Sabernos hijos de Venus al amparo de una alcoba que es al mismo tiempo libertad y trinchera. Hace más de dos mil años que Ovidio nos dio instrucciones en el “arte de amar”, porque somos romanos, aún, y añoramos el sabor de la ambrosía divina y el perfume imposible del amor cuando florecen las lilas y las mimosas. Ganas de jugar, de los equilibrios imposibles de los “Modi” y las fantasías dieciochescas repletas de galantería. Besos robados, risas nerviosas, “te doy para que tu me des” (do ut des, en latín…). La habitación y los cuerpos como campo de batalla en una guerra que no requiere más tregua que el olor de la piel y el sudor, húmedo y salado.
También la habitación como espacio de confidencias amistosas (¿quién no ha compartido cama con una amiga?). Delicadeza y complicidad erótica en las ilustraciones de Gerda Wegener, soledad y desolación en las parejas de Hopper. Amor en venta y el abismo de la frustración. O el reposo después de la batalla para hacerse solamente compañía, sabiéndose a la intemperie del mundo.