Justicia Social

La cruzada moral y su estrategia pánica

Mientras la aversión a los varones se disfraza de feminismo, las prostitutas sueñan con leyes que las protejan y con el reconocimiento de su capacidad de decidir bajo qué términos vivir sus propias vidas

Por Melisa de Oro

Puede resultar paradójico que en pleno siglo XXI utilicemos el término “cruzada” y lo asociemos con la palabra “moral”, y que hablemos de “estrategia pánica”, es decir, de una praxis orientada a imponer una determinada visión conservadora de las relaciones humanas (sobre todo en el campo de la erótica) a través de generar temor, miedo, terror, en amplios sectores sociales, sobre todo, en los más jóvenes, y de quienes tienen la función de dictar leyes, disposiciones de aplicación pública, o de administración del Estado, pero lamentablemente corremos el serio riesgo de retrocesos importantes en el campo de las libertades tan duramente conquistadas, y hablar de estos temas se ha vuelto más que relevante.

La lucha contra el reconocimiento de los derechos sociales y laborales de las trabajadoras del sexo encubre una feroz batalla sobre todo el campo de la erótica, es decir, sobre una parte esencial de nuestra construcción humana. Si algo nos diferencia del resto del mundo animal es, precisamente, la importancia que la humanidad ha otorgado al sexo, despojándolo de una mera función reproductiva, convirtiéndolo (como bien señala Foucault) en un tema central de nuestras construcciones identitarias.

La lucha contra el comercio sexual explícito (prostitución), y contra el reconocimiento de las Putas como trabajadoras que hacen del sexo y de la erótica su medio de vida, es la continuación, “aggiornada” a nuestra época, de la caza de brujas (como bien señala Silvia Federici), una forma de limitar las posibilidades de obtener placer y autonomía económica por fuera de los límites impuestos por la moral judeocristiana, que no sólo condena la sexualidad “recreativa” (sin intención reproductiva), sino toda expresión sexual que implique un beneficio económico explícito. En otras palabras, las mujeres (en sentido muy general) no pueden lucrar con su sexo, ni con su erótica, más allá de los límites fijados por la institución matrimonial o, en su defecto, por las relaciones monogámicas que siguen su mismo patrón. El sexo, dentro de estos parámetros, se presume gratuito y amoroso; quienes rompen ese modelo se convierten en “malas mujeres”, y en un mal ejemplo social que debe ser limitado por medio del estigma “puta”, o por una legislación que penalice y dificulte esas prácticas. La “putez” es un tabú de nuestro tiempo: se puede ostentar, pero no lucrar con ella.

Prostitución, pornografía y concursos de belleza, son el blanco preferido del nuevo puritanismo que se esconde detrás de la palabra “cosificación”. Los cuerpos, el sexo, la erótica, han vuelto a ser escudriñados, se los vigila y se los castiga. No alcanza la voluntad y el consentimiento (por más explícito e informado que sea), los cuerpos no deben exhibirse ni utilizarse por fuera de las normas establecidas por la nueva moral conservadora. Las reglas del juego han cambiado, nos dicen, pero en realidad no son más que las viejas normas adaptadas a los nuevos tiempos.

La infantilización de las putas se utiliza contra todas las mujeres y contra todas las feminidades. Utilizar el capital erótico en beneficio propio es contrario a la nueva moral, el sexo se presume gratuito (y por mutuo deseo), o como una forma de violencia patriarcal. En este imaginario donde las mujeres no pueden consentir ser putas porque la pobreza las invalida como seres pensantes, “la pecadora” es mutada en víctima, convertida en un pedazo de carne con agujeros destinados a ser “violados” por todos los hombres, esos seres maléficos que se apropian de la dignidad y los cuerpos de las mujeres.

El relato misándrico cambia el paradigma, ya no se trata de buenas o malas, sino de víctimas y de victimarios. La puta ha dejado de ser la “mala mujer”, para convertirse en la víctima que debe ser “rescatada”, aún contra su propia voluntad, porque (“pobrecita”) no sabe lo que hace y no puede decidir por ella misma. En este relato, las “salvadoras” buscarán que las leyes castiguen y repriman a los consumidores de servicios sexuales creando un nuevo tipo de delincuentes: los que “pagan para violar”. Los clientes de las trabajadoras del sexo se convierten en “violadores”, que abusan de las putas porque no tienen la capacidad de consentir por ser mujeres “pobres” y sin la preparación adecuada para ganarse la vida de otro modo. En este “evangelio del rescate”, pagar por sexo se convierte en un privilegio masculino, el privilegio de “violar” por dinero.

Incapaces de ofrecer alternativas laborales que seduzcan a las trabajadoras del sexo, utilizan el poder punitivo del Estado para asfixiar económicamente a las prostitutas atacando su fuente de ingresos. Como el discurso moralizante no les alcanza para disuadir a las putas y sus clientes, recurren al funcionariato estatal, lo impregnan de su visión clasista y neo-victoriana, y lo utilizan para imponer su discurso a toda la sociedad. La policía hará el resto.

La cruzada moral se impone silenciando y reprimiendo todas las voces que no conjugan con sus intereses, y demonizando a las trabajadoras sexuales que se organizan sindicalmente. Así, las referentes sindicales son estigmatizadas como “fiolas”, “proxenetas”, “putas privilegiadas” o “cómplices del patriarcado”; se las acosa en las redes, se boicotean y repudian sus charlas y debates, y se ataca a toda institución que se atreva a darles voz. En este discurso maniqueo, o eres víctima o eres cómplice o victimario. Los hombres quedan fuera del debate, se los excluye por portación de género. Ellos forman parte del “eje del mal”, todos son “violadores en potencia”.

Mientras la misandria se disfraza de feminismo, las putas siguen librando su batalla cotidiana contra el estigma, la discriminación y la violencia policial; sueñan con leyes que las protejan y con el reconocimiento de su capacidad de decidir, como personas adultas, bajo qué términos vivir sus propias vidas. Todo lo demás, es puro cuento.