paso por Alemania (Gide, Maurois, Colette). La colonia de rusos blancos afincados en Charlottenburg era el público principal del negocio de Françoise. Nabokov, que vivía en el mismo barrio, seguramente dejótranscurrir allítristes tardes crepusculares de invierno. Fueron años efervescentes para la librera.
En 1935, con los nazis al timón del país, empezaron las dificultades. Primero fue la obligación de someterse a un servicio especial encargado de evaluar los libros de importación. A veces aparecía la policía y requisaba algunos volúmenes y periódicos franceses que figuraban en su lista negra. El número de publicaciones francesas autorizadas era cada vez más limitado, y la mera difusión de obras prohibidas conducía a los libreros directamente al campo de concentración —una vez más, la estrategia de Domiciano—.
Tras la aprobación de las leyes raciales de Núremberg, el cerco empezóa estrecharse. Françoise sufrióun interrogatorio de la Gestapo. En la oscuridad, desde la cama, escuchaba las rondas nocturnas de los camisas pardas. Desafiantes, cantaban himnos que glorificaban la fuerza, la guerra y el odio.
Durante la Noche de los Cristales Rotos, Berlín crepitóa la luz de las teas y las sinagogas incendiadas. Al alba, Françoise, sentada en los escalones de su librería, vio acercarse a dos individuos armados con largas barras de hierro. Se detenían ante ciertos escaparates y los rompían. Los cristales saltaban en pedazos. Entraban al escaparate por el afilado agujero que habían abierto para patear y pisotear el género. Ante La Maison du Livre, consultaron su lista. «No está», dijeron, y pasaron de largo. La precaria protección de laEmbajada Francesa había evitado por el momento el asalto de la tienda. Françoise pensóque, si se hubiera dado el caso, aquella noche, en su librería, habría defendido cada libro con todas sus fuerzas, no solo por apego a su oficio, sino también porrepugnancia, «por una nostalgia infinita de la muerte».
Fue durante la primavera de 1939 cuando se rindióante la evidencia: ya no había lugar en Berlín para su pequeño oasis de libros franceses. Lo más sensato sería escapar. Pasósu última nocheen Alemania velando los estantes repletos, el pequeño perímetro donde sus clientes acudían a olvidar, a consolarse, a respirar libremente. Ya en París se enteróde que las colecciones de libros y discos, asícomo los muebles, habían sido confiscados por el Gobierno alemán por motivos raciales. Lo había perdido todo. Estallóla guerra. El monstruoso termitero humano que Françoise había visto nacer en Alemania amenazaba con extenderse por Europa. Ella, sin casa, sin apenas equipaje, sin ningún lugar donde descansar, era solo una gota en el oleaje oceánico de fugitivos europeos. Sus memorias relatan sus peripecias y su vida amenazada hasta cruzar clandestinamente la frontera suiza.
Es poco probable que Hitler cruzase alguna vez el umbral de La Maison du Livre. Sin embargo, la literatura había sido un refugio también para él. Debido a sus problemas pulmonares en la adolescencia, se convirtióen un lector compulsivo. Según sus amigos de juventud, frecuentaba librerías y bibliotecas de préstamo. Lo evocaban rodeado de pilas de libros, sobre todo tratados de historia y sagas de héroes alemanes. A su muerte, dejo una biblioteca con más de mil quinientos volúmenes. Mein Kampf lo convirtióen el autor del gran best seller en alemán de los años treinta del pasado siglo. En esa década, su libro fue el más vendido después de la Biblia. Cobróliquidaciones millonarias por las ventas y, nimbado por el éxito y el dinero, consiguióborrar su imagen de fanfarrón de cervecería. Tras su fracaso como golpista, la escritura le devolvióla autoestima. Desde 1925, año de publicación del primer volumen de Mi lucha, rellenóen sus declaraciones de renta la casilla correspondiente a la profesión de «escritor» —el liderazgo de masas, la intimidación y el genocidio eran por entonces aficiones no remuneradas—. Acabada la guerra, se calcula que habían sido distribuidos diez millones de ejemplares de la obra, traducida a dieciséis idiomas. Desde que en 2015 el libro entróen dominio público, se han vendido otros cien mil ejemplares en Alemania. Los responsables de las sucesivas ediciones reconocen: «las cifras nos abruman».
En 1920 —casi al mismo tiempo que Françoise se lanzaba a su aventura berlinesa, y mientras Hitler pronunciaba con sus característicos aspavientos los primeros discursos multitudinarios—, Mao Zedong abrióuna librería en Changsha. El negocio funcionótan bien que llegóa tener contratados seis empleados —esa temprana aventura capitalista resultótan asombrosamente rentableque durante años financiósu incipiente carrera revolucionaria—. Tiempo atrás había trabajado en una biblioteca universitaria, donde se le recordaba como un lector voraz. Cuarenta y seis años más tarde, con inexplicable ensañamiento, impulsaría laRevolución Cultural, que dejóuna estela de libros quemados y de intelectuales sometidos a humillantes sesiones de autocrítica, encarcelados o asesinados. Como escribe Jorge Carrión, quienes diseñaron los mayores sistemas de control, represión y ejecución del mundo contemporáneo, quienes demostraron ser los más eficientes censores de libros, eran también estudiosos de la cultura, escritores, grandes lectores.
Aunque las librerías parecen espacios serenos y alejados del mundo trepidante, en sus anaqueles palpitan las luchas de cada siglo.
Lectura IV: El monje de la mala letra
Examinamos la historia y el futuro de la caligrafía de la mano de Ewan Clayton, un académico que navega entre la sabiduría de los monasterios y Silicon Valley
IGNACIO RUBIO
22 OCT 2015 - 19:02 CEST - Diario El País
La caligrafía surgió en la oscuridad de las cuevas hace al menos 50.000 años. Cuando una de esas formas pintadas en las paredes logró expresar algo concreto para la comunidad surgió el primer signo, y cuando este se unió a otros fue posible la primera lectura. El origen del alfabeto como tal se reduce a un puñado de trazos utilizados para tomar notas de registro por los funcionarios del Imperio Medio de Egipto hacia el año 1850 antes de Cristo. Nuestro propio alfabeto procede de la escritura de los fenicios, que habitaban en ciudades costeras del actual Líbano como Tiro, Beirut, Sidón y la misma Biblos, la principal exportadora de papiro del mundo antiguo y a quien debemos la palabra biblioteca. El siguiente paso fue la fijación en los alfabetos griego y romano de 24 o 26 formas concretas proporcionadas. El secreto de la creación de las letras a partir de ese momento se basó en tener en cuenta las sutiles relaciones entre cada una de esas partes y en aprender a jugar con ellas.
Hoy día, la caligrafía –del griego kalos (bonito) y graphein (escritura)– se acerca a las nuevas disciplinas del diseño, aportándole un alma impensable con otras técnicas gráficas. En su faceta académica, su enseñanza es cada vez más corriente en la Universidad. La Biblioteca Nacional de Madrid dedica en estos días dos exposiciones a esta disciplina: Calígrafos españoles y Caligrafía hoy: del trazo al concepto. Pero si hay alguien que ha buceado en el misterio de las palabras, ese es el británico Ewan Clayton, exmonje en la abadía de Worth, asesor de Xerox en California, académico, escritor y director del Centro Internacional de Investigación de la Caligrafía de la Universidad de Sunderland (Reino Unido). Su libro La historia de la escritura, publicado este año por Siruela, es un recorrido primoroso por la evolución del alfabeto.
La vida de Clayton parecía predestinada al arte de la caligrafía. Su experiencia con el aprendizaje de la escritura comenzó con un estrepitoso fracaso infantil. “Cuando tenía 11 o 12 años, mi letra era tan mala que me hicieron repetir un curso en el colegio. Recuerdo cómo lloré cuando mi profesor me dijo que mi f estaba mal escrita. Yo asistía a una pequeña escuela en Ditchling, Sussex. Más tarde, en otra escuela, aprendí la letra itálica, y me gustó. Mi familia me animaba a seguir y me facilitaba libros de caligrafía. Mi abuela me regaló la biografía del padre de la caligrafía moderna, Edward Johnston (ella le había conocido ya que iba a danza escocesa con su esposa), y mi madre me prestó la obra básica de Johnston, Writing & Illuminating & Lettering, y me regaló un set de caligrafías. Empecé a hacerlas para otros niños de la escuela, que me pagaban con caramelos y postales, y en una ocasión escribí, usando una elaborada caligrafía, una cita que decía: ‘La pluma es más poderosa que la espada’. Me pagaron con una postal en 3D de peces tropicales, y entonces me di cuenta de que iba por el buen camino”.
El famoso Writing & Illuminating & Lettering, de Edward Johnston, en el que se recopilaba todo el conocimiento acumulado hasta entonces sobre las letras y la escritura, fue decisivo para Clayton. Su autor es hoy universalmente reconocido por haber sido el tipógrafo elegido en 1916 por el consejo del London Transport para realizar la tipografía del logotipo del metro londinense, que “debía tener la osada sencillez” de la rotulación clásica romana y sin embargo “pertenecer inequívocamente al siglo XX”. Aún subsiste.
Pero la danza escocesa no fue el único nexo de Clayton con su maestro Johnston: sus abuelos vivieron en la colonia campestre para artesanos fundada en 1907 por el maestro tipógrafo Eric Gill, en Ditchling, en los alrededores de Brighton. Esta comunidad semisocialista se había convertido en una influyente colonia de artistas entre los que estuvo el propio Edward Johnston. Sus ocupaciones eran el tallado de inscripciones en piedra, el grabado en madera y diversas tareas tipográficas para prestigiosas editoriales. Por allí apareció muchos años después un Ewan Clayton adolescente dispuesto a aprender a tallar con un cincel sobre roca caliza. Al salir de la universidad, concluyó su formación como calígrafo y se inició en los secretos de la encuadernación. Aprendió a cortar una pluma de ave, a preparar el pergamino y la vitela para escribir, y a hacer libros a partir de una pila de papel, cartón y pegamento, aguja e hilo, y fue cuando tenía veintitantos años cuando sufrió una crisis que le llevó a ingresar en un monasterio. “Siempre había soñado con ser monje. A los 28 años tuve cáncer y empecé a pensar en aquellas cosas que siempre había querido hacer. Cuando me recuperé, me di cuenta de que necesitaba cumplir con esa obsesión. Viví durante 12 años en un monasterio”.
Podríamos imaginar a Clayton iluminando códices enormes al estilo medieval, pero la cosa no era tan romántica: “Mi trabajo consistía en hacer portadas para los boletines de los actos eclesiásticos, grandes carteles para la Iglesia (normalmente en equipo), diseñar pequeños folletos y logos e incluso rediseñar el cementerio. Aún me ocupo de esculpir las lápidas de los monjes porque mi relación de amistad con esta comunidad continúa invariable”.
Del monasterio saltó a un centro de investigación de alta tecnología; Clayton pasó de la pluma de ave y los libros encuadernados a mano al correo electrónico y el universo digital. A finales de los ochenta fue contratado por la firma Xerox PARC, en Palo Alto (California). “Los científicos de Xerox inventaron mucha de la tecnología actual: el concepto de Windows, la interfaz gráfica de los productos de Apple, el procesador de textos que dio lugar al Word de Microsoft, el lenguaje de descripción de imágenes que se convertiría en el pdf, la impresora láser y la idea de pequeños dispositivos móviles de ordenador. Pero sus directivos no fueron capaces de ver la importancia de todo ello para el futuro. Entendían Xerox como una empresa de fotocopias, así que muchos de los trabajadores abandonaron la compañía. Fue entonces cuando Xerox se dio cuenta de que había cometido un error enorme: habían inventado el futuro, pero se les había escapado de las manos. Comprendieron que habían ligado de forma errónea la identidad de su compañía a una tecnología”. Según Clayton, cuando se desarrolla cualquier tecnología, necesitamos tiempo para saber cómo usarla. Cuando se introdujeron los billetes electrónicos en el metro de Londres, las autoridades contrataron a un grupo de personas para que atravesaran los tornos giratorios durante toda la jornada para que el resto de viajeros pudiera ver cómo funcionaban. “Lo importante del pdf, una de las innovaciones de Adobe, era que permitía tratar los documentos almacenados en un ordenador como si fueran de papel. Esa era la clave”.
Es en Summer Stone, director de tipografía de Adobe en 1984 y personaje mítico en la California de aquellos años, en quien parece recaer el mérito de ser el nexo de unión entre la antigua tradición tipográfica y el ordenador. Stone se aseguró de que se hicieran fuentes tipográficas digitales incorporando también las de antes de la invención de la imprenta y encargó una de inspiración griega, la Lithos; otra inspirada en las letras de la columna de Trajano, la Trajan, y otra de inspiración anglosajona pese a su nombre, la Charlemagne.
La historia de la escritura resume la evolución de la idea que el hombre tiene sobre el acto de leer y escribir. Por ejemplo, en la Grecia clásica, leer era considerado una amenaza para la libertad del ciudadano: la persona que veía las palabras de un texto y empezaba a leerlo era poseído por el espíritu del escritor, al que se prestaba el aliento en una clara manifestación de servidumbre. Tuvo que intervenir Platón para solucionar el enredo. En Fedro argumentaba que lector y escritor eran en realidad compañeros en la búsqueda de la verdad, cómplices en el amor por la sabiduría, y, por tanto, no podía haber esclavitud en la lectura.
En el Imperio Romano, la escritura profesional estaba en manos de los esclavos, aunque la mayoría de los ciudadanos supieran leer y escribir. Un edicto de Diocleciano fijó los precios para los primeros escritores: por cien líneas “con la mejor letra”, el precio máximo era de 25 denarios (frente a los 75 diarios que cobraba un pintor de brocha gorda). Amazon acaba de resucitar ese mismo concepto, el pago al escritor en función del número de líneas leídas por el usuario de una determinada obra
“Podría parecer que el escritor queda de nuevo relegado al papel de mero transcriptor del texto (y este, a su vez, en una simple mercancía vendida por líneas) y no es considerado un artista creativo y original cuya obra va mucho más allá de ese aspecto mecánico. Esta distinción fue uno de los puntos que la ley de copyright denunció a finales del siglo XVIII. El concepto de autor creativo dueño del resultado de su trabajo se convertía en la base de su derecho al texto. Abandonar esta idea podría llevarnos a inesperadas consecuencias para el copyright”, señala Clayton.
El británico identifica el momento exacto de la historia en que se produce el cambio entre la tablilla de cera y el pergamino: el año 85 después de Cristo. En ese momento, el poeta romano Marcial escribía: “Existe un nuevo formato de libro, hecho con hojas de pergamino, que es una novedad. Se puede encontrar en la tienda del liberto Secundino, cerca del templo de la Paz”. Con los siglos, la demanda de libros aumentó, había que economizar recursos y un nuevo invento nacido en China hacia el año 105, que había llegado hasta Bagdad en 709 y a Europa a través de Xàtiva en 1120, comenzaba a hacerse popular: el papel. Sin él, la imprenta no hubiera existido; tampoco la tipografía.
Pero ese papel, que desde Gutenberg se había fabricado con trapos de algodón y lino, fue sustituido al comienzo de la era industrial por uno hecho a base de esparto y pulpa de madera, más barato y químico. Su gran problema es que no resiste el paso del tiempo: con los años se convierte en polvo. Los expertos aseguran que de los dos millones de libros publicados desde 1875 almacenados en la Bibliothèque Nationale de Francia se han perdido 75.000 y otros 580.000 están en alerta roja. En Estados Unidos, 12 millones de títulos insustituibles ya están afectados. “La pérdida puede ser catastrófica”, dice Clayton, “varias generaciones de literatura serán barridas si no se realiza un enorme e inmediato esfuerzo de digitalización”.
Pero, aunque se haga sin tardanza, existirán otros riesgos. “Cada medio de almacenamiento tiene un periodo de vida. La duración del papel ácido es corta, pero también lo es la de la información digital. Muchos documentos de hace 20 años son ilegibles ahora porque tanto el software como el hardware han cambiado y no tenemos los dispositivos que nos permitan leerlos. Hace un tiempo se me acercó una persona que trabajaba en una instalación nuclear donde se estudiaban las diferentes opciones para salvaguardar la documentación en caso de catástrofe. El formato digital no resulta eficaz si no hay corriente eléctrica y estaban contemplando la posibilidad de usar láminas de vitela como alternativa”.
Según Clayton, “a medida que pasa el tiempo tenemos claro que la actividad humana básica es la escritura”, asegura. “No hay que sacrificar las ventajas de la escritura a mano para disfrutar las de la digital. Los educadores cometen un error cuando eliminan la escritura, el que sabe escribir en papel tendrá siempre una ventaja sobre los que solo utilizan el formato digital como vía de comunicación escrita. Los avances técnicos podrían evolucionar a la inversa y no es inconcebible que la escritura a mano sustituya a los teclados como forma de interacción con los ordenadores”. Además, apunta, “algunas de las grandes influencias de la caligrafía proceden de Oriente; de China, India y Japón. Sus sistemas de escritura son tan ricos que el teclado resulta inadecuado. Continuará la presión para avanzar en la investigación en torno a la sensibilidad de las pantallas táctiles, las superficies podrán vibrar para ser sentidas como la seda, la vitela o el papel. Hay potencial para un desarrollo mayor en la escritura. Pero lo más importante es la habilidad del soporte informático para mostrar imágenes en movimiento. La caligrafía es un arte de representación, gestual, que ocurre en tiempo real, y la tecnología digital podría mostrar mucho mejor este proceso”.
Lectura V: El guardián de los códices del Sinaí
A la sombra del monte egipcio, la biblioteca del remoto monasterio de Santa Catalina, una de las más antiguas del mundo, abre sus puertas para mostrar su ambicioso proyecto de preservación de documentos.
MARC ESPAÑOL - Santa Catalina (Egipto) - 14 nov 2020 - Diario El País
El padre Justin se muestra como un hombre retraído, introspectivo y sereno. Pero este monje espigado, de larga barba blanca y ropas polvorientas del monasterio de Santa Catalina, uno de los conventos cristianos en activo más antiguos del mundo, no puede evitar sonreír cuando habla de los tesoros que protege en su biblioteca.
Enclavado en un cañón a la sombra del monte Sinaí, en el sur de la península homónima de Egipto, el remoto monasterio, con una veintena de capillas, fue levantado en el año 565 por el emperador Justiniano para proteger un templo levantado dos siglos antes cerca de donde se cree que Moisés habría recibido los diez mandamientos. Desde entonces, jamás ha sido abandonado.
En el pasado, los preciados manuscritos del monasterio se guardaban en tres lugares: las copias de los evangelios y de los libros que se necesitaban para el culto a menudo dormían en un depósito de su pequeña pero opulenta iglesia; las obras que los monjes podían tomar prestadas para leer, en un recinto central; y los códices más antiguos, en una torre al norte del convento. “En 1734, un obispo con un gran interés por la biblioteca reservó una serie de salas en la parte central del monasterio y pidió que todos los manuscritos se recopilaran allí. Podemos situar el origen moderno de la biblioteca en aquel momento”, explica el padre Justin, que se da un aire a Albus Dumbledore, el anciano mago de Harry Potter.
El padre Justin es el único monje, de los 25 que viven en el convento, que se encarga de custodiar su biblioteca, hoy una de las más antiguas del mundo en servicio ininterrumpido. En su interior, descansan nada menos que 3.306 manuscritos en 11 idiomas, 12.000 libros antiguos — 8.000 en griego y 1.000 en latín—, y 10.000 volúmenes impresos.
“No creo que nunca haya vivido aquí una gran comunidad. ¿Cómo es que se ha reunido entonces una biblioteca con miles de manuscritos? Bien, en parte es porque [el monasterio] nunca ha sido destruido, así que se trata de una lenta acumulación a lo largo de los siglos. Pero también se debe a que el Sinaí ha sido el destino de peregrinos llegados de todo el mundo, que algunas veces se quedaban aquí y producían manuscritos”, explica el monje.
En parte, este paulatino proceso de acumulación ha sido posible gracias al clima desértico de la zona, propicio para la conservación, pero sobre todo se debe al aislamiento del convento. “Incluso en 1890 se necesitaba una caravana desde Suez, la ciudad más cercana, con camellos, suministros, porteadores y guías, y diez días a través del desierto, para llegar al monasterio”, apunta el padre Justin. “Este aislamiento terminó en los años sesenta y setenta, cuando se construyó una carretera y mucha gente empezó a venir a diario, lo que plantea al monasterio retos que no existían antes”, añade el religioso. A pesar de la infraestructura que conecta hoy el lugar con el resto de Egipto, alcanzarlo aún requiere de un tortuoso viaje de al menos seis horas y algunos controles policiales desde El Cairo. Solo un cansado autobús público diario lo conecta con un pueblo próximo.
Entre 2009 y 2017 se renovó la biblioteca, que hoy se encuentra en la planta superior del ala sur del convento. La obra introdujo dos cambios principales. En primer lugar los manuscritos se colocaron en el nivel inferior de la sala y los libros de imprenta en una galería elevada. En segundo lugar se ideó un plan para conservar en cajas protectoras especiales las obras más preciadas.
“En aquel momento nos preguntamos qué valía la pena guardar en una caja y establecimos varias categorías: si el manuscrito tiene encuadernación bizantina, si supera una cierta edad, si tiene iluminaciones o si es significativo de cualquier otra forma lo guardaríamos en caja”, recuerda el padre Justin. “Para cuando aplicamos las categorías, de los 3.300 manuscritos decidimos guardar 2.000”, recuerda riendo. “Ninguna biblioteca tiene dos tercios de su colección en cajas. Pero esta se lo merece porque aquí son muy antiguos y relevantes”. EL PAÍS es el primer medio que informa sobre este proyecto de conservación.
Para seleccionar esas 2.000 obras, la biblioteca se basó en una exhaustiva documentación de sus manuscritos realizada entre 2001 y 2006 por un equipo liderado por un reputado experto en conservación de libros, Nicholas Pickwoad. Luego, se pensó qué tipo de cajas sería el más adecuado. Tras descartar el cartón de archivo y la tela que usan la mayoría de las bibliotecas, así como la madera, ya que no son materiales adecuados para el clima local, se optó por fabricarlas de acero inoxidable. Todas las cajas, de estética similar a las de seguridad de los bancos, están hechas a medida para cada manuscrito, que queda protegido en su interior por un segundo envoltorio de cartón, y cuestan de media 850 euros cada una. Por último, un experto en conservación de patrimonio, Thanasis Velios, desarrolló un programa informático para determinar la configuración más eficiente al colocar las cajas.
“La mayoría de las bibliotecas están muy llenas y no podrían poner 2.000 manuscritos en horizontal”, explica el padre Justin, que también destaca que en su caso la mayo amenaza para la conservación de los libros no es la humedad, a diferencia de lo que suele ocurrir en las bibliotecas de las grandes ciudades europeas. “Algunas condiciones de aquí no se pueden reproducir”, reconoce, “pero quizás podamos servir de precedente para que otras bibliotecas implementen algo similar”.
Las primeras 200 cajas llegaron al monasterio el pasado 25 de junio y otras 200 deberían hacerlo a finales de este mes de noviembre. De momento, el proyecto, que se desarrollará durante varios años, se ha asegurado fondos para “varios cientos” de cajas. Lo financia la Fundación Santa Catalina, con sede en Londres y organizaciones asociadas en Nueva York y Ginebra.
Hacia 1997 el Padre Justin ya comenzó a tomar imágenes digitales de los manuscritos por su cuenta a fin de documentarlos, pero fue entre 2012 y 2017 cuando gracias a otro proyecto de conservación fue posible fotografiar 78 en alta resolución.
En 2018 el convento recibió nuevos fondos de la fundación estadounidense Ahmanson y del fondo británico Arcadia para hacer lo propio con los manuscritos en árabe y siríaco, trabajo que debería completarse en 2021. El monje avanza que unos mil manuscritos podrán ser así accesibles a través de internet y calcula que es “realista” pensar que serían necesarios tan solo otros siete años más para extender el proceso al resto de la biblioteca.
“Mucha gente dice que la del Sinaí es la segunda biblioteca [más importante del mundo] tras los archivos del Vaticano. Eso es verdad para los manuscritos griegos, ya que solo el Vaticano tiene más”, afirma el padre Justin. “Pero para encuadernaciones antiguas intactas y manuscritos antiguos siríacos y árabes cristianos, puede que el de Sinaí sea el más importante”.
Los palimpsestos, una joya oculta
Entre las reliquias que conserva la biblioteca hay libros para el culto, homilías y textos de medicina antigua. Pero una de las joyas de la colección –y una de las favoritas del padre Justin– es el Codex Sinaiticus Syriacus. Esta obra contiene el texto casi completo de los antiguos evangelios siríacos y data de finales del siglo IV o principios del V, aunque permaneció escondido durante siglos cubierto por el texto de otra obra llamada Vidas de mujeres santas, escrito posiblemente en el año 697. Según el monje, este texto es el mejor testigo, y uno de los únicos tres en el mundo, de cómo era el texto de los evangelios en el siglo II.
El primer intento de recuperar el texto, también conocido como Palimpsesto sinaítico por tratarse de un manuscrito cuyo texto original se borró para sobreescribirlo, lo llevaron a cabo dos reputadas académicas inglesas, las gemelas Agnes y Margaret Smith, en los años noventa del siglo XIX. Pero hasta el Proyecto de Palimpsestos que desarrolló la biblioteca entre 2012 y 2017 el anterior códice no se pudo recuperar completo usando una imagen multiespectral. El mismo proyecto reveló que otros 160 manuscritos de la biblioteca son en realidad palimpsestos y recuperó 300 textos aún más antiguos que los que se tenían.
“Tenemos palimpsestos de la zona del Cáucaso, de Etiopía y uno con una escritura que solo se utilizaba en Inglaterra entre los años 600 y 850. Estos eran los tres extremos de la cristiandad”, cuenta el monje. “Eso muestra no solo la importancia del texto sino también que el Sinaí era por aquel entonces el destino de gente de allí. Los peregrinos tenían que superar tremendas dificultades para viajar vastas distancias y llegar al monasterio, y los manuscritos que permanecen aquí son un testimonio de aquella peregrinación”, explica.
Lectura VI: El fascinante éxodo del ‘Códice Sassoon’,
El libro sagrado, escrito en el siglo IX, sobrevivió a invasiones mongolas, cruzó el mundo en su diáspora y sale a subasta en mayo por 30 millones de euros en Nueva York
VICENTE G. OLAYA
Madrid - 18 FEB 2023 - 05:30 CET - Diario El País
El llamado Códice Sassoon es la Biblia hebrea más antigua de la que se tiene constancia. Las pruebas de radiocarbono lo datan entre los siglos IX y X y, según Richard Austin, director mundial del departamento de Libros y Manuscritos de la casa de subastas Sotheby’s, “es un puente entre los antiguos Rollos del Mar Muerto [siglo III a. C.] y la Biblia actual”. Este milenario volumen sagrado, que saldrá a subasta el próximo mayo en Nueva York con un precio de 30 millones de dólares (28,1 millones de euros), esconde tras sus hojas una historia fascinante que pasa por destrucción de ciudades, guerras contra los mongoles o anotaciones testamentarias. De momento, solo la primera edición de la Constitución de los Estados Unidos (40 millones) y el Códice Leicester de Leonardo Da Vinci (30,8 millones), propiedad del multimillonario Bill Gates, superan su precio de salida.
El Códice Sassoon recibe su nombre de uno de sus últimos propietarios, el erudito David Solomon Sassoon (1880-1942), que poseía la colección de manuscritos judaicos y hebraicos más importante del mundo, la llamada Ohel David. El libro se encuentra actualmente en manos del coleccionista Jacqui Safra, que fue quien encargó la prueba de radiocarbono que lo fecha entre los siglos IX y X, “lo que confirma las investigaciones de anteriores eruditos y le confiere una edad similar al Códice de Alepo [datado en el 930], aunque el Códice Sassoon es significativamente más completo”, según los especialistas de Sotheby’s.
El códice lo conforman 24 libros divididos en tres partes: el Pentateuco, los Profetas y los Escritos. Así pues, este documento milenario incluye la base espiritual del judaísmo, así como de otras religiones abrahámicas, como el cristianismo, en lo que se denomina Antiguo Testamento, y que es reconocido como tal por católicos, ortodoxos y protestantes. El Corán también recoge algunos de estos relatos.
Con anterioridad a la aparición de los códices como el Sassoon, solo se conocían fragmentos de los textos bíblicos en forma de manuscritos enrollados. Son los llamados Rollos del Mar Muerto, pero a diferencia de la Biblia hebrea carecen de signos de puntuación y de enumeración de sus versos y capítulos.
Sharon Mintz, especialista en libros judaicos de Sotheby’s, asegura que la “Biblia hebrea es un texto sagrado y fundamental para los pueblos de todo el mundo. Durante miles de años, los creyentes han estudiado, analizado, meditado y ahondado en las Sagradas Escrituras”. Y añade: “El Código Sassoon marca un punto de inflexión crítico en la forma de percibir la historia de la Palabra Divina a lo largo de miles de años y representa un testigo transformador de cómo la Biblia hebrea ha influido durante siglos en los pilares de la civilización: el arte, la cultura, la ley y la política”.
Pero el códice no solo incluye documentos de tradición religiosa, sino también personales, como anotaciones de sus propietarios en los últimos mil años. Por ejemplo, entre sus páginas se descubren notas del siglo XI que hacen referencia a que fue comprado por un tal Khalaf ben Abraham, quizás un hombre de negocios que vivió entre Israel y Siria, y a Isaac ben Ezekiel al-Attar, quien lo dejó en herencia a sus hijos Ezequiel y Maimón.
En torno al siglo XIII, el códice fue entregado a una sinagoga en el noroeste de Siria, como demuestra la dedicatoria interior: “Consagrada al Señor Dios de Israel en la sinagoga de Makisin”. Otra acotación recuerda que la Makisin fue destruida por los ejércitos turco-mongoles de Tamerlán en 1400 y que el libro tuvo que ser ocultado por Salama ibn Abi al-Fakhr, a quien se le ordenó devolverlo cuando la sinagoga fuese reparada. Se sabe que el libro sufrió algunos daños en esa época, de hecho le faltan 12 páginas. Sin embargo, como el templo nunca fue reconstruido, el ejemplar inició un largo periplo por el mundo que acabó en 1929 cuando David Solomon Sassoon lo adquirió y le colocó su ex libris, locución latina que hace referencia al propietario, tal y como se conserva hoy en día.
Evolución de la Biblia hebrea
El códice viene a tapar, señalan los expertos, el “periodo de silencio” que existe entre los Rollos del Mar Muerto y el siglo IX (1.200 años), lo que permite conocer cómo la Biblia hebrea evolucionó desde la Edad Antigua a la Contemporánea. Por ejemplo, los rollos ―que fueron hallados en una gruta cerca del Mar Muerto y que son 230 fragmentos― contienen todas las partes del Antiguo Testamento, excepto el libro de Ester.
Los judíos de la antigüedad basaban sus creencias en tradiciones de lectura heredadas, transmitidas oralmente de una generación a la siguiente para entender la Biblia. A principios de la Edad Media, en torno al siglo VII, los eruditos, conocidos como masoretas (masorah significa tradición), intentaron plasmar de una forma sistemática las tradiciones religiosas en los documentos. El principal método empleado para igualar los textos ―llamado tiberiano por la ciudad de Tiberíades, en el mar de Galilea, donde se encontraba la escuela principal de masoretas― se convirtió con el tiempo en la norma utilizada en todo el mundo por los hebreos y que ya incluía, a diferencia de los rollos, vocales y los acentos.
Además, para asegurarse de que los escribas copiasen correctamente el texto bíblico, los masoretas elaboraron extensas listas que contienen la frecuencia con la que aparecen las palabras en la Biblia, los detalles de la ortografía correcta, así como su vocalización y acentuación de los textos. Estas notas, conocidas como masorah, aparecen en los márgenes superior e inferior del códice que saldrá a subasta.
Solo dos códices que comprenden casi toda la Biblia hebrea y que datan del siglo X han sobrevivido hasta la era moderna: el Códice Sassoon y el Códice de Alepo. Este último fue escrito en Tiberíades alrededor del año 930 y durante mucho tiempo ha sido reconocido como una versión excepcionalmente precisa del texto bíblico. Desafortunadamente, casi dos quintas partes del Códice de Alepo, incluida la gran mayoría del Pentateuco y partes de los Escritos, se perdieron en circunstancias misteriosas en algún momento de las décadas de 1940 o 1950. Por el contrario, Códice Sassoon mantiene casi la totalidad de la Biblia y solo le faltan algunas hojas. Por lo tanto, es la copia más antigua y completa de la Biblia hebrea existente.
El códice, antes de su subasta en Nueva York, será expuesto en Dallas, Londres, Los Ángeles y el Museo ANU del Pueblo Judío en Tel Aviv. Según Richard Austin, este libro sagrado ocupa un “lugar venerado y legendario en el panteón de los manuscritos históricos más singulares de la historia humana”. Pero adquirir esta joya de la humanidad requiere disponer de, al menos, 30 millones de dólares en efectivo, que los expertos de Sotheby’s creen que crecerán hasta los 50.
Lectura recomendada: "La historia de la escritura" de Carol Donoughue
Poderás atopar este libro na MeGaBiblioteca
Autora: Carol Donoughue
Ano: 2009
Idioma: Español
Nº de páxinas: 48
Encadernación: Tapa branda
ISBN: 9788497543682.
Sinatura: 8 DON his