Olga Orozco - Cantata sombría

Me encojo en mi guarida; me atrinchero en mis precarios

bienes.

Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena juventud por un

huracán de fuego

antes de convertirme en un bostezo en la boca del tiempo,

me resisto a morir.

Sé que ya no podré ser nunca la heroína de un rapto

fulminante,

la bella protagonista de una fábula inmóvil en torno de la

columna milenaria

labrada en un instante y hecha polvo por el azote del relámpago,

la víctima invencible —Ifigenia, Julieta o Margarita—,

la que no deja rastros para las embestidas de las capitulaciones

y el fracaso,

sino el recuerdo de una piel tirante como ráfaga y un perfume

de persistente despedida.

Se acabaron también los años que se medían por la rotación

de los encantamientos,

esos que se acuñaban con la imagen del futuro esplendor

y en los que contemplábamos la muerte desde afuera, igual

que a una invasora

—próxima pero ajena, familiar pero extraña, puntual pero

increíble—,

la niebla que fluía de otro reino borrándonos los ojos, las

manos y los labios.

Se agotó tu prestigio junto con el error de la distancia.

Se gastaron tus lujosos atuendos bajo la mordedura de los años.

Ahora soy tu sede.

Estás entronizada en alta silla entre mis propios huesos,

más desnuda que mi alma, que cualquier intemperie,

y oficias el misterio separando las fibras de la perduración y

de la carne,

como si me impartieran una mitad de ausencia por apremiante

sacramento

en nombre del larguísimo reencuentro del final.

¿Y no habrá nada en este costado que me fuerce a quedarme?

¿Nadie que se adelante a reclamar por mí en nombre de otra

historia inacabada?

No digamos los pájaros, esos sobrevivientes

que agraviarán hasta las últimas migajas de mi silencio con su

escándalo;

no digamos el viento, que se precipitará jadeando en los

lugares que abandono

como aspirado por la profanación, si no por la nostalgia;

pero al menos que me retenga el hombre a quien le faltará la

mitad de su abrazo,

ese que habrá de interrogar a oscuras al sol que no me alumbre

tropezando con los reticentes rincones a punto de mirarlo.

Que proteste con él la hierba desvelada, que se rajen las piedras.

¿O nada cambiará como si nunca hubiera estado?

¿Las mismas ecuaciones sin resolver detrás de los colores,

el mismo ardor helado en las estrellas, iguales frases de Babel

y de arena?

¿Y ni siquiera un claro entre la muchedumbre,

ni una sombra de mi espesor por un instante, ni mi larga

caricia sobre el polvo?

Y bien, aunque no deje rastros, ni agujeros, ni pruebas,

aun menos que un centavo de luna arrojado hasta el fondo

de las aguas

me resisto a morir.

Me refugio en mis reducidas posesiones, me retraigo desde mis

uñas y mi piel.

Tú escarbas mientras tanto en mis entrañas tu cueva de raposa,

me desplazas y ocupas mi lugar en este vertiginoso laberinto

en que habito

—por cada deslizamiento tuyo un retroceso y por cada zarpazo

algún soborno—,

como si cada reducto hubiera sido levantado en tu honor,

como si yo no fuera más que un desvarío de los más bajos

cielos

o un dócil instrumento de la desobediencia que al final

se castiga.

¿Y habrá estatuas de sal del otro lado?