Miguel Hernández
El vuelo de los hombres

Sobre la piel del cielo, sobre sus precipicios

se remontan los hombres. ¿Quién ha impulsado el vuelo?

Sonoros, derramados en aéreos ejercicios,

raptan la piel del cielo.


Más que el cálido aceite, sí, más que los motores,

el ímpetu mecánico del aparato alado,

cóleras entusiastas, geológicos rencores,

iras les han llevado.


Les han llevado al aire, como un aire rotundo

que desde el corazón resoplara un plumaje.

Y ascienden y descienden sobre la piel del mundo

alados de coraje.


En un avance cósmico de llamas y zumbidos

que aeródromos de pueblos emocionados lanzan,

los soldados del aire, veloces, esculpidos,

acerados avanzan.


El azul se enardece y adquiere una alegría,

un movimiento, una juventud libre y clara,

lo mismo que si mayo, la claridad del día

corriera, resonara.


Los estremecimientos del valor y la altura,

los enardecimientos del azul y el vacío:

el cielo retrocede sintiendo la hermosura

como un escalofrío.


Impulsado, asombrado, perseguido, regresa

al aire al torbellino nativo y absorbente,

mientras evolucionan los héroes en su empresa

inverosímilmente.


Es el mundo tan breve para un ala atrevida,

para una juventud con la audacia por pluma;

reducido es el cielo, poderosa la vida,

domada y con espuma.


El vuelo significa la alegría más alta,

la agilidad más viva, la juventud más firme.

En la pasión del vuelo truena la luz, y exalta

alas con que batirme.


Hombres que son capaces de volar bajo el suelo,

para quienes no hay ámbitos ni grandes ni imposibles,

con la mirada tensa, prorrumpen en el vuelo

gladiadores, temibles.


Arrebatados, tensos, peligrosos, tajantes,

igual que una colmena de soles extendidos,

de astros motorizados, de cigarras tremantes,

cruzan con sus bramidos.


Ni un paso de planetas, ni un tránsito de toros

batiéndose, volcándose por un desfiladero,

darán al universo ni acentos más sonoros

ni resplandor más fiero.


Todos los aviadores tenéis este trabajo:

echar abajo el pájaro fraguador de cadenas,

las ciudades podridas abajo, y más abajo

las cárceles, las penas.


En vuestra mano está la libertad del ala,

la libertad del mundo, soldados voladores:

y arrancaréis del cielo la codiciosa y mala

hierba de otros motores.


El aire no os ofrece ni escudos ni barreras:

el esfuerzo ha de ser todo de vuestro impulso.

Y al polvo entregaréis el vuelo de las fieras

abatido, convulso.


Si ardéis, si eso es posible, poseedores del fuego,

no dejaréis ceniza ni rastro, sino gloria.

Espejos sobrehumanos, iluminaréis luego

la creación, la historia.