Lecturas

Lectura I: Scriptorium - El nombre de la rosa (Umberto Eco)

El nombre de la Rosa. Umberto Eco
páxinas 69-71
nº de Rex: 20.482
Sinatura: 860-3 ECO nom

Primer día después de Nona

Donde se visita el scriptorium y se conoce a muchos estudiosos, copistas y rubricantes así como a un anciano ciego que espera al Anticristo.

Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba las ventanas que iluminaban la escalera. Al parecer, me estaba volviendo tan sagaz como él, porque advertí de inmediato que, dada su disposición, era muy difícil que alguien pudiera llegar hasta ellas. De otra parte, tampoco las ventanas que había en el refectorio (las únicas del primer piso que daban al precipicio) parecían fáciles de alcandar, porque debajo de ellas no había muebles de ninguna clase.

AI llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón septentrional, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas, en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas o de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, Y, por último, también entraba luz desde el pozo octagonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.

Esa abundancia de ventanas permitía que una luz continua y pareja alegrara la gran sala, incluso en una tarde de invierno como aquella. Las vidrieras no eran coloreadas, como las de las iglesias, y las tiras de plomo sujetaban recuadros de vidrio incoloro para que la luz pudiese penetrar lo más pura posible, no modulada por el arte humano, desempeñara así su función específica, que era la de iluminar el trabajo de lectura y escritura. En otras ocasiones y en otros sitios vi muchos scriptoria, pero ninguno conocí que, en las coladas de luz física que alumbraban profusamente el recinto, ilústrase con tanto esplendor el principio espiritual que la luz encarna, la claritas, fuente de toda belleza y saber, atributo inseparable de la justa proporción que se observa en aquella sala. Porque de tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de la integridad o perfección, y por eso consideramos feo lo que está incompleto; luego, de la justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la claridad y la luz, y, en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores nítidos. Y como la contemplación de la belleza entraña la paz, y para nuestro apetito lo mismo es sosegarse en la paz, en el bien o en la belleza, me sentí invadido por una sensación muy placentera y pensé en lo agradable que debería de ser trabajar en aquel sitio.

Tal como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. Posteriormente conocí, en San Gall, un scriptorium de proporciones similares, separado también de la biblioteca (en otros sitios los monjes trabajaban en el mismo lugar donde se guardaban los libros), pero con una disposición no tan bella como la de aquel. Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. Como las ventanas eran cuarenta (número verdaderamente perfecto, producto de la decuplicación del cuadrágono, como si los diez mandamientos hubiesen sido magnificados por las cuatro virtudes cardinales), cuarenta monjes hubiesen podido trabajar al mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos treinta. Severino nos explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium estaban dispensados de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no tuviesen que interrumpir su trabajo durante las horas de luz, y que sólo suspendían sus actividades al anochecer, para el oficio de vísperas.

Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar, cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales. Pero no tuve tiempo de observar su trabajo, porque nos salió al encuentro el bibliotecario, Malaquías de Hildesheim, del que ya habíamos oído hablar, Su rostro intentaba componer una expresión de bienvenida, pero no pude evitar un estremecimiento ante una fisonomía tan extraña. Era alto y, aunque muy enjuto, sus miembros eran grandes y sin gracia. Avanzaba a grandes pasos, envuelto en el •negro hábito de la orden, y en su aspecto había algo inquietante. La capucha como- venía de afuera aún la llevaba levantada- arrojaba una sombra sobre la palidez de su rostro y confería un no sé qué de doloroso a sus grandes ojos melancólicos. Su fisonomía parecía marcada por muchas pasiones, y, aunque la voluntad las hubiese disciplinado, quedaban los rasgos a los que alguna vez habían dado vida. El rostro expresaba sobre todo gravedad y aflicción, y los ojos miraban con tal intensidad que una ojeada bastaba para llegar al alma del interlocutor, y para leer en ella sus pensamientos más ocultos. Y, como esa inspección resultaba casi intolerable, lo más común era que no se deseara volver a encontrar aquella mirada.

El bibliotecario nos presentó a muchos de los monjes que estaban trabajando en aquel momento. Malaquías nos fue diciendo también cuál era la tarea que cada uno tenía entre manos, y admiré la profunda devoción por el saber, y por el estudio de la palabra divina, que se percibía en todos ellos. Así, conocí a Venancio de Salvemec, traductor del griego y del árabe, devoto de aquel Aristóteles que, sin duda, fue el más sabio de los hombres. A Bencio de Upsala, joven monje escandinavo que se ocupaba de retórica. A Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. A Aymaro d'Alessandria, que estaba copiando unos libros que solo permanecerían algunos meses, en préstamo, en la biblioteca. Y luego a un grupo de iluminadores de diferentes países: Patricio de Clonmacnois, Rábano de Toledo, Magnus de Iona, Waldo de Hereford.

Enumeración que, sin duda, podría continuar, y nada hay más maravilloso que la enumeración, instrumento privilegiado para componer las más perfectas hipotiposis. Pero debo referirme a los temas que entonces se tocaron, no exentos de indicaciones muy útiles para comprender la sutil inquietud que aleteaba entre los monjes, y algo que, aunque inexpresado estaba presente en todo lo que decían.

Mi maestro empezó a conversar con Malaquías alabando la belleza y el ambiente de trabajo que se respiraba en el scriptorium y pidiéndole informaciones sobre la marcha de las tareas que allí se realizaban, porque, dijo con mucha cautela, en todas partes había oído hablar de aquella biblioteca y tenía sumo interés en consultar muchos de sus libros. Malaquías le explicó lo que ya había dicho el Abad: que el monje pedía al bibliotecario la obra que deseaba consultar y este iba a buscarla en la biblioteca situada en el piso de arriba, siempre y cuando se tratase de un pedido justo y pío. Guillermo le preguntó cómo podía conocer el nombre de los libros guardados en los armarios de arriba, y Malaquías le mostró un voluminoso códice con unas listas apretadísimas, que estaba unido a su mesa por una cadenita de oro.

Guillermo introdujo las manos en la bolsa que había en su sayo a la altura del pecho, y extrajo un objeto que ya durante el viaje le había visto coger y ponerse en el rostro. Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre (sobre todo en la suya, tan prominente y aguileña) como el jinete en el lomo de su caballo o como el pájaro en su repisa. Y, por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. (...)

Lectura II: Hipatia de Alexandria - La edad de la penumbra (Catherine Nixey)

(...) Hipatia de Alejandría había nacido en la misma ciudad que los parabalanos y, sin embargo, vivía a un mundo de distancia de ellos. Mientras los parabalanos pasaban los días trabajando laboriosamente entre los sucios y los moribundos, esta intelectual aristocrática trabajaba con abstractas teorías matemáticas y astrolabios. Hipatia no solo era una filósofa; era también una brillante astrónoma y la matemática más importante de su generación. 

Los victorianos, que se sintieron fascinados por ella, le atribuyeron otras virtudes póstumamente. Un famoso cuadro la representa desnuda, apoyada en un altar, con su cuerpo núbil protegido por poco más que sus leonados rizos sueltos. Una novela sobre ella, obra del reverendo Charles Kingsley, autor de la novela infantil "Los niños del agua", está repleta de emocionadas frases como «la más severa y mayor expresión de la belleza de la antigua Grecia» y cavilaciones sobre sus «curvados labios» y la «gloriosa elegancia y belleza de cada una de sus líneas». 

Esto, por desgracia, son patrañas románticas. Hipatia era, sin duda, una belleza, pero lejos de acomodarse, ella y sus sueltos rizos, en los altares, vestía siempre con el uniforme austero y discreto de la túnica de filósofo, que cubría todo su cuerpo. Estaba entregada a la vida de la mente y no a la de la carne, y se mantuvo virgen. Cualquier hombre con la osadía de intentar convencerla de que abandonara su resolución se encontraba con una respuesta inquebrantable. 

Se dice que uno de sus estudiantes se enamoró de ella y «al no ser capaz de controlar su pasión», le confesó sus sentimientos. 

Hipatia le respondió con brusquedad. «Llevó algunas de sus compresas y las arrojó delante de él, y dijo: “Tú amas esto, joven, y no hay nada hermoso al respecto”.» La relación comprensiblemente, no fue más allá. 

LA EDAD DE LA PENUMBRA

CATHERINE NIXEY


páx: 173; 174
Ficha técnicaNº de páxinas: 320Editorial: TAURUSIdioma: CASTELLANOEncuadernación: Tapa brandaISBN: 9788430619542Ano de edición: 2018Praza de edición: ES

A principios del siglo V d.C., Hipatia se había convertido en una especie de celebridad local. Alejandría era una ciudad que, durante cientos de años, había estado a los pies de sus intelectuales. 

Casi tan pronto existió una ciudad en ese lugar, hubo una biblioteca, y, en cuanto hubo una biblioteca, se empezaron a acumular historias sobre ella, y en especial sobre su fundación. Según una de estas crónicas, Ptolomeo II, el gobernante de Alejandría, había escrito una carta a todos los reyes y gobernantes de la tierra, rogándoles que le mandaran las obras literarias de toda clase de autores «poetas o prosistas, rétores y sofistas, médicos y adivinos, historiadores y todos los demás». No solo en griego, sino en todos los idiomas. También se buscaron y reclutaron expertos de todas las naciones para que ejercieran como traductores. «A cada grupo [de sabios] le fueron confiados sus textos respectivos, y así se preparó de todos ellos una traducción al griego.» (...)

(...) Los analfabetos parabalanos («hombres bestiales, realmente abominables», como les llamaría más tarde un filósofo) sabían lo que eran esos instrumentos. No eran instrumentos de las matemáticas y la filosofía, no, eran obra del diablo. Hipatia no era una filósofa, sino una criatura del infierno. Era ella quien estaba volviendo a toda la ciudad contra Dios con sus trucos y sus embrujos. Estaba volviendo atea a Alejandría. Naturalmente, parecía una mujer atractiva, pero así era como obraba el demonio. Hipatia, decían, había «engatusado a mucha gente mediante engaños satánicos».  Y, peor aún, había engatusado a Orestes. ¿Acaso no había este dejado de ir a la iglesia? Estaba claro, lo había «seducido con su magia». No se podía permitir que siguiera así.

Un día de marzo del 415 d.C., Hipatia salió de su casa para hacer su recorrido diario por la ciudad. De repente, se encontró bloqueada por una «multitud de creyentes en Dios». Le ordenaron que bajara de su cuadriga. Sabedora de lo que recientemente le había pasado a su amigo Orestes, debió de darse cuenta al bajar de que la situación era grave. No podía imaginarse, sin embargo, hasta qué punto. 

En cuanto hubo puesto los pies en la calle, los parabalanos, bajo la guía de un magistrado de la Iglesia llamado Pedro —«en todos los sentidos un perfecto creyente en Jesucristo»—, rodearon y retuvieron a la «mujer pagana». Después, arrastraron a la más importante matemática viva de Alejandría por las calles hasta una iglesia. Una vez dentro, le arrancaron las ropas del cuerpo y, después, utilizando como cuchillas pedazos rotos de cerámica, le arrancaron la piel. 

Algunos dicen que, mientras aún respiraba, le arrancaron los ojos. Una vez muerta, despedazaron su cuerpo y arrojaron lo que quedaba de la «hija luminosa de la razón» a una pira y lo quemaron. (...)

Hypatia. Charles William Mitchell  (1854–1903). Imaxe | Wikipedia
(...) Los victorianos, que se sintieron fascinados por ella, le atribuyeron otras virtudes póstumamente. Un famoso cuadro la representa desnuda, apoyada en un altar, con su cuerpo núbil protegido por poco más que sus leonados rizos sueltos. (...)

Lectura III: Libreiros (El infinito en un junco - Irene Vallejo)

13 - Una joven familia

En realidad, si volvemos la mirada hacia nuestros orígenes, descubrimos que los lectores somos una familia muy joven, una meteórica novedad. Hace unos 3.800 millones de años en el planeta Tierra, ciertas moléculas se unieron para formar unas estructuras particularmente grandes e intrincadas llamadas organismos vivos. Animales muy parecidos a los humanos modernos aparecieron por primera vez hace 2,5 millones de años. 

Hace 300.000 años, nuestros antepasados domesticaron el fuego. Hace unos 100.000 años, la especie humana conquistóla palabra. Entre el año 3500 y el 3000 a.C., bajo el sol abrasador de Mesopotamia, algunos genios sumerios anónimos trazaron sobre el barro los primeros signos que, superando las barreras temporales y espaciales de la voz, lograron dejar huella duradera del lenguaje. 

Solo en el siglo XX, más de cinco milenios después, la escritura se convirtió en una habilidad extendida, al alcance de la mayoría de la población —un largo recorrido; una adquisición muy reciente—.

Hemos tenido que esperar hasta las últimas décadas del siglo pasado, ante el umbral del siglo XXI, para que gentes de orígenes muy humildes, pertenecientes a las subculturas de las grandes ciudades, inmersas en un mundo de bandas callejeras y tribus urbanas, aprendieran el alfabeto y se apropiasen de él para dar rienda suelta asus protestas, su disconformidad y sus desencantos.

EL INFINITO EN UN JUNCO

IRENE VALLEJO


Ficha técnicaNº de páxinas: 452Editorial: SIRUELAIdioma: CASTELLANOEncuadernación: Tapa brandaISBN: 9788417860790Ano de edición: 2022Praza de edición: Madridnº Rexistro: 2335682 VAL inf

Los grafitis contemporáneos han sido uno de los sucesos más innovadores que, en muchos siglos, ha experimentado el alfabeto romano, icono imprevisto de décadas de duro trabajo para extender la alfabetización. Por primera vez en nuestra historia, un grupo de personas muy jóvenes —niños y adolescentes de edad escolar, muchos de ellos nacidos en guetos y periferias—, han tenido los medios y la seguridad en símismos para inventar sus propias expresiones gráficas, creando un arte original basado en garabatos y letras. Jean-Michel Basquiat, un joven negro de raíces haitianas, vivía como un vagabundo antes de empezar a colgar, en los años ochenta del pasado siglo, sus grafitis en galerías de arte.

Las letras invaden como cataratas muchos de sus lienzos, tal vez como autoafirmación dentro de un sistema que mantenía apartados a los marginales. Escribía y luego tachaba algunas palabras para que se vieran más; decía que el mero hecho de que estuvieran vedadas nos obliga a leerlas con más atención. Curiosamente, los grafitis —o writing, como lo llamaban los implicados —se extendieron por los edificios, los andenes de metro, las tapias y las vallas publicitarias de Nueva York, Los Ángeles y Chicago, y luego por los de Ámsterdam, Madrid, París, Londres y Berlín, en los mismos años en que tenía lugar la Revolución Informática en los patios traseros de Silicon Valley. Mientras los nuevos expertos en tecnología exploraban las fronteras del ciberespacio, la juventud urbana que vivía en las barriadas marginales conocía por primera vez el placer de trazar letras en paredes y vagones, y la belleza del acto físico de escribir. En los mismos años en que los teclados empezaban a revolucionar los gestos de la escritura, la cultura juvenil alternativa descubriócon pasión la caligrafía, que hasta entonces había sido un deleite minoritario. Fascinados por el poder de dar nombre a las cosas, por las posibilidades creativas que encierran las letras ypor el sentido del riesgo en la escritura —es una acto peligroso, siempre al borde de la fuga —, los adolescentes adoptaron el alfabeto manuscrito como una nueva forma de expresarse, de emplear el tiempo libre y de merecer el respeto de sus iguales. 

Que esta apropiación sea tan actual solo se explica por la juventud de la escritura en relación con el largo trayecto de la humanidad —la escritura constituye tan solo el último parpadeo de nuestra especie, el latido más reciente de un viejo corazón—. Vladimir Nabokov tenía razón al reprocharnos en Pálido fuego nuestra falta de asombro ante esta prodigiosa innovación: «Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de unos pocos signos escritos capaces de contener una imaginería inmortal, evoluciones del pensamiento, nuevos mundos con personas vivientes que hablan, lloran, se ríen». Y lanza una pregunta inquietante: «¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer?». Sería un regreso a un mundo no tan lejano, anterior al milagro de las voces dibujadas y las palabras silenciosas.

Hemos tenido que esperar hasta las últimas décadas del siglo pasado, ante el umbral del siglo XXI, para que gentes de orígenes muy humildes, pertenecientes a las subculturas de las grandes ciudades, inmersas en un mundo de bandas callejeras y tribus urbanas, aprendieran el alfabeto y se apropiasen de él para dar rienda suelta asus protestas, su disconformidad y sus desencantos. Los grafitis contemporáneos han sido uno de los sucesos más innovadores que, en muchos siglos, ha experimentado el alfabeto romano, icono imprevisto de décadas de duro trabajo para extender la alfabetización. Por primera vez en nuestra historia, un grupo de personas muy jóvenes —niños y adolescentes de edad escolar, muchos de ellos nacidos en guetos y periferias—, han tenido los medios y la seguridad en símismos para inventar sus propias expresiones gráficas, creando un arte original basado en garabatos y letras. Jean-Michel Basquiat, un joven negro de raíces haitianas, vivía como un vagabundo antes de empezar a colgar, en los años ochenta del pasado siglo, sus grafitis en galerías de arte.

Las letras invaden como cataratas muchos de sus lienzos, tal vez como autoafirmación dentro de un sistema que mantenía apartados a los marginales. Escribía y luego tachaba algunas palabras para que se vieran más; decía que el mero hecho de que estuvieran vedadas nos obliga a leerlas con más atención. Curiosamente, los grafitis —o writing, como lo llamaban los implicados —se extendieron por los edificios, los andenes de metro, las tapias y las vallas publicitarias de Nueva York, Los Ángeles y Chicago, y luego por los de Ámsterdam, Madrid, París, Londres y Berlín, en los mismos años en que tenía lugar la Revolución Informática en los patios traseros de Silicon Valley. Mientras los nuevos expertos en tecnología exploraban las fronteras del ciberespacio, la juventud urbana que vivía en las barriadas marginales conocía por primera vez el placer de trazar letras en paredes y vagones, y la belleza del acto físico de escribir. En los mismos años en que los teclados empezaban a revolucionar los gestos de la escritura, la cultura juvenil alternativa descubrió con pasión la caligrafía, que hasta entonces había sido un deleite minoritario. 

Fascinados por el poder de dar nombre a las cosas, por las posibilidades creativas que encierran las letras y por el sentido del riesgo en la escritura —es una acto peligroso, siempre al borde de la fuga —, los adolescentes adoptaron el alfabeto manuscrito como una nueva forma de expresarse, de emplear el tiempo libre y de merecer el respeto de sus iguales. Que esta apropiación sea tan actual solo se explica por la juventud de la escritura en relación con el largo trayecto de la humanidad —la escritura constituye tan solo el último parpadeo de nuestra especie, el latido más reciente de un viejo corazón—. Vladimir Nabokov tenía razón al reprocharnos en Pálido fuego nuestra falta de asombro ante esta prodigiosa innovación: «Estamos absurdamente acostumbrados al milagro de unos pocos signos escritos capaces de contener una imaginería inmortal, evoluciones del pensamiento, nuevos mundos con personas vivientes que hablan, lloran, se ríen». Y lanza una pregunta inquietante: «¿Y si un día nos despertáramos, todos nosotros, y descubriéramos que somos absolutamente incapaces de leer?». Sería un regreso a un mundo no tan lejano, anterior al milagro de las voces dibujadas y las palabras silenciosas.

14

La expansión de la lectura provocó un nuevo equilibrio de los sentidos. Hasta entonces, el lenguaje se abría camino a través de los oídos pero, tras el hallazgo de las letras, parte de la comunicación emigróa la mirada. Y los lectores pronto empezaron a sufrir problemas de visión. Por las quejas de algunos escritores romanos, descubrimos que el uso cotidiano de las tablillas enceradas fatigaba y «oscurecía» la vista. En la superficie de cera, los trazos eran simples hendiduras sin contraste —trabajosos surcos de palabras—. El poeta Marcial mencionó en sus versos «los desfallecientes ojos» de quien lee en tablillas, y Quintiliano recomendaba a todas las personas de vista frágil leer solo libros escritos con tinta en la superficie del papiro o pergamino, negro sobre pardo. Asíaveriguamos que el soporte más barato y accesible al alcance de nuestros antepasados dejaba secuelas. 

En aquel tiempo, no había forma de corregir las dioptrías. Por eso, la vista cansada de muchos lectores y estudiosos del pasado estaba con frecuencia condenada a sumergirse lentamente en una neblina sin regreso o a deshacerse en una tormenta de manchas de donde huían los colores y la luz. Las gafas todavía estaban por inventar. Se cuenta que el emperador Nerón miraba a través de una enorme esmeralda para poder ver desde el palco los detalles de sus amadas peleas entre gladiadores. Es posible que tuviese la vista corta y emplease sus grandes joyas labradas como la lente de un catalejo. En todo caso, las piedras preciosas de tamaño gigantesco estaban al alcance de emperadores, pero no de intelectuales con la bolsa flaca y telarañas en los bolsillos de la túnica. 

Largos siglos después, en 1267, Roger Bacon demostrócientíficamente que la letra pequeña podía verse más clara y aumentada usando lentes esmeriladas de una forma precisa. A raíz de este descubrimiento, las fábricas de Murano empezaron a experimentar con el vidrio, convirtiéndose en la cuna de las gafas. Descubiertas las lentes, había que crear monturas cómodas, ligeras y que no dejasen resbalar los anteojos. Aunque algunas de esas primeras soluciones recibieron el apodo de «estrujanarices», los nuevos artilugios se convirtieron rápidamente en un apetecible símbolo de prestigio social. 

En una escena de El nombre de la rosa, Guillermo de Baskerville, ante un maravillado Adso, extrae un par de gafas de la bolsa que lleva colgando del sayo a la altura del pecho y se las coloca en el rostro. En el siglo XIV, cuando sucede la historia, eran todavía una rareza. Los monjes de la abadía, que nunca antes habían visto nada semejante, observan con curiosidad, pero sin atreverse a preguntar, la extraña prótesis de vidrio. El joven Adso la describe como «una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre como el jinete en el lomo de su caballo. Por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso». Guillermo explica a su atónito ayudante que el paso de los años endurece los ojos y que, sin ese prodigioso instrumento, muchos sabios, al cumplir cincuenta primaveras, morirían para la lectura y la escritura. Los dos dan gracias al Señor porque alguien haya descubierto y fabricado esos fabulosos discos capaces de resucitar la visión. 

Los lectores ricos de la Antigüedad no podían comprar aún las inexistentes gafas, pero tenían a su disposición los rollos más lujosos del mercado con los que proteger y agasajar sus ojos. La mayoría de los libros se elaboraban por encargo, y la calidad del producto artesano dependía, como en todas las épocas, del gasto que estaba dispuesto a afrontar el comprador. Para empezar, había distintas calidades de papiro. Como Plinio documenta, el más fino procedía de tiras rebanadas de la pulpa interior del junco egipcio. Si el coleccionista tenía la bolsa bien repleta, la caligrafía del copista sería más grande y bella, y el libro se leería con mayor facilidad y perduraría más tiempo. 

Imaginemos por un momento los rollos más hermosos, más refinados,  más  exclusivos.  Los  bordes  de  las  hojas  de  papiro, alisadas laboriosamente con piedra pómez, se adornaban con una franja de  color.  Para  reforzar  la  consistencia  de  los  libros,  se labraban  unos  bastoncillos  llamados  «ombligos»,  de  marfil  o maderas valiosas, a veces recubiertas de pan de oro. Los remates del ombligo eran unas empuñaduras muy adornadas. Los rollos de la Torá judía utilizados en las sinagogas mantienen vivo el aspecto de  aquellos  primeros  libros.  Para  los  judíos,  los  cilindros  de madera    con    sus    pomos —«árboles    de    la    vida»—son imprescindibles por la prohibición ritual de tocar con la mano el pergamino  o  las  letras  de  los  libros  sagrados.  Entre  los  griegos  y romanos,  acariciar  el  texto  nunca  fue  sacrilegio,  y  los  ombligos sencillamente ayudaban a desplegar y rebobinar el rollo con más facilidad.

Los   artesanos   inventaron   otros   caros   accesorios   para bibliófilos caprichosos, como cajas de viaje y fundas de piel para preservar el papiro de las inclemencias. En los ejemplares de lujo, esa  funda  se  teñía  de  púrpura,  el  color  del  poder  y  la  riqueza. Sabemos  que  existía  también  un  caro  ungüento —el  aceite  decedro—con el que untar el papiro con el propósito de ahuyentar a las polillas que devoraban palabras. Solo los aristócratas y patricios romanos podían presumir de bibliotecas  tan  fastuosas.  Exhibían  asíel  orgullo  de  su  fortuna, como los que hoy sepavonean conduciendo un Rolls-Royce. Los poetas, sabios y filósofos, salvo excepciones, no pertenecían a esos círculos  privilegiados.  Algunos  de  ellos  miraban  de  reojo  los bellísimos libros que quedaban fuera de su alcance y, rezongando entre dientes,escribían como venganza agudas sátiras contra los coleccionistas  incultos.  Ha  llegado  hasta  nosotros  uno  de  esos rencorosos  libelos,  titulado Contra  un  ignorante  que  compraba muchos libros: «Quien no obtiene ningún beneficio de los libros ¿quéhace alcomprarlos sino dar trabajo a los ratones, guarida a las  polillas  y  golpes  a  los  esclavos  que  no  los  cuidan  bastante? Podrías prestarlos a quienes harían más provecho, ya que no sabes quéhacer con ellos. Pero eres como el perro que, tendido en la cuadra, ni come la cebada ni deja que el caballo la coma, él que podría  hacerlo».  Esta  obra  maestra  del  cabreo  y  el  insulto  pinta con ira el paisaje de escasez anterior a la imprenta, cuando leer era, demasiadas veces, un signo de inmerecido privilegio. 

15

Durante  mucho  tiempo  los  libros  circularon  de  mano  en mano  dentro  de  los  círculos  cerrados  de  las  amistades  y  las clientelas más exclusivas. En la Roma republicana, leían las élites y  sus  satélites.  Transcurrieron  largos  siglos  en  los  que,  a  falta  de 

bibliotecas públicas en la Urbe, solo podías posar los ojos en los libros si poseías un gran patrimonio, o si tenías habilidad para la adulación. Hacia el siglo I a. C. atisbamos por primera vez la existencia de  lectores  por  placer,  sin  gran  fortunani  pretensiones  sociales. Esa rendija se abriógracias a las librerías. Sabemos que ya hubo comercio  librario  en  Grecia,  pero  apenas  poseemos  datos  para reconstruir  la  imagen  de  aquellos  primeros  tenderetes  de  libros. Acerca   del   mundo   romano,   en   cambio,nos   han   llegado sustanciosos  detalles  (nombres,  direcciones,  gestos,  precios  e incluso bromas). 

El joven poeta Catulo —siempre fue joven, pues murió a los treinta  años—cuenta  una  reveladora  anécdota  de  amistad  y librerías ambientada a mediados del siglo Ia. C. Como precedente de  nuestras  inocentadas  navideñas,  a  finales  de  un  frío  mes  de diciembre, durante las fiestas saturnales, recibióun regalo en son de  broma  de  parte  de  su  amigo  Licinio  Calvo:  una  antología poética de los autores que ambos consideraban los más nefastos del momento. «Grandes dioses, qué horrible y condenado librito has  enviado  a  tu  Catulo  para  que  se  muriera  de  una  vez», refunfuña  Catulo.  Y  a  continuación  trama  su  venganza:  «Esta fechoría no te saldrá barata, gracioso, porque en cuanto amanezca correré a los arcones de los libreros y compraré los peores venenos literarios  para  devolverte  estos  suplicios.  Mientras  tanto,  volved allí de  donde  en  mala  hora  salisteis,  calamidad  de  nuestros tiempos, pésimos poetas». 

Por medio  de  estos  versos  juguetones  descubrimos  que  en aquella época  ya  era  una  costumbre  habitual  regalar  libros adquiridos en el mercado por las saturnales. Es más, el vengativo Catulo puede confiar en que, al alba del día siguiente, encontrará abiertas en  Roma  varias  librerías  donde  comprar  lo  peor  y  más mortífero de la producción poética contemporánea, que le servirá para vengarse de la malicia de su amigo. 

Esas librerías madrugadoras eran, principalmente, talleres de copia  por  encargo.  A  esosestablecimientos  acudían  sobre  todo personas de baja estofa que no tenían ni siquiera un mal esclavo al que encomendar la tarea. Llegaban con un original bajo el brazo y ordenaban un determinado número de copias manuscritas, más o   menos   lujosas   según sus  posibilidades   económicas. Los empleados del taller, en su mayoría esclavos, manejaban rápido el cálamo. El bilbilitano Marcial, que fue el gran adalid antiguo de la poesía  breve,  afirmaba  que  una  copia  de  su  segundo  libro  de epigramas —de treinta páginas en mi edición impresa—se hacía esperar tan solo una hora. Argumentaba así las múltiples ventajas de su literatura rápida y ecológica: «Lo primero, consumo menos papiro; lo segundo, mis versos los copia todos el copista en una sola hora, y no es esclavo de mis bagatelas durante mucho tiempo; en tercer lugar, aunque el libro sea malo desde el principio hasta el final, solo dará la tabarra un ratito».

La misma palabra, librarius, designaba al copista y al librero, porque  se  trataba  de  un  solo  oficio.  Antes  de  la  invención  de  la imprenta, los libros eran reproducidos de uno en uno, letra a letra, palabra  por  palabra.  El  precio  del  material  y  del  trabajo  eran constantes.  Producir  de  una  sola  vez,  como  hacemos  hoy,  una tirada  de  miles  de  ejemplares  no  hubiera  significado  ningún ahorro.  Más  bien  al  contrario,  elaborar  muchos  libros  sin  un comprador garantizado habría colocado al negocio en peligro de quiebra. Los romanos hubieran arqueado una ceja incrédula ante nuestros conceptos actuales de público potencial y ampliación de mercado. Sin embargo, la anécdota de Catulo da a entender que se podía acudir a las librerías en busca de algunas obras ya listas para   su   compra,   sin   necesidad   de   aportar   el   original —seguramente  se  trataría  de  un puñado  de  novedades  y  ciertos clásicos  imprescindibles—.  Los  libreros  empezaban  a  asumir  un cierto grado de riesgo empresarial, ofreciendo libros prêt-à-porter de autores en quienes confiaban. 

Marcial fue el primer escritor que hizo gala de una relación amistosa con el gremio de los libreros. Seguramente él mismo, que siempre protestaba de la tacañería de sus mecenas, se surtiría de libros   en   las   tiendas.   Varios   de   sus   modernísimos  poemas contienen publicidad encubierta, tal vez pagada: «En el barrio del Argileto, frente al foro de César, hay una librería cuya puerta estátotalmente llena de rótulos, de suerte que puedes leer rápidamente los  nombres  de  todos  los  poetas.  Búscame  allí.  Atrecto —asíse llama el dueño de la librería—te dará del primer o segundo estante un Marcial pulido con piedra pómez y adornado con púrpura, por cinco denarios». A  juzgar  por  el  precio  de  cinco  denarios  que  menciona  el poeta  para  su  flaco  librito —un  denario  era  el  salario  de  una jornada de trabajo—, Atrecto y los escribas de su taller elaboraban productos  de  lujo,  aunque  suponemos  que  también  fabricarían libros baratos para presupuestos más escuálidos. 

Junto  con  Atrecto,  Marcial  deja  caer  en  sus  versos  los nombres  de  otros  tres  libreros:  Trifón,  Segundo  y  Quinto  Polión Valeriano. Al último le dedica unas socarronas palabras de gratitud por mantener en venta sus libros primerizos: «Todas las fruslerías que escribí cuando era joven, lector, se las pedirás a Quinto Polión Valeriano, gracias al cual no perecen mis tonterías». Y publicita el negocio  de  Segundo,  dirección  incluida:  «Para  que  no  ignores dónde estoy en venta y no andes vagando de un lado a otro por toda la ciudad, sigue mis instrucciones: busca a Segundo, el liberto del culto Lucense, detrás del templo de la Paz y del Foro de Palas». En una sociedad que no reconocía los derechos de autor, Marcial no  recibía  ningún  porcentaje  de  la  venta  de  sus  libros  en  esas librerías —ni   en   ninguna   otra—,   pero   quizácobraba   por anunciarlas  dentro  de  sus  poemas,  lo  que  convertiría  a  nuestro poeta en el precusor romano del product placement de las series de  televisión  actuales.  Es  probable,  además,  que  le  gustase merodear  por  esas  tiendas  en  sus  horas  de  ocio  y  que  quisiera inmortalizarlas  ensus  epigramas.  Seguramente  se  sentiría  más cómodo   comentando   los últimos   chascarrillos   literarios   en compañía de aquellos inteligentes empresarios libertos que en las mansiones de los desdeñosos aristócratas que le hacían entrar por la puerta de servicio.

Los poemas de Marcial nos ayudan a reconstruir cómo serían aquellas  primeras  librerías:  establecimientos  con  letreros  en  las puertas y filas de nichos o estantes en el interior. Por analogía con algunos comercios pompeyanos preservados por la lava volcánica, imagino una tienda de libros recorrida por un mostrador macizo y con  abigarrados  frescos  mitológicos  en  las  paredes;  una  puerta trasera comunicaría la sala donde el dueño atendía al público con el  taller  en  el  que  trabajaban  a  ritmo despiadado  los  esclavos copistas, encorvados hora tras hora sobre las páginas de papiro o pergamino,  soportando  con  estoicismo  el  dolor  de  espalda  y  los calambres en los brazos. Por medio de los libreros, los versos de Marcial empezaron a llegar a manos de lectores desconocidos, fuera del círculo de sus mecenas,   y  el   poeta   estaba   encantado   con   esa   nueva promiscuidad  literaria.  Otros  escritores,  sin  embargo,  vivían  con miedo y pudor la apertura incontrolada a un público cada vez más amplio  y  sin  rostro.  Horacio  confesó su  timidez  en  una  epístola donde  dialoga  con  su  propio  libro.  Riñe  a  su  obra  más  reciente como si tuviera vida propia o, para ser exactos, como si fuera un joven efebo con demasiadas ganas de salir a la calle y exhibirse ante el público. La discusión se calienta y el poeta echa en cara a su presumida criatura que está deseando llegar a la librería de los Sosios para prostituirse: «Odias los cerrojos y sellos que agradan al pudoroso, te quejas de ser mostrado a pocos y alabas, a pesar de tu crianza, los lugares públicos. ¿Quéhe hecho, pobre de mí?, dirás,  cuando  saciado  se  canse  tu  amante.  Cuando,  manoseado por el vulgo, empieces a ensuciarte». 

Detrás  de  estas  bromas  en  clave  erótica,  late  un  cambio histórico del acceso a la lectura. Entre los siglos I a. C. y I d. C., nació en  el  Imperio  romano  un  nuevo  destinatario:  el  lector anónimo.  Hoy  podría  resultar  triste  publicar  un  libro  que  solo leerán parientes y amigos; para los autores romanos, en cambio, era  la  situación más  habitual,  segura  y  confortable.  Abolir  esas fronteras,   aceptar   que   cualquiera   podía   asomarse   a   sus pensamientos y emociones a cambio de un puñado de denarios, fue  una  experiencia  vivida  como  una  traumática  desnudez  por muchos escritores. 

La   epístola   de   Horacio   anuncia   el   fin   del   monopolio aristocrático  sobre  los  libros.  Además,  expresa  una  profunda desconfianza  hacia  un  público  de  lectores  extraños —e  incluso plebeyos—, ajenos a sus relaciones, lejanos en el espacio y en el tiempo.  El  autor  acaba  amenazando  al  descarado  librito  con  un destino  humillante:  «Servirás  de  pasto  en  silencio  a  las  torpes polillas o te alcanzarála vejez en un pequeño rincón enseñando a  los  niños  las  letras,  o  en  un  paquete  serás  enviado  a  Ilerda  (la actual  Lérida)».  A  menos  que  el  desvergonzado  ejemplar  se comporte con decencia, quedándose en casa y entre personas de confianza, sufrirála insoportable vejación de convertirse en texto escolar o, peor aún, el ultraje de pertenecer a la biblioteca de un rudo lector hispano. Frente a la de Horacio, destaca la actitud abierta e irreverente de Marcial, nacido todavía más alláde Ilerda, en la celtíbera Bilbilis (hoy Calatayud) y, por tanto, desprovisto de prejuicios contra los provincianos. Empezaba una nueva época en la que ya no haría falta  cortejar  a  los  ricos  para  acceder  a  los  libros.  Marcial  y  los libreros aplaudían esta ampliación del campo de batalla.

16- Librero: Oficio de riesgo

Heleneera  hija  de  emigrantes.  Su  padre,  un  humilde  camisero, conseguía entradas para los teatros de Filadelfia a cambio de las prendas de ropa que vendía. Gracias a esos mercadeos, en plena Gran Depresión estadounidense, Helene podía arrellanarse en las gastadas butacas y, cuando las luces se apagaban en la sala para iluminar el escenario, su corazón latía deprisa, como un caballo desbocado  en  la  oscuridad  del  teatro.  Con  veinte  años  y  una escasa  beca,  se  instalóen  Manhattan  para  inaugurar  su  vida  de escritora. Durante décadas se alojóen cochambrosas habitaciones con muebles destartalados y cocinas plagadas de cucarachas, sin poder  prever  de  un  mes  para  otro  cómo  pagaría  el  alquiler. Malvivía  como  guionista  de  televisión  mientras  creaba,  una  tras otra, decenas de piezas que nadie quería producir. 

Su   mejor   obra,   que   fue   creciendo   y   tomando   forma lentamente durante los siguientes veinte años, nació de la forma más inocente y más imprevista. Helene tropezó con un minúsculo anuncio   de   una   librería   londinense   especializada   en   libros agotados. En el otoño de 1949, envió su primer pedido al número 84 de Charing Cross Road. Los libros, asequibles gracias al cambio de moneda, empezaron a viajar a través del océano, rumbo a las estanterías de sus sucesivos apartamentos, fabricadas con cajas de naranjas. 

Desde el principio, Helene envióa la librería algo más que frías  listas  y  el  dinero  de  los  pagos  correspondientes.  Sus  cartas explicaban  el  placer  de  desembalar  el  libro  recién  llegado  y acariciar las páginas de un hermoso color  crema,  suaves  al  tacto;  su  cómica  decepción  si  la  obra  no estaba  a  la  altura  de  las  expectativas  previas;  sus  impresiones  al leer   los   textos,   sus   apuros   económicos,   sus   manías —«me encantan esos libros de segunda mano que se abren por aquella página que su anterior propietario leía más a menudo»—. El tono, al  principio  envarado,  de  las  respuestas  que  enviaba  el  librero, llamado  Frank,  se  fue  relajando  con  el  paso  de  los  meses  y  las cartas.  En  diciembre,  llegóa  Charing  Cross  Road  un  paquete navideño  de  Helene  para  los  empleados  de  la  librería.  Contenía jamón,  latas  de  conserva  y  otros  productos  que,  en  la  dura posguerra inglesa, solo se podían conseguir en el mercado negro. En primavera, ella pidióa Frank, por favor, una pequeña antología de poetas «que sepan hablar del amor sin gimotear» para leerla al aire libre, en Central Park. 

Lo  extraordinario  de  esas  cartas  es  cómo  dejan  entrever  lo que  no  cuentan.  Frank  nunca  lo  dice,  pero  es  indudable  que se deja  la  piel,  recorriendo  grandes  distancias  y  registrando  cada rincón de remotas bibliotecas privadas en venta, a la búsqueda de los  libros  más  bellos  para  Helene.  Y  ella  responde  con  nuevos paquetes de regalo, con nuevas confidencias humorísticas sobre símisma,  con  nuevos  encargos  apremiantes.  Una  emoción  sin palabras  y  un  deseo  callado  se  infiltran  en  esta  correspondencia comercial que ni siquiera es privada, porque Frank saca una copia de cada carta para el archivo del negocio. Transcurren losaños, y los libros. Frank, casado, contempla cómo sus dos hijas dejan atrás la  infancia  y  la  adolescencia.  Helene,  siempre  sin  un  céntimo, sigue  subsistiendo  gracias  a  la  escritura  alimenticia  de  guiones televisivos.  Los  dos  intercambian  regalos,  encargos  y  palabras, cada vez más espaciadas. Han depurado un lenguaje propio para comunicarse,  limpio  de  sentimentalismos,  reticente,  plagado  de frases ingeniosas para quitar hierro a su amor omitido. 

 Helene  siempre  anunciaba  que  viajaría  a  Londres —y  a  lalibrería—en  cuanto  reuniera  dinero  para  los  billetes,  pero  las eternas penurias de la escritura, un percance dental y los gastos de sus   incesantes   mudanzas   retrasaban   verano   tras   verano   el encuentro.  Con  frases  siempre  pudorosas,  Frank  lamentaba  que, entre tantos turistas americanos fascinados por los Beatles, nunca llegase Helene. En 1969 Frank murióde repente a causa de una peritonitis    aguda.    Su    viuda    escribióunas    líneas    a    la norteamericana: 

 «No me importa reconocer que a veces me he sentido muy celosa  de  ti».  Helene  reuniótodas  las  cartas  y  publicóla correspondencia de los dos en forma de libro. Entonces conocióel éxito  fulgurante  que  durante  años  de  duro  trabajo  siempre  le había  vuelto  la  espalda. 84,  Charing  Cross  Road se  convirtiópronto  en  una  novela  de  culto,  adaptada  al  cine  y  al  teatro. Después de décadas escribiendo piezas teatrales que nadie estaba dispuesto a producir, Helene Hanff triunfóen los escenarios con una obra que nunca pretendióserlo. Gracias a la publicación del libro,  por  fin  pudo  viajar  a  Londres —por  primera  vez  pero demasiado tarde: Frank estaba muerto y la librería Marks & Co. ya había desaparecido—.

Solo  la  mitad  de  la  historia  de  la  escritora  y  su  librero-confidente  estácontenida  en  su  correspondencia.  La  otra  mitad palpita en los libros que él buscópara ella, porque recomendar y entregar  a  otro  una  lectura  elegida  es  un  poderoso  gesto  de acercamiento, de comunicación, de intimidad. 

Los  libros  no  han  perdido  del  todo  ese  primitivo  valor  que tuvieron  en  Roma,  la  sutil  capacidad  de  trazar  un  mapa  de  los afectos y las amistades. Cuando unas páginas nos conmuevan, un ser querido seráel primero a quien hablaremos de ellas. Al regalar una  novela  o  un  poemario  a  alguien  que  nos  importa,  sabemos que  su  opinión  sobre  el  texto  se  reflejarásobre  nosotros.  Si  un amigo, una amada o un amante coloca un libro en nuestras manos, rastreamos  sus  gustos  y  sus  ideas  en  el  texto,  nos  sentimos intrigados  o  aludidos  por  las  líneas  subrayadas,  iniciamos  una conversación personal con las palabras escritas, nos abrimos con mayor intensidad a su misterio. Buscamos en su océano de letras un mensaje embotellado para nosotros. 

Cuando apenas se conocían, mi padre le regalóa mi madre un ejemplar de Trilce, los poemasde juventud de César Vallejo. Tal vez nada de lo que sucediódespués hubiera sido posible sin la emoción que esos versos despertaron. Ciertas lecturas son una forma  de  derribar  barreras,  ciertas  lecturas  nos  recomiendan  al desconocido que las ama. No tengo parentesco con el prodigioso César Vallejo, pero lo he injertado en mi árbol genealógico. Igual que  mis  remotos  bisabuelos,  el  poeta  fue  necesario  para  que  yo existiera. 

A  pesar  del  empuje  de  la  mercadotecnia,  los  blogs  y  las críticas, las cosasmás bellas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido —o a un librero convertido en amigo—. Los   libros   nos   siguen   uniendo   y   anudando   de   una  forma misteriosa. 

17

Las librerías desaparecen rápido, sus rastros en el tiempo son más  tenues  que  las  huellas  de  las  grandes  bibliotecas.  En  su imprescindible  ensayo —y  ruta  de  viajes  bibliófilos—,  Jorge Carrión escribe que el diálogo entre las colecciones privadas y las colecciones públicas, entre la librería y la biblioteca, es tan viejocomo la civilización; pero la balanza histórica siempre se inclina por la segunda. Mientras que el bibliotecario acumula, atesora, a lo  sumo  presta  temporalmente  la  mercancía,  el  librero  adquiere para librarse de lo adquirido, compravende, pone en circulación. Lo  suyo  es  el  tráfico,  el  pasaje.  Si  las  bibliotecas  están  atadas  al poder, a los gobiernos municipales, a los Estados y sus ejércitos, las  librerías  vibran  con  el  nervio  del  presente,  son  líquidas, temporales. Y, añadiría yo, peligrosas. 

Ya desde tiempos de Marcial, los libreros ejercen un oficio de  riesgo.  El  poeta  pudo  presenciar  en  Roma  la  ejecución  de Hermógenes  de  Tarso,  un  historiador  que  molestóal  emperador Domiciano  con  ciertas  alusiones  contenidas  en  su  obra.  Para mayor escarmiento, sufrieron también pena de muerte los copistas y  libreros  que  pusieron  en  circulación  el  volumen  maldito. Suetonio  explicóla  condena  de  estos últimos  con  unas  palabras que no necesitan traducción: librariis cruci fixis. 

Domiciano inaugurócon esos crucificados un triste cómputo de opresiones. Desde entonces, incontables censores han aplicado el  mismo  método  del  emperador,  castigando  responsabilidades indirectas.  El éxito  del  mecanismo  represor  estriba  precisamente en extender la amenaza derepresalias, multas o cárcel a todos los eslabones  de  la  cadena  de  difusión  (desde  los  amanuenses  o impresores de antaño, al administrador de un foro o proveedor de internet).  Amedrentar  a  esos  agentes  ayuda  a  acallar  los  textos incómodos,  pues  es  poco  probable  que  todos  los  involucrados estén  dispuestos  a  correr  los  mismos  riesgos  que  el  autor,  más visceralmente  comprometido  con  la  publicación  de  su  propia obra. Por tanto, las amenazas a los libreros son parte esencial de esta guerra sin cuartel contra los libros libres. 

Casi  nada  sabemos  de  los  libreros  a  quienes  el  emperador ajusticiópor  copiar  y  vender  la  historia  de  Hermógenes,  que  tal vez ni siquiera les gustaba. Solo los salva del olvido una frase veloz de Suetonio, en un párrafo sobre elterror que instauró Domiciano. Aparecen  y  desaparecen  al  instante,  dejándonos  un  regusto  de curiosidad  insatisfecha.  Se  les  nombra  por  primera  vez  cuando mueren,  y  ahíqueda  todo.  ¿Quéhistoria  habrían  contado  ellos? ¿Quépenurias pasaron, y quéalegrías conocieron en su profesión? ¿Fueron  víctimas  de  un  escarmiento  arbitrario  o  apoyaban  el espíritu subversivo del autor del texto que les costóla vida? 

Un apasionante libro de memorias da voz a los libreros de otra época  incierta,  caótica  y  autoritaria:  la  España  del  siglo  XIX que salía del reinado absolutista de Fernando VII. El autor, George Borrow,  al  que  los  madrileños  llamaban  «don  Jorgito  el  inglés», vino a nuestro país enviado por la British and Foreign Bible Society con  la  misiónde  difundir  los  libros  sagrados  en  su  versión anglicana.  Borrow  recorrióla  geografía  de  la  península  por caminos polvorientos y casi clandestinos para ir depositando sus ejemplares de la Biblia en las principales librerías de capitales y pueblos. Entre un paisaje abigarrado de venteros, gitanos, meigas, labriegos, arrieros, soldados, contrabandistas, bandoleros, toreros, partidas  carlistas  y  funcionarios  cesantes,  retrata  el  famélico mundo editorial que conoció. Al publicar en 1842 el relato de susviajes  peregrinos, La  Biblia  en  España,  afirmósin  rodeos:  «la demanda  de  obras  literarias  de  cualquier  género  es  en  España miserablemente reducida». 

La  obra  despliega  una  impagable  galería  de  libreros  que hablan en primera persona, testarudos, quejosos, maltratados —y, en  algún  caso,  inquietantes—.  El  librero  de  Valladolid,  «hombre sencillo, de corazón bondadoso», solo podía dedicarse a la venta de libros en combinación con otros negocios heterogéneos, ya que la  librería  no  le  daba  para  vivir.Borrow  logróque  un  intrépido librero   de   León   aceptase   vender   sus   biblias   anglicanas   y anunciarlas.  Pero  los  leoneses,  «furibundos  carlistas,  con  raras excepciones»,  incoaron  un  proceso  ante  el  tribunal  eclesiástico contra su heterodoxo convecino. El librero, lejos de acobardarse, sostuvo el reto y llegóhasta fijar un anuncio en la misma puerta de la catedral. En Santiago de Compostela, Borrow trabóamistad con un veterano del oficio, que lo llevaba a recorrer las cercanías de la ciudad durante lossuaves atardeceres veraniegos. Tras varias caminatas, se atrevióa hablarle a corazón abierto y confiarle las persecuciones   sufridas:   «Los   libreros   españoles   somos   todos liberales.  Somos  muy  amantes  de  nuestra  profesión  y,  más  o menos,  todos  hemos  padecido  por  su  causa.  Muchos  de  los nuestros  fueron  ahorcados  en  los  tiempos  de  terror,  por  vender inofensivas traducciones del francés o del inglés. Yo tuve que huir de Santiago y refugiarme en la parte más agreste de Galicia. A no ser  por  los  buenos  amigos,  no  lo  contaría  ahora;  con  todo,  me costómucho dinero arreglar el asunto. Mientras estuve escondido, se  hicieron  cargo  de  la  librería  los  funcionarios  de  la  curia eclesiástica, y le decían a mi mujer que era menester quemarme por haber vendido libros malos». 

El más oscuro de todos —un Sweeney Todd ibérico—fue el librero-barbero  loco  de  Vigo,  que,  según  le  cuentan  a  Borrow, igual  te  vendíaun  libro  que  intentaba  rebanarte  el  cuello  so pretexto de afeitarte. No queda claro de quédependía la actitud amable   u   homicida   del   buen   hombre.   Me   pregunto   si   su menguante  clientela  se  jugaba  el  pescuezo  al  opinar  sobre literatura. 

Hay casi mil ochocientos años de distancia entre Domiciano y  Fernando  VII,  pero  la  historia  de  sus  libreros  respira  una atmósfera compartida. En épocas tiránicas, las librerías suelen ser lugares   de   acceso   a   lo   prohibido   y,   por   tanto,   despiertan sospechas. En épocas de fobia al influjo extranjero, son puertos en tierra  firme,  pasos  fronterizos  difíciles  de  vigilar.  Las  palabras forasteras, las palabras repudiadas o incómodas encuentran allísu escondrijo.  Mi  madre  todavía  guarda  el  recuerdo  intacto  de  las trastiendas  de  ciertas  librerías  durante  la  dictadura,  el  ritual  de entrada, el miedo y la alegría rebelde e infantil de ser admitida en el  escondite,  y,  por  fin,  tocar  la  mercancía  peligrosa:  libros exiliados,     ensayos     revoltosos,     novelas     rusas, literatura experimental,  títulos  que  los  censores  habían  calificado  como  obscenos. Comprabas un libro y además la necesidad de ocultarlo siempre;  comprabas  sigilo  y  peligro;  pagabas  por  ser  bautizado como proscrito. 

Recuerdo una mañana de los años noventa del pasadosiglo, con  mi  padre,  en  Madrid.  Habíamos  entrado  en  una  librería  de viejo de las que tanto le gustaban (reinos del caos y del desorden). Allípodía pasar horas. Él lo llamaba curiosear o bien olfatear, pero más  bien  paía  que  estaba  cavando  en  una  mina.  Hundía  los brazos hasta las axilas para llegar hasta los libros que yacían en la base de las pilas, palpaba, tanteaba, provocaba derrumbamientos. Si se colocaba bajo el cono de luz de una lámpara, descubrías que a su alrededor flotaba una aureola de polvo. Era feliz hurgando en los montones, en las cajas, en las estanterías colonizadas por tres filas de lomos. El esfuerzo físico de la búsqueda formaba parte del placer  comprador.  Aquella  mañana  de  los  años  noventa  en Madrid, mi padre desenterróuna curiosa pepita. En apariencia, un Quijote. El hidalgo flaco en la cubierta de tela, el primer capítulo, la adarga antigua, la olla con más vaca que carnero, los duelos y quebrantos  los  sábados.  Pero  en  el  lugar  del  segundo  capítulo arrancaba otra obra, El capital. Mi padre sonriócon una plenitud poco habitual. Se iluminó. El tándem de Cervantes y Marx no era un  exótico  error  de  impresión,  sino  un  libro  clandestino,  un recuerdo vivo de lajuventud de mi padre, un fantasma llegado de los mismos años, ambientes, susurros y escamoteos que él había vivido. Cientos de recuerdos mínimos lo inundaron por sorpresa. Aquel  extraño  injerto —Karl  incrustado  en  Miguel—significaba mucho para él, quizáporque despertóla nostalgia de sus lecturas enmascaradas.  A  mítambién  me  sobrevolóla  memoria  y  la amenaza de esos años de los que no tengo recuerdos, esos años en los que no nací—mis padres se prohibieron tener hijos mientras viviese Franco—.

18

Poco antes de escribir este capítulo, cayóen mis manos Una librería  en  Berlín,  de  Françoise  Frenkel,  el  absorbente  relato autobiográfico  de  una  librera  judía  expropiada  y  nómada.  Me atraparon de inmediato las primeras palabras de la obra:«Es deber de  los  supervivientes  rendir  testimonio  para  que  los  muertos  no sean olvidados ni los oscuros sacrificios sean desconocidos. Ojalá estas  páginas  puedan  inspirar  un  pensamiento  piadoso  hacia aquellos  que  fueron  silenciados  para  siempre,  exhaustos  por  el camino o asesinados». 

El  título  original,  más  expresivo —Ningún  lugar  donde reposar  la  cabeza—,  resume  su  historia  de  desarraigo.  Françoise nacióen Polonia, pero sus pasos vagabundos la llevaron a París, donde  aprendióel  oficio  de  librera  y  sus  sutilezas  («Conseguía desentrañar  un  carácter,  un  estado  de ánimo  o  un  pensamiento solo  por  el  modo  casi  tierno  que  tenía  alguien  de  coger  un volumen, por la delicadeza con que pasaba sus páginas, por cómo las leía piadosamente o las hojeaba a toda velocidad, sin prestar atención,  poniéndolo  enseguida  otra  vez  sobre  la  mesa,  a  veces tan  descuidadamente  que  llegaba  a  estropearse  esa  parte  tan sensible  que  son  las  puntas.  Con  discreción,  me  aventuraba  a colocar a mano del lector el libro que yo consideraba el adecuado para él,  con  el  fin  de  evitarle  el  embarazo  de  verse  influido  por una  recomendación.  Si  le  parecía  de  su  agrado,  yo  me  sentía exultante»). 

Años  más  tarde,  en  1921,  fundóuna  librería  francesa  en Berlín,  La  Maison  du Livre.  En  ella  acogía  a  una  clientela cosmopolita y organizaba conferencias de escritores de paso por Alemania  (Gide,  Maurois,  Colette).  La  colonia  de  rusos  blancos afincados en Charlottenburg era el público principal del negocio de Françoise. Nabokov, que vivía en el mismo barrio, seguramente dejótranscurrir allítristes tardes crepusculares de invierno. Fueron años efervescentes para la librera. 

En  1935,  con  los  nazis  al  timón  del  país,  empezaron  las dificultades. Primero fue la obligación de someterse a un servicio especial encargado de evaluar los libros de importación. A veces aparecía  la  policía  y  requisaba  algunos  volúmenes  y  periódicos franceses   que   figuraban   en   su   lista   negra.   El   número   de publicaciones francesas autorizadas era cada vez más limitado, y la  mera  difusión  de  obras  prohibidas  conducía  a  los  libreros directamente  al  campo  de  concentración —una  vez  más,  la estrategia de Domiciano—.

Tras  la  aprobación  de  las  leyes  raciales  de  Núremberg,  el cerco empezóa estrecharse. Françoise sufrióun interrogatorio de la Gestapo. En la oscuridad, desde la cama, escuchaba las rondas nocturnas  de  los  camisas  pardas.  Desafiantes,  cantaban  himnos que glorificaban la fuerza, la guerra y el odio. 

Durante la Noche de los Cristales Rotos, Berlín crepitóa la luz  de  las  teas  y  las  sinagogas  incendiadas.  Al  alba,  Françoise, sentada  en  los  escalones  de  su  librería,  vio  acercarse  a  dos individuos armados con largas barras de hierro. Se detenían ante ciertos  escaparates  y  los  rompían.  Los  cristales  saltaban  en pedazos. Entraban al escaparate por el afilado agujero que habían abierto para patear y pisotear el género. Ante La Maison du Livre, consultaron  su  lista.  «No  está»,  dijeron,  y  pasaron  de  largo.  La precaria protección de laEmbajada Francesa había evitado por el momento el asalto de la tienda. Françoise pensóque, si se hubiera dado el caso, aquella noche, en su librería, habría defendido cada libro  con  todas  sus  fuerzas,  no  solo  por  apego  a  su  oficio,  sino también  porrepugnancia,  «por  una  nostalgia  infinita  de  la muerte».

Fue durante la primavera de 1939 cuando se rindióante la evidencia: ya no había lugar en Berlín para su pequeño oasis de libros  franceses.  Lo  más  sensato  sería  escapar.  Pasósu última nocheen  Alemania  velando  los  estantes  repletos,  el  pequeño perímetro  donde  sus  clientes  acudían  a  olvidar,  a  consolarse,  a respirar libremente. Ya en París se enteróde que las colecciones de libros y discos, asícomo los muebles, habían sido confiscados por  el  Gobierno  alemán  por  motivos  raciales.  Lo  había  perdido todo.  Estallóla  guerra.  El  monstruoso  termitero  humano  que Françoise   había   visto   nacer   en   Alemania   amenazaba   con extenderse  por  Europa.  Ella,  sin  casa,  sin  apenas  equipaje,  sin ningún  lugar  donde  descansar,  era  solo  una  gota  en  el  oleaje oceánico   de   fugitivos   europeos.   Sus   memorias   relatan   sus peripecias y su vida amenazada hasta cruzar clandestinamente la frontera suiza. 

Es poco probable que Hitler cruzase alguna vez el umbral de La Maison du Livre. Sin embargo, la literatura había sido un refugio también  para él.  Debido  a  sus  problemas  pulmonares  en  la adolescencia,  se  convirtióen  un  lector  compulsivo.  Según  sus amigos   de   juventud,   frecuentaba   librerías   y   bibliotecas   de préstamo.  Lo  evocaban  rodeado  de  pilas  de  libros,  sobre  todo tratados de historia y sagas de héroes alemanes. A su muerte, dejo una biblioteca con más de mil quinientos volúmenes. Mein Kampf lo convirtióen el autor del gran best seller en alemán de los años treinta del pasado siglo. En esa década, su libro fue el más vendido después  de  la  Biblia.  Cobróliquidaciones  millonarias  por  las ventas  y,  nimbado  por  el éxito  y  el  dinero,  consiguióborrar  su imagen de fanfarrón de cervecería. Tras su fracaso como golpista, la  escritura  le  devolvióla  autoestima.  Desde  1925,  año  de publicación  del  primer  volumen  de Mi  lucha,  rellenóen  sus declaraciones de renta la casilla correspondiente a la profesión de «escritor» —el liderazgo de masas, la intimidación y el genocidio eran por entonces aficiones no remuneradas—. Acabada la guerra, se   calcula   que   habían   sido   distribuidos   diez   millones   de ejemplares de la obra, traducida a dieciséis idiomas. Desde que en 2015 el libro entróen dominio público, se han vendido otros cien mil  ejemplares  en  Alemania.  Los  responsables  de  las  sucesivas ediciones reconocen: «las cifras nos abruman». 

En 1920 —casi al mismo tiempo que Françoise se lanzaba a su  aventura  berlinesa,  y  mientras  Hitler  pronunciaba  con  sus característicos aspavientos los primeros discursos multitudinarios—, Mao Zedong abrióuna librería en Changsha. El negocio  funcionótan  bien  que  llegóa  tener  contratados  seis empleados —esa   temprana   aventura   capitalista   resultótan asombrosamente rentableque durante años financiósu incipiente carrera  revolucionaria—.  Tiempo  atrás  había  trabajado  en  una biblioteca  universitaria,  donde  se  le  recordaba  como  un  lector voraz.   Cuarenta   y   seis   años   más   tarde,   con   inexplicable ensañamiento,  impulsaría  laRevolución  Cultural,  que  dejóuna estela   de   libros   quemados   y   de   intelectuales   sometidos   a humillantes  sesiones  de  autocrítica,  encarcelados  o  asesinados. Como  escribe  Jorge  Carrión,  quienes  diseñaron  los  mayores sistemas    de    control,    represión    y    ejecución    del    mundo contemporáneo,   quienes   demostraron   ser   los   más   eficientes censores   de   libros,   eran   también   estudiosos   de   la   cultura, escritores, grandes lectores.

Aunque las librerías parecen espacios serenos y alejados del mundo  trepidante,  en  sus anaqueles  palpitan  las  luchas  de  cada siglo. 

Lectura IV: El monje de la mala letra

Examinamos la historia y el futuro de la caligrafía de la mano de Ewan Clayton, un académico que navega entre la sabiduría de los monasterios y Silicon Valley

IGNACIO RUBIO
22 OCT 2015 - 19:02 CEST - Diario El País

La caligrafía surgió en la oscuridad de las cuevas hace al menos 50.000 años. Cuando una de esas formas pintadas en las paredes logró expresar algo concreto para la comunidad surgió el primer signo, y cuando este se unió a otros fue posible la primera lectura. El origen del alfabeto como tal se reduce a un puñado de trazos utilizados para tomar notas de registro por los funcionarios del Imperio Medio de Egipto hacia el año 1850 antes de Cristo. Nuestro propio alfabeto procede de la escritura de los fenicios, que habitaban en ciudades costeras del actual Líbano como Tiro, Beirut, Sidón y la misma Biblos, la principal exportadora de papiro del mundo antiguo y a quien debemos la palabra biblioteca. El siguiente paso fue la fijación en los alfabetos griego y romano de 24 o 26 formas concretas proporcionadas. El secreto de la creación de las letras a partir de ese momento se basó en tener en cuenta las sutiles relaciones entre cada una de esas partes y en aprender a jugar con ellas.

Hoy día, la caligrafía –del griego kalos (bonito) y graphein (escritura)– se acerca a las nuevas disciplinas del diseño, aportándole un alma impensable con otras técnicas gráficas. En su faceta académica, su enseñanza es cada vez más corriente en la Universidad. La Biblioteca Nacional de Madrid dedica en estos días dos exposiciones a esta disciplina: Calígrafos españoles y Caligrafía hoy: del trazo al concepto. Pero si hay alguien que ha buceado en el misterio de las palabras, ese es el británico Ewan Clayton, exmonje en la abadía de ­Worth, asesor de Xerox en California, académico, escritor y director del Centro Internacional de Investigación de la Caligrafía de la Universidad de Sunderland (Reino Unido). Su libro La historia de la escritura, publicado este año por Siruela, es un recorrido primoroso por la evolución del alfabeto.

La vida de Clayton parecía predestinada al arte de la caligrafía. Su experiencia con el aprendizaje de la escritura comenzó con un estrepitoso fracaso infantil. “Cuando tenía 11 o 12 años, mi letra era tan mala que me hicieron repetir un curso en el colegio. Recuerdo cómo lloré cuando mi profesor me dijo que mi f estaba mal escrita. Yo asistía a una pequeña escuela en Ditchling, Sussex. Más tarde, en otra escuela, aprendí la letra itálica, y me gustó. Mi familia me animaba a seguir y me facilitaba libros de caligrafía. Mi abuela me regaló la biografía del padre de la caligrafía moderna, Edward Johnston (ella le había conocido ya que iba a danza escocesa con su esposa), y mi madre me prestó la obra básica de Johnston, Writing & Illuminating & Lettering, y me regaló un set de caligrafías. Empecé a hacerlas para otros niños de la escuela, que me pagaban con caramelos y postales, y en una ocasión escribí, usando una elaborada caligrafía, una cita que decía: ‘La pluma es más poderosa que la espada’. Me pagaron con una postal en 3D de peces tropicales, y entonces me di cuenta de que iba por el buen camino”.

El famoso Writing & Illuminating & Lettering, de Edward Johnston, en el que se recopilaba todo el conocimiento acumulado hasta entonces sobre las letras y la escritura, fue decisivo para Clayton. Su autor es hoy universalmente reconocido por haber sido el tipógrafo elegido en 1916 por el consejo del London Transport para realizar la tipografía del logotipo del metro londinense, que “debía tener la osada sencillez” de la rotulación clásica romana y sin embargo “pertenecer inequívocamente al siglo XX”. Aún subsiste.

Pero la danza escocesa no fue el único nexo de Clayton con su maestro Johnston: sus abuelos vivieron en la colonia campestre para artesanos fundada en 1907 por el maestro tipógrafo Eric Gill, en Ditchling, en los alrededores de Brighton. Esta comunidad semisocialista se había convertido en una influyente colonia de artistas entre los que estuvo el propio Edward Johnston. Sus ocupaciones eran el tallado de inscripciones en piedra, el grabado en madera y diversas tareas tipográficas para prestigiosas editoriales. Por allí apareció muchos años después un Ewan Clayton adolescente dispuesto a aprender a tallar con un cincel sobre roca caliza. Al salir de la universidad, concluyó su formación como calígrafo y se inició en los secretos de la encuadernación. Aprendió a cortar una pluma de ave, a preparar el pergamino y la vitela para escribir, y a hacer libros a partir de una pila de papel, cartón y pegamento, aguja e hilo, y fue cuando tenía veintitantos años cuando sufrió una crisis que le llevó a ingresar en un monasterio. “Siempre había soñado con ser monje. A los 28 años tuve cáncer y empecé a pensar en aquellas cosas que siempre había querido hacer. Cuando me recuperé, me di cuenta de que necesitaba cumplir con esa obsesión. Viví durante 12 años en un monasterio”.

Podríamos imaginar a Clayton iluminando códices enormes al estilo medieval, pero la cosa no era tan romántica: “Mi trabajo consistía en hacer portadas para los boletines de los actos eclesiásticos, grandes carteles para la Iglesia (normalmente en equipo), diseñar pequeños folletos y logos e incluso rediseñar el cementerio. Aún me ocupo de esculpir las lápidas de los monjes porque mi relación de amistad con esta comunidad continúa invariable”.

Del monasterio saltó a un centro de investigación de alta tecnología; Clayton pasó de la pluma de ave y los libros encuadernados a mano al correo electrónico y el universo digital. A finales de los ochenta fue contratado por la firma Xerox PARC, en Palo Alto (California). “Los científicos de Xerox inventaron mucha de la tecnología actual: el concepto de Windows, la interfaz gráfica de los productos de Apple, el procesador de textos que dio lugar al Word de Microsoft, el lenguaje de descripción de imágenes que se convertiría en el pdf, la impresora láser y la idea de pequeños dispositivos móviles de ordenador. Pero sus directivos no fueron capaces de ver la importancia de todo ello para el futuro. Entendían Xerox como una empresa de fotocopias, así que muchos de los trabajadores abandonaron la compañía. Fue entonces cuando Xerox se dio cuenta de que había cometido un error enorme: habían inventado el futuro, pero se les había escapado de las manos. Comprendieron que habían ligado de forma errónea la identidad de su compañía a una tecnología”. Según Clayton, cuando se desarrolla cualquier tecnología, necesitamos tiempo para saber cómo usarla. Cuando se introdujeron los billetes electrónicos en el metro de Londres, las autoridades contrataron a un grupo de personas para que atravesaran los tornos giratorios durante toda la jornada para que el resto de viajeros pudiera ver cómo funcionaban. “Lo importante del pdf, una de las innovaciones de Adobe, era que permitía tratar los documentos almacenados en un ordenador como si fueran de papel. Esa era la clave”.

Es en Summer Stone, director de tipografía de Adobe en 1984 y personaje mítico en la California de aquellos años, en quien parece recaer el mérito de ser el nexo de unión entre la antigua tradición tipográfica y el ordenador. Stone se aseguró de que se hicieran fuentes tipográficas digitales incorporando también las de antes de la invención de la imprenta y encargó una de inspiración griega, la Lithos; otra inspirada en las letras de la columna de Trajano, la Trajan, y otra de inspiración anglosajona pese a su nombre, la Charlemagne.

La historia de la escritura resume la evolución de la idea que el hombre tiene sobre el acto de leer y escribir. Por ejemplo, en la Grecia clásica, leer era considerado una amenaza para la libertad del ciudadano: la persona que veía las palabras de un texto y empezaba a leerlo era poseído por el espíritu del escritor, al que se prestaba el aliento en una clara manifestación de servidumbre. Tuvo que intervenir Platón para solucionar el enredo. En Fedro argumentaba que lector y escritor eran en realidad compañeros en la búsqueda de la verdad, cómplices en el amor por la sabiduría, y, por tanto, no podía haber esclavitud en la lectura.

En el Imperio Romano, la escritura profesional estaba en manos de los esclavos, aunque la mayoría de los ciudadanos supieran leer y escribir. Un edicto de Diocleciano fijó los precios para los primeros escritores: por cien líneas “con la mejor letra”, el precio máximo era de 25 denarios (frente a los 75 diarios que cobraba un pintor de brocha gorda). Amazon acaba de resucitar ese mismo concepto, el pago al escritor en función del número de líneas leídas por el usuario de una determinada obra

“Podría parecer que el escritor queda de nuevo relegado al papel de mero transcriptor del texto (y este, a su vez, en una simple mercancía vendida por líneas) y no es considerado un artista creativo y original cuya obra va mucho más allá de ese aspecto mecánico. Esta distinción fue uno de los puntos que la ley de copyright denunció a finales del siglo XVIII. El concepto de autor creativo dueño del resultado de su trabajo se convertía en la base de su derecho al texto. Abandonar esta idea podría llevarnos a inesperadas consecuencias para el copy­right”, señala Clayton.

El británico identifica el momento exacto de la historia en que se produce el cambio entre la tablilla de cera y el pergamino: el año 85 después de Cristo. En ese momento, el poeta romano Marcial escribía: “Existe un nuevo formato de libro, hecho con hojas de pergamino, que es una novedad. Se puede encontrar en la tienda del liberto Secundino, cerca del templo de la Paz”. Con los siglos, la demanda de libros aumentó, había que economizar recursos y un nuevo invento nacido en China hacia el año 105, que había llegado hasta Bagdad en 709 y a Europa a través de Xàtiva en 1120, comenzaba a hacerse popular: el papel. Sin él, la imprenta no hubiera existido; tampoco la tipografía.

Pero ese papel, que desde Gutenberg se había fabricado con trapos de algodón y lino, fue sustituido al comienzo de la era industrial por uno hecho a base de esparto y pulpa de madera, más barato y químico. Su gran problema es que no resiste el paso del tiempo: con los años se convierte en polvo. Los expertos aseguran que de los dos millones de libros publicados desde 1875 almacenados en la Bibliothèque Nationale de Francia se han perdido 75.000 y otros 580.000 están en alerta roja. En Estados Unidos, 12 millones de títulos insustituibles ya están afectados. “La pérdida puede ser catastrófica”, dice Clayton, “varias generaciones de literatura serán barridas si no se realiza un enorme e inmediato esfuerzo de digitalización”.

Pero, aunque se haga sin tardanza, existirán otros riesgos. “Cada medio de almacenamiento tiene un periodo de vida. La duración del papel ácido es corta, pero también lo es la de la información digital. Muchos documentos de hace 20 años son ilegibles ahora porque tanto el software como el hardware han cambiado y no tenemos los dispositivos que nos permitan leerlos. Hace un tiempo se me acercó una persona que trabajaba en una instalación nuclear donde se estudiaban las diferentes opciones para salvaguardar la documentación en caso de catástrofe. El formato digital no resulta eficaz si no hay corriente eléctrica y estaban contemplando la posibilidad de usar láminas de vitela como alternativa”.

Según Clayton, “a medida que pasa el tiempo tenemos claro que la actividad humana básica es la escritura”, asegura. “No hay que sacrificar las ventajas de la escritura a mano para disfrutar las de la digital. Los educadores cometen un error cuando eliminan la escritura, el que sabe escribir en papel tendrá siempre una ventaja sobre los que solo utilizan el formato digital como vía de comunicación escrita. Los avances técnicos podrían evolucionar a la inversa y no es inconcebible que la escritura a mano sustituya a los teclados como forma de interacción con los ordenadores”. Además, apunta, “algunas de las grandes influencias de la caligrafía proceden de Oriente; de China, India y Japón. Sus sistemas de escritura son tan ricos que el teclado resulta inadecuado. Continuará la presión para avanzar en la investigación en torno a la sensibilidad de las pantallas táctiles, las superficies podrán vibrar para ser sentidas como la seda, la vitela o el papel. Hay potencial para un desarrollo mayor en la escritura. Pero lo más importante es la habilidad del soporte informático para mostrar imágenes en movimiento. La caligrafía es un arte de representación, gestual, que ocurre en tiempo real, y la tecnología digital podría mostrar mucho mejor este proceso”.

Lectura V: El guardián de los códices del Sinaí

A la sombra del monte egipcio, la biblioteca del remoto monasterio de Santa Catalina, una de las más antiguas del mundo, abre sus puertas para mostrar su ambicioso proyecto de preservación de documentos.

MARC ESPAÑOL - Santa Catalina (Egipto) - 14 nov 2020 - Diario El País

El padre Justin se muestra como un hombre retraído, introspectivo y sereno. Pero este monje espigado, de larga barba blanca y ropas polvorientas del monasterio de Santa Catalina, uno de los conventos cristianos en activo más antiguos del mundo, no puede evitar sonreír cuando habla de los tesoros que protege en su biblioteca.

Enclavado en un cañón a la sombra del monte Sinaí, en el sur de la península homónima de Egipto, el remoto monasterio, con una veintena de capillas, fue levantado en el año 565 por el emperador Justiniano para proteger un templo levantado dos siglos antes cerca de donde se cree que Moisés habría recibido los diez mandamientos. Desde entonces, jamás ha sido abandonado.

En el pasado, los preciados manuscritos del monasterio se guardaban en tres lugares: las copias de los evangelios y de los libros que se necesitaban para el culto a menudo dormían en un depósito de su pequeña pero opulenta iglesia; las obras que los monjes podían tomar prestadas para leer, en un recinto central; y los códices más antiguos, en una torre al norte del convento. “En 1734, un obispo con un gran interés por la biblioteca reservó una serie de salas en la parte central del monasterio y pidió que todos los manuscritos se recopilaran allí. Podemos situar el origen moderno de la biblioteca en aquel momento”, explica el padre Justin, que se da un aire a Albus Dumbledore, el anciano mago de Harry Potter.

El padre Justin es el único monje, de los 25 que viven en el convento, que se encarga de custodiar su biblioteca, hoy una de las más antiguas del mundo en servicio ininterrumpido. En su interior, descansan nada menos que 3.306 manuscritos en 11 idiomas, 12.000 libros antiguos — 8.000 en griego y 1.000 en latín—, y 10.000 volúmenes impresos.

“No creo que nunca haya vivido aquí una gran comunidad. ¿Cómo es que se ha reunido entonces una biblioteca con miles de manuscritos? Bien, en parte es porque [el monasterio] nunca ha sido destruido, así que se trata de una lenta acumulación a lo largo de los siglos. Pero también se debe a que el Sinaí ha sido el destino de peregrinos llegados de todo el mundo, que algunas veces se quedaban aquí y producían manuscritos”, explica el monje.

En parte, este paulatino proceso de acumulación ha sido posible gracias al clima desértico de la zona, propicio para la conservación, pero sobre todo se debe al aislamiento del convento. “Incluso en 1890 se necesitaba una caravana desde Suez, la ciudad más cercana, con camellos, suministros, porteadores y guías, y diez días a través del desierto, para llegar al monasterio”, apunta el padre Justin. “Este aislamiento terminó en los años sesenta y setenta, cuando se construyó una carretera y mucha gente empezó a venir a diario, lo que plantea al monasterio retos que no existían antes”, añade el religioso. A pesar de la infraestructura que conecta hoy el lugar con el resto de Egipto, alcanzarlo aún requiere de un tortuoso viaje de al menos seis horas y algunos controles policiales desde El Cairo. Solo un cansado autobús público diario lo conecta con un pueblo próximo.

Entre 2009 y 2017 se renovó la biblioteca, que hoy se encuentra en la planta superior del ala sur del convento. La obra introdujo dos cambios principales. En primer lugar los manuscritos se colocaron en el nivel inferior de la sala y los libros de imprenta en una galería elevada. En segundo lugar se ideó un plan para conservar en cajas protectoras especiales las obras más preciadas.

“En aquel momento nos preguntamos qué valía la pena guardar en una caja y establecimos varias categorías: si el manuscrito tiene encuadernación bizantina, si supera una cierta edad, si tiene iluminaciones o si es significativo de cualquier otra forma lo guardaríamos en caja”, recuerda el padre Justin. “Para cuando aplicamos las categorías, de los 3.300 manuscritos decidimos guardar 2.000”, recuerda riendo. “Ninguna biblioteca tiene dos tercios de su colección en cajas. Pero esta se lo merece porque aquí son muy antiguos y relevantes”. EL PAÍS es el primer medio que informa sobre este proyecto de conservación.

Para seleccionar esas 2.000 obras, la biblioteca se basó en una exhaustiva documentación de sus manuscritos realizada entre 2001 y 2006 por un equipo liderado por un reputado experto en conservación de libros, Nicholas Pickwoad. Luego, se pensó qué tipo de cajas sería el más adecuado. Tras descartar el cartón de archivo y la tela que usan la mayoría de las bibliotecas, así como la madera, ya que no son materiales adecuados para el clima local, se optó por fabricarlas de acero inoxidable. Todas las cajas, de estética similar a las de seguridad de los bancos, están hechas a medida para cada manuscrito, que queda protegido en su interior por un segundo envoltorio de cartón, y cuestan de media 850 euros cada una. Por último, un experto en conservación de patrimonio, Thanasis Velios, desarrolló un programa informático para determinar la configuración más eficiente al colocar las cajas.

“La mayoría de las bibliotecas están muy llenas y no podrían poner 2.000 manuscritos en horizontal”, explica el padre Justin, que también destaca que en su caso la mayo amenaza para la conservación de los libros no es la humedad, a diferencia de lo que suele ocurrir en las bibliotecas de las grandes ciudades europeas. “Algunas condiciones de aquí no se pueden reproducir”, reconoce, “pero quizás podamos servir de precedente para que otras bibliotecas implementen algo similar”.

Las primeras 200 cajas llegaron al monasterio el pasado 25 de junio y otras 200 deberían hacerlo a finales de este mes de noviembre. De momento, el proyecto, que se desarrollará durante varios años, se ha asegurado fondos para “varios cientos” de cajas. Lo financia la Fundación Santa Catalina, con sede en Londres y organizaciones asociadas en Nueva York y Ginebra.

Hacia 1997 el Padre Justin ya comenzó a tomar imágenes digitales de los manuscritos por su cuenta a fin de documentarlos, pero fue entre 2012 y 2017 cuando gracias a otro proyecto de conservación fue posible fotografiar 78 en alta resolución. 

En 2018 el convento recibió nuevos fondos de la fundación estadounidense Ahmanson y del fondo británico Arcadia para hacer lo propio con los manuscritos en árabe y siríaco, trabajo que debería completarse en 2021. El monje avanza que unos mil manuscritos podrán ser así accesibles a través de internet y calcula que es “realista” pensar que serían necesarios tan solo otros siete años más para extender el proceso al resto de la biblioteca.

“Mucha gente dice que la del Sinaí es la segunda biblioteca [más importante del mundo] tras los archivos del Vaticano. Eso es verdad para los manuscritos griegos, ya que solo el Vaticano tiene más”, afirma el padre Justin. “Pero para encuadernaciones antiguas intactas y manuscritos antiguos siríacos y árabes cristianos, puede que el de Sinaí sea el más importante”.

Los palimpsestos, una joya oculta

Entre las reliquias que conserva la biblioteca hay libros para el culto, homilías y textos de medicina antigua. Pero una de las joyas de la colección –y una de las favoritas del padre Justin– es el Codex Sinaiticus Syriacus. Esta obra contiene el texto casi completo de los antiguos evangelios siríacos y data de finales del siglo IV o principios del V, aunque permaneció escondido durante siglos cubierto por el texto de otra obra llamada Vidas de mujeres santas, escrito posiblemente en el año 697. Según el monje, este texto es el mejor testigo, y uno de los únicos tres en el mundo, de cómo era el texto de los evangelios en el siglo II.

El primer intento de recuperar el texto, también conocido como Palimpsesto sinaítico por tratarse de un manuscrito cuyo texto original se borró para sobreescribirlo, lo llevaron a cabo dos reputadas académicas inglesas, las gemelas Agnes y Margaret Smith, en los años noventa del siglo XIX. Pero hasta el Proyecto de Palimpsestos que desarrolló la biblioteca entre 2012 y 2017 el anterior códice no se pudo recuperar completo usando una imagen multiespectral. El mismo proyecto reveló que otros 160 manuscritos de la biblioteca son en realidad palimpsestos y recuperó 300 textos aún más antiguos que los que se tenían.

“Tenemos palimpsestos de la zona del Cáucaso, de Etiopía y uno con una escritura que solo se utilizaba en Inglaterra entre los años 600 y 850. Estos eran los tres extremos de la cristiandad”, cuenta el monje. “Eso muestra no solo la importancia del texto sino también que el Sinaí era por aquel entonces el destino de gente de allí. Los peregrinos tenían que superar tremendas dificultades para viajar vastas distancias y llegar al monasterio, y los manuscritos que permanecen aquí son un testimonio de aquella peregrinación”, explica.

Lectura VI: El fascinante éxodo del ‘Códice Sassoon’,

El libro sagrado, escrito en el siglo IX, sobrevivió a invasiones mongolas, cruzó el mundo en su diáspora y sale a subasta en mayo por 30 millones de euros en Nueva York

VICENTE G. OLAYA

Madrid - 18 FEB 2023 - 05:30 CET - Diario El País

El llamado Códice Sassoon es la Biblia hebrea más antigua de la que se tiene constancia. Las pruebas de radiocarbono lo datan entre los siglos IX y X y, según Richard Austin, director mundial del departamento de Libros y Manuscritos de la casa de subastas Sotheby’s, “es un puente entre los antiguos Rollos del Mar Muerto [siglo III a. C.] y la Biblia actual”. Este milenario volumen sagrado, que saldrá a subasta el próximo mayo en Nueva York con un precio de 30 millones de dólares (28,1 millones de euros), esconde tras sus hojas una historia fascinante que pasa por destrucción de ciudades, guerras contra los mongoles o anotaciones testamentarias. De momento, solo la primera edición de la Constitución de los Estados Unidos (40 millones) y el Códice Leicester de Leonardo Da Vinci (30,8 millones), propiedad del multimillonario Bill Gates, superan su precio de salida.

El Códice Sassoon recibe su nombre de uno de sus últimos propietarios, el erudito David Solomon Sassoon (1880-1942), que poseía la colección de manuscritos judaicos y hebraicos más importante del mundo, la llamada Ohel David. El libro se encuentra actualmente en manos del coleccionista Jacqui Safra, que fue quien encargó la prueba de radiocarbono que lo fecha entre los siglos IX y X, “lo que confirma las investigaciones de anteriores eruditos y le confiere una edad similar al Códice de Alepo [datado en el 930], aunque el Códice Sassoon es significativamente más completo”, según los especialistas de Sotheby’s.

El códice lo conforman 24 libros divididos en tres partes: el Pentateuco, los Profetas y los Escritos. Así pues, este documento milenario incluye la base espiritual del judaísmo, así como de otras religiones abrahámicas, como el cristianismo, en lo que se denomina Antiguo Testamento, y que es reconocido como tal por católicos, ortodoxos y protestantes. El Corán también recoge algunos de estos relatos.

Con anterioridad a la aparición de los códices como el Sassoon, solo se conocían fragmentos de los textos bíblicos en forma de manuscritos enrollados. Son los llamados Rollos del Mar Muerto, pero a diferencia de la Biblia hebrea carecen de signos de puntuación y de enumeración de sus versos y capítulos.

Sharon Mintz, especialista en libros judaicos de Sotheby’s, asegura que la “Biblia hebrea es un texto sagrado y fundamental para los pueblos de todo el mundo. Durante miles de años, los creyentes han estudiado, analizado, meditado y ahondado en las Sagradas Escrituras”. Y añade: “El Código Sassoon marca un punto de inflexión crítico en la forma de percibir la historia de la Palabra Divina a lo largo de miles de años y representa un testigo transformador de cómo la Biblia hebrea ha influido durante siglos en los pilares de la civilización: el arte, la cultura, la ley y la política”.

Pero el códice no solo incluye documentos de tradición religiosa, sino también personales, como anotaciones de sus propietarios en los últimos mil años. Por ejemplo, entre sus páginas se descubren notas del siglo XI que hacen referencia a que fue comprado por un tal Khalaf ben Abraham, quizás un hombre de negocios que vivió entre Israel y Siria, y a Isaac ben Ezekiel al-Attar, quien lo dejó en herencia a sus hijos Ezequiel y Maimón.

En torno al siglo XIII, el códice fue entregado a una sinagoga en el noroeste de Siria, como demuestra la dedicatoria interior: “Consagrada al Señor Dios de Israel en la sinagoga de Makisin”. Otra acotación recuerda que la Makisin fue destruida por los ejércitos turco-mongoles de Tamerlán en 1400 y que el libro tuvo que ser ocultado por Salama ibn Abi al-Fakhr, a quien se le ordenó devolverlo cuando la sinagoga fuese reparada. Se sabe que el libro sufrió algunos daños en esa época, de hecho le faltan 12 páginas. Sin embargo, como el templo nunca fue reconstruido, el ejemplar inició un largo periplo por el mundo que acabó en 1929 cuando David Solomon Sassoon lo adquirió y le colocó su ex libris, locución latina que hace referencia al propietario, tal y como se conserva hoy en día.

Evolución de la Biblia hebrea

El códice viene a tapar, señalan los expertos, el “periodo de silencio” que existe entre los Rollos del Mar Muerto y el siglo IX (1.200 años), lo que permite conocer cómo la Biblia hebrea evolucionó desde la Edad Antigua a la Contemporánea. Por ejemplo, los rollos ―que fueron hallados en una gruta cerca del Mar Muerto y que son 230 fragmentos― contienen todas las partes del Antiguo Testamento, excepto el libro de Ester.

Los judíos de la antigüedad basaban sus creencias en tradiciones de lectura heredadas, transmitidas oralmente de una generación a la siguiente para entender la Biblia. A principios de la Edad Media, en torno al siglo VII, los eruditos, conocidos como masoretas (masorah significa tradición), intentaron plasmar de una forma sistemática las tradiciones religiosas en los documentos. El principal método empleado para igualar los textos ―llamado tiberiano por la ciudad de Tiberíades, en el mar de Galilea, donde se encontraba la escuela principal de masoretas― se convirtió con el tiempo en la norma utilizada en todo el mundo por los hebreos y que ya incluía, a diferencia de los rollos, vocales y los acentos.

Además, para asegurarse de que los escribas copiasen correctamente el texto bíblico, los masoretas elaboraron extensas listas que contienen la frecuencia con la que aparecen las palabras en la Biblia, los detalles de la ortografía correcta, así como su vocalización y acentuación de los textos. Estas notas, conocidas como masorah, aparecen en los márgenes superior e inferior del códice que saldrá a subasta.

Solo dos códices que comprenden casi toda la Biblia hebrea y que datan del siglo X han sobrevivido hasta la era moderna: el Códice Sassoon y el Códice de Alepo. Este último fue escrito en Tiberíades alrededor del año 930 y durante mucho tiempo ha sido reconocido como una versión excepcionalmente precisa del texto bíblico. Desafortunadamente, casi dos quintas partes del Códice de Alepo, incluida la gran mayoría del Pentateuco y partes de los Escritos, se perdieron en circunstancias misteriosas en algún momento de las décadas de 1940 o 1950. Por el contrario, Códice Sassoon mantiene casi la totalidad de la Biblia y solo le faltan algunas hojas. Por lo tanto, es la copia más antigua y completa de la Biblia hebrea existente.

El códice, antes de su subasta en Nueva York, será expuesto en Dallas, Londres, Los Ángeles y el Museo ANU del Pueblo Judío en Tel Aviv. Según Richard Austin, este libro sagrado ocupa un “lugar venerado y legendario en el panteón de los manuscritos históricos más singulares de la historia humana”. Pero adquirir esta joya de la humanidad requiere disponer de, al menos, 30 millones de dólares en efectivo, que los expertos de Sotheby’s creen que crecerán hasta los 50.

Lectura recomendada: "La historia de la escritura" de Carol Donoughue

Poderás atopar este libro na MeGaBiblioteca

Autora: Carol Donoughue

Ano: 2009

Idioma: Español

Nº de páxinas: 48

Encadernación: Tapa branda

ISBN: 9788497543682.

Sinatura: 8 DON his