Hace más de diez mil años de la incorporación doméstica de los animales a nuestras vidas, cuando en algún momento alguien entendió como de beneficiosa podía ser dicha relación. El perro se convertirá en símbolo de fidelidad y se le representará a los pies de nobles (o de sus esposas) en los sepulcros medievales. En la Europa del barroco, en cambio, la posesión de un animal de compañía podía derivar en acusación de brujería, más aún si se trataba de una mujer sola y pobre, que supuestamente tomaría la forma no humana de un gato para cometer sus fechorías.
Esta identificación llegará hasta el siglo XIX, cuando los hombres ven con inquietud la estrecha relación entre mujeres y felinos en el espacio doméstico. Gatos profilácticos contra ratones y compañeros esquivos y caprichosos, versus a los perros fieles y tan pacientes con los niños que se aburren en casa. Y entre unos y otros, aves enjauladas y peces de colores, con otra manera -más indiferente- de hacernos compañía en la cotidianeidad.