Porfirio Barba Jacob
La Dama de los cabellos ardientes

I


Decíame cantando mi niñera

que a mi madrina la embrujó la luna;

y una Dama de ardiente cabellera

veló mi sueño en torno de la cuna.

Su cabello —cauda sombría—

ondeando al viento, ondeando al viento,

ardía, ardía.


Ya en las tórridas noches, si derrama

su efluvio un huerto y me mitiga un lloro,

y en mi sueño de párvulo se inflama

un astro azul de abéñuelas de oro;

ya en el viaje feliz por los caminos

que moja un agua

de tenues hálitos,

entre brillos de aurora,

trinos de pájaros

y muchas lágrimas…

(¡Oh, el viaje a Santa Rosa, sobre oro edificada!

Se ven las torres…

Bordeando los senderos

granan mortiños,

crecen romeros…)


Ya en los juegos del Tenche, cuando llena

olor sensual la bóveda enramada,

vuela un mirlo, arde un monte, muere un día;

o en la aldea de incienso sahumada,

donde el melodium en el templo suena

y el alma vesperal responde: ¡Ave María!


O en San Pablo, de guijas luminosas,

no he visto pez, guayabas ambarinas,

platanares batidos con lamento

y un turpial que en la hondura se ha acallado:

en cada instante mío, en cada movimiento

—su cabellera un fuego desatado

y ondeando al viento, ondeando al viento—

¡ELLA estaba a mi lado!


II


Mirífica, invisible, muellemente,

sus manos aliñaban la blandura

de mi carne, volando por mi frente

con suave mimo de fruición impura.

Luego, cuando la luna iba llenando

y era azul el infante en su blancura,

o cuando llueve, o… yo no supe cuándo,

fue su beso en su dádiva

mi primera ambrosía,

y vi el mundo como una granada

que se abría.


La Dama de cabellos encendidos

transmutó para mí todas las cosas,

y amé la soledad, los prohibidos

huertos y las hazañas vergonzosas.

¡Qué intenso el fruto

de las tinieblas!

¡Qué grato el beso

de un labio en llamas!


Y oía un trino y su espiral me abría

caminos de ilusión al claro monte,

al claro cielo absorto en la extensión…

Mas al tornar del viaje vagaroso

por la escala de lumbre de una estrella,

me hundía nuevamente en el moroso

deleite en soledad: —¡solo con ELLA!


Y pasaba envolviéndome el aliento

de una honda, radiante poesía;

y en hazaña ideal por lauro y mirto

iba mi desatada fantasía.

¡Yo volvería!

Luna en San Pablo, novia de siempre,

yo volvería, aun en Abril.

Y entre las auras

de los maizales

que espigan lágrimas,

iba a partir.


Mas la Dama, sortílega a mi lado,

besó mi boca: ¡oh fruto llameante,

por mil íntimas mieles penetrado,

de misterio marino y montesino!…


Y en la onda rubia de la luz ligera,

dorando mi camino

iba su cabellera.


¡Oh, si entonces mi sangre refluyera,

y, manando del cuerpo como un vino

que se vierte, mi lúgubre jornada

fuera no más vertiginoso instante

de aquel vago crepúsculo ambarino!

ELLA me fascinó con la mirada,

y por hondos jardines irreales

en la onda rubia de la luz ligera

dorando mi camino

iba su cabellera.


Cantaba suavemente:

“Yo he mullido

tu carne con mis manos prodigiosas,

y por ellas tu lira da un lamento

a cada sensación, como las rosas

a cada brisa un poco de su aliento.

Pudiste ser el árbol sin la flama,

caduco en su ruindad y en su colina,

y eres la hoguera espléndida que inflama

los tules de la noche y la ilumina.

O el barro sordo, sordo, en que no encuentra

ni un eco fiel el trémolo del mundo,

y eres el caracol, donde concentra

y fija el mar su cántico profundo.

¡Todo por mí! Por la virtud secreta

que mis óleos balsámicos infunden,

rozando apenas la materia oscura,

y que sobre las sienes del poeta

el verde claro del laurel augura.

¡Todo por mí! La ardiente cabellera

flota en los manantiales de la vida,

y por mí, como un bosque en primavera,

la Muerte está de niños frutecida…”


III


Silbaban sus palabras como víboras

de fuego, llameantes, arrecidas,

y las sutiles lenguas de las víboras

destilaban dulzores homicidas.

¡Cómo me conmoví! Sobre las hierbas

sudor de sangre

marcó mis huellas.


Mas la Dama me ahondó tan blandamente

por el muelle jardín de su regazo,

tan íntima en la sombra refulgente

me ciñó las cadenas de su abrazo,

que me adormí, dolido y sonriente.

Me envolvió en sus cabellos

ondeantes y rojos,

y hallé el deleite en ellos

entornados los ojos.


Colinas del pudor en nieblas opalinas;

río del arte de ondas peregrinas,

sepulto entre montañas diamantinas;

mar del saber, mar triste, mar acerbo…

¡todo lo vi! Laurel, ternura, calma,

¡todo pudo ser mío Y la inefable gloria,

el silencioso gusto

del esfuerzo fallido en la victoria!


Mas la Dama me ahondó tan blandamente

por el muelle jardín de su regazo,

Tan íntima en la sombra refulgente

me ciñó las cadenas de su abrazo,

que me adormí, dolido y sonriente.

Me envolvió en sus cabellos,

ondeantes y rojos,

y está la Muerte en ellos,

insondables los ojos…


Porfirio Barba Jacob  México, 1918.