Olga Orozco
Cantos a Berenice V

Tú reinaste en Bubastis

con los pies en la tierra, como el Nilo,

y una constelación por cabellera en tu doble del cielo.

Eras hija del Sol y combatías al malhechor nocturno

—fango, traición o topo, roedores del muro del hogar,

    del lecho del amor—,

multiplicándote desde las enjoyadas dinastías de piedra

hasta las cenicientas especies de cocina,

desde el halo del templo, hasta el vapor de las marmitas.

Esfinge solitaria o sibila doméstica,

eras la diosa lar y alojabas un dios, como una pulga

    insomne,

en cada pliegue, en cada matorral de tu inefable anatomía.

Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris

que tus nombres eran Bastet y Bast y aquel otro que sabes

(¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?);

pero cuando las furias mordían tu corazón como

    un panal de plagas

te inflabas hasta alcanzar la estirpe de los leones

y entonces te llamabas Sekhet, la vengadora.

Pero también, también los dioses mueren para ser

    inmortales

y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y

    los escombros.

Rodó tu cascabel, su música amordazada por el viento.

Se dispersó tu bolsa en las innumerables bocas de la arena.

Y tu escudo fue un ídolo confuso para la lagartija y el

    ciempiés.

Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía

—la ciudad envuelta en vendas que anda en las pesadillas

    infantiles—,

y porque cada cuerpo es tan sólo una parte del inmenso

    sarcófago de un dios,

eras apenas tú y eras legión sentada en el suspenso,

simplemente sentada,

con tu aspecto de estar siempre sentada vigilando el

    umbral.

1977