Soberanía Política

La duda de Shakespeare y la defensa

del gobierno de Alberto Fernández

Por Tomás Pérez Bodria


Ser o no ser, esa es la cuestión. En estos últimos tiempos, las tensiones que sin cuestionar la unidad del Frente de Todos conviven en su interior derivaron en un manifiesto antagonismo, entre muchos de sus dirigentes y militantes, acerca de qué camino corresponde seguir para fortalecer el gobierno presidido por Alberto Fernández. Y cuál es —como la otra cara de la misma moneda— el camino que debe evitarse para no debilitarlo formulando críticas que devengan funcionales para el establishment local, expresado por una derecha furiosa que no pierde oportunidad para acorralarlo en función de sus propios intereses, históricamente coincidentes con los de empresas y potencias extranjeras.

Es decir que, ahora en el terreno de la política, vino de algún modo a reeditarse la duda existencial que el dramaturgo inglés William Shakespeare puso en boca de su personaje Hamlet. Duda instalada no ya en el príncipe de Dinamarca, sino en una enorme cantidad de compañeras y compañeros que, siguiendo la conducción de Cristina Fernández de Kirchner y acatando la táctica electoral que ella desplegó, votamos a Alberto Fernández como presidente.

Un presidente que —para ser muy sincero— muchos de nosotros consideramos que carece del ADN peronista que lo dote, por ejemplo, de la audacia que caracterizó a Néstor Kirchner cuando, también en condiciones absolutamente desventajosas, asumió las riendas de un país totalmente convulsionado. O, por supuesto, el mismo que permitió a Cristina, durante sus dos mandatos presidenciales, enfrentar hasta con altanería la furia oligárquica que desató su acción de gobierno en favor de los sectores populares. Furia devenida en el odio que ineludiblemente cae sobre los líderes que sellan su fidelidad al pueblo.

Presidente que, entre sus primeros desafíos de gobierno, tuvo que dar un sitio preferencial a la necesidad de hacerse cargo de las consecuencias de la feroz pandemia neoliberal que asoló la nación entre los años 2015 y 2019, provocando niveles de pobreza, desocupación y dependencia propios de la etapa pre peronista. Pandemia tan grave para la patria como la que debe ahora afrontar a partir de la irrupción del Covid-19 en el mundo, sumándose las consecuencias de ambas a los desafíos que debe enfrentar.

Cristina percibió que la situación geopolítica mundial, la relación de fuerzas interna y el odio visceral que su apego a la causa popular despertó en la oligarquía reclamaban su repliegue a un segundo plano para dejar el candelero en manos de un dirigente que, por sus antecedentes y dotes personales de neto corte dialoguista con expresiones del poder real, no generara en el mismo una reacción que tornara inmanejable el curso de los cuatro años de gobierno. Y, por ende, frustrara los objetivos que no hubieran sido centrales en otro contexto, pero sí muy necesarios en el escenario que dejó el macrismo: sacar del hambre a una enorme masa de argentinos y argentinas y restaurar, en la medida de lo posible, el mercado interno como motor para sacar de la terapia intensiva la economía del país. Medidas todas que —con el condicionamiento adicional de la deuda externa exorbitante generada en los cuatro años macristas— no apuntaban a una transformación estructural del Estado, sino a recobrar una estabilidad mínima para acondicionar un piso que la posibilitara hacia el futuro. A todas luces, se pergeñó un gobierno de corte transicional.

El lema que se generalizó para legitimar la jugada electoral de Cristina fue expuesto de entrada por el propio Alberto: “Con Cristina no alcanza y sin Cristina no se puede”. Pero el verdadero motivo de la conformación de una coalición con las características del Frente de Todos fue la expuesta en el párrafo precedente. Así lo dejó ver también Alberto, públicamente, tras ser ungido candidato a presidente: “Cuando Cristina me ofreció la candidatura le respondí que la candidata era ella. Que la elección estaba ganada, que para eso yo había trabajado y había logrado encolumnar a la mayoría de los gobernadores y al Partido Justicialista”. A lo que ella le respondió: “El problema no está en ganar la elección, sino en gobernar”.

Vemos, pues, que la designación de Alberto y la propia integración del Frente fueron el resultado de un análisis político de Cristina pre pandémico y, por lo tanto, sustancialmente diferente al devenido tras el terremoto mundial causado por el coronavirus.

Con su aparición se modificaron todos los parámetros contextuales. Y se aceleraron con la misma velocidad de contagio que caracteriza a este virus, la deconstrucción de sentidos comunes vigentes hasta ese momento. La relegitimación de los Estados Nación y la deslegitimación de los mercados y el neoliberalismo para hacer frente a la pandemia puso todo, diré emulando el título de una de las obras del gran Eduardo Galeano, “patas para arriba”. Se produce la mayor caída histórica de la economía mundial y se modifican abruptamente las condiciones geopolíticas.

Frente a esta novedosa situación mundial, que pone en crisis todos los sentidos comunes impuestos durante cuarenta años por el neoliberalismo vehiculizado planetariamente mediante la globalización, la transformación estructural del Estado en nuestro país —como en muchos otros— pasó de ser una lejana posibilidad a una urgente necesidad. Pero a esta idea de conformar una comunidad organizada —en torno a una patria libre, justa y soberana— que el sacudón de la pandemia puso nuevamente a nuestro alcance se contrapone la actitud de la derecha oligárquica nativa que, precisamente por haber reconocido rápidamente las nuevas alternativas abiertas para el campo del pueblo, entiende con lucidez que debe obstruirlas de inmediato para conservar sus privilegios. De modo tal que la lucha por el poder (para transformar o conservar) no admite ahora dilaciones.

Qué bien nos habría venido Cristina para aprovechar las ventanas de oportunidades que abre esta segunda pandemia. Pero como decía el general Perón, “la única verdad es la realidad”. Y la realidad indica que no es Cristina la que ejerce la presidencia sino Alberto Fernández, que —además de su innata predisposición al diálogo por sobre el espíritu de lucha que parecería indicar como el más adecuado para la hora— se debe apoyar en un frente electoral cuyas contradicciones internas devienen inocultables. Quienes expresan postulados demasiado afines a los sectores neoliberales otrora predominantes, por un lado, y, por el otro, los que se afanan por imponer una visión que se arraiga en convicciones de neto corte doctrinario peronista.

En este contexto, muchas de las acciones del propio presidente —como la de rodearse del establishment económico y la cúpula de la CGT en el acto del 9 de julio, o la reiteración de expresiones históricas de dirigentes como Sergio Massa en relación a la cuestión de Venezuela— provocan reacciones que trascienden el plano de discusión interno del Frente de Todos. Y es entonces cuando se profundiza la ansiedad de muchos compañeros y compañeras y sobrevienen las críticas atemorizadas por la utilización que el enemigo acechante pueda realizar de las mismas. Enemigo que, como sabemos, no sólo lo es de cualquier gobierno de raíz popular, sino de la democracia misma.

Dos sucesos, sin embargo, ayudaron a disipar esas tribulaciones que —debo reconocer— yo también tuve.

El primero es un editorial del compañero Ernesto Jauretche en el programa “El Pulqui” —de radio Universidad de La Plata— en el que enunció, reflexionando profundamente desde el campo de los críticos en que él mismo se ubica, muchas de las medidas que merecieron tales objeciones; pero, al mismo tiempo, derrochando honestidad intelectual, propuso el reconocimiento de otros tantos aciertos, que también enumeró y merecen su elogio (y el nuestro) a la gestión de Alberto. Entre ellos, el ataque permanente al Presidente que el enemigo opera —a la vez— a modo de autodefensa. Entonces, al formular esa enumeración de logros, Ernesto se pregunta, y a la vez se responde, con la siguiente reflexión: “SERÁ SUFICIENTE. NO, según nosotros, los ilustrados. Sin embargo, hecho inédito, Alberto Fernández viene rozando el 70 por ciento de popularidad, a pesar de la enorme dificultad de la cuarentena. Si esto fuera cierto, la coalición electoral que nació para sobrevivir estaría ahora en condiciones de pasar a la ofensiva. Por eso ellos se defienden, aunque, para peor, con malos resultados: el alto nivel de odio y violencia los aísla y acentúa su condición minoritaria. Y encima Alberto los provoca confesando que habla todos los días con Cristina.”

Ernesto concluye que la relación de fuerzas, tantas veces invocada en favor del inmovilismo (posibilismo político), en realidad se presenta favorable al Gobierno. Lógicamente, para sacarle provecho debe concurrir ineludiblemente una fuerte dosis de decisión política.

El segundo suceso lo conforma una sucesión de acontecimientos que, sin duda, vienen a demostrar que el señalamiento de errores por parte de quienes creemos verlos en ciertas medidas de gobierno encuentran permeabilidad en el mismo para enmendarlos. Y que, de mediar la aludida decisión política, favorecen la toma de decisiones en pos de los cambios estructurales que se requieren. O, al menos, permiten preparar el terreno para ello. La reunión que con posterioridad a la del 9 de Julio realizó Alberto Fernández con la CTA y las pymes constituye uno de ellos. La que mantuvo nuevamente con la comisión directiva de la CTA, a posteriori, es otro. En ambas, el Presidente pareció confluir enfáticamente con las ansias transformadoras que estos sectores de la vida nacional enarbolan. Es de esperar que sigan con otros muchos que caminan en el mismo sentido.

La derecha oligárquica, más allá de los fuegos de artificio que fungen de disolventes en su seno interno, no duda. Sabe (y actúa en consecuencia) que cualquier expresión popular en el gobierno, por pálida que aparezca, está ineludiblemente en su mira desestabilizadora.

En el campo nacional y popular —sobre todo a partir de las inocultables tensiones internas favorecidas por la heterogeneidad del Frente de Todos— la duda se presenta como otro obstáculo a vencer. Pero, a diferencia del dilema shakesperiano, la misma no es existencial en el sentido filosófico, sino en el más terrenal de las acciones políticas y de los métodos más apropiados. Se trata, pues, de resolverla a partir de ver con claridad el rumbo que debemos recorrer como movimiento nacional y popular. Y en ese norte, que se escuchen las voces de los luchadores y de las organizaciones que resistieron a brazo partido los cuatro años macristas, que nunca desconocieron el liderazgo de Cristina ni cejaron en su defensa frente al embate enemigo y que fueron centrales en la obtención del triunfo electoral de octubre de 2019. Nunca puede tenerse por “fuego amigo” la opinión de esas voces. Es, por el contrario, el fuego que inicia la llama del espíritu rebelde que responde a la siempre vigente advertencia de la compañera Evita: “El peronismo será revolucionario o no será nada”.

Es el fuego militante capaz de lograr que la post pandemia nos encuentre construyendo un Estado más justo, distributivo y solidario. El único capaz de evitar que, por el contrario, y tal como lo pretenden el establishment y sus cómplices internos y externos, sea la sociedad injusta y violenta vigente en la pre pandemia la que se termine por reconstruir.

Por eso, entre hacer y no hacer, los hombres y las mujeres del campo nacional y popular elegimos hacer. Entre callar para no incomodar o hablar, hablamos aunque incomodemos. Y entre señalar errores y sentirnos obligados a aplaudir bajo la excusa de no resultar funcionales al enemigo, señalamos los errores para que puedan corregirse y defendemos los aciertos para que se consoliden.

Alberto Fernández no vino preparado para gobernar en tiempos en que la pandemia ofrece cambiar el mundo y la Argentina. Ni siquiera su candidatura fue pensada para ello. No pudo serla. Pero —citando una vez más a Ortega y Gasset— me gusta pensar que “es el hombre y sus circunstancias”.

Nuestra obligación de militantes del campo nacional y popular es hacer lo posible para que este hombre devenido presidente (de modo impensado hasta para él mismo) responda fielmente a las circunstancias históricas en cuya virtud la transformación estructural del Estado y de la sociedad ha sido habilitada por la pandemia con una premura impensada.

Por lo tanto, la comunidad organizada en una patria justa, libre y soberana está allí, se muestra a nuestro alcance.

No requerimos a los sectores del Frente de Todos que expresan posiciones más “cautelosas” que las disimulen o las oculten. Del mismo modo, rechazamos que ello se nos exija a los supuestamente “apresurados”. No estamos dispuestos a relegar posiciones bajo excusas que vemos sólo como tales. Y que, además, sólo prohijan confusión en nuestro pueblo.

Esta nueva e inesperada hora de los pueblos invita a toda la militancia a redoblar los esfuerzos y alzar nuestras voces, porque el objetivo está a la vista. Y a nuestro presidente a colocarse a la altura de estas circunstancias porque la historia y su pueblo así lo demandan. No ha de olvidarse que, en definitiva, es el presidente de una coalición mayoritariamente peronista.

De nosotros, los militantes y dirigentes, y de Alberto, el presidente, depende la felicidad o el infortunio del pueblo y de la patria. MÁS ALLÁ DE TODA DUDA.