Porfirio Barba Jacob - Elegía de un azul imposible

¡Oh sombra vaga, oh sombra de mi primera novia!

Era como el convólvulo —la flor de los crepúsculos—,

y era como las teresitas: azul crepuscular.

Nuestro amor semejaba paloma de la aldea,

grato a todos los ojos y a todos familiar.

 

En aquel pueblo, olían las brisas a azahar.

 

Aún bañan, como a lampos, mi recuerdo:

su cabellera rubia en el balcón,

su linda hermana Julia,

mi melodía incierta... y un lirio que me dio...

y una noche de lágrimas...

y una noche de estrellas

fulgiendo en esas lágrimas en que moría yo...

 

Francisco, hermano de ellas, Juan—de—Dios y Ricardo

amaban con mi amor las músicas del río;

las noches blancas, ceñidas de luceros;

las noches negras, negras, ardidas de cocuyos;

el son de las guitarras,

y, entre quimeras blondas, el azahar volando...

Todos teníamos novia

y un lucero en el alba diáfana de las ideas.

 

La Muerte horrible —¡un tajo silencioso!—

tronchó la espiga en que granaba mi alegría:

¡murió mi madre!... La cabellera rubia de Teresa

me iluminaba el llanto.

 

Después... la vida... el tiempo... el mundo,

¡y al fin, mi amor desfalleció como un convólvulo!

 

No ha mucho, una mañana, trajéronme una carta.

¡Era de Juan—de—Dios! Un poco acerba,

ingenua, virilmente resignada:

refería querellas

del pueblo, de mi casa, de un amigo:

«Se casó; ya está viejo y con seis hijos...

La vida es triste y dura; sin embargo,

se va viviendo... Ha muerto mucha gente:

Don David... don Gregorio... Hay un colegio

y hay toda una generación nueva.

Como cuando te fuiste, hace veinte años,

en este pueblo aún huelen las brisas a azahar...»

 

¡Oh Amor! Tu emblema sea el convólvulo,

la flor de los crepúsculos!