Miguel Hernández
La fábrica-ciudad

(En una ciudad de la U.R.S.S. -Jarko- he asistido 

al nacimiento multiplicado, numeroso, rápido del tractor.)


Son al principio un leve proyecto sobre planos,

propósitos, palabras, papel, la nada apenas,

esos graves tractores que parten de las manos

como ganaderías sólidas con cadenas.


Se congregan metales de zonas diferentes,

prueban su calidad los finos probadores,

la fundición, la forja, los metálicos dientes.

Y empieza el nacimiento veloz de los tractores.


Id conmigo a la fábrica-ciudad: venid, que quiero

contemplar con los pueblos las creaciones violentas,

la gestación del aire y el parto del acero,

el hijo de las manos y de las herramientas.


La fábrica se halla guardada por las flores,

los niños, los cristales, en dirección al día.

Dentro de ella son leves trabajos y sudores,

porque la libertad puso allí la alegría.


Fragor de acero herido, resoplidos brutales,

hierro latente, hierro candente, torturado,

trepidando, piafando, rodando en espirales,

en ruedas, en motores, caballo huracanado.


Una visión de hierro, de fortaleza innata,

un clamor de metales probados, perseguidos,

mientras de nave en nave se encabrita y desata

con dólmenes de espuma, chispazos y rugidos.


Es como una extensión de furias que contienen

su casco apasionado sobre desfiladeros,

contra muros en donde se gastan, van y vienen,

con llamas de sudor y grasa los obreros.


Chimeneas de humo largo, sordo, grasiento,

acosan con penumbras a la creadora masa,

a la generadora masa que obra el portento,

el tractor con los dientes sepultados en grasa.


Hornos de fogonazos: perspectivas de lumbre.

Irradian los carbones como el sol, las calderas,

los lavaderos donde llega la muchedumbre

del metal que retiene sus escorias primeras.


Laten motores como del agua poseídos,

hélices submarinas, martillos, campanarios,

correas, ejes, chapas. Y se oyen estallidos,

choques de terremotos, rumores planetarios.


Leones de azabache, por estas naves grises,

selvas civilizadas, calenturientas moles,

relucen los obreros de todos los países

como si trabajaran en la creación de soles.


En la sección de fraguas y sonidos más puros,

se hacen más consistentes las domadas fierezas.

Y el tornillo penetra como un sexo seguro,

tenaz, uniendo partes, desarrollando piezas.


Veloz de mano en mano, crece el tractor y pasa

a ser un movimiento de titán laborioso,

un colosal anhelo de hacer la espiga rasa,

fértiles los baldíos, dilatado el reposo.


Ya va a llegar el día feliz sobre la frente

de los trabajadores: aquel día profundo

en que sea el minuto jornada suficiente

para hacer un tractor capaz de arar el mundo.


Ya despliega el vigor su piel generadora,

su central de energías, sus titánicos rastros.

Y los hombres se entregan a la función creadora

con la seguridad suprema de los astros.


La fábrica-ciudad estalla en su armonía

mecánica de brazos y aceros impulsores.

Y a un grito de sirenas, arroja sobre el día,

en un grandioso parto, raudales de tractores.