En el siglo XVIII se inaugura en los hôtels o palacetes de París una nueva forma de habitar que incorpora un sentimiento relacionado con lo que podríamos llamar “la dulzura de la vida” y un nuevo sentido de la privacidad. En estas nuevas residencias, a parte de los espacios de “parade” y sociabilidad, aparecen los espacios de “commodité”, con especificidades tan femeninas como el “boudoir”. Sin miradas escrutadoras, espacios para la intimidad en compañía o en soledad. Momento de abandonarse a uno mismo, sea en un diván sofisticado o en una butaca roída cuando no hay nadie en casa. O sea también ya en la cama, a la luz tenue de una lamparita que nos dibuja sombras chinescas en la piel. Abandonarse al pensamiento o a la caricia y exploración autocomplaciente, a la melancolía y a las inseguridades. Disfrutar en la piel el contacto de aquella seda… . La cama por hacer y las sábanas arrugadas. En soledad y con la guardia baja, pero sabiéndonos la mente como fortaleza inviolable de lo más íntimo y prohibido.