Miguel Hernández
Muerte nupcial

El lecho, aquella hierba de ayer y de mañana:

este lienzo de ahora sobre madera aún verde,

flota como la hierba, se sume en la besana

donde el deseo encuentra los ojos y los pierde.


Pasar por unos ojos como por un desierto:

como por dos ciudades que ni un amor contienen.

Mirada que va y vuelve sin haber descubierto

el corazón a nadie, que todos la enarenen.


Mis ojos encontraron en un rincón los tuyos.

Se descubrieron mudos entre las dos miradas.

Sentimos recorrernos un palomar de arrullos

y un grupo de arrebatos de alas arrebatadas.


Cuando más se miraban más se hallaban: más hondos

se veían, más lejos, más en uno fundidos.

El corazón se puso, y el mundo, más redondos.

Atravesaba el lecho la patria de los nidos.


Entonces, el anhelo creciente, la distancia

que va de hueso a hueso recorrida y unida,

al aspirar del todo la imperiosa fragancia,

proyectamos los cuerpos más allá de la vida.


Expiramos del todo. ¡Qué absoluto portento!

¡Qué total fue la dicha de mirarse abrazados,

desplegados los ojos hacia arriba un momento,

y al momento hacia abajo con los ojos plegados!


Pero no moriremos. Fue tan cálidamente

consumada la vida como el sol, su mirada.

No es posible perdernos. Somos plena simiente.

Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada.