Alpargatas sí, Libros sí

Alan Castro Riveros (La Paz, Bolivia) es escritor, investigador y editor. Publicó la novela Aurificios en 2010, cuya segunda edición salió en 2020 con la editorial mexicana E1. Es autor de múltiples ensayos sobre literatura, arte, historia e imagen publicados en revistas y antologías de Bolivia y de otros países. Docente del Departamento de Cultura y Arte de la Universidad Católica Boliviana, también forma parte del comité editorial de la revista de literatura La Mariposa Mundial.


67. El aficionado a la cartografía

Por Alan Castro Riveros



El mapa y el oro van de la mano incluso antes de la concepción de los piratas. Muchos descubrimientos han causado escándalo gracias al oro; diría que la globalización es un remanente del último fracaso de su búsqueda que, sin embargo, ha legado los mapas más “correctos” a la humanidad. Casi no hay lugar en este planeta que no esté retratado en un plano. Los mapas no se limitan a ser herramientas de papel; las señalizaciones han tomado el espacio, titulando lo previsible, lo visible y lo visto. La tecnología ha contribuido; sobre todo los aviones y satélites, para sacar foto aérea, fijarse en la sinuosidad de los caminos y en las grandes concentraciones de gente, además de indagar sobre la manera de crecimiento de cualquier población.

Usted me tachará de chapado a la antigua, pero me gusta más la cartografía primigenia, porque para su realización, había que sentir íntimamente el espacio antes de trazarlo. Uno tenía que estar alerta al movimiento de su cuerpo, tener conciencia de que el más mínimo brinco implicaba un cambio de rumbo cuyo trazo podría extenderse por muchos centímetros equivalentes a kilómetros y horas de viaje. La sutileza de un paso un poco más a la derecha de lo usual ya era, por ejemplo, una costa que se extendía hacia el oriente. Un buen cartógrafo, además de saber navegar como ninguno, debía estar entrenado corporalmente para caminar recto, sin dudar un segundo de la firmeza de su paso. Solo así podría sentir la delineación de su mapa en la historia biológica, molecular, del estremecimiento orgánico. Para tal efecto, repudiaba el lujo de viajar dormido, cosa que ahora se hace cínicamente. Antes de viajar descansaba un momento, siempre parando la nave o levantando un campamento, jamás esperaba despertar en otro lugar, porque eso sería perder todo un trazo.

Las antiguas lides de la cartografía exigían una disciplina que los más eminentes artistas ya quisieran tener: allí la sutileza del chisporroteo íntimo escuchaba sus resonancias y proyectaba sus insinuaciones. Cualquier nervio excitado producía un rasgo especial y el espacio, después de algunos años de práctica, estaba tan internado que uno sentía su movimiento como la relación específica con la tierra, el agua y el viento. Como todo arte, tomaba mucho tiempo perfilar un recorrido de cinco centímetros; pero eso se vivía con la más alta pasión, siguiendo una intuición más arcaica que la exploración de una riqueza escondida. Si no hubiera sido por la búsqueda de El Dorado, por ejemplo, los conquistadores no hubieran hecho mapas tan confiables. Recibieron la ayuda de los nativos americanos, quienes sostenían que la tierra de oro estaba más allá, siempre más allá. A los extranjeros no les quedaba otra que creer y seguir el camino de su capitán. Muchos murieron en el intento de encontrarlo, pero dejaron mapas que valen la pena, porque señalan peligros y bondades del recorrido.

Claramente no todo es intuición en la cartografía. Hay antecedentes. Ahora, más que nunca, el espacio terrenal está tan bien delimitado, monitoreado y archivado en oficinas gubernamentales que en la ciudad un automóvil puede conectarse a un servicio planográfico inmenso para que su auto se doble a la derecha en el lugar preciso, a la izquierda en otro, según lo programado. Ahí un cartógrafo admirable vería no sólo la futilidad de su trabajo, sino lo soso de una vida dirigida por una inescrutable inteligencia, donde la intuición se ve más perdida que sordo en tiroteo. Por ejemplo, si presento un plan para hacer el mapa de La Paz —lo que me llevaría toda la vida o más—, cualquier gobierno me tacharía de chiflado y no dudaría de la incompetencia de mi proyecto. En cambio, si les digo que voy a entregarles un mapa que los lleve al oro sería sencillo convencerlos, con los argumentos justos y la presentación de una hoja de vida de comportamiento intachable y estudios sobresalientemente serios. Pero, a estas alturas, la cartografía tiene otras necesidades y entra más en el mundo de la estética que en el de la práctica burocrática.

Por cierto, el ordenamiento del mundo debería seguir el camino de la estética, porque la caducidad de algunas convenciones resulta pavorosa. Eso me trae a la memoria un mapa que deseo ver en vivo, del que solo tengo referencias. Está colgado en alguna pared de París, en la casa de un tal Bartlebooth. No recuerdo quién dibujó tal mapa. Llegará el día en que los datos me sobren para hablar de ese planisferio. Me intriga porque en él América lleva el nombre de Consobrinia. Algunos pensaron, por ciertas deturpaciones en la escritura, que decía Colombia —con lo que se estaría reconociendo a Colón su sorpresivo hallazgo; no así a Américo Vespucio, quien se atrevió a decir Mundus Novus porque conocía las Indias como ninguno. Valga la ocasión para darle su cuota de valor, porque sentía esa tierra como nueva, cosa que Colón sospechaba inconfesadamente, pero se dejaba vencer por los planisferios de sus mayores. En otras palabras, un buen navegante no puede fiarse de caminos antiguos y, si bien es bueno que empiece su viaje con algún plano, su verdadera misión es recrear los pasos que lo antecedieron, cifrar nuevamente aquello que quizás no sea desconocido, pero que corre el riesgo de arrastrar un nombre caduco.

Es curioso que no haya un libro para la iniciación de los geógrafos; no solo uno que indique los nombres convencionales de ciertas concentraciones rocosas, determinadas texturas de tierra, acumulaciones de agua o coloraciones paisajísticas, sino uno que parta de la conciencia de hacer del afuera un paisaje interno. El realizador debería habitar lo que traza, de modo que el resultado adquiriese una consonancia íntima con la electricidad corporal que echa sus destellos por los terrenos más disímiles. Sería como una ciencia del equilibrio y, solo así, teniendo en cuenta la importancia del conocimiento que puede ser transmitido e interiorizado a través de la cartografía, le daríamos su puesto en este mundo. Echo de menos a esta cartografía, como a un amigo que murió antes de conocerlo y, cuando es visto en sueños, me persigue durante el día como una nostalgia inexplicable que todo lo tiñe.

Volviendo al planisferio donde América se llama Consobrinia, si bien el detalle del nombre da mucha tela para cortar, otra cosa sorprende aún más. En tal mapa, el Norte está abajo y el Sur arriba… Es lo que el mexicano O´Gorman llamaba la invención geográfica. Hay estudiosos, filósofos y escritores que se dedicaron a descubrir las implicaciones de poner el Norte y el Sur en lugares no convencionales. No sé si el Este y el Oeste también están en diferente posición en el planisferio de Bartlebooth, porque el mundo es redondo y cualquier cosa es posible a la hora de hacerlo plano. Tal la razón para la invención de mapamundis esféricos: evitar susceptibilidades.

Sin embargo, quien dibujó el planisferio con Consobrinia en el Norte tenía razones de peso que, por más que hubiesen sido orgánicamente solitarias, tienen una relación con la historia de la humanidad. No es de sorprenderse que la cartografía de este tiempo tome una ruta totalmente inusual a la conocida; no solo para revelar misterios como este, sino para razonar sobre la posición del hombre en la esfera terráquea. Ahí entran leyes físicas como la gravedad. Habría que revisar a Newton, por ejemplo, recordar que le cayó una manzana en la cabeza; pero también fijarse en el árbol donde se apoyaba, un árbol cuyas raíces están tan profundamente unidas al mundo que su gravedad requiere una nueva interpretación del peso de las cosas y de la verticalidad del hombre, amén del crecimiento inmóvil de los troncos.

Como decía, los lazos entre el oro y la cartografía son ancestrales. Cuando pienso en El Dorado siento haber dado con una clave cartográfica estupenda. Estoy seguro de que puedo trazar el mapa para llegar a esa ciudad, aunque esté fuera de las convenciones que anteceden a cualquier plano. Tal vez el nombre de cartografía tendría que cambiar forzosamente, como Consobrinia tuvo que llamarse América. Esta refrescante ciencia, al no estar atada a prescripciones obsolotas, también podría quedarse con el nombre de cartografía, haciendo hincapié en la interiorización espacial y en que no todos los espacios se ven igual. Estaríamos inaugurando la cartografía íntima del presente.