Alpargatas sí, Libros sí

Ignacio Camdessus (Provincia de Buenos Aires, 1975) es autor de la novela Circunvalación (Libros del Zorzal, 2014). Licenciado en ciencia política por la UBA, trabajó como editor literario y para organismos multilaterales. Es fundador y director de Sociopúblico, estudio de comunicación de ideas complejas. “Avistaje, excurso, su ruta” es parte de su segunda novela, en curso.


Avistaje, excurso, su ruta

Por Ignacio Camdessus



Maneja con total concentración. El ruido del motor forzado no consigue sacarlo de sus pensamientos. La mirada va fija en algún punto del horizonte más que en las novedades que la ruta pueda traerle, tal vez porque estas sean demasiado pobres. El motor sobreexigido lo envuelve en ruido blanco, y Ricardo padre se deja ir.

Hasta que algo le recuerda su posición en esta vida. Algo le recuerda que el auto no es de su propiedad exclusiva, que su mujer enferma lo espera de vuelta en casa, que esta noche también la deberá acompañar en sus dolores, que su hijo seguramente le pida algo para lo que no habrá de encontrar fuerzas. Algo le recuerda su posición: un animal a lo lejos.

Su silueta tiene algo medianamente reconocible y desubicado. Parece una vicuña o una alpaca, un animal que en estas tierras solo es conocido por los manuales o las historias que traen algunos migrantes. Cojea, casi que va saltando desde la cuneta hasta la ruta a medida que Ricardo padre se acerca; están cada vez más próximos. El animal se planta justo en la banquina, y Ricardo padre, nos contará después, vuelve en sí y se aferra con fuerza al volante porque sabe que algo está por pasar. El animal mira en dirección a él. Ricardo padre dice que fue la primera vez que trabó contacto visual con Carrizo.

Pisa el freno cuando el animal —¿movido por el pánico, la inexperiencia y el mal cálculo, por el instinto autodestructivo?— intenta cruzar del otro lado. Ricardo ve a lo lejos el auto que viene de frente, y ahí —en una maniobra que dificulto haya ocurrido— se cruza de carril para asustar al animal sin embestirlo y detener entonces su cruce, al tiempo que llega a corregir su contramano para evitar darse de frente con el auto que, en sentido contrario, hace atronar su bocina.

Ricardo padre ha conseguido frenar unos cuantos metros más adelante en la banquina. Se baja a ver de cerca al animal, que no consigue cruzar la cuneta. Quiere tocarlo, semblantearlo, hablarle antes de que se vuelva a echar hacia el peligro de la ruta. El animal se paraliza con otro auto que pasa, y Ricardo padre vuelve a temer por él. Pero consigue alcanzarlo. Amaga ponerle la mano encima. El animal es manso.

Se miran ambos con ojos tristes. Ricardo verifica que su pata derecha delantera está lastimada. Le dice las palabras dulces que ya casi no tiene en casa, encuentra dentro de sí una paciencia y un amor renovados, un nuevo motivo para seguir adelante. Consigue meter al animal en su auto, dice Ricardo que sin maniatarlo y sin esfuerzo alguno, pero yo no llego a creerle. Sé por experiencia propia que Carrizo no se mete voluntariamente en un vehículo, sufre las condiciones de viaje, y para hacerlo es necesario inmovilizarle las patas, a veces hasta doparlo. Me figuro que Ricardo padre habrá querido ahorrarnos los detalles a su regreso a casa, pero hoy, años después y con la experiencia que me da ser el tutor de Carrizo, sé que la historia que contó entonces era una distorsión benévola. Una mentira piadosa para no avivar la discusión, ya de por sí encendida por su llegada a casa inesperadamente tarde.

Muchas veces lo imagino manejando con total concentración. Carrizo va atrás, maniatado, expresando su disconformidad con su ruido característico, que al principio confundíamos con el graznido de un pájaro herido. Ricardo omite tirar el último cambio, y el ruido del motor forzado lo ensimisma. Se pregunta por qué se ha dado a la ruta, en primer lugar, si realmente está dispuesto a dejarlo todo por una vida nueva, y por qué ha capturado al animal. Acaso piense en la necesidad de renovar temas de conversación en casa. En darme el hermano que no llegará a tener con Julieta mamá. Una compañía para los tiempos duros que se aproximan. En ser dueño de algo, y de algo único. En la potestad del hombre sobre la alpaca. En sus posibles usos, aunque los eventos posteriores mostrarían que estos serían para él un tabú innegociable.

Un cartel con información geográfica le recuerda que se está alejando de casa sin un sentido definido. Mira los caminos casi perpendiculares que se internan tierra adentro. Algunos, protegidos con tranqueras; otros, abiertos a la exploración. Imagina a qué vidas lleva cada una de esas opciones. Se responde que todos conducen a la vida modesta, donde una mínima inversión inicial, sumada a la labor cotidiana, permiten la supervivencia si no se espera mucho y la contemplación se considera una virtud y no una condena. Se tienta con pegar el volantazo y manejar tierra adentro hasta llegar a una nueva casa.

El auto va levantando nubes polvorosas a su paso; mirar por los espejos retrovisores facilita perder el pensamiento, disiparlo. Hacia delante, el camino recto que en algún punto se corta casi a noventa grados, una huella por momentos evidente que luego se entremezcla con el pedregullo, ante lo que hay que elegir por dónde llevar el auto. A la izquierda, plantaciones. Ricardo aminora para cruzar un puente de tablones sueltos que golpean al pasar. El motor deja de trabajar forzado y permite oír el traqueteo de Carrizo atrás. Así, hasta que llegan a una tranquera. Ricardo padre se baja del auto, estira las piernas y mira primero tierra adentro, luego atrás. El rumor de la ruta asfaltada ya no se oye. Abre la tranquera, la cruza y la vuelve a cerrar. Sabe que no deberá escapar a los tumbos, como en falta o como fugitivo, presiente que será bien recibido. Maneja lento y con decisión. El camino va serpenteando suavemente, divisa árboles frutales, algún galpón, los perros se le acercan ladrando para luego verlo pasar.

En el frente del caserón una mujer ha salido a recibirlo. Tiene la panza hinchada de un embarazo avanzado. Le tiende la mano a una nena, que en la otra abraza a un gato de peluche con remiendos. Ricardo se congratula: más tarde o más temprano habría de llegar. Se baja del auto y saluda con familiaridad. Nadie se sorprende, es como si toda la vida hubiesen estado esperando este momento implícito, en el que nada hay que decir para no echar la fantasía a perder. Ricardo padre abre la puerta trasera y con dificultad logra sacar a un Carrizo cuya primera reacción es recelosa. Dónde lo han traído a él, animal cautivo; por qué ahora ha de transformarse en animal doméstico. La nena dice algo al oído de la madre, que le devuelve una sonrisa. Se les acerca. Le pide a Ricardo padre que le sostenga el peluche y le susurra algo a Carrizo. Le pone la mano encima y Carrizo mira a Ricardo padre, como para verificar que la natural simpatía que siente por la nena esté bien orientada, que puede confiar en su instinto. Si esta es la familia que le ha tocado en suerte, estará muy dispuesto a aquerenciarse.

O también: lo imagino lanzado en la línea recta que lo aleja más y más, acomodando el espejo retrovisor para que, a la par que le muestra lo que van dejando atrás, le permita ver en qué situación está Carrizo. ¿Será que para entonces mi ungulado ya se ha ganado su nombre? ¿Será cierto que a la vera de la ruta estaba la ferretería Casa Carrizo, o será, como sospecho, el nombre que especulaba con ponerle al segundo hijo que jamás habría de tener con Julieta mamá? Maneja con total concentración mientras los carteles ruteros le van cantando ciudades medianas que pasan.

Frena en una estación de servicio. Ambos se desentumecen y beben algo. La hidratación les devuelve cierto ánimo por la aventura. Me figuro un Ricardo padre como no he vuelto a ver, uno decidido y cargado de determinación. Uno aligerado por el lastre que ha dejado caer. Escoltado por un animal que lo acompaña, pero no lo desafía. Que no opone a su voluntad otra, que se deja llevar por el país con candor y alegría.

Maneja hasta que las fuerzas lo van abandonando. Por el espejo ve ahora a un Carrizo adormecido. Es hora ya de repostar, no alcanzarán a llegar a la ciudad más lejana sin que a él también se le empiecen a cerrar peligrosamente los ojos. Encuentran un hotel austero a las afueras de una ciudad poco auspiciosa y allí pasan la primera noche juntos, y tal vez luego otra, y otra más, y así sin jamás volver.

La noche que Carrizo llegó a casa yo dormía. Me había quedado esperando que Ricardo padre viniera a traerme el vaso de agua y a darme el beso de buenas noches, pero Julieta mamá ya me había advertido que no lo esperara, que apagara la luz y me fuera a dormir, algo que cumplí a medias, porque con la linterna debajo de las mantas me quedé leyendo o intentando leer para hacer tiempo. Recuerdo la decepción y el temor vago con el que me fui adormeciendo, con la expectativa frustrada de que Ricardo padre llegara, de si volvería alguna vez, si el beso de buenas noches del día anterior había sido el último y había pasado sin pena ni gloria. El temor de si Julieta mamá estaba tan enferma como sospechaba, o incluso más. Así perdí la consciencia y algo habré empezado a soñar. Fue como si cayera en un pozo abrigado.

Un tiempo indeterminado después algo me despertó. Unos gritos. De Julieta mamá, pero también de Ricardo padre. ¡Él en casa! Dejé el calor de las mantas para confirmar que hubiese llegado. Me asomé a la escalera, y allí los vi, gritándose el uno al otro, bañados en lágrimas. Imagino que Ricardo pensaría que nunca más ninguno de los dos encontraría esas fuerzas para invertir en una pelea doméstica. En el rincón detrás de la mesa, un animal asustado, con los ojos clamando piedad o, al menos, concordia. Un animal hermoso e insólito, cuyo nombre entonces se me escapaba. Y el consuelo de que Ricardo padre podía estar ahora a los gritos abajo, pero por suerte había vuelto a casa.