Olga Orozco
En el final era el verbo

Como si fueran sombras de sombras que se alejan las

    palabras,

humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,

así se me dispersan, se me pierden de vista contra las

    puertas del silencio.

Son menos que las últimas borras de un color, que un

    suspiro en la hierba;

fantasmas que ni siquiera se asemejan al reflejo que

    fueron.

Entonces ¿no habrá nada que se mantenga en su lugar,

nada que se confunda con su nombre desde la piel

    hasta los huesos?

Y yo que me cobijaba en las palabras como en los

    pliegues de la revelación

o que fundaba mundos de visiones sin fondo para

    sustituir los jardines del edén

sobre las piedras del vocablo.

¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia atrás todos

    los alfabetos de la muerte?

¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?

Cada palabra a imagen de otra luz, a semejanza de

    otro abismo,

cada una con su cortejo de constelaciones, con su nido

    de víboras,

pero dispuesta a tejer y a destejer desde su propio

    costado el universo

y a prescindir de mí hasta el último nudo.


Extensiones sin límites plegadas bajo el signo de un ala,

urdimbres como andrajos para dejar pasar el soplo

    alucinante de los dioses,

reversos donde el misterio se desnuda,

donde arroja uno a uno los sucesivos velos, los sucesivos

    nombres,

sin alcanzar jamás el corazón cerrado de la rosa.

Yo velaba incrustada en el ardiente hielo, en la hoguera

    escarchada,

traduciendo relámpagos, desenhebrando dinastías

    de voces,

bajo un código tan indescifrable como el de las estrellas

    o el de las hormigas.

Miraba las palabras al trasluz.

Veía desfilar sus oscuras progenies hasta el final del

    verbo.

Quería descubrir a Dios por transparencia.

1987