No son la invocación de una misma memoria,
ni una escena rescatada del polvo;
son apacibles gentes que comparten sus días como un pan
desabrido:
una porción de amor guardada entre cenizas,
la tibia media luz de ternuras bordeadas de paciencia y fatiga,
un páramo que nunca conoció el resplandor fulmíneo de un
deseo
y donde cada mano traza sobre la arena solitarios conjuros
contra la soledad.
¡Oh, cuando ahora es siempre!,
escucha
cómo llaman los días con un mismo pregón
—ese triste retumbo del coche entre las piedras,
ese ritual entierro de los sueños, ya sabido por el sobresaltado
amanecer—
y después,
ese mortal desfile de gestos y de rostros presentidos hasta en
la oscuridad,
los diálogos de ayer resonando otra vez en los manteles
como el chisporroteo de la lluvia invernal sobre agosto escarchado,
la vida repetida igual que una plegaria
cuyo sentido yace tan sólo en la vehemencia de unos labios
perdidos.
¡Oh, cuando ahora es siempre, marchito, inacabable,
es posible soñar una llama cualquiera:
belleza repentina de dichas o de muertes encendiendo su
gloria,
su cruel y viva gloria,
sobre las extensiones de un corazón que ardiera hasta la destrucción
Mas ¿quién sabe sus lindes?
¿quién conoce esas umbrías últimas de su alma
desde donde aparecen los huéspedes del tiempo,
semejantes al llanto cuando pasa de unas a otras lágrimas?
Nadie sabe qué soplo, qué tempestad lejana nos está conmoviendo.
Pero mirad ahora,
cuando ahora aún es siempre,
esta noche caída de innumerables noches
sobre aquella reunión en la que la memoria levanta todavía
unas máscaras yertas;
mirad, mirad ahora el pavor de las lámparas y el estremecimiento del aire aletargado,
porque algo innombrable traspasa las paredes,
circunda con un halo de piedad tantas cosas sumisas a un opaco encantamiento,
asciende por los cuerpos
alcanzando en la sangre su deslumbrante imperio de pasión o
de olvido.
Imposible buscar el estéril amparo de los antiguos días.