Miguel Ángel o La continua sorpresa del aprendizaje

Miguel Ángel o La continua sorpresa del aprendizaje

Juan Ignacio Pozo Municio. Universidad Autónoma de Madrid

Con su proverbial optimismo, Vladimir Nabokov dejó escrito que si “la vida es una gran sorpresa, no veo por qué la muerte no debería ser una incluso mayor”. No es causal que la ausencia de Miguel Ángel, que el tiempo en lugar de diluir irá solidificando en los posos de la memoria, me evoque paradójicamente ese optimismo de Nabokov. Miguel Ángel fundamentaba todo lo que hacía, y especialmente su pasión por el conocimiento, por el aprendizaje, en esa búsqueda de la sorpresa, que se traducía en un deseo, un afán de explorar, de meter el dedo en la realidad por medio de una pregunta. Es el deseo de aprender, la búsqueda de la sorpresa, la que a mi juicio define mejor su actitud investigadora. Por eso, al evocar, como pretendo aquí, su actividad como investigador, ya que es la que académicamente más compartí con él (otros podrán referirse con más conocimiento que yo a su actividad como profesor, divulgador, formador de docentes, tareas todas a las que se dedicaba con la misma pasión), la primera imagen que me viene a la mente es precisamente esa, la ingenuidad casi infantil con la que planteaba o asumía cualquier pregunta, su capacidad de sorpresa, pero también luego el rigor, la meticulosidad con la que buscaba la respuesta.

No pretendo repasar aquí las múltiples actividades que compartimos durante más de 25 años, entre ellas más de media docena de proyectos de investigación, abundantes artículos y capítulos tanto en publicaciones especializadas, de esas que ahora llaman de “impacto” para investigadores, como divulgativas, orientadas sobre todo a profesores y educadores en ciencias, algún libro, una Tesis Doctoral (la suya) y un buen número de congresos y reuniones. Tampoco pretendo hacer un recorrido intelectual, o conceptual, por esos 25 años de investigación compartida, de la que tanto aprendí. Más que centrarme en todo lo que en esos años pudimos investigar juntos, y con otras muchas personas, me gustaría recordar su casi inagotable capacidad de sorprenderse e interesarse por casi todo, su deseo de aprender, que nunca fue menor que su deseo de ayudar a otros aprender, de enseñar. Creo de hecho que su indudable entusiasmo docente nacía de ese afán por aprender, en este caso también de sus alumnos.

Nuestra colaboración comenzó con un proyecto en que nos propusimos –con una ingenuidad e imprudencia propia no sólo de ese deseo compartido de aprender sino también de nuestra inexperiencia- nada menos que identificar los principales núcleos del aprendizaje de la ciencia en Educación Secundaria y con ellos las principales dificultades que tenían los alumnos para apropiarse de ellos. El proyecto consistía en un cruce de miradas, que constituyó siempre el núcleo de esa cooperación: la mirada de un profesor de ciencias interesado en saber qué sucedía en la mente de sus alumnos, y en general de las personas que intentaban hacer uso del conocimiento científico, y la mirada de un psicólogo que asumía que la única manera de entender la mente de los alumnos, y en general de las personas, es poner esas mentes a funcionar con contenidos relevantes, densos, en este caso contenidos científicos. De esta forma, psicología y didáctica de la ciencia se convertían en espejos donde cada una de esas miradas se reflejaba. Tal proyecto no hubiera sido posible sin el deseo de Miguel Angel de aprender, también, psicología cognitiva, de trasladar su interés casi enfermizo por el funcionamiento de las cosas al funcionamiento mental de las personas, y más concretamente de sus alumnos. Si a mí me tocó aprender química, y física, incurriendo sistemáticamente en todas las misconceptions, por entonces tan de moda, que encontrábamos en los artículos que leíamos o en las experiencias que explorábamos, a él le tocó leer y aprender mucha psicología cognitiva, lo que logró con tal capacidad mimética que acabó por obtener el título de Doctor precisamente en una Facultad de Psicología con una Tesis sobre el aprendizaje de la química (Gómez Crespo, 2005).

En aquel primer proyecto trabajamos en una revisión teórica en profundidad a partir de dos marcos teóricos contrapuestos –el pensamiento formal piagetiano y el enfoque de las concepciones alternativas de los alumnos- que nos llevaron a proponer un nuevo acercamiento teórico, basado en las teorías implícitas de los alumnos y el cambio conceptual, con el que trabajaríamos en los siguiente años. A aquel primer proyecto, únicamente teórico (Pozo, Gómez Crespo, Limón y Sanz, 1991), le siguieron otros posteriores (Pozo, Gómez Crespo y Sanz, 1993; Pozo y Gómez Crespo, 1997), en los que emprendimos un trabajo sistemático de análisis empírico de los tres núcleos conceptuales que habíamos identificado en el aprendizaje de la química, que eran la discontinuidad de la materia, la conservación de las propiedades y la cuantificación probabilística de relaciones (Gómez Crespo, Pozo, Sanz y Limón, 1992). Y ahí es donde Miguel Ángel mostró que esa ingenuidad infantil, ese deseo de ser sorprendido, de meter el dedo en la realidad y hacerse buenas preguntas se acompañaba con una rigor y una exhaustividad en el análisis que dio lugar no sólo al diseño de diferentes tareas, cuestionarios y problemas, sino, lo que es aún más notable, a un acercamiento novedoso, original, al análisis de los datos que íbamos obteniendo. No sólo se convirtió en un experto en el uso del ANOVA allí donde buena parte de la investigación en didáctica de las ciencias seguía recurriendo a porcentajes y meras estimaciones, sino que incluso diseñó nuevos estadísticos, por ejemplo para el cálculo de la consistencia de las representaciones de los alumnos, que nos permitirían generar análisis sumamente novedosos (Gómez Crespo y Pozo, 2001; Pozo y Gómez Crespo, 2005). De hecho llegó a convertirse en el asesor metodológico de varios doctorandos más en las más diversas áreas del aprendizaje en las que trabajaba nuestro grupo (no sólo psicología, sino también música o gramática), a los que dedicó con generosidad y entusiasmo su tiempo y con los que cultivó, una vez más, su interés por aprender.

No voy a extenderme en aquellas investigaciones que dieron lugar a numerosas publicaciones en revistas y libros de esos que solo leen los investigadores (ver por ej., Gómez Crespo y Pozo, 2004; Gómez Crespo, Pozo y Gutiérrez Julián, 2013; Gómez Crespo, Pozo y Sanz, 1995; Pozo y Gómez Crespo, 2005; Pozo, Gómez Crespo y Sanz, 1999) y que acabarían culminando en su Tesis doctoral (Gómez Crespo, 2005) que recibiría el Premio Nacional de Investigación Educativa del Ministerio de Educación y Ciencia en el año 2006, posteriormente publicada como libro (Gómez Crespo, 2008). Lo que quiero destacar aquí es que mientras se incorporaba y formaba parte de una comunidad de investigación que entre nosotros se asienta en la universidad y en los institutos de investigación, siguió queriendo ser un profesor de secundaria que se interesaba por la investigación, para mí el verdadero profesor-investigador, algo como es sabido muy poco favorecido en nuestro entorno, lo que requería de él una enorme dedicación, como cualquier profesor puede valorar, y que incluso en los últimos años ni siquiera podía reconocerse formalmente porque nuestras autoridades ministeriales, en su amor por la ciencia, la investigación y la educación, ya no permiten incluir a profesionales que no estén en esas universidades e institutos de investigación en los Proyectos de investigación financiados, lo que no impidió a Miguel Ángel seguir colaborando, a pesar de que por lo visto, para el Ministerio, fuera algo inadecuado o inconveniente. Bendito Ministerio de Economía y Competitividad, que es el que ahora, significativamente, se encarga en este país de promover el conocimiento.

Ser un profesor que investiga el aprendizaje y la enseñanza de la ciencia, y no solo un investigador en una comunidad bastante cerrada, que como bien se sabe se acaba convirtiendo en una verdadera “casa de citas” en la que lo único que cuenta es el número de veces que te citan los colegas, requería que todo ese trabajo de investigación no solo llegara al reducido mundo de los investigadores, sino sobre todo al resto de profesores interesados en mejorar la educación científica. Así que dedicamos mucho tiempo y recursos a llegar a quien realmente puede cambiar la educación científica, escribiendo no solo un libro a dos voces, o a cuatro manos, uno de los libros con cuya escritura yo más he aprendido (Pozo y Gómez Crespo, 1998a) sino llegando a numerosos lugares, recorriendo juntos buena parte de Latinoamérica, desde México hasta Chile –superando nuevas dificultades burocráticas, ya que por lo visto tampoco esta era una tarea que correspondiese a un profesor de secundaria- y llegando a múltiples revistas y publicaciones que sí leen los profesores (por ej., Gómez Crespo, 1996; Gómez Crespo y Pozo, 2002; Gómez Crespo, Pozo y Gutiérrez Julián, 2004; Gutiérrez Julián, Gómez Crespo y Pozo, 2002; Pozo y Gómez Crespo, 1994, 2010; Pozo, Postigo y Gómez Crespo, 1995) e incluso los psicólogos y orientadores interesados en esos aprendizajes específicos (Gómez Crespo y Pozo, 2012; Pozo y Gómez Crespo, 1996, 1998b).

La capacidad de Miguel Ángel para conciliar esas diferentes facetas profesionales –profesor, pero también investigador, además de divulgador a través por ejemplo del Rincón de la ciencia- hacía que estas se enriquecieran mutuamente. Así, ya desde su Tesis Doctoral, incorporó a esos perfiles los de tecnólogo, y adicto a las tecnologías, de modo que en los últimos tiempos parte de su interés se orientó también al uso de las TIC en el aula de ciencias. Frente a quienes creen entusiastamente en la bondad de las TIC o a quienes las viven como una amenaza al pensamiento crítico y reflexivo, supo encontrar el espacio para que esas tecnologías transformaran y potenciaran el aula, fueran una vez más un recurso sorprendente, por ejemplo, usando los teléfonos móviles en el aula para aprender ciencias, en lugar de prohibirlos (Ruiz Enriquez, Galán Fernández y Gómez Crespo, 2012). Uno de los proyectos inacabados, de esas tareas que, junto con reposar el recuerdo, nos ha dejado pendientes, es precisamente un proyecto para enseñar física –en concreto cinemática- mediante un videojuego como el Angry Birds, con el que habíamos comenzado a obtener resultados muy esperanzadores (de Aldama, Gómez Crespo y Pozo, 2014) y con el que esperamos seguir obteniéndolos. Es también una buena metáfora de la actitud de Miguel Ángel como investigador y como profesor, de su actitud general ante el conocimiento, la de alguien que creía que el conocimiento es un juego, movido por la sorpresa, y que, por acabar con otra frase de Nabokov, “el mundo es un cachorro que está esperando que alguien salga a jugar con él".

REFERENCIAS

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