Alpargatas sí, Libros sí

Luis San Martín (Santiago de Chile, 1988) es Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas. Editor de profesión, cofundó el blog literario Lo que leímos y es codirector de la consultoría de servicios editoriales y diseño Vuelo Ártico. Actualmente reside en Valencia, España.


rompeolas

Por Luis San Martín


A Rodrigo.



Miraban atónitos la proeza. Habían corrido desde Vista Hermosa hasta la Playa Grande entre las seis y las ocho de la mañana. Antes tomaron toda la noche, cerveza, ron, solo comían paté con orégano, el refri estaba lleno de botellas, malgastaban la plata comprando helados Dibs a eso de las ocho de la tarde. Se sentaban en el mirador cuando el sol acariciaba los bordes de las rocas e iluminaba el musgo, haciendo inútil el ahorro y llenarse la guata de paté a punto de vencer. Bebían, por supuesto, hasta que se hacía de día.

Jonás se durmió con los codos sobre la mesa, arremolinado entre sus bíceps. Siempre lo hacía casi antes de que amaneciera, despertando a ratos, a cada ruido mirando con los ojos abiertos como un buey. Diego, Román y Luciano no lograban ni querían ni iban a dormirse y se quedaban conversando, dando vueltas en los sinsentidos de los porros que Román solía hacer en el último momento, justo antes de que empezara a unirse la idea de acostarse con la idea de levantarse del sillón en el que estaban arrellanados. De pronto Román tomaba la guitarra, cantaba “El Sensei”, Diego enrolaba con maestría y vuelta a empezar.

Esa noche Jonás lloró, se acordó de Elizabeth, la niña que había conocido un fin de semana y que se escapó de él cuando, mintiendo, le comentó que le faltaban pocos días de vida y que iba a sufrir un síncope en cualquier momento. Riendo, sus amigos lo habían convencido de que era indigno, una impostura de aquel que no sabe cómo acercarse. Después de las críticas se durmió más rápido.

Luciano también lloró, su papá lo había llamado por teléfono diciéndole que lo habían aceptado en la universidad, una institución que estaba entre las peores de Chile pero que lo salvaría de tener que trabajar con él en la obra. Era mala noticia para él, pero buena para su papá, porque quería que surgiera y fuera el primer profesional de la familia, vanagloriándose, entre bloques de hormigón y cintas de peligro, de que su hijo no iba a poder a tomar el pituto porque entraría a la universidad.

Román solo se enojó mucho, no paraba de enrostrarles que eran estúpidos, no se podía sufrir por algo así.

Que somos pendejos todavía como para amargarnos.

No sabía muy bien por qué, se sentía profundamente incómodo, ver ahí a Jonás y a Luciano doliéndose, como si las cosas realmente fueran tan importantes.

Me voy, ustedes hagan lo que quieran.

No se iba quedar allí viendo cómo Jonás deformaba la piel de sus brazos sobre el hule pegajoso y Luciano se sentaba con la guitarra sobre las rodillas, apoyado en la resonancia.

Como si el hueón estuviera en una película…

Dónde vai’ a esta hora, Román.

Donde no haya tontos llorando.

No esperó, se levantó con esfuerzo y, rompiendo la resistencia de sus muelles, se quitó los calcetines gruesos, se puso los finos, se colgó la chaqueta como si fuera una gran capa y se cambió los pantalones por unos shorts. Luciano y Diego lo miraban enfundarse, como preparado para hacer algo importante al alba. Su actitud era inútil, pensaban, la anodinia era su estandarte. Escucharon la reja y el frenesí con el que se alejaban sus pasos en la cuesta de tierra de fuera de la casa, luego el silencio. La garuga decoraba los fierros y hacía de la piedra en la vereda un témpano, pero no hacía ningún ruido.

Pa’ qué, como si no supiera que lo sabemos.

Sigámoslo, demás que se queda por ahí y no hace nada.

Cuando llegaron a la bajada que se metía en la carretera y que conectaba con las playas, lo vieron bajando a toda velocidad, pasó al lado, le gritaron. Él también.

¡Si el viejo puede, yo también!

¿Escuchaste esa hueá?

¿Qué viejo?

Miraron un poco más arriba. Se veía a un hombre de unos setenta años, con ropa fosforescente y zapatillas blancas, que bajaba a trompicones, a una velocidad mucho más comedida que la de Román.

Hicieron lo mismo que él, enfilaron por la berma y juntos, mientras Jonás dormía y Román era una figurita entre la humedad, empezaron a correr cada vez más rápido, respirando con dificultad, repitiéndose el paté, las cervezas, el ron. Un trocito de orégano coronaba la incipiente barba de Luciano a la vez que se esperaban mutuamente, aguantando ante las circunstancias para que el grupo no quedara ya totalmente desintegrado.

Cuando llegaron a la Playa Grande vieron un cuerpo desnudo enarbolando sus calzoncillos en una rama y apoyado sobre los gigantes dedos de yeso de la virgen más grande del litoral. Cuando sus ojos se encontraron con los de ellos, se esforzó poco y nada en vestirse y siguió corriendo más allá y mucho más, entre los puestos del paseo de artesanías en donde el público de ambas playas se hermanaba en enero, todavía cerrados, casi embrujados al amanecer, meciendo los viejos atrapasueños con su velocidad. Luciano y Diego decidieron caminar sin esperanzas de pillarlo, viendo a Jonás que se bajaba de la micro con una empanada de queso chorreante en la boca y tres más en sus manos.

Cuando ya eran las diez de la mañana lo vieron en el rompeolas, estático y empapado, los ojos vidriosos observando cómo reventaba el mar en los peñascos.