Porfirio Barba Jacob - Los desposados de la muerte

Michael Farrel ardía con un ardor puro como la luz.

Sus manos enseñaban a amar los lirios

y sus sienes a desear el oro de las estrellas.

En sus ojos bullían trémulas luces oceánicas.

Sus formas eran el himno de castidad de la arcilla,

suave y fragante y musical.

Bajo sus bucles rubios, undosos y profusos,

parecían temblar las alas de mi ángel.


Emiliano Barba-Jacob era muy sencillo

y tenía una infantilidad inagotable.

Su adolescencia láctea, meliflua y floreal,

fluía por las escarpas de mi madurez

como fluye por el cielo la leche del alba.

Cuando le vi en el vano ejercicio de la vida

me pareció que me envolvía el rumor de una selva,

y me inundó el corazón la virtud musical de las aguas.

¡Hay almas tan melódicas como si fueran ríos

o bosques a las orillas de los ríos!


Guillermo Valderrama era indolente y apasionado;

pero la vida, como un licor de bajo precio,

le producía una embriaguez innoble.

Sus formas pregonaban el triunfo de una estirpe.

Había en su voz un gluglú redentor,

y su amante le llamó una vez «El Príncipe de las hablas de agua».


Leonel Robledo era muy tímido

bajo una apariencia llena de majestad.

En el recóndito espejo de su ternura

se le reflejaba la imagen de una mujer.

Toda su fuerza era para el ensueño y la evocación.

Le vi llorar una vez por males de ausencia,

y me dije: ¡hay una tempestad en una gota de rocío,

y, sin embargo, no se conmueven los luceros!


Stello Ialadaki era armonioso, rosado y azul

como las islas de Grecia y como los mares que las ciñen.

Efundía del mundo algo irreal, risueño y fantástico.

Se le miraba como marchando desde las playas de ensueño

que rozaron las quillas de Simbad el Marino,

hacia las vagas latitudes

por donde erró Sir John de Mendeville.

Cuando le conocí tuve antojo de releer la Odisea,

y por la noche soñé en el misterio de las espigas.


¡Evanaam! ¡Evanaam!


Juan Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerza trascendía

como trascienden los roncos ecos del monte a los pinos.

Alma laboriosa, la soledad era su ambiente necesario.

Sus ilusiones fructificaban como una floresta

oculta por los tules del «todavía-no».

Sus palabras revelaban la fuerza de la Realidad,

y sus actos tenían la sencillez de un gajo de roble.

Ciudad Juárez, México, 1919.