Olga Orozco - La caída

Estatua del azul, deshabitada,

bella estatua de sal,

desconocida fatalidad a donde voy con los ojos abiertos

    y la memoria a ciegas:

¿eres tú quien me llama con una gran nostalgia, fuerte

    como el amor?

¿eres tú quien me aspira de pronto hacia la ronca garganta

    de los siglos?

¿eres acaso tú, incesante comienzo de mi culpa?

(¡Oh alma!, ¿a dónde vas?,

¿a dónde vas con las tinieblas y la luz como dos alas

    abiertas para el vuelo?)

Estatua del azul: yo no puedo volver.

Me exilaste de ti para que consumiera tu lado tenebroso.

Y aún tengo las dos caras con que rodé hasta aquí, igual

    que una moneda;

y la piedra que anudaste a mi cuello para que fuese dura

    la caída;

y la sombra que arrastro

—esta mancha de escarnio que pregona tu condena

    en el mundo—.

(¡Oh sangre! ¿a dónde vas?

¿a dónde vas como el doble de Dios y con la espada

    hundida en tu costado?)

Bella estatua de sal: tú no puedes llegar.

Te desterraste en mí para escarbarme con uñas y con

    dientes,

para cavar debajo de mi corazón esta tumba del cielo

donde caes y caes expiación hacia abajo y plegaria

    hacia adentro.

Reconoce la herida: mírala en todas partes.

Es la desgarradura con que habitas en todo cuanto miro,

el paraíso roto,

la señal del exilio que te lleva a partir y a volver a

    nacer en este mismo oficio de tinieblas,

la morada de paso para el crimen,

el pecado de muerte que te convierte en juez, en mártir

    y en verdugo

hasta que se desprenda en negro polvo la mascarilla última,

ésa que te recubre con la cara del hombre.


¡Oh Dios, mitad de Dios cautiva de Dios mismo!

¿Quién llama cuando llamo? ¿Quién? ¿Quién pide

    socorro desde todas partes?

Hay aquí una escalera,

una sola escalera sin tinieblas para el día tercero.

 

1962