¿Y para qué la confesión?


Tampoco yo te condeno

Tiempo de lectura: 4 min

#Jesucristo  #Confesión  #AmordeDios  #Sinceridad  #Alegría  #Confianza  #Libertad  #Misericordia

Jn 8, 1-11

Jesús marchó al Monte de los Olivos. Muy de mañana volvió de nuevo al Templo, y todo el pueblo acudía a él; se sentó y se puso a enseñarles.

Los escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en medio.

—Maestro —le dijeron—, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices? —se lo decían tentándole, para tener de qué acusarle.

Pero Jesús, se agachó y se puso a escribir con el dedo en la tierra.

Como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:

—El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero.

Y agachándose otra vez, siguió escribiendo en la tierra. Al oírle, empezaron a marcharse uno tras otro, comenzando por los más viejos, y quedó Jesús solo, y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo:

—Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?

—Ninguno, Señor —respondió ella.

Le dijo Jesús:

—Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más.

Muy buenas Jesús. En este pasaje del Evangelio me has dejado flipado. He leído que a una mujer a la que iban a lapidar por una falta grave que había cometido (se ve que así de “heavy” era la ley de los judíos), Tú la perdonas y la liberas… 

Te cuento lo que he leído y te comparto cómo lo entiendo. El Evangelio dice que te presentaron a una mujer que había estado descubierta en adulterio, es decir, con otro hombre que no era su marido. Y que como eres maestro, y empiezas a destacar por tu sabiduría, los fariseos (esos que tenían ganas de que te equivocases…) te la llevan a ver qué dices. En el fondo te hacen una buena trampa. Porque si no la condenas, estás llevando la contraria a la ley de Dios, y eso te haría un flaco favor, pues se supone que tú eres Dios. Y si la condenas, vas en contra de tu mensaje de misericordia. ¿Qué dirás? 

Como siempre, eres original y sorprendente. Siempre logras llegar a soluciones nuevas. Te pones a escribir en el suelo. Ni idea de qué es lo que escribirías. He hecho una investigación rápida por google y ni su padre sabe (a ver, tu padre Dios seguro que sí, ;) qué podías estar poniendo. Pero sí sabemos la reacción que provocan tus palabras: que los que querían condenar, se van. Tus palabras mueven y cambian corazones. 

Pero lo que más me ha impactado es cómo se sentiría esa mujer. Estaría hipertensa. ¡Imagínate! ¡La van a matar! Van a empezar a lanzar piedras sobre ella y su tortura sería muy angustiosa. En ese momento lo que más le dolería era el error cometido. Haberse dejado llevar por sus debilidades. Y eso, te reconozco, también me pasa a mí a veces. Me siento muy angustiado o tenso por mis fallos. Además, algunos son recurrentes y me dejan muy mal. ¡Qué vergüenza siento en muchas ocasiones! Y como a esta mujer, experimento como si muchas personas me quisiesen tirar piedras sobre mi cabeza: son los juicios que otros hacen sobre mi conducta (mis malas compañías que no me perdonan ni se olvidan de mis faltas, me las recriminan), son las condenas que yo mismo me hago (eres un inútil, no eres capaz, etc.). ¡Qué desánimo y qué angustia!

Por eso me he sentido identificado con esta mujer. Pues muchas veces, en la confesión, experimento eso mismo que siente esa mujer: tensión, deseo de no haber hecho lo que he hecho, ganas de no tener que pasar otra vez por la vergüenza de decir mis pecados… Pero hoy he descubierto una cosa que me ha liberado muchísimo. Y es que tú no te enfadas, no haces ningún reproche a esa mujer, no le diriges ningún mal gesto. Ante su pecado, ante su tensión, tu reacción es de mucha paz, es de defenderla frente a esos juicios, es de perdón y misericordia. Pronuncias la frase más consoladora que existe: “tampoco yo te condeno”. ¡Eso es lo que sucede en cada confesión! Cuando el sacerdote dice: “y yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, eres Tú que te agachas a donde yo estoy, me coges de la mano y me dices: no te preocupes, olvídate de estos males, te he perdonado. Eres libre. No esperes de mí una cara de reproche sino una sonrisa. 

Jesús, espero que me ayudes a conocer tu verdadero rostro en la confesión: que no piense que estás enfadado, que no vaya tenso… ¡Te mueres de ganas de perdonarnos! ¡No te cansas nunca! ¡Qué bueno eres!

Madre mía, Inmaculada… Refugio de los pecadores… Madre de la Misericordia… Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.

Negado tres veces

Tiempo de lectura: 6 min

#Perdón  #Arrepentimiento  #Dolor  #Pecado  #Humildad  #Sinceridad  #Confianza  #Evangelio  #Jesucristo

Jn 13, 33. 36-38

«Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. Me buscaréis y como les dije a los judíos: «Adonde yo voy, vosotros no podéis venir», lo mismo os digo ahora a vosotros. (…) 

Le dijo Simón Pedro:

—Señor, ¿adónde vas?

Jesús respondió:

—Adonde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde.

Pedro le dijo:

—Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti.

Respondió Jesús:

—¿Tú darás la vida por mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces.»

Jesús, quiero hablar Contigo en este rato de oración sobre la historia de Simón Pedro. Yo sé que era un pescador del mar de Galilea, un tío fuerte y de carácter enérgico, que tenía unas manos como sartenes, curtidas de tanto trabajar con las redes. Es decir, san Pedro te daba un sopapo y te dejaba tieso. A ese pescador de gran corazón y gran fortaleza, lo llamaste para ser Apóstol tuyo, es decir, para que fuera tu discípulo. Después lo nombraste líder de los Apóstoles y se convirtió en el primer Papa de la historia. La verdad que no entiendo cómo pudiste elegirle como primer Papa a pesar de que era un gran pecador. Aunque si lo pienso un poco, creo que yo también soy un gran pecador y aún así aquí me tienes hablando contigo. Jesús, quiero aprovechar este rato de oración para pedirte perdón por mis pecados. 

Como te decía antes, Jesús, quiero hablar contigo sobre san Pedro. Resulta que en el momento de la Última Cena estabas con tus discípulos y sucedió algo muy especial. Quiero imaginarme ahora que yo estoy presente en ese momento. Me pongo cerca de Ti y cerca de san Juan. Está también ahí san Pedro, Judas, Mateo y toda la tropa. Por unos momentos, paras tu mirada en mí y me sonríes. Yo disimulo para que no se me salten las lágrimas, porque creo que no soy digno de que Tú me mires con tanto cariño. Después miras un poco a todos y dices las siguientes palabras: “Ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir…” La verdad que no he entendido nada de estas palabras, pero por suerte está ahí san Pedro y toma la palabra para preguntarte: «Señor, ¿a dónde vas?» Y Tú, Jesús, le respondes: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde.» 

A punto estoy de lanzarme y decirte si yo te puedo seguir, cuando de pronto san Pedro insiste «¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti.» Jesús, este tío me ha leído el pensamiento. Yo también estoy dispuesto a dar mi vida por ti. Bueno, en realidad me da un poco de miedo, pero la verdad es que, si lo pienso en serio, creo que sí que daría mi vida por ti. Se nota que te han gustado las palabras de san Pedro, pero de repente tu rostro se ha puesto triste y le dices: «¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces.» Se produce un silencio incómodo. Todos miramos a san Pedro, pero él no se viene abajo y te vuelve a decir “Yo moriré por ti”. 

¿Qué es lo que pasó después? Que san Pedro te negó tres veces. Allí, en el día de tu muerte, cuando más le necesitabas, san Pedro se vino abajo. Me doy cuenta, Jesús, de que yo muchas veces también me avergüenzo de Ti delante de mis amigos y te quiero pedir perdón. Me doy cuenta de lo que supuso para san Pedro ese momento. Él negó ser amigo tuyo. ¡Me imagino perfectamente la situación! Si yo pudiera salvar a mi mejor amigo, que es inocente, y le estuvieran acusando de cosas injustas, me enfrentaría al resto de gente. Pero al mismo tiempo san Pedro sabía que se estaba jugando la vida y tuvo miedo. 

Por eso, san Pedro te dejó ahí tirado y me imagino su dolor. ¡Te dejó solo! A pesar de que eras su mejor amigo, a pesar de que había dado su vida por seguirte…Señor, cuántas veces te he traicionado yo también y te he dejado solo. Ahora me doy cuenta del horror que supone cometer un pecado. Es como volver a llevarte al Calvario, es como si te insultara el día de tu Pasión, o como si te flagelara o como si te coronase de espinas, o peor todavía, como si te clavara los clavos en tus manos y en tus pies. Jesús, solo de imaginarme clavándote a la cruz me entran escalofríos. Que yo no quiera ofenderte nunca más, que jamás te vuelva a escupir, insultar o azotar con mis pecados. 

Entiendo ahora las lágrimas de san Pedro. Había dejado solo a su mejor amigo, había dejado que te mataran y había negado conocerte. Menos mal que existe la confesión. ¡Gracias! Menos mal que san Pedro te pudo pedir perdón, porque si no yo creo que se habría vuelto loco. En el evangelio aparece que el momento en el que san Pedro te pidió perdón por ese pecado. Fue después de que Tú resucitaras. Te acercaste a san Pedro y le preguntaste tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Y san Pedro respondió tres veces: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Esas palabras tan bonitas se han quedado en la confesión para que yo te las diga cada vez que me pongo de rodillas para pedirte perdón. Pero, ojalá yo las diga con el mismo arrepentimiento con te las dijo san Pedro: “Jesús, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero.”




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