Olga Orozco

Por amigos y enemigos

Un resplandor amarillo y nada más. A la una se apagan todas las luces. El resplandor se sumerge en forma de pez adentro de mis ojos, y cuando la casa está a oscuras puede suceder cualquier cosa: hasta puede comenzar a andar. Es posible que la casa ya esté andando, lenta y majestuosa, con el jardín nocturno empapado de brillante verdor, como si surgiera del fondo de un estanque. Se pone la corona de novia y se va. O es la negra volanta que huye a barquinazos, arrastrada por el silbido de la jauría o por el latigazo del cochero invisible. A veces hay una sacudida de cetáceo y aparece una gran fisura a lo largo de un flanco: está a punto de arrojarme por la borda para poder pasar. Otras veces siento un crujido poderoso, casi calcáreo, y me digo: arranca las raíces y se va; y nos vamos, quiero decir, si no fuera porque el crujido no llega desde abajo hacia arriba, según corresponde a huesos que se arrancan, sino al revés: es más bien como una bóveda que va a desplomarse sobre el estremecimiento de los pilares, ya. ¿Y acaso es mejor esta catástrofe que invento para distraer lo negro que la aparición irremediable de lo negro mismo? ¿No sería mejor que llegara de una vez lo informe agazapado en el rincón que hay entre la pared y el armario? Pronto, algún conjuro. He olvidado que lo informe es lo peor. Puede ser hasta una silla con cabeza de hipopótamo, un velo suelto que me está buscando a ciegas, una palpitación de molusco que va devorando lentamente la habitación, con muebles, Laura y todo. Laura duerme. Últimamente silba cuando duerme. Tal vez tenga miedo. Que no se me ocurra que podría convertirse en una marmita marmota marmuerto mastuerzo escuerzo. Menos mal. Apareció la puerta, justo a tiempo; empezó a aparecer poco a poco en otro resplandor, porque la abuela raspa fósforos blancos como huesecitos, enciende las velas y comienza a rezar:
—Por amigos y enemigos, por conocidos y desconocidos, por vivos y por muertos. Ilumínalos, Dios mío.
El resplandor es insuficiente. Sólo ayuda a no ver o a ver lo que es mejor que no esté. El resplandor es la paleta del diablo y carga más.
—Por mi abuela Florencia, con quien todos tenemos tantas deudas, y se las pagarás, Señor, aunque no quieras, dadas su gran memoria, su previsión y su prolijidad.
La oscuridad es prolija y tiene la memoria previsora de lo  que dejó ayer y antes de ayer. Si yo le ayudo un poco podríamos hacer el inventario de los monstruos posibles e imposibles del mundo. Cada noche es un repaso aumentado por combinaciones nuevas, por medias luces que se abren como una trampa para que algo surja. Y siempre surge algo de la luz enrarecida sobre lo negro, de lo negro enrarecido sobre la luz.
—Por mi padre, que sembró tantos hijos como los que conozco, como los que no conozco, y que él preferirá desconocer por igual cuando lo llames, porque era olvidadizo, y a menos que lo hayas mejorado le costará mucho trabajo reconocer a los que no lo reconozcan.
Me reconocen los monstruos. Por eso vuelven cada noche. Se me acercan, y nunca sé del todo cuántos son, porque son inagotables en sus metamorfosis. A veces les pongo nombre, para reconocerlos, pero sin duda lo pierden con la luz del día o alguien les pone otro, porque a veces se repiten y sin embargo no sé cómo se llaman.
—Por mi madre, que estará mucho más joven que yo y podré obligarla a rezar hasta que se le lastimen las rodillas, como a mí, porque ya no estoy dispuesta a volver a sacar hilos en los deshilados de seis ajuares.
Ahora voy a empezar a sentir unos pinchazos fríos en la cara; después viene un roce de escobilla y una cinta que me ciñe la cabeza. Ojalá pudiera dormirme antes de que lleguen, dormirme de este lado que es el costado de mi bisabuela. Si con el último "amén" del Ave María pudiera arroparme en esos hilvanes, en esas nubes algodonosas, blandas, caer en el arcón donde reposan las sábanas y los manteles de seis tías abuelas con olor a manzana, con olor a lavanda, con olor a heliotropo, con olor a jazmín, con olor a romero, con olor a nomeolvides, para nunca, para siempre jamás.
—Por mi hermana Gertrudis, que tenía tanta paciencia como el tiempo para sus peores obras, pero mejores instrumentos, como la mentira, el ingenio y la imaginación; por mi hermana Cecilia, para que la tengas en gloria y a solas, de modo que no despierte a nadie, que nadie le tenga que ayudar a zurcir, a limpiar y a remendar todo lo que tengas que limpiar, zurcir y remendar, y aun lo poco que hayas dejado sano en este mundo; por mi hermana Eduvigis: mejórale la piel y el carácter, para que no tenga que esconderse ni avergonzarse de nadie y nadie tenga que esconderse de ella; por mi hermana Valeria, y olvídate que nunca estaba cuando se la necesitaba, salvo cuando murió; por mi hermana Viviana, aunque nunca aprendió a dar las gracias, a pesar de hablar tanto, y a lo mejor ella tenía razón; por mi hermana Patricia, para que de algo le sirvan la belleza, la indiferencia y la mezquindad.
Nadie está tratando de mejorarme con esta especie de cinta helada alrededor de la cabeza. Éstos no son los lazos de la sangre, y si son, pueden ser traicioneros. A lo mejor me arrastran ahora mismo al centro de una ronda donde giran y me encierran las seis tías abuelas, las seis con el pelo suelto y frío, las seis con color de estatuas celestes o de lombrices desteñidas. A lo mejor me atan para siempre a una jaula y se quedan girando para siempre alrededor, en ese jardín desnudo donde sopla el viento, nada de lazos ni de cintas aunque tenga que defender toda la noche la frente con las manos.
—Por mis cuatro hermanos, todos mujeriegos y valientes, para que por lo menos no te desafíen mientras los vayas sumergiendo en el infierno. Pero antes no te olvides de repasar sus méritos, aunque sean méritos de guerra y otros que no puedo nombrar, porque la decencia no me lo permite y porque todavía tengo muchas cosas que aprender.
No voy a aprender a soportar la noche. Ella me aprenderá a mí, si todavía no me sabe del todo, porque me palpa a lo largo y a lo ancho y a lo hondo de toda la piel. Me cubre con tacto liso, me envuelve en vendas ciegas hasta convertirme en larva, y no me deja un solo trozo de piel porosa para poder respirar. Es mejor no intentar ni siquiera moverse, al borde de lo innominado que ya viene. No sé si lo conseguiría. Y además, ¿mover qué y hacia dónde?
—Por mi tío Julián Ezcurra, bizco y esclavista, y si no lo puedes salvar, Señor, no te preocupes, porque sus huesos harían un buen fuego para todos los que tendrán que arder con él, como su hijo Faustino, tan duro que no habrá mortero para poderlo moler.
Si pudiera moler ese organismo indeterminado que se acerca, respira y demora todas sus intenciones para torturarme mejor, si pudiera alejarlo con una palabra poderosa que nunca llegaré a formular, pero que siento que en alguna parte está; si pudiera disolverlo en todos los miedos del porvenir, aunque aumentara un poco cada uno después, aunque sepa que también serán insoportables cuando llegue el momento. Vamos, que me devore de una vez.
—Por mi yerno Francisco, para que le reserves un trono en este mundo, como conviene al mejor hombre de la tierra; por todo lo que tendrás que hacer para completar tu obra. Y no me vengas a decir que la recompensa está mucho después, porque yo te contesto entonces que si tú no puedes te remitas a algún dios más alto, pero que empiece a actuar, porque yo quiero ver y soy impaciente y tengo bastante prisa por morir.
Ahora voy a empezar a caer en algo que ni siquiera es la muerte. Es una especie de vértigo hacia adentro. Empieza con este sabor a vísceras, con este hartazgo de mi cuerpo, tan ajeno y tan evidente, y del que no puedo desasirme. Es una sustancia que me sobra, y no sé por dónde está cosido a mí o estoy prendida a él. Y de pronto se abre un abismo. Comienza a haber una distancia entre los dos, como si lo que está fuera estuviera dentro, y es por ahí por donde caigo, porque ya no me contiene, de algún modo, porque ya ha hecho alianza con esa otra oscuridad que se clausura y me empuja hacia el revés. ¿Adonde, adonde voy?
—Por mi hija Sofía, tan generosa y altanera, tan excesiva en su bondad como en su cólera. Para que le ahorres lágrimas y amarguras, para que nunca le hagas doblegar la cabeza bajo la humillación, la enfermedad o la penuria. Pero bájale la voz. Y si tienes tiempo, enséñale las medidas, pero que no sean las
escasas medidas de los otros, porque entonces será mejor que conserve las suyas.
Y esa es mi madre, que llorando o sonriendo me arranca del fondo de cualquier abismo, de este mismo que ya estaba a punto de alcanzar, porque ella es mi única referencia en este mundo, mi puerta de sabiduría o mi muro de ignorancia. Esa es mi madre, que destruye el ciclón e impide que una hormiga sobrepase su tamaño normal. Esa es mi madre, semejante a una torre en fiesta, a una fortaleza erizada, tan grandiosa como una catedral y tan tierna como la luz de una bujía o un roce de plumas tibias a la entrada del sueño, sobre los párpados pesados.
—Por mi hija Lidia, que murió muy joven. No te hago cargos ni te pido cuentas. Soy tan parca contigo como tú fuiste parco en el regateo de su porvenir. La encomiendo a la Virgen, porque sabrá cuidarla mucho mejor que tú: que no se olvide de almidonarle las blusas, de volver a ordenarle los pinceles y de cambiar el agua a las violetas. Y que la abrigue bien, porque siempre tenía mucho frío, y se fue en camisón, y se dejó todos los chales y los guantes y la esclavina sin estrenar.
Pesados los párpados. No. Creía que era adentro, pero es afuera donde se empieza a formar, donde se está formando eso que al principio es una condensación neblinosa que se expande y ordena y termina en señora. Es una anciana hecha de tules y de fumigaciones transparentes. Siempre llega cuando se nombra a Lidia, con tiempo, con noche, con miedo y con paciencia. Me dilata los ojos para entrar, con mecedora vienesa, con que está y no está.
—Por mi hija Adelaida. Señor, te pido encarecidamente que la perfecciones por cualquier medio, aunque siga quedándose soltera para siempre. Bórrala sin que nadie se dé cuenta, y dibújala de nuevo como yo la guardo; cópiala de cualquier retrato de sus diecisiete años, para que su cara vuelva a tener el
óvalo de un medallón, sin que nada le sobre, y su cintura quepa entre dos manos y el resto en el más perfecto de los moldes; para que pueda volver a vestirse de organza blanca o de terciopelo rojo. Y si eso no es posible, retrocede veinte años, aunque los que estemos ahora ya no seamos todos los que estábamos entonces.
Ya está. Ya se formó completamente. Se balancea, tan leve o tan difusa como si estuviera posada en una rama de algodón en rama o prisionera en un cristal de invierno tormentoso. Mañana me dirán que no me asuste, que es la tatarabuela Florencia, muerta hace cincuenta años. Pero yo no puedo mirarla como si fuera un cuadro. Además ningún cuadro llega tampoco solo. ¿Y si de pronto se acercara? Es seguro que Laura también la está mirando. Es mejor no perder de vista a los desaparecidos cuando son aparecidos, porque jamás se sabe con qué vienen ni con qué se van. Sin perderla de vista extiendo un brazo hacia el lado de la cama de Laura y me encuentro enseguida con su mano que ha salido al encuentro de la mía. Así sucede siempre.
—Por mi nieto Alejandro, muerto a los veinte años. Tú sabrás por qué hiciste lo que hiciste. Es inútil que intentes disculparte diciéndome que de los elegidos se sirve Dios, porque me obligarás a rezar por la perversidad de los que quedan. Era hermoso, era inteligente, noble y santo. ¿Acaso no te bastaba con tu corte de ángeles y arcángeles? ¿Acaso necesitabas uno más? Te lo digo cara a cara, sin humildad y sin resignación: compartirás con él la diestra de Dios Padre Todopoderoso, y aun así quién sabe si podrás contar con mi perdón.
La mano de Laura es tibia, húmeda y temblorosa. ¿Y si no fuera la mano de Laura? Miro, aunque la tatarabuela Florencia aproveche ese momento para avanzar, enrarecida, cabalgando irrevocable en su mecedora. La vaga forma que es Laura se parece a cualquier condensación de la noche: un inmenso insecto replegado que saltará de pronto, una ahogada que flota en su lecho de vegetación enmarañada, una proa de barco dispuesta a sumergirme en las profundidades. Intento soltar la mano, pero me aprisiona con una fuerza de cohesión desesperada.
—Por mi nieta María de las Nieves, a quien esperan tantos sufrimientos y tan pocos jardines con máscaras y luces de plena fiesta, que es lo que más le gusta. Se casará muy joven con un hombre que tiene mirada de tigre y corazón sentimental, a rayas de fiera y de paloma. Que no le contagie la piel ni le arrebate la alegría. Que tenga muchos hijos porque con ella se acaba nuestra raza. Haz que la continúe en otros nombres y en otras memorias que nos reconozcan y exalten la nobleza y la verdad sobre todas las cosas.
Tal vez sea mi propia mano la que inventa otra mano, mi propia sangre la que se proyecta para defenderme o ampararme. No, y quizá sí, porque oigo la voz de Laura muy baja, semejante a la que usa para anunciar las fechas, las enfermedades o los eclipses, y que es casi un documento de identificación: "Lía, ¿la ves? ¿La estás viendo?" "¿A quién?", pregunto con temor de que no se trate de lo mismo. "A ella, ¿a quién va a ser?" "Sí, la veo, ¿qué crees que hará?" "Cualquier cosa." "¿Y qué es cualquier cosa?" "Todas, menos hamacarse." "Pero es eso lo que hace." "¿Y crees que viene a eso?" "No sé, a lo mejor se olvidó algo." "¿Y si le diéramos la caja de pinturas y la ropa de Lidia y el esqueleto que está en el cuarto de Alejandro?" "¿No es mejor preguntarle qué quiere?" "No, ¿no ves que ya se va?"
—Por mi nieta Laura. Ahora es graciosa y salvaje, sobre todo cuando relincha o pone cara de liebre. Eso tiene su encanto. Pero yo quiero que sea como una estampita iluminada, por dentro o por fuera. Arréglala, Señor, y cultiva su despreocupación hasta que se convierta en una general preocupación por los demás; cultiva su indiferencia para que llegue en calidez cuando se la convoque; cultiva su excesiva manera de estar, para que nadie pueda sentirse solo cuando diga su nombre. "Abuela Florencia, vete", digo con el aliento, y soplo sin hacer ruido. La tatarabuela se aleja cabalgando en su dispersa nube, traspasa, ya invisible, la persiana, y entra sin duda a formar parte de la asamblea neblinosa que estará corporizándose del otro lado, porque ahora oigo conciliábulos sofocados, trotes amortiguados, un blando rebote contra las paredes. Están cayendo a bandadas desde el cielo. ¿Acaso no se oye algo que gira como un molinete de grandes plumas rozando a sacudidas la mirilla?
—Por mi nieta Lía, tímida y propensa a la melancolía y al encierro. Haz que pueda retener algo entre sus manos que son las manos de los despojados. Haz una fuerza de sus debilidades. Recuerda que estuvo agonizando cuando tenía un año y tal vez se haya olvidado mucha vida en otra parte, fuera de este mundo. Devuélvesela por lo menos en inteligencia, en fe y en caridad, porque mucho me temo que no tenga nada que hacer con la esperanza. Y no te pido para ella la belleza, porque tampoco le serviría de nada.
Sólo espero que ese roce creciente contra la persiana termine de una vez. Gira con un golpeteo cada vez más poderoso, cada vez más urgente. "Laura", musito en el momento en que siento que la casa se va a poner a andar, llevada hacia lo alto por esa rueda de alas. Pero Laura ya duerme, asida a esa especie de manija de la que siempre cuesta mucho desprenderla, a menos que se suelte por sí sola. "Laura", insisto de todos modos, ya a punto de partir, ya casi andando.
—Por mí, que soy nada, pero que debo ser la última en morir para que no me llore nadie.
Hay alguien. Debe de ser mejor saber que hay alguien. Me levanto de la cama y avanzo tratando de apoyarme con fuerza en ese piso que oscila al ascender, que va a arrojarme hacia cualquier costado. Llego sin respiración a la persiana, al frágil muro contra lo desconocido. ¿De dónde sacaré fuerzas para
abrir la mirilla? Miro antes, sin moverme, hacia el resplandor, hacia la puerta abierta, hacia la cama donde la abuela está estampada, casi fosforescente contra las almohadas, un poco más corpórea, un poco más tenaz que su abuela Florencia.
—¿Qué pasa, hijita? ¿A dónde va? ¿Por qué no duerme? —pregunta con una voz que es una gran corriente de aire.
—Hay ruidos, abuela. ¿No los oye? —digo tratando de formar una contracorriente que nos una y actúe para rechazar lo que está afuera.
—Los oigo, sí. Vuélvase a la cama y quédese tranquila. Duerma. Son los fantasmas, nada más que los fantasmas.