Olga Orozco
La abuela

Ella mira pasar desde su lejanía las vanas estaciones,

el ademán ligero que con idénticos días se despiden

dejando sólo el eco, el rumor de otros días apagados

bajo la gran marea de su corazón.


De todos los que amaron ciertas edades suyas, ciertos

    gestos,

las mismas poblaciones con olor a leyenda,

no quedan más que nombres a los que a veces vuelven

    como a un sueño

cuando ella interroga con sus manos el apacible polvo

    de las cosas

que antaño recobrara de un larguísimo olvido.

Sí. Ese siempre tan lejos como nunca,

esa memoria apenas alcanzada, en un último esfuerzo,

por la costumbre de la piel o por la enorme sabiduría

    de la sangre.


Ella recorre aún la sombra de su vida,

el afán de otro tiempo, la imposible desdicha soportada;

y regresa otra vez,

otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas,

a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez,

igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas

    de los antiguos huéspedes

que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra

    entreabierta.


Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro.

 

1946